Otros pateos

Además de aquél histórico de María Sabina en el Teatro de la Zarzuela, el distinguido público le dedicó a CJC tres pateos más, que recuerden las crónicas. Cuatro broncas en total a lo largo de más de medio siglo de vida pública no son muchas; menos aún si se tiene en cuenta que las tres primeras ocurrieron en muy temprana época.

El primer pateo lo recibió Camilo José Cela en el teatro de Lara, en el año 1949, durante la sesión inaugural de «Alforjas para la poesía» a la que ya se ha hecho alusión al hablar de los problemas de mi padre con la censura. Como el propio CJC reconoce, tuvo mala suerte; le tocó actuar después de un muy sentido recital del poeta Fernández Ardavín y, lo que fue todavía peor, mi padre había elegido para la ocasión unos versos que comenzaban así:

Yo, señores, soy un pobre y pequeño cabrito

aterido de frío que se rasca

los pliegues del vientre con cierta lentitud

e incluso con parsimonia.

Quizá el respetable auditorio se tomase al pie de la letra lo del cabrito o puede que, en un mundo en el que imperaban ya las prisas, no hubiera mucho tiempo para rascarse los pliegues de manera tan indolente. Sea como fuese, el público se puso a patear de manera tan fervorosa que a CJC le resultó imposible dar fin a su poema.

La segunda bronca, meses más tarde, tuvo un escenario mucho más campestre y popular. El de una plaza de toros de las llamadas «abiertas y sin enfermería»; un coso taurino de aquellos que se improvisaban cerrando la plaza del pueblo con carros y talanqueras alrededor del pilón. En tres de esas plazas de pueblo, las de Hoyo de Pinares, Las Navas del Marqués y Cebreros, se desarrolló la carrera de Camilo José Cela como matador de reses bravas. Lo de matador debe tomarse en un sentido figurado; mi padre, por mucha voluntad y empeño que le echó a lo del estoque, no consiguió despachar ninguno de los tres erales que le cayeron en suerte, o en desgracia, vaya usted a saber. En todos los casos, con una regularidad digna de ser resaltada, a los becerros tuvo que matarlos, a tiros, la Guardia Civil.

CJC tuvo entre sus amigos a algunos toreros importantes: Domingo Ortega, los Bienvenida, Luis Miguel Dominguín. Puede que fuera ese ejemplo el que le animó a probar fortuna en la arena, anunciándose con su propio nombre y sin seudónimo, como un ejemplo más de la confianza que guardaba CJC respecto de sus propias fuerzas. Pero apenas le dio tiempo de mostrar sus habilidades taurinas; la corrida de Cebreros acabó con las más remotas posibilidades de que llegase a tomar la alternativa.

Mi padre dice que la culpa fue, por completo, del becerro, «un morucho asqueroso que en vez de ir a la muleta iba a la ingle». En la primera embestida el animal enganchó a CJC por el sobaco y lo tiró por los aires. Animado por el éxito, el becerro decidió entrar al bulto por segunda vez, y le dio un enorme topetazo en plena tripa; algo sin duda excesivo incluso para un vate de «Alforjas para la poesía». A la hora del tercer envite, CJC estaba ya preparado. Dejó que el bicho se arrancara y, en lugar de esperarle con los pies quietos, como mandan los cánones, cuando el becerro llegaba a su altura mi padre pegó un salto hacia atrás a la vez que le metía un estocazo a traición, en pleno vientre. Pero el animal, al sentirse herido, se revolvió y enganchó de nuevo a CJC en un lío de piernas, astas, muleta y estoque. En la plaza se armó, como suele decirse, la de Dios.

A Camilo José Cela aquella corrida le sirvió al menos para escribir un cuento: el que da título al libro de apuntes carpetovetónicos El Gallego y su cuadrilla. Los recursos estilísticos de que dispone todo escritor le permitieron cambiar no poco la historia. El torero, en el relato, acaba muriendo en la plaza; es un final bastante más literario que el que tuvo lugar en la realidad.

El tercer y último pateo (hasta que se estrenó María Sabina) pertenece también al mundo del espectáculo y se refiere a otra de las facetas profesionales de mi padre: la de actor de cine. Camilo José Cela hizo cinco películas, con papeles de diversa importancia. En la primera de ellas, que se estrenó en enero de 1950, es decir, poco después de que se cerrara la etapa torera de CJC, mi padre hacía de «físico escéptico» aficionado al ajedrez, en El sótano, de Jaime de Mayora. Luego representó los papeles de «joven profesor universitario» en Facultad de Letras, de José María Elorrieta; de «loco peligroso» en Manicomio, de Fernando Fernán Gómez; de «inventor de palabras» en La colmena, de Mario Camus y de sí mismo, es decir, de Camilo José Cela, en El cipote de Archidona, de Tito Fernández. Estas dos últimas películas esconden una trampa: a CJC lo contrataron por motivos del todo ajenos a los de su valía como actor. Pero las tres primeras tienen su mérito. En Manicomio, por ejemplo, los encargados del casting fueron hasta la casa de mi padre de Ríos Rosas, a ver si estaba disponible.

—Es que, ¿sabe usted? necesitábamos un actor que comiera yerba y diera coces, y hemos pensado en usted.

Es una lástima que se hayan perdido las copias de esas películas, porque se podría comprobar lo bien que comía yerba y daba coces CJC en aquellos años. Tan bien que en el rodaje de Manicomio, durante la primera toma, le dio semejante patada a una de las figurantas que hubo que llevarla al hospital. Su sustituta tuvo mayor suerte, o mejores reflejos, y fue la que acabó saliendo en el film.

Muchos de los compañeros de reparto de Camilo José Cela en esas primeras películas ganaron luego merecida fama; María Bru, Maruja Asquerino, Jesús Tordesillas, Eduardo Fajardo, Lola Gaos o el propio Fernando Fernán Gómez. Pero fue de nuevo el respetable público el que cortó de raíz la posible gloria artística de CJC. Durante el estreno de El sótano en el cine Coliseum de la Gran Vía de Madrid, las protestas subrayaron en especial la actuación de mi padre. Cómo sería la cosa que CJC acabó publicando en el Arriba un artículo sobre los tres pateos que, en el transcurso de muy pocos meses, le habían dedicado. El general Millán Astray, al leerlo, le escribió una carta «de legionario a legionario» dándole ánimos. Según decía Millán Astray, el público está siempre lleno de cabritos que, «en esencia, presencia y potencia», acaban siendo cabrones:

como tú sabes no quiere decir que su mujer les sea infiel, ni mucho menos (... ). Algo así sucede con los «hijos de puta». Que sus madres son unas santas, y ellos, no obstante, son unos redomadísimos «hijos de puta».

Millán Astray terminaba su carta con un pronóstico: a mi padre le esperaba, a juicio del general, la gloria. Pero el manco, tuerto y mil veces herido legionario se murió antes de poder ver lo acertado de su augurio. Y mi padre debió olvidarse, por fortuna, de su carta. No quiero ni imaginarme lo que hubiera podido suceder si le da por citar a Millán Astray y sus teorías acerca del público en general cuando el pateo de María Sabina en el teatro de la Zarzuela.

Cela, mi padre
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