4

Me llevo un labio contra otro, nerviosa. Puede resultar tan intimidante… Mi respiración se acelera. Juraría que la suya también y, aunque sea una completa locura, tengo la sensación de que la atmósfera se intensifica entre los dos. ¿Qué está pasando?

La voz de Sadie llamándome a gritos irrumpe en el ambiente.

—Tengo que colgar —musito a toda velocidad.

Jackson no dice nada, sólo me observa. Yo carraspeo un par de veces tratando de reunir valor y camino hacia él tendiéndole la carpeta, usándola como si de repente fuese el escudo del mismísimo Capitán América.

—Tenías razón —digo.

Mi voz suena temblorosa, pero, curiosamente, admitir que había un fallo ahora ya no me preocupa tanto.

Él no coge la carpeta. Ni siquiera la mira.

—En la última inversión, uno de los logaritmos aplicados no está bien resuelto. Hay un margen de error del 0,000…

—4 —me interrumpe.

Asiento confusa y, sobre todo, muy sorprendida. ¿Cómo pudo averiguar incluso el margen exacto de error con sólo echarle un vistazo al informe? Es realmente brillante.

Suspiro discretamente tratando de reconducir mis pensamientos.

—Mañana te enviaré el informe corregido. Podrás trabajar con él a primera hora.

Jackson niega con la cabeza.

—Te dije que era algo urgente —me recuerda cortante, exigente.

No puede estar hablando en serio.

—Son casi las seis —protesto.

Ni siquiera trabajo aquí y ya estoy haciendo horas extra. No es la primera vez que me quedo trabajando hasta tarde; de hecho, es lo más común, pero él no es mi jefe. No puede exigirme nada.

—Puedo pedirte lo que quiera cuando quiera —me advierte sin la más mínima intención de sonar amable, replicando con arrogancia mis protestas y llenando mi cuerpo con la kamikaze sensación de que no sólo se refiere al trabajo—. No tengo por qué darte explicaciones.

—Tengo un horario —siseo.

Tengo que reconducir la conversación y a mi cuerpo traidor.

—Que actualmente decido yo —contesta aún más borde.

—Eso es injusto.

—La diferencia entre tú y yo es que a mí no me importa lo más mínimo —afirma.

—Eres un tirano, Jack.

Creo que simplemente va a ignorar mis palabras y volver a su despacho, pero, en lugar de eso, atraviesa la distancia que nos separa con un único paso firme y seguro y, sin levantar sus ojos de los míos, despierta en contra de mi voluntad ese calor incendiario mezclado con toda esa curiosidad. Trago saliva. Nunca me había sentido así.

—Lo soy, no te quepa duda —sentencia inclinándose sobre mí—, y puedo ser muchísimo peor. Y te recuerdo que, sobre todo para ti, soy el tirano del señor Colton. ¿Queda claro?

—Clarísimo.

Ha sido casi un tartamudeo, pero, a pesar de todo, no me acobardo. Jackson saca toda la rabia que llevo dentro.

Giro sobre mis bonitos salones y me dirijo hacia el pasillo. Antes de salir, vuelvo la cabeza y, malhumorada, lo contemplo un segundo más. Es la persona más horrible que he conocido jamás.

A punto de entrar en la pecera, oigo un portazo que retumba en toda la oficina. Ha sido Jackson. Estoy segura. No pienso preocuparme un solo segundo por esa idea. Yo también estoy enfadada y, sobre todo, tengo más motivos para estarlo.

Me siento a la mesa y comienzo a reelaborar el informe. Me lleva un par de horas. Estoy dándole los últimos retoques cuando alzo la cabeza y no me puedo creer lo que veo. Jackson está cruzando el vestíbulo con la mirada perdida en su móvil y la chaqueta sobre el antebrazo. ¡Se está yendo a casa! Se está marchando sin ni siquiera preocuparse de si he acabado o necesito algo. ¿Cómo ha podido ser capaz? Sobre todo cuando estoy aquí por expreso deseo del tirano.

Maldito malnacido.

Cierro la carpeta de golpe, recojo mis cosas todo lo rápido que puedo y salgo flechada de la oficina. Acelero el paso y entro en el ascensor justo antes de que las puertas se cierren. Jackson alza la mirada de su iPhone último modelo y me recorre con ella de arriba abajo, pero no se molesta en decir nada. Mi respiración acelerada por la carrera parece cortárseme de golpe cuando sus ojos verdes se clavan en los míos, pero me recupero justo a tiempo.

—Tu informe —siseo dejando el dosier sin ninguna delicadeza sobre su teléfono—. Ese que era tan increíblemente urgente como para tenerme atrapada aquí todo el día.

Jackson atrapa ágil la carpeta a la vez que se incorpora.

—Si tantas ganas tenías de pasar el día encerrada en la biblioteca, haber hecho mejor tu trabajo, Ratoncita.

Corona la frase con su media sonrisa arisca, arrogante y sexy, ¡y yo tengo ganas de estrangularlo!

Las puertas se abren a mi espalda, pero no salgo. Estoy escandalizada, conmocionada.

—No soy ninguna ratoncita, capullo —me quejo.

Él me observa sin decir nada, pero sin que esa estúpida sonrisa se borre de sus labios. ¡No lo soporto! ¡Dios! ¿Nunca se baja de su maldito pedestal?

Salgo del ascensor, acelero el paso y, al fin, dejo atrás este condenado edificio de oficinas. El aire fresco me sacude. Literalmente estoy hirviendo en mi propia rabia.

—Te llevo a cenar.

Su proposición y, sobre todo, su voz me hacen detenerme en seco y girarme despacio con la mirada confusa. No puede hablar en serio.

—Tómatelo como una obra de caridad —añade impaciente.

¿Cómo se ha atrevido a decir algo así?

—¿Quién te crees que eres para decirme algo así? —rujo.

