
CAPÍTULO VEINTIUNO
Por aquel entonces, ya lo habíamos perdido todo. Habíamos abandonado la armonía y el equilibrio de nuestro mundo y, por lo tanto, los elementos nos habían abandonado a nosotros. Los demonios guardaban la entrada a Oshu’gun, separándonos así de los ancestros. Nuestros cuerpos físicos y nuestras almas se habían corrompido con la sangre que la mayoría de los orcos, en su alocada carrera tras el máximo poder y fuerza, habían bebido con mucho gusto. Y fue entonces, entonces, cuando nos hicimos todo esto a nosotros mismos bajo la —guía— de Gul’dan. Kil’jaeden nos abandonó, en lo que ha sido llamado el Tiempo de Morir.
Puede que no nos vuelva a visitar nunca más.
—¿Qué puedo hacer? —Gul’dan no podía creer que esas palabras estuvieran saliendo por su boca, pero estaba tan aterrorizado que ese consejo, o cualquier consejo, le parecía mejor que el enfermizo miedo con el que vivía.
Ner’zhul lo miró con desprecio.
—Fuiste tú el que tomaste esa decisión.
—¡Ni que eso te librara a ti de culpa! —dijo Gul’dan molesto.
—Por supuesto que no. Yo mismo tomé otras decisiones, por mi propio avance. Pero nunca me cargué el futuro de mi pueblo, o de mi mundo, por él. ¿Dónde está el poder que te prometieron, Gul’dan? El poder por el que vendiste a nuestra gente.
Gul’dan se giró, temblando. No existía tal poder y Ner’zhul lo sabía. Por eso sus palabras lo habían golpeado tan profundamente.
Lejos de premiar a su leal criado con gloria y divinidad, Kil’jaeden había desaparecido. Todo lo que quedaba de su presencia en este mundo eran los brujos y sus demonios, una Horda enloquecida y una tierra devastada.
No, pensó. Eso no era todo lo que quedaba.
Todavía quedaba el Consejo de la Sombra. Todavía quedaba Puño Negro, la marioneta perfecta precisamente porque no se daba cuenta de que lo era. Y, aunque la Horda estaba ahora imbuida con la sangre de los demonios y anhelaban más la violencia y la destrucción que la comida y la bebida, no estaban fuera de su control. Como mínimo, no todavía.
Convocaría al Consejo en su hermoso Templo Negro. Sin duda, ellos también querrían encontrar la manera de salvar el poder que les quedaba.
Sí. Todavía quedaba el Consejo de la Sombra.
—La tierra está muerta —dijo Durotan en voz baja mientras, de pie, con su viejo amigo, inspeccionaba lo que una vez habían sido verdes prados y colinas. Durotan rayaba la tierra con su bota. Por debajo de la hierba amarillenta y muerta sólo había arena fina como el polvo y rocas. El viento, que ya no encontraba la resistencia de los árboles, silbaba tras ellos.
Orgrim permaneció callado por un largo rato. Con la mirada le daba la razón a Durotan. Miró hacia el lecho del río, donde él y Durotan habían nadado en uno de sus muchos desafíos, y no vio ningún indicio de que el agua hubiera fluido alguna vez por él. La poca agua que quedaba en la tierra estaba muy sucia, llena de cadáveres de animales y sedimentos. Beberla suponía correr el riesgo de caer enfermo; no beberla suponía morirse.
Sin agua, no hay pastos. Aquí y allá había lugares que habían conseguido sobrevivir, como el bosque de Terokkar, sólo los ancestros sabían cómo. Los orcos crecían cada vez más delgados porque, al no haber pastos, tampoco había manadas de animales. Durante los últimos tres años había visto más orcos muertos de hambruna y enfermedades que por las batallas contra los draenei.
—Algo más que la tierra está muerto —dijo Orgrim al fin. Su voz era dura y pesada. Se giró para mirar a la cara a Durotan—. ¿Cómo está la reserva de grano del clan Lobo Gélido?
