40
ANA
Nadie llama así a la puerta si no es algo grave. Y mucho menos de madrugada. Solo la policía —pensó— aporrea la puerta de una casa como si fuera a tirarla. Y no dudaba de que lo iban a hacer si no abría pronto.
No le dio tiempo a ponerse un pantalón encima de los calzoncillos con los que dormía. Ni siquiera a coger la camiseta que había tirado a los pies de la cama antes de caer rendido sobre el colchón. Como no abra rápido —pensó—, me destrozan la casa.
En los doce segundos que pasaron desde que le despertaron los golpes hasta que abrió la puerta, el chute de adrenalina ya había alcanzado cada rincón de su cuerpo. Para cuando empezó a girar la llave en la cerradura estaba espídico. Y entre las muchísimas cosas que le dio tiempo a pensar en ese instante destacaba una: ¿quién coño vendrá a por mí? Porque estaba claro que aquello iba a ser una detención.
Giró las cuatro vueltas que tenía su llave y bajó la manecilla que recogía el resbalón.
Frente a su puerta, siete geos listos para cualquier tontería que se le ocurriera hacer. Mirándolo sin parpadear. Adelantándose incluso a sus pensamientos.
Entonces la vio. Allí, detrás del equipo de intervención, haciendo esfuerzos para no derrumbarse, estaba Charo. No fue ella quien habló, sino el oficial de policía que la acompañaba.
—Lo siento. Tengo una orden de detención.
—¿Qué es esta tontería? ¿Qué es lo que pasa? —preguntó él, mirando directamente a Charo. Intentando obligarla a contestarle.
Pero Charo se quedó callada. No le salía la voz. Solo lo observaba. Y ni siquiera eso. Parecía que tenía la vista fija en los ojos de su compañero, aunque su mirada estaba perdida más allá, atravesando el cráneo del hombre al que iba a detener. Miraba sin ver. Aún tardó unos segundos en reaccionar. Cuando lo hizo, con un pequeño movimiento de la mano señaló las esposas que llevaba colgadas del cinturón.
—¿Esto es una detención? —Él empezaba a levantar la voz—. Charo, mírame. A los ojos. ¿Esto es una detención?
Charo sabía que tenía que hablar, pero no podía. No le salían las palabras. ¿Que de qué se le acusaba? Era tan grave que no quería decirlo, porque si lo decía iba a ser verdad. Y no podía ser verdad.
—¿Me vas a esposar?
—¿Hace falta? —acertó a decir ella, bajando la mirada al suelo. Los geos que la acompañaban seguían escrutando cada uno de sus gestos.
—Sabes que no. Vamos —claudicó él.
Salió detenido de su casa un martes —en realidad, ya era miércoles— a las dos y veinte minutos de la madrugada. Era el único sospechoso al que acusaban las pruebas.
—¿Puedo saber por qué? —preguntó en el coche que lo trasladaba a comisaría.
Nadie contestó.
* * *
El inspector Jesús Silvelo tenía razón. Le hubiera hecho falta una camisa de fuerza para contener la ira de Ana. Ella llegó al despacho en un tiempo récord, apenas veinte minutos después de que la despertara. Debió de conducir a velocidad suicida por las calles de Madrid. Ni siquiera con las luces y la sirena se podía llegar en tan poco tiempo desde su casa en la calle Amaniel hasta el otro extremo de la ciudad.
Cuando entró por la puerta del despacho que compartían durante esa investigación, tenía la respiración entrecortada. Tuvo que inspirar y espirar un par de veces para poder empezar a hablar.
—¿Qué coño pasa? ¿Qué coño está pasando? ¿Qué es lo que ha saltado en las muestras de ADN del cadáver de ese niño?
—Siéntate, por favor.
—No me voy a sentar. Dime ya qué coño está pasando.
—A ver, Ana. Tranquila.
El inspector fue moviéndose despacio, para interponerse entre ella y la puerta. Lo último que quería era que saliera corriendo antes de poder calmarla un poco.
—El niño es Nicolás, el ADN acaba de confirmarlo. ¿Quieres que llamemos a los padres ahora o esperamos a mañana?
Pareció confundida. Se descentró por unos instantes. Miró a su compañero como si no entendiera nada. Pero enseguida reaccionó. La identificación de Nicolás no podía ser lo único que había pasado esa madrugada. Por algo así Silvelo no la hubiera hecho ir a jefatura en plena noche.