—Tengo la sensación de que no te sacan a comer muy a menudo —comenta ignorando por completo mis palabras—. ¿Cuándo fue la última vez que tuviste una cita?

Abro la boca dispuesta a contestar. Quiero decirle que tengo decenas de ligues y una vida sexual que escandalizaría al mismísimo marqués de Sade, pero algo en su mirada me intimida. Creo que puede leer en mí y eso resulta abrumador.

—Tengo citas… Todo el tiempo —me defiendo.

Jackson vuelve a sonreír de esa manera tan arrogante y a la vez tan sexy mientras se mete las manos en los bolsillos del pantalón. Maldito engreído. Ni siquiera se ha molestado en disimular que no me cree.

Tengo que devolvérsela.

—La diferencia es que yo salgo con otro tipo de chicos y hacemos otro tipo de cosas —replico insolente alzando la barbilla de nuevo. No pienso achantarme.

Eso es, Archer. Utiliza tu inteligencia para el mal.

Sus mirada se llena de curiosidad. Parece intrigado.

—¿Y qué tipo de chicos son esos? —pregunta frunciendo suavemente el ceño.

—Ya sabes —respondo como quien no quiere la cosa—, de mi edad.

La sonrisa desaparece de sus labios y por un microsegundo pierde su vista en el desenfrenado tráfico de la Sexta Avenida.

Ja, esta batalla la he ganado yo.

—El problema de salir con críos de veintiún años —comenta atrapándome con sus espectaculares ojos verdes una vez más— es que no saben hacer bien las cosas en ningún sentido.

Ha sido arrogante. Ha sido exigente. Ha sido sexy. Uau.

—Eso es un poco presuntuoso, ¿no crees? —inquiero intentando sonar desenfada, luchando porque mi voz no se esfume y acabe mirándolo embobada.

Lo consigo por muy poco.

—Puede ser.

En realidad me está diciendo «sí, soy arrogante porque puedo permitirme serlo» y, maldita sea, estoy segura de que puede.

Sin más, echa a andar hacia un elegante Jaguar negro junto al que espera un profesional chófer.

—Y me gusta que no tengas citas, Lara —comenta sin ni siquiera volverse.

Lo miro boquiabierta. Acaba de dejarme fuera de juego. ¡¿A qué ha venido eso?!

—Sube al coche —me ordena deteniéndose junto a él.

Yo lo observo un momento sin saber qué contestar. Sigo enfadada, mucho, pero, antes de que el pensamiento cristalice en mi mente, doy el primer paso hacia el vehículo. En ese mismo instante mi sentido común vuelve abriéndose paso entre todo lo que, en contra de mi voluntad, despiertan en mí esos ojos verdes y me detengo en seco.

—Me importa muy poco lo que te guste o lo que no, Jack —mascullo.

Y sin esperar respuesta por su parte, me alejo de él con el paso acelerado en dirección a la boca de metro de la Séptima.

Tengo que salir de aquí.

De reojo puedo ver que su impertinente sonrisa sigue colgada de sus labios mientras observa cómo me alejo.

Oficialmente odio a Jackson Colton.

Regreso a mi apartamento, me pongo el pijama y comienzo a trabajar en la reunión de mañana. Cuando me veo rodeada de papeles, libros, notas, delante del portátil y con una taza de café en la mano, tuerzo el gesto. No soy ninguna ratoncita de biblioteca y nunca me había importado tanto parecerlo hasta que él me lo ha llamado hoy. Resoplo y, malhumorada, dejo la taza sobre el escritorio.

—Maldita sea —murmuro.

El despertador suena, pero esta vez no me quejo ni refunfuño. Hoy es mi reunión con Nadine Belamy. Si sale bien, el esfuerzo del último año habrá merecido la pena.

Me doy una ducha y me pongo un bonito vestido que compré hace semanas con Erin pensando en esta reunión. Necesito dar la imagen más profesional posible. Me seco el pelo con el secador moldeando con los dedos cada una de mis ondas castañas y me pongo uno de los pasadores de pelo de mi madre, uno con una pequeña flor plateada. Sé que no tiene ningún valor y ni siquiera es particularmente bonito, pero le tengo un cariño muy especial. Cada vez que lo miro, recuerdo cómo mi madre me peinaba de pequeña y cómo, si insistía mucho, me ponía este pasador. Sonrío a mi reflejo en el espejo. Estoy segura de que va a traerme buena suerte.

No desayuno. Estoy demasiado nerviosa. Cojo un taxi y voy hasta la orilla del East River. Me paro en una cafetería a unas manzanas y, con un café para llevar entre las manos, reviso toda la documentación que quiero presentarle a la señora Belamy. En el iPhone compruebo los datos que tengo sobre ella y memorizo por decimoquinta vez todo el organigrama del departamento que dirige. Lo tengo todo bajo control.

Con el primer paso que doy en el hall del edificio de Naciones Unidas, una sonrisa de lo más asombrada se cuela en mis labios. Siempre que vengo a este lugar me ocurre lo mismo. Estoy feliz. Este es mi sitio. Lo sé. Alzo la cabeza y pierdo mi vista en el techo y el piso superior que puede adivinarse desde donde estoy.

Cuando vuelvo al mundo real, me encuentro con la mirada sonriente del guardia de seguridad. Imagino que, trabajando donde trabaja, debe de estar acostumbrado a que las visitas se queden absolutamente embobadas.

Paso los diferentes controles de seguridad y Helen, la persona del departamento de relaciones públicas con la que concerté la visita, me guía hasta el despacho de la señora Belamy.

Suspiro hondo una decena de veces. Veo desconocidos, pero estoy tan feliz que por una vez mi ansiedad se queda en un segundo plano.