Aunque para ellos su piel y la de Durotan era ya de color verde, en comparación con la de otros como Grom y Puño Negro, todavía eran más marrones que verdes. Aun así, el daño ya estaba hecho. Durotan tenía la teoría de que eran los poderes de los brujos los que estaban haciendo esto a los orcos y a su mundo. Ciertamente, aquéllos que habían bebido del líquido de Gul’dan habían adquirido un tono más vivo que los que no. Extraño, pensó Orgrim. Era irónico que, mientras que la tierra se volvía marrón en lugar de verde, los minerales se volvieran verdes, en lugar de marrones.
Durotan arrugó la nariz.
—Nos han robado varios barriles durante los ataques.
—¿Qué clan?
—El Mano Destrozada.
Orgrim asintió. El clan Lobo Gélido se estaba llevando la peor parte de la reciente oleada de ataques. Después de que la Horda hubiera tomado Shattrath, los avistamientos de draenei se habían reducido. Habían pasado más de seis meses desde que nadie informase de la presencia de ningún escurridizo ser de piel azul y mucho más desde la última muerte. Durotan había convertido al clan Lobo Gélido en un objetivo fácil al negarse a beber del cáliz la noche de la caída de Shattrath. E, incluso antes de ese día, su constante reticencia a atacar a los draenei no había pasado desapercibida. Ahora que los draenei, el único foco con el que los orcos podían saciar su sed de sangre, eran tan pocos y difíciles de encontrar, muchos pensaron que, de alguna manera, Durotan era el responsable. No importaba que fuera muy probable que los draenei hubieran sido cazados hasta su extinción ni que el objetivo inicial de borrarlos de la faz de la tierra se hubiera logrado.
—Os traeré un poco la próxima que venga a verte, —dijo Orgrim.
—No aceptaré caridad.
—Si mi clan se encontrase en esta posición, seguro que me golpearías hasta dejarme casi sin sentido y empujarías la comida por mi garganta antes de dejar que la rechazase —dijo Orgrim.
Durotan se rió y se sorprendió de ser capaz de hacerlo. Orgrim también se rió. Por un momento se olvidaron de la tierra muerta que se extendía a su alrededor y del tono antinatural de su piel, era como si los horrores de los años anteriores no hubieran pasado.
Entonces la risa se desvaneció del rostro de Durotan y el presente volvió.
—Por el bien de los niños, lo aceptaré. —Giró la cabeza y volvió a mirar hacia el páramo que se extendía ante ellos. Nuevos nombres estaban apareciendo, nombres más duros, nombres más oscuros. La Ciudadela se conocía ahora como la Ciudadela del Fuego Infernal y toda la zona, como la Península del Fuego Infernal.
—Si no se hace nada para evitarlo, la destrucción de los draenei conllevará la destrucción de los orcos —dijo Durotan—. Nos estamos volviendo los unos contra los otros. Rebajándonos a robar comida de las bocas de los niños porque la tierra está tan destrozada que ya no nos puede alimentar. Los demonios que acompañan a los brujos pueden destruir y provocar tormento a sus víctimas, pero no pueden curar o dar de comer a los hambrientos.
Orgrim preguntó en voz baja:
—¿Ha intentado alguien contactar de nuevo con los elementos? —Tales actividades todavía estaban prohibidas, pero Orgrim sabía que la desesperación estaba provocando que algunos recordaran las viejas costumbres.
Durotan asintió.
—Ha sido un fracaso. Sólo hemos recibido un silencio sepulcral como respuesta. Los demonios custodian Oshu’gun. No podemos encontrar ninguna esperanza allí.
—Entonces… estamos acabados —dijo en voz baja Orgrim. Mientras se levantaba, echó un vistazo a su martillo, que permanecía apoyado por el mango sobre su pierna. Se preguntó si la profecía del Martillo Maldito se estaba cumpliendo, incluso ahora; si él era el último de su linaje. ¿Habría traído él la salvación y luego la condena a su pueblo mediante el uso de este arma para conseguir la aniquilación de los draenei? ¿Y cómo podría utilizarlo ahora para hacer justicia?
Cuando todo estaba a punto de morir… ¿Cómo podía volver a cambiarse?
