
CAPÍTULO DIECINUEVE
Estoy orgulloso de mi herencia. Estoy orgulloso de poder decir que Draka y Durotan son mis padres. Estoy orgulloso de que Orgrim Martillo Maldito me considerase su amigo y me confiase el liderazgo de la gente que tanto quería.
Estoy orgulloso del coraje de mis padres… y, al mismo tiempo, desearía que hubieran podido hacer algo más. Pero no estoy en su lugar. Es fácil recordar, desde la seguridad de mi posición y las comodidades de mi vida, las cosas que sucedieron hace décadas y decir:
—Deberíais haber hecho esto— o —Deberíais haber hecho aquello.
No quiero juzgar a nadie salvo a un pequeño grupo de individuos que sabían muy bien lo que estaban haciendo, sabían que estaban negociando con las vidas y el destino de su pueblo por simples recompensas del momento y lo hicieron alegremente.
En cuanto a los demás… sólo puedo sacudir mi cabeza y contentarme de no haber sido obligado a tomar las decisiones que ellos tomaron.
Gul’dan estaba tan emocionado que apenas podía contenerse a sí mismo. No había hecho más que esperar este momento desde que Kil’jaeden le había hablado de él. Había querido, incluso, hacerlo antes de lo que quería su maestro, pero Kil’jaeden, riendo entre dientes, le aconsejó tener paciencia.
—Los he visto y todavía no están del todo listos. El tiempo lo es todo, Gul’dan. El mismo golpe, lanzado demasiado antes o después, no mata, sólo hiere.
Gul’dan pensó que se trataba de una metáfora un poco extraña, pero entendió lo que Kil’jaeden quería decirle. Pero ahora, por fin, Kil’jaeden pensaba que los orcos estaban listos para el paso final.
El Templo Negro tenía un patio central abierto al cielo nocturno. Cuando el templo pertenecía a los draenei, esa área había sido un exuberante jardín con una piscina rectangular en el centro. Los conquistadores se habían bebido hasta la última gota de su dulce y pura agua, sin preocuparse de rellenarla, por lo que ahora no era más que un espacio vacío de piedra y azulejos. Los árboles y plantas florales que antes rodeaban la piscina habían muerto poco después, con una velocidad asombrosa. Ner’zhul y Gul’dan esperaban al pie de la piscina vacía a petición de Kil’jaeden. Ninguno de ellos sabía qué les esperaba.
Durante varias horas se quedaron allí en silencio. Gul’dan pensaba si de alguna manera había disgustado a su maestro. Sólo de pensarlo empezó a sentir un sudor frío y miró de forma nerviosa a Ner’zhul. Se preguntó si esa noche el chamán desafiante sería asesinado por su desobediencia, una idea que lo animó un poco.
Su mente empezó a imaginar los diferentes castigos que podrían ser impuestos a Ner’zhul cuando un repentino y ruidoso trueno los hizo gritar de la sorpresa. Gul’dan levantó la mirada hacia el cielo. Donde antes se podían observar miles de estrellas, ahora sólo había oscuridad. Tragó saliva, con los ojos clavados en el negro cielo.
De repente, la oscuridad se empezó a agitar. Parecía una enorme nube de tormenta, negra y palpitante. A continuación, todo empezó a girar en espiral y a coger más y más velocidad. El viento agitó el pelo de Gul’dan y revolvió sus ropas, suavemente al principio, luego con más fuerza, hasta que finalmente sintió cómo el viento recorría su piel. La tierra retumbó bajo sus pies. Por el rabillo del ojo pudo ver cómo se movían los labios de Ner’zhul, aunque no pudo escuchar lo que decía. El viento era demasiado fuerte, la forma en que temblaba la tierra bajo sus pies cada vez más intensa.
El cielo se resquebrajó.
Algo brillante y resplandeciente retumbó con gran estruendo contra la tierra justo enfrente de Gul’dan y Ner’zhul. Golpeó el suelo con tanta fuerza que hizo caer de espaldas a Gul’dan. Durante un largo y terrorífico minuto, no fue capaz de respirar; sólo podía permanecer tendido, jadeando como un pez, hasta que sus pulmones recordaron cómo hacerlo e inspiró profundamente.
