Vicios y virtudes

La actividad docente de Camilo José Cela le proporcionó grandes alegrías, pero no es una de sus facetas más divulgadas. La imagen pública de mi padre va, desde luego, por otros derroteros. Por aquellos que le han convertido en un escritor muy popular. Cada vez que se hizo una encuesta destinada a averiguar quién era el autor más conocido en España (tanto Interviú como Cambio 16 publicaron varias en los años inmediatos al premio Nobel), CJC consiguió unas cifras espectaculares. Gran parte de esa popularidad tenía que ver con la faceta escatológica que recibió bendiciones oficiales en el Diccionario secreto. Su devoción por la forma de hablar del pueblo llano, al margen de eufemismos y melindres, le hicieron ganar fama de persona «mal hablada», y casi todo el mundo cree que mi padre salpicaba su conversación a cada instante de palabras y expresiones non sanctas. Quizá por eso quienes llegaron a tratarle más de cerca se sorprendieron al comprobar lo contrario. CJC hacía por lo general gala de una educación exquisita; la mano de su madre inglesa se notaba muy bien en lo tocante a sus modales. Lo que pasaba es que alguna que otra vez, de tarde en tarde, a mi padre se le soltaba la vena terrorista y hacía alguna de las suyas. Por lo general solía escoger los momentos más delicados; en particular aquellos en los que la mayoría de las personas se encogen y palidecen tras una barrera de timidez. Cuando salía por la televisión, por ejemplo. O durante un banquete público lleno de gente. O puede que en el transcurso de una conferencia en la que, vaya por Dios, resultaba ser él el orador.

Esos episodios esporádicos cimentaron la fama más terrible de CJC. Quizá haya quien recuerde todavía sus intervenciones en los programas de la televisión de Mercedes Milá y Gurruchaga, cuando CJC, muy serio, aseguró ser capaz de absorber por el culo varios litros de agua (habilidad, por cierto, que procede de Le Pétomane, el pedómano francés que asombró a la sociedad modernista con su control del esfínter; CJC, que publicó, traducido por mi tía Ana, el libro del pedómano, no pudo resistirse a la tentación de atribuirse tales méritos). Tanto Milá como Gurruchaga mantuvieron un divertido y tenso pulso al desafiar a mi padre a que mostrase en público ese arte. Pero, ¡ay!, CJC, sin apenas mudar el gesto, pidió una palangana llena de agua tibia y allí se acabó la historia. Nuestra televisión no tenía entonces la madurez necesaria para ir más lejos.

Famoso es también el episodio del cipote de Archidona, que es una muestra digna donde la haya de cómo la realidad acaba superando los mayores sueños de la mente. La correspondencia que mantuvieron al respecto Alfonso Canales y mi padre circuló por medio de fotocopias que acababan siendo un puro borrón, hasta que se recogió en un libro. Terminó por inspirar una película de la época llamada «aperturista», a caballo de la muerte del general Franco, El lector interesado por las efusiones amorosas de los novios de Archídona y su desgraciado final, puede encontrar tanto en el libro como en la película la documentación precisa.

Hay otros episodios que, no por menos conocidos, dejan de ser válidos también para ilustrar el desprecio que sentía a menudo el escritor por las reglas establecidas. Uno de los que yo mismo más aprecio, por la sutil broma que contiene, apenas ha circulado. Resulta, pues, una primicia, pero me permitiré eludir por un momento el carácter de crónica exacta de este libro ocultando sus principales detalles. Lo contrario sería una crueldad innecesaria. El hecho tuvo lugar en un banquete de cierto protocolo, en el que a CJC le habían sentado al lado de una señora muy conocida de la localidad en cuestión. Durante toda la noche el escritor fue aguantando, en contra de sus costumbres, una conversación banal sobre esos temas que suelen llamarse «de sociedad». Cuando mi padre ya no podía más, aprovechando un instante de esos en los que, según los españoles, pasa un ángel y, según los ingleses, nace un niño pobre, es decir, un momento en el que todo el mundo enmudece al unísono, CJC dejó escapar un pedo tremendo. El silencio se convirtió en sepulcral. Entonces, muy despacio, CJC se volvió hacia su horrorizada vecina de mesa y en voz baja, pero no lo suficiente como para que no le oyera todo el mundo, le soltó la mayor de las maldades imaginables:

—No se preocupe, señora. Diremos que he sido yo.

Algunas de las hazañas de CJC han conseguido dar la vuelta a todo el país en un tiempo muy breve, gracias a la ayuda de esos todopoderosos ecos del chisme y el rumor en que han acabado por convertirse algunos diarios y revistas. Como CJC no rectificaba jamás, como ya se ha dicho, ninguna información que se diese sobre él, ni las justas ni las equivocadas, y tenía a gala no contestar nunca a las críticas, la gente solía tomar su silencio por complacencia. Pero también es justo reconocer que detrás de casi todas las historias divertidas y tremendas que circulan o circularon acerca de CJC existe como mínimo una semilla de verdad; luego, al extenderse, la anécdota pierde precisión y gana enjundia. Bueno será dar ahora las versiones exactas de alguna que otra de esas leyendas.

Las hay del todo falsas, como la del discurso del padre Xirinacs, cuando mi padre y él coincidieron como senadores en las Cortes Constituyentes. Desde el punto de vista ideológico, Xirinacs y CJC estaban lo que se dice en las antípodas, pero mi padre era un ferviente defensor de las causas perdidas y se sintió siempre atraído por quienes sostienen su forma de pensar contra viento y marea, así que no resulta raro el que ambos congeniaran. Xirinacs no consiguió nunca que el académico le apoyase en sus iniciativas pero, aun así, tampoco dejó de intentarlo con la candidez que da la fe en las propias ideas. A CJC le costó mucho que Xirinacs entendiera, por ejemplo, que un gallego de Padrón no puede defender el matrimonio entre personas del mismo sexo sin que lo tiren al Ulla (o al Sar) a las primeras de cambio. Pero la relación entre ambos era, como digo, exquisita y no justifica demasiado la historia que publicó, sin motivo alguno para el equívoco, una revista madrileña.

Fue el semanario Cambio 16 el que contó que, mientras Xirinacs pronunciaba uno de sus encendidos discursos en el senado, mi padre echó un tremendo eructo que hizo callar al orador y a toda la sala. En medio del silencio más absoluto, de aquellos tan espesos que pueden cortarse con un cuchillo, CJC, con su voz profunda y estentórea dijo entonces:

—Prosiga el mosén.

Insisto en que el episodio es del todo apócrifo y no resiste la más mínima comprobación científica. Cualquiera que haya estado en la sala de plenos del caserón de la Plaza de la Marina Española, tendrá que reconocer que para interrumpir un discurso a eructos haría falta una capacidad de regüeldo heroica, del todo excepcional. Tanto más cuanto la historia, al ir circulando, cambió pronto el conducto de evacuación de los aires cautivos, pasando al pedo atronador.

Cela, mi padre
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