La reunión va exactamente como tenía planeado. Todo lo que había oído sobre Nadine Belamy es verdad. Es exigente y muy dura, aunque supongo que no habría llegado a dirigir toda un área de la ONU si no lo fuese. Mi proyecto parece gustarle de verdad. Opina, como yo, que hay que dar el siguiente paso y no sólo construirles escuelas y hospitales, sino también pequeñas fabricas adecuadas a su entorno sobre las que puedan cimentar su economía. Sin embargo, no ve nada claro que toda la financiación del proyecto esté sujeta a una única persona. Si el señor Sutherland decidiese retirar su apoyo, todo el proyecto caería. Así que me informa oficialmente de que sólo dará su visto bueno e incluirá mi trabajo en el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados si encuentro a más inversores dispuestos a financiarlo. Me habla de algunas personas que suelen respaldar este tipo de iniciativas y también me da una fecha; el programa se votará en Asamblea General el 6 de octubre. Si para entonces no he logrado la financiación, habré perdido mi oportunidad. Tengo exactamente cuatro semanas.

Al salir de la reunión, lo primero que hago es buscar información sobre los nombres que me ha facilitado. Sonrío al comprobar que uno de ellos, Adam Monroe, es socio administrador del Club de Campo de Nueva York. Easton y Erin son socios de ese mismo club y pasamos muchas tardes allí. Esta noche iré a la mansión de los Colton para celebrar el cumpleaños de Easton. Le pediré que comamos en el club mañana. Así podré fingir un encuentro casual con el señor Monroe y convencerlo para que se sume a mi buena causa.

El resto de la mañana pasa bastante rápida. Como algo con Dylan en una pequeña cafetería a un par de manzanas de mi oficina. Ella y Sadie también irán a la fiesta de Easton. Los Kendrick, los padres de Dylan, son amigos de los Colton y, desde que nos conocimos en la universidad, Erin siempre invita a Sadie.

Además, la fiesta tiene un espectacular aliciente extra: Connor estará allí.

Antes de marcharme de la oficina con al menos quince carpetas entre las manos, compruebo por enésima vez que todo está bien organizado. He aprovechado uno de los días libres que me prometió el señor Sutherland por venir a trabajar dos domingos seguidos para no presentarme en la oficina mañana. Así no tendré que preocuparme de cómo llegar al trabajo desde la mansión de los Colton y podré pasar la mañana con Erin.

Camino de la salida veo a Lincoln Oliver revisando unos papeles en su mesa. ¿Por qué seguirá trabajando? Es obvio que ya tiene edad de estar jubilado. Quizá sea uno de esos empleados que invertían su propio dinero confiados en la seguridad de Lehman Brothers y lo perdió todo. Tuerzo el gesto y vuelvo a sentirme muy culpable por lo que le dije en mi despacho.

Lara Archer: 0; capacidad para juzgar mal a las personas y quedar como una auténtica estúpida: 1.

Llego a mi apartamento con el tiempo justo de dejar todos los dosieres sobre mi escritorio y coger la mochila que preparé anoche. Sadie pasará a recogerme en unos minutos.

—Sube tu culo aquí, chica —grita mi amiga asomándose por la ventanilla del viejo Doc—. Glen Cove nos espera y, no sé tú, pero yo pienso salir de allí con un novio tan viejo como rico.

Sonrío y rodeo el coche para subirme al asiento del copiloto.

—¿Lo llevas todo?

Suena Lush life,[6] de Zara Larsson.

—Sí.

Me quito los tacones y apoyo los pies en el salpicadero al tiempo que busco el móvil en mi bolso. ¿Por qué, independientemente del tamaño del bolso, nunca consigo encontrarlo a la primera?

—¿Por qué no te has pintado las uñas? —me pregunta sorprendida con la vista posada negligentemente en mis dedos de los pies.

—No tuve tiempo —contesto encogiéndome de hombros.

No creo que tenga la menor importancia.

—¿Qué chica de veintiún años no tiene tiempo de pintarse las uñas? —protesta.

—Llevo zapatos cerrados.

—¿Y si un hombre quiere quitarte los zapatos?

—Sadie —gimoteo apoyando la cabeza contra el sillón y ladeándola fingiendo mi mejor cara de pena.

No quiero tener esta conversación otra vez.

—Eres guapa, tienes un tipo genial y unas buenas piernas que enseñar.

—No podría ser más común —contraataco—. Ojos marrones, pelo castaño, estatura y peso medios. Soy un metro sesenta de pura normalidad.

—Disculpa… eres guapa. Puede que no seas Gisele Bündchen, pero eres guapa —repite a modo de sentencia—. Tú no te das cuenta, pero los chicos sí lo hacen y, cuando eso pasa, es normal que quieran quitarte los zapatos.

—Si me pinto las uñas ahora mismo, ¿me dejarás en paz? —comento fingidamente hostil, disimulando una sonrisa.

Asiente entusiasmada.

—Tengo laca de uñas en el bolso —me informa—. ¿Qué color?

—No lo sé —dudo—. ¿Rojo?

—¿De qué color es tu vestido?

La respuesta no va a gustarle nada.

—No lo sé. Erin compró el vestido que llevaré. Aún no lo he visto.

Sadie cabecea mientras chista una y otra vez.

—Lara Archer, eres un desastre.

Yo finjo no oírla y opto por el rosa pálido, un color que pega con el noventa por ciento de los colores restantes. Ante todo soy una chica práctica.

Unos cuarenta minutos después dejamos aparcado a Doc en el garaje de la mansión y rodeamos la enorme casa de ladrillo visto hasta la puerta principal. Hemos acordado que, en cuanto vea a Allen, trataré de sonsacarle discretamente información sobre Connor y su viaje a Atlantic City. Según Sadie, la palabra clave es discretamente… y Allen, esa siempre es su palabra clave.

—Aquí está mi chica —comenta Allen orgulloso bajando las escaleras.

Me acerco a él y me da su patentado abrazo de oso.

—¿Todo listo para la fiesta, capitán? —pregunto fingidamente seria.

—Hasta el último cabo atado —responde con una sonrisa.