Se puso de pie; temblaba de una forma incontrolable y, cuando vio aquello, volvió a perder el aliento.
Se alzaba como una torre delante de él. Trozos de tierra salían volando mientras sacudía sus cuatro patas, que acababan en pezuñas, y agitaba sus grandes alas de piel. Su cabellera, algo más que una melena, flotaba con extraños mechones verdes sobre su espalda. Sus ojos, también verdes, brillaban como estrellas de fuego y sus colmillos rasgaban la tenue luz que salía por su boca abierta. Parecía tener innumerables filas de dientes afilados, una tras otra, y Gul’dan quería tirarse al suelo y llorar de absoluta desesperación ante tan espeluznante visión. Sin saber cómo seguía de pie y en silencio delante de tal monstruosidad, levantó sus puños cerrados y los sacudió con fuerza, luego bajó la cabeza y miró hacia los temblorosos y acurrucados orcos.
¿Qué es esta cosa? Gritó para sus adentros Gul’dan.
A continuación, apareció Kil’jaeden, mirando a Gul’dan y sonriendo maléficamente.
—Éste es mi teniente, Mannoroth. Siempre me ha servido bien y así continuará haciéndolo. En otros mundos, lo llaman el Destructor. Pero aquí es el salvador, Gul’dan —le susurró Kil’jaeden. De inmediato Gul’dan se volvió a sentir débil y enfermo—. Ya sabes lo que le estoy ofreciendo a tu gente.
Gul’dan tragó saliva. No se atrevía a mirar a Ner’zhul, cuya mirada sentía fija sobre su espalda.
Sí, sabía perfectamente lo que les estaba ofreciendo Kil’jaeden. Un poder más allá de lo imaginable… y la esclavitud eterna. Kil’jaeden ya le había ofrecido ese poder a Ner’zhul a cambio de lo segundo pero Ner’zhul, cobarde como era, había frustrado el trato.
No quiso condenar a su pueblo.
Gul’dan no tenía problemas ante tales escrúpulos. Todo en lo que podía pensar era en la recompensa que le ofrecía Kil’jaeden.
—Lo sé, el Más Grande —dijo Gul’dan, sorprendiéndose a sí mismo por la fuerza y convicción de su tono de voz—. Lo sé y acepto gustosamente la más generosa oferta de mi maestro.
Kil’jaeden sonrió.
—Excelente —dijo—. Eres mucho más listo que tu predecesor.
Seguro de sí mismo y eufórico, Gul’dan se giró para regodearse de Ner’zhul. El viejo chamán miraba a su aprendiz implorando. No se atrevió a hablar, por supuesto, pero no necesitaba hacerlo. Incluso bajo la tenue luz de las estrellas, su semblante era muy fácil de interpretar.
Los labios de Gul’dan se curvaron alrededor de sus colmillos y giró la cabeza para mirar a Mannoroth. Aunque seguía teniendo la misma apariencia aterradora, el miedo de Gul’dan había desaparecido aplacado ahora por sus ansias de poder. Miró hacia el ser a sabiendas de que, como él mismo, estaba muy bien considerado por aquél al que ambos servían. Eran como compañeros de armas.
—Sólo una hoja especial puede hacer lo que te pido que hagas, Gul’dan —dijo con una voz retumbante Kil’jaeden. Le tendió la mano. La daga parecía minúscula en comparación con la enorme palma de la mano en la que descansaba, pero se volvió bastante grande cuando Gul’dan la agarró con sus propios dedos.
—Esta hoja ha sido forjada en los fuegos de aquella montaña que se ve a lo lejos —dijo Kil’jaeden, apuntando con la mano hacia una montaña humeante—. Mis siervos han trabajado muy duro y durante mucho tiempo en su elaboración. Ya sabes lo que tienes que hacer, Mannoroth.
La criatura asintió con su enorme cabeza. Balanceaba su cola para equilibrar su peso, se puso de rodillas frente a ellos y extendió un brazo. Giró la mano hacia arriba, de tal forma que dejaba al descubierto la suave carne de su muñeca.
