
EPÍLOGO
Y así empezó la historia de nuestro pueblo en este mundo, Azeroth. Llegamos a través del Portal como una tormenta de muerte, como un torrente de asesinos ansiosos de sangre en busca de masacre. No es de extrañar que los humanos nos odien tanto y que muchos de ellos sigan haciéndolo. Pero quizás esta historia que aquí he contado sea un día leída por humanos, incluso por gnomos y enanos. Quizás sean capaces de entender un poco mejor que nosotros que también sabemos lo que es el sufrimiento y ser las víctimas.
Las sospechas que tenía mi padre de que el exilio de él y de todo su clan ya había sido decidido resultaron ser ciertas. Fue poco después de que el clan Lobo Gélido entrase en Azeroth que Gul’dan decidió exiliarlos. Les forzaron a levantar sus casas en las duras montañas de Alterac. Los lobos blancos que todavía cazan en este lugar son descendientes de aquéllos que siguieron a mi clan a través del Portal y cuya lealtad no se vio influenciada por las palabras de aquél que tanto rencor les guardaba.
Cuando nací, mi padre llegó a la conclusión de que tenía que explicar a los otros orcos todo lo que sabía sobre lo que les habían hecho. Se acercó a su viejo amigo, Orgrim Martillo Maldito y, a pesar de su confianza y alianza con él, mi padre no evitó que lo asesinaran a traición. Cuando me convertí en un adulto, entablé amistad con Orgrim, como mi padre había hecho antes; y así fue cómo yo hice realidad la profecía del Martillo Maldito.
En su honor, llamamos a esta tierra Durotar y a su más imponente ciudad, Orgrimmar. Tengo la esperanza de que…
—¡Mi jefe de clan! —La profunda y áspera voz pertenecía a Eitrigg.
Thrall se detuvo a mitad de frase, levantando la pluma para que no gotease sobre el pergamino.
—¿Qué es lo que pasa? —preguntó al anciano orco, uno de sus consejeros de mayor confianza.
—Le traigo noticias… noticias sobre la Alianza. Uno de nuestros informadores ha descubierto algo e insiste en que usted debe saberlo.
A Thrall no le gustaba el concepto —espía—; no obstante, disponía de unos cuantos de ellos, pues estaba seguro de que Jaina Valiente tenía espías en sus tierras. Era de esperar, y a menudo eran útiles. Pocas veces alguno de sus informadores insistía de esa manera en verlo. Sin lugar a dudas, tenía que estar pasando algo importante.
—Haz que entre, y déjanos a solas —le dijo. Eitrigg asintió y, un momento después, un pequeño, esquelético y anodino humano entró. Parecía exhausto, desnutrido y aterrado.
Sin pensarlo, Thrall se alzó mostrando su imponente figura ante él, entonces se dio cuenta de que podía estar intimidando al humano.
—¿Quieres fruta o algo de beber? —le preguntó, manteniendo su tono de voz gentil.
El espía negó con la cabeza, luego cambió de opinión.
—A… agua, por favor —dijo con una voz completamente rota. El Jefe de Guerra sirvió una copa y se la entregó al hombre, que bebió apresuradamente. Luego, se limpió la boca con el dorso de la mano.
—Muchas gracias, Jefe de Guerra —dijo el espía, ahora un poco más calmado.
—Tus noticias —dijo Thrall.
El hombre empalideció. Thrall suspiró para sus adentros. Nunca hubiese sido tan brutal, o estúpido, como para matar a un mensajero por traer malas noticias. Si se comportase de esa forma nadie querría servirle como mensajero. Sonrió de una forma que, esperaba, fuera tranquilizadora.
—No temas. Tus noticias, buenas o malas, serán bienvenidas si me ayudan a proteger a mi pueblo —le dijo.
El hombre parecía un poco menos angustiado. Respiró hondo.
—Mi señor —dijo. Vaciló por un momento, luego continuó con un tono grave— los draenei han llegado a Azeroth.
Thrall se quedó perplejo. Intercambió miradas con Eitrigg, que se encogió de hombros.
—Algunos draenei llevan años en Azeroth —dijo—. Son los conocidos como los perdidos. Sabemos de su existencia. No es algo nuevo, amigo mío.
El hombre parecía afligido.
—No lo entiendes —dijo con urgencia—. No me refiero a esas patéticas criaturas… ¡los draenei! En… en una nave. Desde los cielos. Se estrelló como una roca infernal hace dos noches.
Thrall respiró hondo. A nadie le había pasado por alto ese extraño objeto en el cielo nocturno, parecía una estrella chocando contra la tierra. Entonces… no había sido una estrella, ni siquiera un infernal. Había sido una nave…
El hombre seguía hablando.
—Valiente se ha comprometido a ayudarlos. Hay uno entre ellos, pálido, noble, con una presencia imponente; a pesar de que no parece físicamente fuerte, lo llaman Velen.
Thrall lo miró fijamente. ¿Los draenei? ¿Velen el Profeta? ¿Aquí?
Se hundió lentamente en su silla mientras todo el significado de aquellas palabras lo golpeaba.
El peor enemigo que los orcos nunca habían tenido había llegado a Azeroth. Habían sido acogidos por la Alianza.
¿Cómo podría conseguir ahora mantener la paz entre la Alianza y la Horda?
—Ancestros, salvadnos —susurró Thrall.