Los otros amigos

Casi todos los días, mañana y tarde, mi padre iba dando un paseo hasta el café Gijón. En el café Gijón se reunían siempre los amigos; CJC, José García Nieto, Gerardo Diego, César González Ruano, Enrique Azcoaga, Rafael de Penagos, Eugenio Mediano, Manuel Cardenal... una nube de poetas, novelistas, filósofos, artistas o, sin más, ociosos con cierta vocación culta que se desparramaba por las mesas de mármol jaspeado alrededor de los vasos de agua y las tazas de café. Suele creerse que el establecimiento que sale en La colmena} el de doña Rosa, es el café Gijón, pero no. Se trata del café El Europeo, el que estaba en la Glorieta de Bilbao, aunque para el caso la verdad es que da un poco lo mismo.

Además de lugar de tertulia literaria permanente, el café Gijón era un sitio que servía para muchas otras cosas. Para jugar al ajedrez, leerle los poemas a un amigo, pasar el tiempo con cierta comodidad sin tener que pedir más que un café en toda la tarde; hasta para escribir y todo. En el café Gijón escribía, por ejemplo, César González Ruano, pero Camilo José Cela no lo hizo jamás: necesitaba una quietud y un silencio que no debían abundar en un zoco como aquél. Había algo, sin embargo, para lo que el café Gijón no servía en absoluto: pegar la gorra. Se podía sacar un café con leche de vez en cuando a algún que otro amigo que hubiera cobrado unas colaboraciones, o dejarlo al fiado, pero eso era todo: los mecenas no existían en aquel entonces, y tardaron algo en aparecer, de la mano de Conrado Blanco, en «Alforjas para la poesía».

Quizá lo que más abundaba en el café Gijón era la solidaridad. Casi todos los que iban por allí mostraban muy parecidas miserias. Y la generalización de las penas, sobre consolar no poco, servía para compartir lo que se tuviera: elogios, un pitillito, palabras de ánimo o, llegada la ocasión, un aval. En el Madrid de la postguerra todos los sospechosos necesitaban un aval para hacer casi cualquier cosa, y los escritores, poetas y periodistas, por definición, movían a la sospecha. Por fortuna cualquiera servía para otorgar avales, siempre que no estuviera fichado como republicano notorio y tampoco le hiciera ascos a eso de salir de fiador. Uno de los amigos del Gijón, Alberto Fernández Mezquita, le pidió una vez un aval a mi padre para irse a sacar el pasaporte. El escritor se lo dio, como era costumbre, y al cabo de unos días recibió el recado de que se pasara por la Dirección General de Seguridad. Le llamaba el director general en persona, el coronel del Estado Mayor don Francisco Rodríguez, Paquito para los amigos (que no debían abundar). El coronel Rodríguez estaba bastante mosqueado.

—¡Oiga usted, Cela, a ver qué pasa que no hace más que avalar rojos!

—Hombre, don Francisco, no pretenderá usted que me ponga a avalar a los coroneles del Estado Mayor.

—¡Coño, tiene usted razón. Pero vaya con tiento...!

El consejo sobraba. Ir con tiento era una norma que nadie olvidaba nunca en aquel entonces, incluso sin necesidad de que se la recordase un coronel de Seguridad. Pero Alberto Fernández debió sacar bastante provecho de aquel pasaporte, porque llegó a ser, con los años, embajador de Fidel Castro en Belgrado.

Muchos de los amigos del café Gijón siguieron cerca de mi padre, o él de ellos, según se mire, toda la vida. José García Nieto fue quizá el más amigo de todos, y muchas veces le he oído su propia versión de los episodios que mi padre cuenta. En líneas generales coinciden bastante, lo que quizá sea una garantía de precisión histórica, pero deja muy en entredicho la capacidad de ambos para fabular. José García Nieto, Manolito el Pollero (quien apareció en la tertulia advirtiendo que él también vivía de la pluma, porque tenía dos pollerías en la calle de Tetuán) y mi padre debieron aterrorizar a no pocos ciudadanos temerosos de Dios cuando se paseaban camino del Gijón, con un pie en la acera y otro en la calzada, torciendo el cuello, cojeando y babeando, igual que una pandilla que se ha escapado del Cotolengo. Como diversión tenía la ventaja de que costaba poco dinero.

Otros de los amigos, como Antonio Ribera, pertenecían a una especie más doméstica. Antonio Ribera Losada era un gallego aficionado a las letras que en su pueblo, Ortigueira, había llegado a montar obras de teatro de Alejandro Casona. A falta de mejor destino, se quedó en la casa de Ríos Rosas como secretario de mí padre, con unas funciones un tanto borrosas, pero que abarcaban tareas como la de escribir cartas, llevar una especie de archivo en un cajón y hacer recados, en general. Antonio Ribera fue el primero de una serie de amigos que han ido rodeando a CJC, a los que vamos a llamar «secretarios» a falta de mejor concepto. Los secretarios que trabajaron con mi padre tuvieron siempre cometidos más bien vagos y difíciles de precisar.

Todavía falta un amigo por incluir en la nómina de aquellos años: el doctor Marañón. Mi padre le tuvo un respeto y una admiración que sólo se podrían comparar a los que dedicó a otro gran hombre, Pío Baroja. Pero el aprecio por Gregorio Marañón iba más allá de sus dotes literarias. Yo creo que mi padre veía en él a un personaje del todo anómalo en el Madrid de la postguerra, en la ciudad a la que el exilio había privado de la mayor parte de sus protagonistas.

Marañón tuvo un papel muy importante, pero del todo involuntario, en mi proceso educativo. Siempre que yo comía con los dedos, derramaba el agua o me echaba por encima la sopa, uno de los dos, ya fuera mi padre o mi madre, salmodiaba de inmediato la amenaza ritual: «si sigues con esos modales no podrás ir nunca a comer a casa del doctor Marañón». Yo me imaginaba que la casa de Marañón debía ser un sitio con un protocolo tan rígido como el del palacio real, lleno de ceremoniosos criados que estaban siempre muy atentos para caer encima del primer invitado que se sorbiera los mocos y sacarle fuera a golpes. Por desgracia no tuve la ocasión de comprobarlo, Marañón murió antes de que mis maneras hubiesen progresado de una forma notable.

Cela, mi padre
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