Durante un instante, Gul’dan vaciló. ¿Qué pasaría si todo esto se trataba de una especie de trampa, o de una prueba? ¿Y si Kil’jaeden no quería realmente que hiciera esto? ¿Y si fallaba?
¿Y si Ner’zhul estaba en lo cierto?
—Gul’dan —interrumpió Kil’jaeden—. Todo el mundo sabe que Mannoroth tiene muchas habilidades, pero también que la paciencia no es una de ellas.
Mannoroth dijo con un suave gruñido mientras sus ojos se teñían con un brillo de color verde.
—Estoy impaciente por ver qué va suceder. A toda tu gente… ¡hazlo!
Gul’dan tragó saliva, levantó la hoja encarando su brillante filo hacia la muñeca expuesta de Mannoroth y a continuación bajó el cuchillo tan fuerte como pudo.
Y salió volando hacia atrás repelido por la fuerza del golpe sobre Mannoroth cuando la criatura gritó de dolor. Aturdido, levantó la cabeza y parpadeó, tratando de aclarar su visión.
De la herida emanaba una especie de fuego líquido pegajoso que brillaba en un tono verde amarillento y llenaba poco a poco la piscina de los sacerdotes draenei. La herida era muy pequeña en comparación con la inmensidad del cuerpo de Mannoroth, pero la sangre fluía sin parar como si fuera una cascada. Gul’dan se dio cuenta de que Ner’zhul, el débil, estaba llorando de pena. Gul’dan no podía apartar los ojos de la sangre que seguía saliendo, sin cesar, de la criatura, que ahora estaba rugiendo y moviendo las piernas sin parar. Se puso en pie y caminó hasta el borde del estanque, cuidando de no entrar en contacto con el líquido que salía a borbotones de la brecha que él mismo había provocado.
—He aquí la sangre del Destructor —se regodeaba Kil’jaeden—. Quemará todo aquello que no esté de tu lado, Gul’dan. Limpiará todo rastro de vacilación, confusión o incertidumbre. Creará un hambre que puede ser dirigida a tu conveniencia. Tu pequeña marioneta cree que lidera la Horda, pero se equivoca. El Consejo de la Sombra cree que lidera la Horda, pero también se equivoca.
Gul’dan levantó la mirada desde la piscina llena del líquido verde brillante que seguía emanando del brazo de Mannoroth hasta los ojos de Kil’jaeden.
—Gul’dan… pronto serás tú el que lidere la Horda. Están listos. Están sedientos por aquello que tú vas a darles.
Gul’dan volvió a mirar el líquido brillante.
—Llámalos. Sacia su sed y… estimula su apetito.
El ya familiar cuerno que despertaba a la Horda y los convocaba en el patio sonó antes del amanecer. Durotan no había estado durmiendo; ya no dormía mucho. Draka y él se habían levantado sin mediar palabra y empezaron a vestirse.
De repente sintió que la respiración de su compañera se aceleraba. Se giró para ver qué estaba mirando con los ojos tan abiertos.
—¿Qué te pasa? —le preguntó.
—Tu… tu piel —dijo en voz baja. Bajó la mirada hacia su pecho desnudo. Su piel estaba seca y escamosa y, al rascársela, la piel que crecía por debajo era… verde. Recordó haber visto el mismo color en la piel del joven Ghun hacía poco tiempo.
—Es sólo un efecto de la luz —dijo, tratando de calmar la situación. Pero Draka no iba a ser fácil de tranquilizar. Levantó su propio brazo y se rascó. Su piel también era verde. Levantó la mirada hacia él. Ambos lo sabían, no había ningún efecto de luz.
—¿Qué nos está pasando? —se preguntó Draka.
Durotan no sabía qué contestar. Continuaron vistiéndose en silencio y, mientras iba hacia el patio para formar, Durotan continuó mirándose el tono verdoso que la piel de su brazo, bajo el metal de su armadura, había empezado a tomar.