—¿Para decirme eso me haces venir aquí? ¿En plena madrugada? ¿Y a toda prisa? No soy imbécil. Dime qué está pasando. ¡Y ya!
—Los del laboratorio han podido sacar el ADN de varias de las muestras del cabello que estaba adherido a la lana del jersey.
—Eso ya lo sabía. Al grano.
Era buena señal. Empezaba a salir la policía que había en Ana. Silvelo la llevó un poco más por la senda analítica y racional antes de soltarle el bombazo.
—El ADN de los cabellos pertenece a tres personas. Dos hombres y una mujer.
—Identidades —exigió Ana.
—Hemos podido procesar el de uno de los hombres. Y hay una coincidencia. —El inspector seguía retrasando el momento de la verdad.
—Dímelo ya.
—El CODIS ha dado una coincidencia. Uno de los dos hombres está fichado. Pero no por ningún delito. Su perfil genético está en la base de datos de manera preventiva.
Ana empezaba a entender lo que implicaban esas palabras. Y no le estaba gustando nada. Alguien no fichado por ningún delito pero cuyo perfil genético estuviera en la base de datos solo podía significar una cosa: esa persona era un policía al que le habían tomado muestras de ADN para descartar contaminación en la escena de un crimen. O el familiar de alguna víctima.
—¿Quién es? ¿Quién de los nuestros es?
—Ana, por favor, lo que te voy a decir te va a afectar mucho. —Ella lo miró con los ojos perdidos, sin entender, o quizá porque estaba empezando a entender lo que pasaba—. Necesito que te calmes, aunque sea un poco, antes de levantar el teléfono o salir de este despacho. ¿De acuerdo? Necesito que escuches esto con tu cabeza de policía, no con tu corazón.
El inspector fue acercándose a su compañera, hasta prácticamente invadir su espacio personal.
—En estos momentos una patrulla está deteniendo en su casa al subinspector Javier Nori García.
Fue lo último que Ana podía esperarse. Un puñetazo brutal en la boca del estómago que literalmente dobló todo su cuerpo hacia delante, como si el golpe hubiera sido físico. Hay dolores del alma que hieren mucho más al cuerpo que un impacto real. Durante unos segundos fue incapaz de respirar o pensar. Era imposible, sencillamente imposible. Su cabeza se negaba a aceptarlo.
—Las pruebas están ahí. El ADN del subinspector estaba en el jersey de Nicolás. Y él no apareció por la escena del crimen, no ha podido haber contaminación.
—Pues la ha habido, Jesús, la ha habido. Nori es inocente. Pongo mi mano en el fuego por él. Me meto entera en un horno crematorio por él. Nori no lo ha hecho.
—Sé que no solo es tu subi, sino que también es tu amigo y que llevas mucho tiempo trabajando con él. Pero no solo tenemos el pelo. Hay más cosas.
No era solo el ADN en el cabello encontrado en el jersey del cadáver lo que incriminaba a Javier Nori. También estaban las coartadas. O las no coartadas, en este caso. En los momentos en los que se produjeron las tres desapariciones el subinspector no estaba de servicio. Jesús Silvelo lo acababa de comprobar en el sistema. Cuando desapareció Nicolás, en pleno verano, Nori estaba de vacaciones. Las pasó solo, en Madrid, Ana se acordaba perfectamente porque habían quedado varias veces para tomar una cerveza y porque, además, le pidió que volviera al trabajo cuando vio que la desaparición del niño se alargaba y no tenían ninguna pista. En el segundo de los casos, el subinspector tampoco tenía coartada. De hecho, el día y a la hora de la desaparición de Kike, Nori aún no había empezado su turno y, para rematar —Ana lo recordó mientras se lo iba contando Silvelo—, ese día había llegado tarde a trabajar. Y cuando desapareció Pablo, Javier Nori estaba en algún lugar de Madrid tras pasar la noche en Barcelona. Había cambiado su tren para volver a primera hora, solo, mientras Ana se quedaba hasta mediodía en su ciudad natal.
Tres secuestros, tres ventanas de oportunidad. ¿Demasiadas coincidencias? Jesús Silvelo no creía en el azar.
—Tendrá que justificar dónde estaba en cada uno de esos momentos. A ver por dónde sale. Y, aunque aporte coartadas sólidas, aún puede estar implicado como cómplice. El ADN no miente.