La voluntad de supervivencia era muy fuerte, pensó Gul’dan mientras se preparaba para dormir. Se había acostumbrado a dormir en el Templo Negro, en una habitación que había rediseñado específicamente para él. En ella, colocó de forma ritual todas las baratijas y las herramientas que necesitaba para dirigir, adecuadamente, a los demonios que invocaba: fragmentos de almas draenei, ciertas piedras para las criaturas más grandes, pociones que le ayudaban a aumentar su energía cuando desfallecía… También tenía cráneos y huesos y otros signos de la dominación. Ciertas hierbas ardían en quemadores, y sus penetrantes o dulces aromas le inducían visiones.
Ahora estaba mirando uno de esos frascos. Había encendido un pequeño fuego en un caldero y dejó que la madera se consumiera en brasas. Cantando en voz baja, Gul’dan echó las hojas secas en el fuego y se obligó a no toser mientras inspiraba el humo. Se fue a la cama, le gustaba pensar que tal vez se trataba de la misma en que dormía Velen cuando estaba en el templo, y se quedó rápidamente dormido.
Gul’dan soñó como no lo había vuelto a hacer desde la marcha de Kil’jaeden. Y, aunque la visión se desarrollaba en un lugar oscuro y extraño, sabía que era verdadera.
En su sueño aparecía un ser que parecía tener la forma de un orco, vestido con una capa negra que ocultaba su rostro. Era esbelto, incluso más que un orco hembra, pero de alguna manera Gul’dan notó inmediatamente que era un macho. Parecía tener una constitución delicada e irradiaba una gran sensación de poder, por lo que el desconocido impactó enormemente a Gul’dan. Un escalofrío lo sacudió. Cuando el desconocido habló en su mente, su voz era masculina, extrañamente agradable y muy convincente.
—Te sientes solo y a la deriva —le dijo.
Gul’dan asintió, mostrando prudencia y ansia al mismo tiempo.
—Kil’jaeden te prometió poder… fuerza… la divinidad. Cosas que tu mundo nunca ha visto —continuó diciendo la voz suave que provenía de una boca que se mantenía oculta bajo la sombra de su capucha. Las palabras acariciaban a Gul’dan, lo calmaban y asustaban a la vez. Pero se sintió más enfadado que asustado mientras hablaba.
—Me ha abandonado —dijo Gul’dan—. Nos utilizó hasta arruinar nuestro mundo y luego nos dejó aquí para morir con él. Si vienes de parte suya, entonces…
—No, no —lo tranquilizó el extraño con esa voz tan extrañamente convincente—. Vengo de parte de alguien mucho más importante. —Sus ojos brillaban en la profunda sombra de la capucha—. Vengo de parte de… su maestro.
A Gul’dan se le erizó la piel.
—¿De su… maestro?
Y se cayó de espaldas mientras su mente fue asaltada con diferentes imágenes: de Kil’jaeden y de Velen y de Archimonde, de cómo eran hace mucho tiempo. Vio cómo los seres conocidos como eredar se habían convertido en monstruos y semidioses, y sintió, sin llegar a verlo, una gran presencia detrás de todo esto.
—¡Sargeras!
Todavía no era capaz de ver el rostro del desconocido, pero Gul’dan sabía que estaba sonriendo.
—Sí. El que gobierna por encima de todo. Aquél al que servimos. Pronto te darás cuenta, Gul’dan, de que la destrucción y la inconsciencia son actos hermosos y puros. Ésa es la dirección que todas las cosas deben tomar. Puedes oponerte a esto y ser destruido, o ayudarnos y ser recompensado.
Con cautela, todavía preocupado por esa figura encapuchada y sus tentadoras palabras, Gul’dan preguntó:
—¿Qué es lo que se me pide hacer?
—Tu gente se está muriendo —dijo la figura sin rodeos—. Ya no les queda nada en este mundo para destruir. No les queda nada para sobrevivir. Tienen que ir a otro lugar. Donde haya abundante comida y bebida, y una presa que valga la pena masacrar. Ahora los orcos están más ansiosos por encontrar eso que por la misma comida que los alimenta. Dales la sangre que necesitan.
Gul’dan cerró los ojos.
—Eso suena más a una recompensa que a una tarea que me haya sido asignada —dijo.