Ayer por la tarde, durante una sesión de entrenamiento con jóvenes orcos, les habían anunciado la asamblea de hoy. Durotan todavía no se acostumbraba a ver a los niños, que meses atrás no eran capaces casi ni de caminar, portando ahora espadas y hachas de forma poderosa. Parecían contentos con su nuevo estado, incluso agradecidos, pero Durotan tenía que luchar contra el impulso de sacudir la cabeza cada vez que los veía.
Durotan no sentía ni curiosidad por saber cuál sería su nuevo objetivo. Sería lo mismo que hasta ahora, masacres, rabia y profanación de cadáveres. Recientemente, hasta los cuerpos muertos de sus compañeros de la Horda habían sido abandonados en el campo de batalla, no así sus armas y armaduras, que serían usadas por un nuevo guerrero. A veces, algún amigo o familiar se inclinaba sobre el cadáver durante un momento, pero incluso esto se estaba dejando de hacer. Formaban parte del pasado los días en que se traían de vuelta y se honraban los cuerpos de los caídos en batalla con un ritual y una pira funeraria, cuyo fuego enviaba sus espíritus junto con los de los ancestros. Ahora, no había tiempo para rituales o piras funerarias o ancestros. No había tiempo para los muertos. No había tiempo para nada, según parecía, más que para asesinar draenei y reparar armas y armaduras para que la Horda pudiera continuar con su tarea.
Estaba de pie en el patio, apático, esperando órdenes. Puño Negro se acercó hasta las puertas de la Ciudadela, donde podían verlo con claridad. Corría el viento. Como no había nada que lo frenase en aquel lugar, doblaba ferozmente los estandartes de varios clanes.
—Tenemos un largo camino que hacer por delante —gritó Puño Negro—. Se os ordenó empacar provisiones y así espero que lo hayáis hecho. Guerreros, tened listas vuestras armas y armaduras. Curanderos, tened vuestros ungüentos, pócimas y vendajes a mano. Pero, antes de ponernos en marcha hacia la guerra, marcharemos hacia la gloria.
Levantó una mano y señaló hacia lo lejos, donde la inhóspita montaña sobresalía sobre el cielo y emitía humo negro.
—Ése es nuestro primer destino. Nos dirigiremos hacia la montaña y… lo que pase allí será recordado durante toda la eternidad. Va a empezar una época en que los orcos descubrirán un poder como el que nunca han conocido antes.
Hizo una pausa para que todo el mundo reflexionara sobre lo que había dicho y asintió, visiblemente complacido ante el murmullo que empezó a crearse entre la multitud allí congregada.
Durotan se puso tenso. Entonces… hoy es el día…
Como de costumbre, sin explicar más de lo que necesitaba explicar, Puño Negro acabó su discurso con un:
—¡Vámonos!
La Horda se puso en marcha con entusiasmo, curiosidad y excitada por las palabras de Puño Negro. Durotan miró rápidamente a Draka, que se limitó a asentir apoyando su plan. Luego, haciendo un gran esfuerzo por mover sus pesados pies, siguió al resto, sumergido en la marea.
Era un camino estrecho y empinado que conducía parcialmente y a través de la meseta hasta la montaña humeante. A Durotan le pareció como si un pedazo de montaña hubiera sido cortado con un golpe de espada, de una forma tan perfecta que no podía ser natural. Sus pensamientos se desviaron hacia esa idea. Muy pocas cosas de las que le habían pasado recientemente le parecían naturales, pensó. Había tres grandes losas negras de piedra pulida incrustadas en el suelo. Eran hermosas, pero siniestras al mismo tiempo. Los orcos estaban cansados después de una larga subida bajo el asfixiante calor que producían el sol y el peso de las armaduras, armas y provisiones sobre sus cuerpos. Durotan se preguntaba cuál sería la lógica de esta caminata, pues no parecía tener mucho sentido agotar los cuerpos de los guerreros de tal forma antes de una batalla. Tal vez el ataque sería más tarde, al día siguiente, cuando ya estuvieran más descansados.
Para sorpresa de Durotan, una vez que todos estaban allí, reunidos y en silencio, no fue Puño Negro el que se dirigió a ellos, sino Gul’dan.
—No fue hace mucho tiempo —dijo Gul’dan— que éramos un pueblo disperso. Nos reuníamos dos veces al año y sólo para cantar, bailar, tocar los tambores e ir de caza.