—¿No os parece raro que siempre estéis usando símiles náuticos cuando ninguno de los dos se ha montado en un barco en su vida? —inquiere Sadie.

—Lo importante no es la veracidad, sino el estilo que nos da —replica Allen divertido.

—Lo mismo digo —añado contagiada de su humor.

Allen se despide de las dos con un gesto de mano y cruza el vestíbulo hacia el ala oeste de la mansión.

—Algún día será mío —comenta sin perder la sonrisa con la vista aún fija en el camino que ha tomado Allen.

Mi sonrisa se ensancha y, divertida, pongo los ojos en blanco. Allen es su amor platónico desde que lo conoció hace cuatro años.

Ella me mira y me hace un gesto acelerado y exigente con las dos manos indicándome que vaya tras él. Echo a andar, casi a correr, y lo alcanzo antes de que llegue al comedor principal, donde las chicas del servicio están terminando de preparar la casi interminable mesa.

—Allen, ¿podemos hablar?

Una de las criadas deja caer una copa y el sonido nos distrae a los dos.

—Claro, peque —responde volviendo a la conversación.

Mi hermano me observa tratando de discernir qué me pasa. Le encanta hacer de hermano mayor, especialmente las partes que a mí no me hacen tanta gracia, como la sobreprotección y el ser un auténtico metomentodo. Yo, dispuesta a parecer lo más inocente posible, le dedico mi mejor sonrisa.

—Sólo quería preguntarte qué tal tu fin de semana —comento fingiéndome indiferente—. Me llegaron rumores de que te fuiste a Atlantic City.

Arqueo las cejas perspicaz y él se echa a reír. Ha bajado la guardia. Una buena noticia para mí.

—¿Cómo lo sabes? —inquiere entre risas.

¡Mierda!

Piensa, Archer.

—Erin.

Allen me mira confuso.

¡Di algo más, idiota!

—Sabes que tiene espías en los lugares más insospechados —me explico misteriosa.

Mi hermano me mira unos segundos que se me hacen eternos y finalmente, como si ya no pudiese disimularlo más, sus labios se curvan en una sonrisa.

Uff… Me he librado de milagro.

—Iba a ir con algunos amigos —me cuenta—, pero no pude escaparme del trabajo a tiempo.

—Seguro que te perdiste una buena juerga.

Puede que sea una completa negada en cuanto a habilidades sociales y que casi me haya descubierto a mí misma hace menos de dos minutos, pero durante mi adolescencia me convertí en una experta en preguntar y obtener información sobre Connor Harlow sin que se notase.

—Ninguno ha contado nada interesante, así que imagino que no hubo artillería pesada —me explica.

—¿Así que nadie se quedó encerrado en la azotea, no robaron ningún tigre, ni los detuvo la poli? —bromeo tratando de disimular que no me ha dado la respuesta que esperaba.

—Parece que tienes muy claro lo que nos gusta hacer a los tíos en las fiestas.

Los dos nos echamos a reír y yo comienzo a andar de vuelta al vestíbulo.

—Ponte guapo, capitán —me despido ya a unos metros de él.

—Lo mismo digo, marinera —responde señalándome.

Alcanzo las escaleras y las subo veloz. Estoy molesta. Tenía claro que Allen no me diría que Connor regresó montando en una nube de pura felicidad, pero por lo menos esperaba un «conoció a alguien». El beso fue increíble. Estoy convencida de que también tuvo que significar algo para él.

Entro en la habitación y sonrío confusa al ver a Sadie pensativa delante de mi armario. Me coloco junto a ella y observo también el vestido azul klein que está colgado de la puerta del mueble.

—Es bonito, pero no me convence —le confieso.

—La verdad es que no.

Lo dejo caer sobre la cama y abro la puerta de madera de haya. Cada una por un extremo comenzamos a revisar prenda por prenda.

—Uau, Lara —me llama admirada Sadie—. ¿Por qué no te pones este?

Miro confusa el extremo de gasa roja que sostiene. No sé a qué vestido se refiere. Erin es una apasionada de la moda; hasta hace unos años trabajo para Vogue, y es ella quien se encarga de comprar mi ropa para este tipo de fiestas.

Sadie toma la percha, lo saca del armario y las dos nos quedamos asombradas. Es un vestido realmente espectacular. Mi sonrisa se ensancha. La verdad es que es perfecto. Dos tramos de gasa roja se cruzan y suben por los hombros delimitando la espalda hasta la frontera con el trasero, donde comienza el vuelo hasta los pies. No tiene escote, pero sí deja la espalda sensualmente al descubierto. Es sencillamente precioso.

—Te comunico oficialmente que tienes que volver a pintarte las uñas —me informa Sadie entre risas.

Asiento entusiasmada. El vestido lo merece.

Una hora después estamos terminando de maquillarnos en el baño de mi habitación. Como esta mañana me sequé el pelo con el secador, puedo permitirme llevarlo suelto. Las ondas castañas caen hasta mis hombros y no negaré que me siento un poco sexy.

—Con todo el lío del vestido he olvidado preguntarte —se disculpa Sadie separándose el carmín grosella de los labios.

—Allen no sabe nada y estoy un poco molesta —me sincero concentrándome en guardar el rímel y sacar el colorete—. Connor no le ha contado nada, ni siquiera un mísero «conocí a alguien».

—Quizá no quiso contárselo precisamente a Allen —trata de animarme.

—O quizá no significó nada para él.

Al decirlo en voz alta suena todavía peor.

—Lara…

—Connor no es como yo. Él no se ha acostado sólo con una persona tres míseras veces y apuesto a que ha tenido más de una novia. Tiene experiencia… por eso nunca se encapricharía de alguien sólo por un beso.

Dejo con rabia el colorete sobre el neceser y suspiro con fuerza.

—Soy tan ridícula —sentencio.