—Es las dos cosas a la vez… pero ésa no es la única recompensa que te ofrece mi maestro. Dominas el Consejo de la Sombra, por lo que ya has probado el poder. Eres el brujo más grande que existe entre tu gente y sabes lo mucho que eso te reconforta. Ahora imagina si fueras un dios…
Gul’dan temblaba. Ya le habían prometido algo parecido antes pero, de alguna manera, sabía que este Sargeras era mucho más capaz de cumplir tan extravagantes promesas. Se imaginó extendiendo una mano y haciendo temblar la tierra, apretándola con fuerza hasta parar un corazón. Se imaginó los ojos de miles de orcos fijos sobre él y sus voces gritando salvajemente su nombre. Se imaginó gustos y sensaciones con los que no era ni capaz de soñar y entonces empezó a salivar.
—Tenemos un enemigo común —continuó el extraño—. A mí, me gustaría verlos muertos. Y tú, verías a tu pueblo saciado de masacre y asesinato. —Y entonces Gul’dan pudo ver una pequeña insinuación de sus rasgos faciales, una piel pálida y una boca de labios finos, rodeada por un bigote negro que se curvaba en una sonrisa—. Ésta es una asociación que nos beneficiará a ambos.
—En efecto —dijo Gul’dan. Se dio cuenta de que se estaba moviendo hacia el desconocido como si algo lo atrajese hacia él, luego se detuvo y agregó:
—Pero no me puedo creer que esto sea todo lo que me pides.
El desconocido suspiró.
—Sargeras te dará todo esto y mucho más. Lo único es que… ahora se encuentra encarcelado. Necesita ayuda para escapar. Su cuerpo está atrapado en una tumba antigua, perdida bajo un turbio océano de oscuridad. Ansia su libertad, el poder que una vez fue suyo, de la misma forma que los orcos ansían el derramamiento de sangre y tú ansias el poder. Trae a tus orcos a este verde y virgen nuevo mundo. Dales carne tierna en la que puedan hundir sus hachas. Derrota a los habitantes de este lugar, fortalece a tu gente y con esta gran marea verde de guerreros únete a mí en la liberación de nuestro maestro. Su gratitud…
De nuevo la sonrisa socarrona, el destello de dientes blancos entre la barba. Y una vez más esa enorme sacudida de poder, mitigada sólo por la voluntad del desconocido.
—… Bueno. Esto es mucho más grande de lo que puedas imaginar, Gul’dan.
Gul’dan lo consideró. Mientras pensaba, la imagen del extranjero cambiaba y se desvanecía. Gul’dan respiraba con dificultad mientras estaba en un hermoso prado y el viento alborotaba su pelo trenzado. Bestias que nunca antes había visto pastaban hasta saciarse. A lo largo del horizonte, se alzaban árboles saludables. Seres extraños, similares a los orcos, pero con la piel rosada y tan delgados como el desconocido se ocupaban de sus tierras y su ganado.
Perfecto.
La imagen cambió de nuevo. De repente, estaba bajo el agua, nadando hacia abajo; sus pulmones no ardían por la falta de aire a pesar de la profundidad. Las algas se mecían con la corriente, oscureciendo la visión, pero sin ocultar por completo unas columnas derrumbadas y una losa con una inscripción extraña, un poco erosionada por el tiempo y la caricia incesante de agua. Le dio un escalofrío cuando comprendió que era allí donde estaba Sargeras. Libéralo de esta prisión y luego… luego…
Parecía una buena asociación. Cualquier cosa sería mejor que quedarse aquí, en este mundo, lo que significaría una muerte lenta. Una tierra hermosa, madura y lista para ser saqueada, que por sí sola convertía este negocio en algo que valía la pena. Y quedaba mucho, mucho más por llegar.
Miró extasiado al desconocido.
—Dime qué tengo que hacer.
Gul’dan despertó tendido en el suelo. Junto a él, sobre el frío suelo de piedra, había un pergamino, escrito con su propia letra, con las instrucciones. Lo leyó rápidamente: Portal. Azeroth. Seres humanos.
Medivh.
Gul’dan comenzó a sonreír.