Pronunció aquellas palabras con un tono de voz despectivo. Durotan bajó la cabeza. Durante siglos, los clanes habían asistido juntos al festival Kosh’harg. No era algo estúpido, tal y como el tono de voz de Gul’dan había sugerido, sino algo sagrado y muy poderoso. Era lo que mantenía la armonía entre los clanes para que no se atacaran entre ellos. Pero, por la forma en que los orcos alrededor suyo reaccionaron, podría haber sido hace toda una vida. Ellos también gruñeron en señal de desaprobación, sacudieron sus armas ferozmente y parecían avergonzados. Incluso aquéllos que habían sido chamanes.
—Ahora, ¡mirad lo que somos! Estamos hombro con hombro, clan con clan, Riecráneos al lado de Faucedraco, al lado de Grito de Guerra, todos bajo el fuerte y seguro liderazgo de aquél que escogisteis vosotros mismos, Puño Negro. ¡Por Puño Negro!
Todos lo aclamaron, pero Draka y Durotan no participaron en la exaltación general.
—Bajo su astuta dirección y con las bendiciones del ser que ha decidido ser nuestro aliado, hemos crecido con fuerza y orgullo. Nuestras habilidades y tecnología han avanzado más en los últimos dos años que en los últimos dos siglos. La amenaza que se cernía sobre nosotros está a punto de ser exterminada, a falta de un último esfuerzo para ser aplastada definitivamente. Pero antes… antes, por el compromiso que hemos demostrado con esta causa, recibiremos a cambio nuestras bendiciones.
Se giró y levantó un cáliz extraño. Parecía haber sido tallado con el cuerno de una criatura, pero Durotan no recordaba haber visto nunca a ningún uñagrieta ostentando una cornamenta tan grande. Además, era amarillento y curvado. Símbolos extraños habían sido tallados en él y, cuando la noche se cernió sobre ellos, parecían brillar tenuemente. Cualquiera que fuera el contenido de la copa, también brillaba. Como Gul’dan lo sostenía frente a él, su espeluznante luz amarilla y verdosa iluminaba su rostro y creaba grotescas sombras.
—Ésta es la Copa de la Unidad —dijo Gul’dan en un tono solemne—. Es el Cáliz de la Resurrección. Se lo ofrezco al líder de cada uno de los clanes y él se lo podrá ofrecer también a aquéllos de su clan que deseen ser bendecidos por los seres que tan, tan buenos han sido con nosotros. ¿Quién quiere venir en primer lugar, prometer su lealtad y recibir sus bendiciones?
Gul’dan se giró un poco hacia la derecha, hacia Puño Negro. Éste sonrió y abrió la boca para hablar cuando una voz salvaje y familiar rompió la tranquilidad de la noche.
No, pensó Durotan. No… él no…
Draka apretó con fuerza el brazo de Durotan. No podía hablar.
—¿No vas a advertirlo?
Durotan tragó saliva. No era capaz de hablar. Sacudió la cabeza: No. Hubo un tiempo durante el que Durotan contaba al valiente y esbelto orco que ahora se levantaba valientemente entre sus amigos. Pero no se podía arriesgar a revelar lo que él sabía que iba a pasar.
Ni siquiera a Grom Grito Infernal.
El jefe del clan Grito de Guerra había avanzado entre la multitud hasta el lugar donde estaba Gul’dan. Puño Negro parecía un poco molesto con Grito Infernal. Evidentemente, Gul’dan y Puño Negro habían planeado que el Jefe de Guerra bebiera primero.
La boca de Gul’dan dibujó una sonrisa.
—Alguien tiene que aprovechar el momento, querido Grom —le dijo mientras se inclinaba un poco y le ofrecía la copa llena del turbulento líquido de color verde. El cáliz emanaba luz y calor y la cara de Grom, maquillada para inspirar pavor entre sus enemigos y respeto entre sus aliados, parecía incluso más aterradora.
