Entre sus recuerdos de adolescencia más aireados, Camilo José Cela solía incluir el de que su padre, mi abuelo Camilo, tenía antes de la Guerra Civil un automóvil Morris la mar de elegante y distinguido. Nadie más de la familia guarda memoria de tan acomodado lujo, pero tampoco voy a ponerme a rebatirlo ahora. Lo que sí haré, para evitar sospechas acerca de los datos que voy aportando, es dejar constancia de la matrícula que tuvo el primer coche del académico: PM 32.302.
Se trataba de un Seat 600 de color verde pero, claro es, ni la marca ni el color sirven como apoyo de la verdad de mis palabras. Los Seat 600 formaban una inmensa mayoría en la época en que vivíamos en la casa de José Villalonga, y el único color disponible era el verde botella. No obstante, el hecho de la motorización sí que da cierta idea acerca de los nuevos rumbos que iba tomando la familia. Conseguir un 600 verde botella era algo imposible en la práctica salvo que se dispusiera de un enchufe muy preciso en la administración. Un primo que fuera jefe de negociado no bastaba. Un ministro daba acceso a un coche de importación. Sólo la virtud prudente y exacta de un amigo, situado en el lugar indicado, podía mediar para que el nombre de uno no se perdiese en la interminable cola de espera de los que anhelaban un Seat 600. No he podido averiguar quién sirvió de mano invisible para conceder el coche, pero es seguro que la nueva situación de CJC ante el ministerio de Educación y Turismo, tras la llegada al poder de Fraga, tuvo que jugar algún papel. De pronto fueron legión los censores encubiertos que estaban ansiosos de mostrar hasta qué punto las persecuciones anteriores sufridas por el escritor no tenían nada que ver con ellos.
El 600 recibió el nombre casi obligado de La Bala Verde, y se ocupó de trasladar a Charo y a Camilo José hasta Formentor con una periodicidad geométrica y sin más sobresalto que el de algún que otro calentón en verano. Teniendo en cuenta la manera de conducir de mi padre y las muy escasas virtudes motrices de los 600, es cosa de creer en la existencia del Ángel de la Guarda.
La primera vez que me subí a un automóvil de propiedad privada fue al de Anthony Kerrigan, el poeta entre americano e irlandés que vivía también en El Terreno, muy cerca de mis padres, en una casa que en su tiempo fue de Gertrude Stein. Tony tenía un coche inglés, un Austin o un MG, no recuerdo muy bien, con el que sembraba el terror por las estrechas calles de Palma. Cuando mi padre se motorizó, debió verse obligado a demostrar que su cosmopolitismo no era menor que el de ningún poeta de lengua inglesa, con el resultado de que uno y otro, CJC y Tony Kerrigan, cruzaban por lo común la plaza Gomila a una velocidad absurda que el aumento de tráfico, cuando el auge del turismo, llegó a convertir en suicida. Yo lo pasaba muy bien, pero a veces no podía evitar el preocuparme cuando cargábamos a toda máquina contra algunos peatones poco avisados.