Sadie me observa a través del espejo unos segundos, deja la barra de labios sobre el lavabo y gira todo su cuerpo para tenerme de frente. Yo finjo que no me está mirando. No quiero seguir hablando. Me siento avergonzada.

—Lara —me reprende.

Lara, no está, gracias.

—Oye —continúa, obligándome a volverme—, Connor te besó y tú te has emocionado un poco. No es tan horrible.

—Ni siquiera sé si me reconoció.

Sadie me observa un par de segundos más. Abre la boca dispuesta a decir algo, pero inmediatamente la cierra. Yo tuerzo el gesto y resoplo, todo a la vez. Verme a mí misma como a la persona más ridícula de la tierra es una cosa; que me vean así los demás, otra muy diferente.

—Seguro que te reconoció —vuelve a animarme.

—No lo sabes —replico.

—¿Eres una ratoncita de biblioteca o no? —pregunta de repente enérgica.

—Claro que no —me quejo.

—Pues entonces no te comportes como una. Un chico te besó y tú probablemente le dejaste clarísimo que era el mejor beso que te habían dado en tu vida. No pasa nada. Supéralo. ¿Sabes cuántas veces me ha ocurrido eso a mí?

Recapacito sobre sus palabras mientras jugueteo con el gloss. Supongo que el mundo no va a acabarse.

—Por lo menos yo llevaba máscara —comento burlona.

Sadie ríe mordaz y, sin previo aviso, me pellizca en el hombro. Yo me quejo entre risas y las dos seguimos maquillándonos.

—Cambiando de tema: ¿qué tal te fue con Jackson ayer? —inquiere.

Me encojo de hombros sin saber muy bien qué contestar. He estado bloqueando cualquier pensamiento mínimamente relacionado con Jackson desde ayer. Me niego a dedicarle un solo segundo de mi vida y, sobre todo, me niego a volver a tener que admitir que tampoco sé qué pensar.

—Jackson Colton es un arrogante engreído que cree que todo el mundo está a su completa disposición —suelto esperando a que el desdén tape todo lo demás.

—Entonces bien, ¿no? —replica burlona.

—Es un auténtico tirano. Me tuvo en su oficina durante horas sólo para demostrarme que podía hacerlo y no perdió una sola oportunidad para reírse de mí. No lo soporto —concluyo.

Creo que ni siquiera me he parado a coger aire para pronunciar semejante retahíla. Resoplo y trato de tranquilizarme. Jackson Colton también puede conseguir que me hierva la sangre sin ni siquiera estar en la misma habitación.

—Pues yo he buscado fotos suyas en Google —me confiesa con una sonrisilla en absoluto arrepentida.

—¿Qué? —pregunto separándome el gloss de los labios.

—Fotos Jackson Colton Hot Desnudo —responde completamente en serio—. No he encontrado ninguna, pero había unas con un traje y camisa negros que casi consiguen que cayese desmayada delante del portátil.

Ya no puedo evitarlo y rompo a reír.

—No voy a negar que está como un tren, pero debajo de eso no hay nada más.

No me siento del todo cómoda con esa frase.

—¿Vendrá esta noche? —pregunta.

—No lo creo. No es muy familiar y normalmente no suele acudir a este tipo de cosas.

—Una lástima. Hubiera estado bien verlo de esmoquin —replica Sadie con una sonrisa.

En ese momento llaman a la puerta.

—¿Se puede? —pregunta Allen desde el pasillo.

—Claro —respondo saliendo del baño.

Entra concentrado en sus gemelos y, cuando alza la cabeza, sonríe sorprendidísimo.

—Enana, estás fantástica.

—Tú tampoco estás mal —replico.

Lo cierto es que está fabuloso con su esmoquin de tres piezas. Sadie se reúne con nosotros y Allen la saluda con una sonrisa que estoy segura que dará que hablar.

—Pues, si todos estamos ya guapísimos —sentencia Allen—, la fiesta nos espera.

Desde el pasillo ya puede oírse la música francesa tan suave y evocadora que Erin hace sonar en todas las celebraciones. Giramos y quedamos a los pies de las inmensas escaleras. Allen me ofrece su brazo y yo lo tomo encantada con una sonrisa. Como siempre, Erin no ha dejado un detalle al azar. No es sólo la música, todo el salón está elegantemente decorado y lo más selecto de la jet set neoyorquina charla amigablemente.

Sadie se detiene para colocarse bien el vestido. Parados en mitad de la escalera, paseo mi vista por el salón y sencillamente no me lo puedo creer cuando, en el centro de la estancia, charlando con su padre y otros hombres con carísimos esmóquines, le veo a él, al mismísimo Jackson Colton.

Está espectacular.

—¿Qué hace aquí? —murmuro confusa sin poder dejar de mirarlo.

Jackson alza la cabeza y sus increíbles ojos verdes me atrapan por completo a pesar de que nos separan un puñado de metros y decenas de invitados. Su magnetismo parece haberse multiplicado por mil y ha vuelto a hechizarme en contra de mi voluntad.

—¿Seguimos? —me pregunta Allen sacándome de mi ensoñación.

—¿Qué? —Sacudo la cabeza suavemente—. Sí, claro.

Allen sonríe al tiempo que reemprendemos la marcha y yo me encojo de hombros a modo de disculpa.

La ratoncita de biblioteca sin ninguna habilidad social está aquí.

Nada más poner un pie en el suelo de mármol, Sadie se pierde con discreción. Estoy segura de que en busca de la chica que lleva las copas de champagne. Yo también me tomaría una ahora mismo, pero Allen me guía inexorablemente a través de los invitados hasta Easton, y, por tanto, hasta Jackson.

—Papá, mira a quién te traigo —le anuncia.

Todos se giran hacia mí y yo me siento algo intimidada. Jackson deja su copa sobre la bandeja de una de las camareras, que lo mira con cara de adoración, y se retira sin excusarse. ¿Por qué habrá venido? No lo recuerdo en uno solo de los cumpleaños de su padre.