Grom no vaciló ni un instante. Acercó la copa hasta sus labios y bebió profundamente. Durotan lo observaba, tratando de ver cuál era su reacción. Tal vez, la carta no había sido enviada por un aliado; tal vez se trataba de una trampa…
Gul’dan apenas tuvo tiempo de recoger el cáliz de sus manos antes de que Grom se pusiera tenso y se estremeciera. Se dobló sobre sí mismo por un momento y la multitud empezó a murmurar de preocupación. Durotan contempló, horrorizado, cómo el cuerpo encorvado de Grom palpitaba y se estremecía. Los hombros de Grom, estrechos para un orco normal, se ensancharon frente a sus ojos. Su armadura se resquebrajó ante su nuevo e imponente cuerpo. Lentamente, Grom se reincorporó y miró a la multitud, tan alto como siempre había sido, pero ahora mucho más musculado y fuerte por el líquido verde.
Grom se veía tranquilo, saludable y, salvo por el tatuaje negro bajo su mandíbula inferior… completamente verde.
Grom inclinó su cabeza hacia atrás y gritó otra vez. El grito fue el más fuerte que Durotan jamás había oído. Era como una puñalada de sonido, que te destrozaba el cuerpo y te dejaba sangrando por los suelos. Durotan se cubrió los oídos, como casi todos los demás, pero no podía apartar la mirada de la cara de Grom.
Los ojos de Grom ahora brillaban en un tono rojo.
—¿Cómo te sientes, Grom Grito Infernal, del clan Grito de Guerra? —le preguntó Gul’dan con una particular delicadeza.
La expresión de éxtasis de Grom era tan fuerte que incluso parecía de dolor, mientras buscaba las palabras para contestar.
—Me siento… ¡magnífico! Me siento… —Se interrumpió y volvió a gritar por tercera vez, como si sólo fuera capaz de emitir ese grito primitivo—. ¡Dadme carne draenei para desgarrar y arrancar! Quiero sangre draenei sobre mi cara… ¡voy a bebérmela hasta que no pueda más! ¡Dadme su sangre!
Hinchaba el pecho al ritmo de sus emociones y abría y cerraba sus puños con fuerza. Parecía listo para atacar una ciudad entera con nada más que sus manos desnudas… y Durotan pensó que sería capaz de hacerlo. Grito Infernal le hizo un gesto a su clan.
—¡Orcos del clan Grito de Guerra! ¡Venid aquí! ¡A ninguno de vosotros se le negará tal éxtasis!
Los guerreros del clan Grito de Guerra se precipitaron hacia delante, ansiosos todos por sentir lo que estaba experimentando su líder. La copa pasó de uno a otro, mientras todos bebían. Todos se doblaban de dolor sobre sí mismos durante unos momentos, todos pasaron por ese dolor para aparentemente conseguir una fortaleza y deleite mayores. Los ojos de todos los que bebían se volvían rojos.
Mientras Puño Negro los observaba, su rostro se volvía más y más siniestro. Cuando el último de los orcos del clan Grito de Guerra terminó de beber de la copa, gritó. —¡Ahora me toca a mí!— demandó mientras cogía la copa y bebía un gran trago de ella. Puño Negro se agarró la garganta por un momento, pero se quedó completamente callado mientras lo que fuera que había dentro de la copa hacía su siniestro efecto. Se había quitado la armadura y se podía ver claramente cómo los músculos se ondulaban y crecían bajo su piel verde. Le brillaban los ojos en color rojo cuando, finalmente, levantó la vista. Hizo una señal a sus hijos y Maim y Rend quitaron del medio a otros orcos que estaban en su camino. Durotan observó a Griselda, la única hija de Puño Negro, vacilar antes de empezar a beber. Puño Negro se burló de ella.
—Tú no —dijo gruñendo. Griselda retrocedió como si la hubieran golpeado. Durotan, que siempre había sentido algo de cariño por la chica, dio un suspiro de alivio. Puño Negro intentó, en cambio, avergonzarla, pero sin quererlo le estaba dando un regalo enorme. Puño Negro señaló a Orgrim.
—¡Ven aquí, amigo Orgrim! ¡Bebe conmigo!