—Tiene que estar contaminada. La prueba tiene que estar contaminada. No puede ser otra cosa. —Ana se desesperaba por encontrarle una lógica a todo aquello.
—Sí, todo es posible, incluso una prueba contaminada. No sería el primer caso. La ciencia es ciencia, pero son los humanos los que procesan las pruebas. Aunque hay algo que pinta mal para tu subi: no ha tenido relación alguna con el cuerpo ni con la ropa que llevaba el niño. Es casi imposible que se trate de una contaminación en la escena del crimen.
—Casi imposible, pero no imposible. Y voy a demostrártelo.
Ana salió a toda prisa de su despacho, mientras a Jesús Silvelo le caía, por descarte, el deber de llamar al comisario Ruipérez, despertarlo y contarle a quién acababan de detener. Hubiera preferido tirarse por una ventana, pero era lo que había. No podía esperar a mañana.
* * *
Llevaba diez años trabajando allí, pero cuando entró detenido en jefatura todo le pareció nuevo, como si fuera la primera vez que visitaba el grupo de edificios donde trabajaba su brigada. Le dio tiempo a fijarse en cosas que nunca veía. La luz, los olores e incluso el peso del aire parecían distintos, pero eran los mismos de siempre, lo distinto era la mirada, el olfato o la piel que los sentían, como si él ya no fuera la misma persona que había sido hasta entonces y su cuerpo interpretara lo que le rodeaba de manera diferente.
Charo no habló con él en todo el trayecto. Ni Nori con su compañera. Sabían que el silencio era lo mejor. Para no decirse cosas que no querían articular. Para no sellar pactos que no podían cumplir. Para no jurar compromisos que no podían mantener.
Además, no iban solos. El coche lo conducía un compañero del grupo de secuestros. Mejor callar a que alguna palabra pudiera ser malinterpretada.
* * *
La inspectora jefa Ana Arén parecía un lobo enjaulado. Caminaba a grandes zancadas por la sala principal de su brigada. Se levantaba. Se sentaba. Se levantaba. Se sentaba. Estaba tan nerviosa que no sabía ni qué hacer con sus manos. Las estrujaba como quien retuerce un estropajo, hasta que tenía que parar por culpa del dolor. ¿Por qué —pensó—, por qué cuando estamos nerviosos las manos se convierten en un problema?
Sin saber qué hacer, cruzó al edificio anexo, hacia la sede de la policía científica, para ver si encontraba a alguien en el laboratorio de ADN. Las luces estaban encendidas —las máquinas seguían procesando información las veinticuatro horas del día—, pero allí no había nadie. Ana empujó la puerta de acceso y no se abrió. Miró por un pequeño ojo de buey y no fue capaz de ver a ningún técnico. Era extraño. Justo cuando regresaba al edificio de su brigada, recibió una llamada de teléfono. Imaginaba quién sería antes de descolgar.
—¿Y tú eres policía? ¿Tú eres policía y fuiste incapaz de verlo teniéndolo ante tus propias narices todo este tiempo?
A Ruipérez no le hacía falta estar totalmente despierto para que su mala hostia se pusiera en modo propulsión. La de Ana también estaba en niveles máximos, pero desde algún lugar en el fondo de su desesperación se encendió una luz de alarma; la misma luz que ha salvado al ser humano de la extinción y que ahora parecemos tener averiada, como una luz de freno rota. Necesitaba estar a buenas con el comisario si quería seguir en el caso. No podía dejar tirado a Nori. No así. No ahora. Aguanta. Nori te necesita.
—Comisario, no sabemos si ha habido contaminación, ahora mismo es la hipótesis más probable.
—Será tu hipótesis más probable, inspectora jefa.
—Pero… —empezó a decir ella.
—Pero nada. Escúchame. Y no te lo voy a volver a repetir —la interrumpió el comisario—. Piensa como una policía, cojones. Olvídate de que es Nori. Imagina que el detenido esta noche es una persona desconocida. ¿Qué pensarías? ¿Qué pensaría de él tu mente analítica? ¿Qué pensarían de él tus años de experiencia?
Ana no pudo contestar. Porque la respuesta era obvia. Si el detenido fuera un desconocido, pensaría que era culpable. Prácticamente al cien por cien.