Easton me sonríe orgulloso, una sonrisa idéntica a la que Allen me ha dedicado arriba.

—Mi pequeña —me llama acercándome a él—. Queda absolutamente prohibido que te pongas ese vestido fuera de estas cuatro paredes —continúa fingidamente serio.

Sonrío y me aliso la falda con el único motivo de hacer algo con mi mano.

—Feliz cumpleaños, señor Colton.

Me giro hacia la voz. La reconocería en cualquier parte. Es Connor.

—Gracias, hijo —le responde Easton estrechando la mano que le tiende.

Está guapísimo. Ese esmoquin acaba de unirse automáticamente a mi lista de fantasías, justo por encima de Connor en bañador en los Hamptons y detrás de Connor con un perfecto traje y los primeros botones de la camisa blanca desabrochados en la fiesta de Nochevieja de hace dos años.

—Easton nos ha contado que hoy te has reunido con Nadine Belamy —comenta uno de los hombres del corrillo, uno de los asociados del bufete de Easton—. Esa mujer es un hueso duro de roer —replica.

—Lo sé —respondo con una sonrisa—. Sólo espero que le guste mi proyecto y acepte llevarlo a cabo.

—Seguro que sí. Aunque sigo pensando que deberías dedicar todos esos esfuerzos a jugar en la bolsa y dejar de analizarla.

Sonrío de nuevo a la vez que niego con la cabeza. La bolsa no es para mí.

—Mi pequeña acabará trabajando en Naciones Unidas —dice Easton orgulloso volviendo a la conversación.

Mi sonrisa se ensancha y, disimuladamente, observo cómo Connor se pierde entre los invitados hasta que un hombre con el pelo canoso lo para y lo saluda.

Easton rodea mis hombros con su brazo y me obliga a caminar alejándonos también del grupo.

—Ahora, dime, ¿qué tal estás?, ¿cómo va esa casa?

—Muy bien —contesto entusiasmada—. Está quedando de maravilla.

Easton frunce el ceño malhumorado y permanece unos segundos en silencio. Aunque me apoyó cuando le dije que quería reformar el viejo apartamento de mis padres y mudarme a la ciudad para estar más cerca del trabajo, sé que le gustaría que me quedara a vivir en Glen Cove con Erin y él en la mansión de los Colton.

—Sabes que puedes cambiar de opinión cuando quieras, ¿verdad? —me recuerda muy serio, esperando a que suelte el «sí» más rotundo de la historia.

—Y tú recuerdas que prometiste que me apoyarías, ¿verdad?

Se echa a reír.

—Serías una abogada excelente. Contraargumentas de fábula.

Como con la casa, aunque haya aceptado que quiero trabajar en la ONU, le encantaría que un día me presentase en su bufete pidiéndole un puesto de abogada júnior y siguiese sus pasos y los de Allen.

—¿Preparado para esta noche? —pregunto socarrona con el firme propósito de cambiar de tema—. No se cumplen sesenta y dos años todos los días. Quizá deberíamos tener en sobre aviso a una ambulancia.

—La ambulancia la hubiese necesitado todos estos días atrás. Erin me ha vuelto completamente loco. Jamás habría pensado que una fiesta de cumpleaños daba tanto trabajo.

Los dos sonreímos. Erin se toma las fiestas muy en serio y acaba consiguiendo que cualquier cosa que organice se convierta en un evento social. Easton siempre se queja entre risas, pero es más que obvio que está orgullosísimo de ella.

—Quería pedirte algo —le anuncio transformando mi sonrisa anterior en una de oreja a oreja para asegurarme un sí.

Easton asiente.

—¿Podríamos comer mañana en el club de campo?

—A ti no te gusta el club —me recuerda perspicaz.

—No especialmente —respondo encogiéndome de hombros.

—¿Entonces?

Es uno de los mejores abogados de Nueva York. No voy a conseguir engañarlo. Será mejor que sea sincera.

—Necesito que vayamos al club porque necesito que coincidamos casualmente con Adam Monroe. Tengo que hablar con él de mi proyecto.

Easton rompe a reír sincero.

—No lo conozco, pero da por hecho esa comida.

Yo sonrío. Sabía que podía contar con él.

Easton me estudia unos segundos. Su expresión cambia suavemente.

—Estoy muy orgulloso de ti, pero no hay nada malo en pedir ayuda ni en volver a casa —me recuerda.

Yo suspiro resignada con la sonrisa todavía en los labios mientras me preparo para el discurso de siempre acerca de que soy una ratoncita de biblioteca que necesita dejar de leer libros y aprender a tratar con el resto de la humanidad.

—Me preocupa que no estés preparada.

—Estoy preparada —replico—. Puede que no se me dé muy bien desenvolverme, pero puedo hacerlo.

Easton sonríe lleno de ternura.

—Estoy seguro.

Conozco perfectamente ese tono de voz. Ha decidido concederme una tregua.

—¿Me acompañas? —inquiere en referencia al grupo de abogados con el que charlaba.

Niego con la cabeza con una sonrisa. Easton me la devuelve y echa a andar. Pierdo mi vista entre la sala abarrotada de hombres de negocios, políticos y alguna que otra estrella de cine cuando sencillamente creo que dejo de respirar. Connor está al otro lado del inmenso salón, ¡mirándome! Me sonríe y yo tengo que morderme el labio inferior para no hacerlo como una idiota.

Finalmente aparta su mirada y, ahora que no puede verme, suelto la sonrisa que engarrotaba mis labios. Es guapísimo, con un pelo rubio perfectamente peinado, los ojos verdes y un rostro absolutamente perfecto. Sus rasgos marcados y esbeltos me recuerdan los de un vikingo, sólo que sin esa fiereza. Supongo que me recuerda a un modelo fingiendo ser un vikingo.