Incluso entonces, cuando su mejor y más antiguo amigo era convocado para beber aquel oscuro líquido, Durotan no podía hablar. Pero, por suerte, no lo necesitó. Orgrim inclinó su cabeza.
—Mi líder, yo no soy nadie como para quitarte esta gloria. Soy tu segundo, no jefe de clan, y nunca perseguiré esa posición.
Durotan suspiró aliviado. Orgrim vio lo que Durotan ya había visto, aunque no estaba al tanto de la información que había recibido él. No era ningún idiota. Era dueño de su propia alma y no la vendería por una clase de poder que destrozaba el cuerpo y hacía brillar los ojos de aquella manera tan siniestra.
Entonces los otros jefes de clan esperaron en fila, ansiosos por recibir una bendición que había excitado tanto a dos de los más famosos y respetados jefes de clan. Durotan no se movió de donde estaba. Drek’Thar se inclinó hacia él y le susurró al oído:
—Mi líder, ¿no desea recibir la bendición?
Durotan sacudió la cabeza.
—No, y tampoco permitiré a nadie de mi clan que beba.
Drek’Thar parpadeó sorprendido.
—Pero… Durotan, ¡es obvio que esa bebida otorga gran poder y pasión! ¡Serás un idiota si no la bebes!
Durotan sacudió la cabeza otra vez, mientras recordaba el contenido de la carta. Había sido escéptico al principio, pero ahora estaba muy seguro.
—Sería un idiota si lo hiciera —dijo en voz baja. Entonces Drek’Thar trató de protestar, pero silenció al antiguo chamán con una mirada.
De forma inesperada las palabras del profeta de los draenei, Velen, se le cruzaron por la mente: Decidimos no vender a nuestra gente como esclavos y por eso nos tuvimos que exiliar. Durotan sabía con toda seguridad que una vez que los orcos bebieran de ese cáliz, su voluntad no les pertenecería nunca más. Gul’dan estaba haciendo lo mismo que los líderes de los draenei, en su lugar de origen, habían hecho una vez. Había vendido a su pueblo como es clavos. La historia se repetía y esta vez era Durotan el que desafiaba a sus líderes por el bien de su gente. Tal vez su clan y él, como los draenei, se convertirían pronto en los exiliados. Eso no importaba. Lo que estaba haciendo era lo correcto. Entonces se dio cuenta de que todos los jefes de clan restantes habían bebido ya y que el tan temido momento había llegado ya.
Gul’dan hizo un gesto hacia él.
—¡El asombroso Durotan! ¡El héroe de Telmor! —Durotan se obligó a permanecer impasible—. Ven y únete al resto de jefes de clan. ¡Bebe el líquido del cáliz!
—No, Gul’dan, no voy a hacerlo.
Bajo la luz de las antorchas, Durotan pudo ver cómo Gul’dan guiñaba el ojo derecho de sorpresa.
—¿Te niegas? ¿Piensas que eres mejor que el resto? ¿Crees que tú no necesitas la bendición?
Los otros jefes de clan empezaron a fruncir el ceño, a respirar intensamente; como si hubieran estado caminando durante horas, en sus cejas brillaba el sudor.
Durotan no mordió el anzuelo.
—Ésa es mi decisión.
—Quizás haya otros en tu clan que piensen de otra manera —dijo Gul’dan moviendo sus brazos para señalar a todo el clan Lobo Gélido—. ¿Dejarás que ellos beban, en ese caso?
—No. Yo soy el líder del clan Lobo Gélido y ésa es mi decisión.
Gul’dan se bajó de la losa de obsidiana en la que estaba subido y se acercó a Durotan. Se inclinó hacia él y le susurró algo al oído.
—¿Qué sabes y cómo lo sabes?
No había duda de que se trataba de un gesto de intimidación pero, en su lugar, no hizo más que insuflar nueva esperanza en el pecho de Durotan. Gul’dan se sentía amenazado. Pero, en lugar de esperar a que cayera la noche y enviar un asesino para acabar con aquél que suponía un inconveniente, estaba intentando intimidar a Durotan a base de humillarlo delante de todos. Acababa de comprobar la veracidad del contenido de la misteriosa carta y reveló que no tenía ni idea de quién era su autor. Entonces, Durotan comprendió que podría sobrevivir a esa situación y proteger a su clan.
