30. YO QUE TÚ. SUIZA
Luego quieres hablar de Suiza. Poner en guardia al mundo entero contra Suiza, explicar cómo se sobrevive a Suiza, y ésa es la tarde que más nos hace reír de las que hemos pasado juntas. Deberías escribir un manual de autoayuda, dices –te enciendes de alegría y vas a buscar bebida, enjuagas las copas ya usadas–, sería lo más sensato que podrías hacer, sí: un manual para gente obligada a vivir en Suiza por trabajo, o por los azares de la vida, para que sepan, especialmente los que vienen del Sur del mundo, a qué se enfrentan y cómo defenderse si los contrata una empresa suiza, o se enamoran de un Karl, de un Mathias, de una Rose. Uno no tiene ni idea, dices.
Tú, que has viajado por todo el mundo y te has perdido en Suiza. Tú, que tienes no sé cuántas licenciaturas, hablas no sé cuántas lenguas, has tratado con no sé cuántos tiburones de las finanzas en el mundo y has tenido que claudicar ante esos dos policías –llenas una copa de vino, ríes con la cabeza inclinada, casi te disculpas porque todavía no te lo crees–. Ni siquiera cuando hablas de las investigaciones trágicas, incoherentes desordenadas confusas tardías, ni siquiera cuando dices que en la policía te trataban con suficiencia porque eras italiana y encima mujer, y tu marido en cambio suizo y hombre, dejas nunca de imitar a los dos policías de película cómica con los que te tropezaste y te parece verlos, uno alto y otro bajo, uno delgado y otro gordo, ante el escritorio vacío y pulcro. Imitas su voz, su acento, sus miradas. Y cuando hablas de la caricatura del poder, del jefe de la policía del cantón que si hay que pedir una hoja a otro cantón, a diez kilómetros de distancia, ya es una comisión rogatoria internacional: imposible, señora, entiéndalo, un gasto que no podemos afrontar. Tú, que vas a Pekín en veinticuatro horas a buscar una hoja, si hace falta.
Hay un momento en que te entristeces. Es cuando hablas del testamento que encontraste en el cajón el domingo por la noche, el día de su desaparición. Tres días antes no estaba. Sin duda Mathias lo había escrito y metido allí antes de marcharse. Pero estaba escrito en alemán, naturalmente, su lengua. Y los policías que tenías al lado eran, son, franceses. Hace falta una traducción jurada, se necesita una semana para tenerla, señora. Paciencia si tú se lo estabas traduciendo allí de pie en casa sobre la marcha, gritabas leed lo que está escrito aquí, dice: «si no estuvieran las niñas todos mis bienes irán a mi familia», ¿qué significa «si no estuvieran las niñas»? Tienen seis años, ¿por qué no iban a estar? Pero ellos no te escuchaban. Señora, usted es parte interesada, guarde silencio. Le confiaremos el documento a un intérprete, no nos moleste. Si te hubieran escuchado, dices, si hubieran entendido lo que estaba pasando como lo entendiste tú, tal vez habrían podido pararlo. Perdieron cinco días. Todos.
Dices de estas investigaciones que no han investigado nada salvo tu culpa por haber decidido separarte de Mathias. Y entonces hablas del machismo, del racismo. De cómo una mujer italiana en Suiza está realmente sola en el mundo y por tanto en peligro, cuando hay peligro, cien veces más que en cualquier otro lugar. Pero luego no, te corriges: en realidad estás en peligro en todas partes cuando las personas de tu alrededor no te ven, no te creen. Imagino que ocurre en todas partes, sí. Eso es, piensas: lo que hace falta no es un manual de autodefensa de Suiza, sino un compendio acerca de cómo una mujer puede hacerse escuchar, a quién tiene que recurrir cuando el país en el que vive no dispone de los instrumentos –por alguna razón, cualquier razón– para escucharla. Tiene que haber mecanismos automáticos que se activen cuando desaparece un niño. Procedimientos, prioridades. Por eso he fundado Missing Children Switzerland, dices. Antes no existía. Alguien como yo no sabía a quién acudir para que le escucharan, para que le ayudaran. Ahora sí, sonríes con un movimiento de cabeza.