En ese momento las chicas se acercan. Le doy un sorbo a la copa de champagne que Dylan me ofrece y trato de contener las mariposas que revolotean en mi estómago. Aún no he bajado el cristal de mis labios cuando mis ojos se encuentran con otros verdes, esta vez los de Jackson. Me mira por encima de su copa. No sonríe. Simplemente me observa y creo que puede leer en mí como si fuera un libro abierto. La sensación vuelve a abrumarme y las mariposas se multiplican por mil.

—No sé vosotras, pero creo que no he visto a nadie al que le quede tan bien un esmoquin —comenta Sadie como si hubiese decidido que ya no puede luchar más contra semejante evidencia.

—¿Hablas de Allen? —inquiere Dylan socarrona.

—Habla de Jackson —murmuro.

Aparto mi mirada sin llegar a entender del todo la suya y, cuando me armo de valor y vuelvo a alzarla, Jackson ya no está. Al devolver mi atención a las chicas, las dos me miran con el ceño fruncido. Automáticamente imito su gesto. ¿Por qué me miran así? ¿Qué es lo que he dicho? Cuando lo comprendo, mi confusión aumenta un poco más. ¿Por qué lo he hecho? Debería haber dicho Connor. Connor es el más guapo de esta fiesta.

—En cualquier caso, la chica con dislexia nominal de tíos buenos, ya que imagino que ella hablaba de Connor, tiene razón —continúa Sadie.

Le dedico mi mejor mohín tratando de disimular una sonrisa.

—El más bueno de esta reunión es Jackson Colton —añade—, y me apuesto los veintisiete dólares que llevo en el bolso a que ese esmoquin es de Valentino. Valentino —repite cayendo en la cuenta de algo—, ¿se puede tener más clase?

Las tres asentimos. Tiene razón. Puede que sea un auténtico imbécil, pero es evidente que desprende atractivo y clase a partes iguales. No me extraña que todas las mujeres lo contemplen embobadas y que mi subconsciente me haya traicionado.

—¿Con cuántas chicas creéis que se habrá acostado Jackson? —pregunta Dylan sin dejar de observarlo.

Involuntariamente vuelvo a llevar mi vista hacia él. Está de pie, con una mano en un bolsillo y la otra sosteniendo una copa de champagne. Está junto a Allen, pero no participa de la conversación. Es tan frío, tan arrogante, como si no hablase porque tuviese clarísimo que los pobres mortales no tienen derecho a oír sus palabras. Debería odiar esa actitud y, sin embargo, por un motivo que ni siquiera entiendo y absolutamente en contra de mi voluntad, me parece de lo más atractiva. Creo que es ese halo de inaccesibilidad que lo envuelve.

—No tengo ni idea —respondo indiferente, apartando mi mirada.

Mis ojos se cruzan con los de Sadie. Ella me observa perspicaz un par de segundos, pero no dice nada y finalmente le da un sorbo a su copa.

—Yo podría adivinarlo —comenta Sadie.

—¿Ah, sí? —la reta Dylan.

—Trabajo en el departamento de sociología de la Universidad de Columbia —replica cuadrando los hombros profesional—. Me gano la vida observando a la gente y sacando conclusiones sobre ello.

Sadie escruta la sala con más rigor científico que disimulo.

—Por ejemplo, tenemos a la chica del vestido rosa que mira a Jackson como si tuviera entre las manos al cachorrito más adorable del mundo y fuese a regalárselo con un lazo rojo gigante y bañado en algodón de azúcar. —Dylan y yo la buscamos con la mirada y asentimos—. Ella se acostó con él no hace mucho, diría días, y todavía piensa que va a pedirle matrimonio en cualquier momento.

—Seguro que ya se ve de luna de miel en París —añade Dylan.

Sadie le devuelve una sonrisa algo amarga. Sabe tan bien como ella que es la pura verdad.

—Después tenemos a la rubia que charla con la señora Kendrick. —Intentando resultar mínimamente discretas, nos giramos para observarla—. Mira al cachorrito como si fuera suyo y asesina a la primera. Probablemente Jackson las simultaneó. Un claro conflicto de intereses.

Las tres asentimos como si las palabras de Sadie fueran una obviedad científica.

—A vuestra derecha.

Dylan y yo nos volvemos ya sin ningún disimulo.

—Chicas, control —se queja Sadie—. Ahora mismo somos como tres reporteras del National Geographic. Si somos bruscas, las gacelas dejarán de admirar al león y se marcharán.

Las dos nos disculpamos divertidas y Sadie se prepara para continuar.

—Como os decía, ahí tenemos a nuestro tercer objeto de estudio. La chica del vestido palabra de honor morado y el peinado griego. La que mira con odio a las otras dos jóvenes y se ha sacado un permiso de armas para matar al cachorrito con un fusil de mira telescópica.

Estoy a punto de soltar una carcajada, pero Sadie me advierte divertida con la mirada.

—Y por último, el ejemplar más interesante. La chica con el chal sobre los hombros que bebe con desgana el carísimo champagne francés. La que mira con amor y distancia al cachorrito, pero secretamente ha vendido el fusil y ha comprado una cachorrita para el cachorrito porque tiene la firme idea de que Jackson Colton sólo necesita tiempo y aventuras para darse cuenta de que ella es la única a la que ama.

Dylan y yo aplaudimos suavemente y Sadie nos hace una discreta reverencia.

—Veo que tu beca del departamento en Columbia es totalmente merecida —la felicito socarrona.

—Si todo fuera investigar la vida sexual de hombres como Jackson, mi vida sería mucho más interesante. Lo que debéis tener claro es que cualquiera puede ser la siguiente víctima —nos advierte divertida con aire misterioso—, incluso yo.

—¿Tú? —pregunta Dylan al borde de la risa.

—Sí. ¿A quién pretendo engañar? —continúa resignada—. No soy para nada su tipo. —Hace una pequeña pausa—. El cabrón arrogante puede permitirse hasta tener un tipo —concluye indignadísima.