Dijo en el mismo tono:
—Sé lo suficiente y tú nunca descubrirás cómo lo sé.
Gul’dan se fue hacia atrás y esbozó una risa forzada.
—Pues ésa es tu elección, Durotan, hijo de Garad. Pero, si tu decisión es rechazar tal bendición, atente a las consecuencias, entonces.
Las palabras eran de doble filo, pero a Durotan no le preocupaba lo más mínimo. Otro día, quizás, tendría que preocuparse por lo que Gul’dan tenía planeado para él.
Pero no esa noche.
Gul’dan volvió a su posición y se dirigió a la muchedumbre a gritos:
—Todos aquéllos que desean la bendición del poderoso Kil’jaeden, nuestro benefactor, la han recibido. Pensad en esta montaña como el trono de Kil’jaeden, donde se sienta, nos observa y nos bendice por hacer un trabajo que nos ayudará a seguir adelante y ser lo mejor que somos capaces de ser.
Dio un paso hacia atrás y asintió a Puño Negro. Sus ojos brillaban, rojos, y su armadura reflejaba la luz parpadeante de las antorchas cuando levantó sus brazos y gritó:
—Esta noche vamos a hacer historia. Esta noche atacaremos el último bastión de nuestro enemigo. Vamos a arrancarles los miembros de sus cuerpos. Vamos a bañarnos en su sangre. Vamos a tomar por sorpresa las calles de su capital como si fuéramos su peor pesadilla. ¡Sangre y truenos! ¡Que la victoria sea para la Horda!
Durotan se quedó inmóvil. ¿Esta noche? No habían discutido ninguna estrategia. Puño Negro no estaba hablando de una pequeña aldea o un pueblo, era la capital de los draenei. Era su último refugio y estaba seguro de que lucharían más ferozmente de lo que nunca antes habían hecho, como animales astados. Recordó las grandes máquinas de guerra que habían construido y sabía que Puño Negro había ordenado que las transportaran a un lugar del que ni Durotan ni los otros sabían nada.
Una locura, era una locura.
Y, mientras miraba a los orcos que alrededor suyo estaban gritando, con los ojos como pequeños puntos de color carmesí sin voluntad, comprendió que la palabra —locura— era más que una realidad.
Aquéllos que habían bebido de la copa contaminada estaban todavía más enloquecidos. Grom Grito Infernal bailaba la danza del fuego cerca de una hoguera, agitando sus ahora musculados brazos e inclinando la cabeza hacia atrás. Su piel, que una vez había sido marrón, ahora era completamente verde. Durotan, enfermo y aturdido por el horror que contemplaba, observaba sus brillantes ojos rojos, tan parecidos a los ojos de las criaturas que obedecían como esclavos a los brujos, y su piel de color verde, el mismo tono verde que estaba empezando a teñir las pieles de los brujos, como a Ghun, y que también estaba empezando a teñir la del resto de orcos, la de él mismo y la de la persona que amaba con todo su corazón.
Pensó en el contenido de la carta, escrita en una lengua arcaica que sólo unos pocos entre los más educados chamanes o líderes de clan conocían:
Te preguntarán si quieres beber. Niégate. Es la sangre de almas corruptas y corromperá la tuya y la de todos aquéllos que la beban. Te esclavizará para siempre. Por el amor hacia todo aquello que una vez nos preocupaba, niégate.
La lengua arcana tenía una sola palabra para referirse a estas «almas corruptas».
Este tipo de cosas deberían de haber sido controladas por la voluntad de los brujos, pero apenas fue así. El líquido que fue pasando de boca en boca de aquéllos que Durotan había llamado una vez amigos o enemigos era la sangre de una de esas almas. Y Durotan vio cómo las almas corruptas de los orcos les hacían bailar como locos bajo la luz de las antorchas y salir corriendo después hacia la montaña. Unos actos alimentados con la rabia innatural y la energía necesaria para atacar la ciudad más fortificada que este mundo nunca había visto.
Almas corruptas.
Dae’mons.
Demonios.