Cuando no se tiene ningún trabajo fijo hay que salir de la ciudad para darse cuenta de que uno está de vacaciones, así que, nada más llegar los calores, la familia se trasladaba al completo cargada de bultos, maletas y, sobre todo, cajas de papeles y libros hasta la estación para coger allí un tren repleto de viajeros que huían del verano madrileño. El primer sitio que eligieron Charo y Camilo José para pasar las vacaciones, a los seis meses de nacer su hijo, fue Ávila capital, pero yo era entonces demasiado pequeño para acordarme de nada. Con un año y medio de edad, en el verano de 1947, llegamos a Cebreros. No se trataba de un viaje ni fácil ni cómodo. Había que tomar primero el tren hasta Navalperal de Pinares y seguir luego en el destartalado autocar que bajaba por un camino de aluvión rodeado de precipicios, desde Hoyo de Pinares hasta el pueblo. El autobús le debió impresionar bastante a mi padre, porque escribió un cuento muy divertido, Viaje a la estación} en el que describía los achaques de su maquinaria. El episodio está mucho mejor contado allí, desde luego, pero lo resumiré a beneficio de perezosos. Día sí y día también el viaje acababa a pie porque el motor, cuando llegaban las primeras cuestas, no daba para más. El chófer se volvía entonces hacia los pasajeros, con la sonrisa mal disimulada entre los dientes, y decía una sola palabra:
—Bajarsus.
Era el momento en que nos bajábamos todos, en silencio, con la resignación que da la experiencia. Al terminar el repecho volvíamos a subir de nuevo, a probar fortuna. De vez en cuando a algún viajero nuevo le daba por preguntar los motivos del viacrucis, y entonces el chófer aprovechaba el próximo incidente para dar por terminado el trayecto:
—Jodersus. El palier.