No puedo más y estallo en risas junto a Dylan.

—Decidido. A partir de ahora me declaro miembro del equipo Allen —continúa mirándolo descaradamente.

—Como si alguna vez te hubieras bajado de ese barco —le recrimino burlona.

—Le dejaría utilizar todos los términos náuticos que quisiera conmigo —comenta absolutamente embelesada.

Dylan y yo volvemos a reír por su franqueza. Sadie nunca ha sido el colmo de la discreción, pero, cuando se trata de Allen, se desata.

Oímos el característico tintineo de algo metálico sobre una copa de champagne e inmediatamente nos giramos en busca del sonido.

—Por favor, si sois tan amables —comenta Erin desde los primeros escalones de la majestuosa escalera—, pasemos al comedor. Una deliciosa cena nos espera.

Poco más de dos horas después estamos saliendo a la inmensa terraza mientras los invitados regresan al salón. Cada palabra del pequeño discurso de Erin ha sido verdad, la cena estaba realmente exquisita.

Apenas llevamos un par de minutos en el balcón cuando empiezan a sonar los primeros acordes de una canción de Édith Piaf. Todo exquisitamente francés, como siempre.

Disimuladamente, Sadie saca una cajetilla de Marlboro light de su bolso.

—Estás loca —le advierte Dylan—. Si Allen te ve…

—Allen no es mi hermano —se queja Sadie poniendo los ojos en blanco—, y tiene que aprender a relajarse un poco.

El sonido metálico del mechero inunda toda la terraza como si de pronto hubiera sonado mil veces más fuerte de lo que en realidad lo ha hecho. Involuntariamente todas miramos a las puertas de cristal esperando ver a Allen —consecuencias de la sugestión colectiva, supongo—, y las tres suspiramos aliviadas al comprobar que no ha sido más que eso: sugestión.

Dean, el padre de Dylan, la llama. Imagino que quiere bailar con ella. Cuando nos quedamos solas, Sadie frunce los labios y me observa durante unos segundos.

—¿Estás bien? —pregunta con retintín.

—Sí, claro que lo estoy —respondo algo incómoda.

¿A qué viene esto?

—¿Segura? —inquiere de nuevo con una sonrisa impertinente.

—Segura —me reafirmo.

—¿De verdad?

—De verdad.

—Humm —Sadie me mira tan divertida como perspicaz—, te creo.

—Vaya, gracias —protesto sonriendo.

—Para eso están las amigas —responde con sorna.

En ese momento Allen sale a la terraza y Sadie tira el cigarrillo atropelladamente. Me parece que no va a ser hoy cuando le diga eso de que tiene que relajarse un poco.

—Lara —me llama—, papá te está buscando. Quiere bailar contigo —añade sonriendo.

Le devuelvo el gesto y me dirijo hacia él.

—¿Y qué pasa con Sadie? —pregunto pícara.

Allen disimula una nueva sonrisa y la mira.

—Creo que podré sacrificarme y bailar con ella.

No la veo, pero sé que ahora mismo está sonriendo como una boba. Allen se acerca ofreciéndole su brazo. Yo me vuelvo justo antes de salir y le guiño un ojo a Sadie, que, como vaticinaba, está más que encantada.

Giro de nuevo sobre mis salones para cruzar definitivamente las bonitas puertas de cristal, pero, cuando apenas he dado unos pasos sobre el elegante mármol, otra vez me detengo con una sonrisa al ver a Easton ensayando un paso de baile delante de Erin, que sonriente acepta la mano que le tiende. Creo que acaba de encontrar otra pareja.

Doy un largo suspiro y me encojo de hombros dispuesta a volver a la terraza.

—Lara —me llaman justo cuando estaba a punto de echar a andar.

Sonrío. Sé perfectamente quién ha pronunciado mi nombre.

—Hola, Connor.

Él me devuelve el gesto y, nervioso, se lleva las manos a la espalda.

—¿Te estás divirtiendo? —me pregunta.

Yo asiento y mi sonrisa se ensancha.

Tengo que plantearme dejar de sonreír en algún momento. Parezco idiota.

—Sí, claro.

—Genial —responde.

Me mira de arriba abajo nervioso, incluso de una manera algo torpe. Las mariposas se despiertan en mi estómago. Tengo que llenar a Erin de besos por comprarme este vestido.

—¿Quieres bailar?

Sonrío por enésima vez y me muerdo el labio inferior acelerada.

—Claro.

Connor da un paso hacia mí. La sonrisa va a partirme la cara en dos, ¡va a cogerme la mano!… pero, en lugar de eso, extiende el brazo dándome paso. Yo lo miro, asiento y empiezo a caminar. Connor me sigue a una distancia prudencial y yo me giro un par de veces para asegurarme de que lo hace. También estoy nerviosa, mucho. ¡No puedo creerme que vayamos a bailar! Sin embargo, a la tercera vez que me vuelvo, me sorprendo al encontrarlo quieto a unos pasos de mí, mirando ceñudo el teléfono.

—Lo siento —se disculpa—. Tengo que cogerlo.

—Claro —respondo decepcionada, aunque me esfuerzo en sonreír para que no se me note. Yo tuerzo el gesto.

Sin decir nada más, gira sobre sus talones y se pierde entre las decenas de parejas que bailan. Yo frunzo los labios y miro a mi alrededor. Era demasiado bonito para ser verdad.

—Comienza a sonar La vie en rose.[7]

Doy el primer paso para marcharme, pero en ese preciso instante unos dedos firmes y seguros rodean mi muñeca y me obligan a girarme tirando de mí. Sorprendida y confusa, observo cómo Jackson me estrecha contra su perfecto cuerpo y comienza a mecernos al ritmo de la música. No sé qué hacer, qué decir, ni siquiera entiendo qué está pasando, pero no quiero que me suelte por nada del mundo.