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Se cumplían seis meses del cautiverio de Fermín cuando una serie de acontecimientos cambiaron sustancialmente la que hasta entonces había sido su vida. El primero de ellos fue que durante aquellos días, cuando el régimen aún creía que Hitler, Mussolini y compañía iban a ganar la guerra y que pronto Europa iba a tener el mismo color que los calzoncillos del Generalísimo, una marea impune y rabiosa de matarifes, chivatos y comisarios políticos recién conversos habían conseguido que el número de ciudadanos presos, detenidos, procesados o en proceso de desaparición alcanzase cotas históricas.
Las cárceles del país no daban abasto y las autoridades militares habían ordenado a la dirección de la prisión que doblase o incluso triplicase el número de presos para absorber parte del caudal de reos que anegaba aquella Barcelona derrotada y miserable de 1940. A tal efecto, el señor director, en su florido discurso del domingo, informó a los presos de que a partir de entonces compartirían celda. Al doctor Sanahuja lo pusieron en la celda de Martín, presumiblemente para que lo tuviese vigilado y a salvo de sus prontos suicidas. A Fermín le tocó compartir la celda 13 con su antiguo vecino de al lado, el número 14, y así sucesivamente. Todos los presos de la galería fueron emparejados para dejar sitio a los recién llegados que cada noche traían en furgones desde la Modelo o el Campo de la Bota.
—No ponga esa cara que a mí me hace todavía menos gracia que a usted —advirtió el número 14 al mudarse con su nuevo compañero.
—Le advierto que a mí la hostilidad me produce aerofagia —amenazó Fermín—. Así que déjese de bravuconadas a lo Buffalo Bill y haga un esfuerzo por ser cortés y mear de cara a la pared sin salpicar o uno de estos días va a amanecer usted cubierto de champiñones.
El antiguo número 14 pasó cinco días sin dirigirle la palabra a Fermín. Finalmente, rendido ante las sulfúricas ventosidades que éste le dedicaba de madrugada, cambió de estrategia.
—Ya se lo advertí —dijo Fermín.
—Está bien. Me rindo. Mi nombre es Sebastián Salgado. De profesión, sindicalista. Deme la mano y seamos amigos pero, por lo que más quiera, deje de tirarse esos pedos, porque empiezo a tener alucinaciones y veo en sueños al Noi del Sucre bailando el charlestón.
Fermín estrechó la mano de Salgado y advirtió que le faltaban el dedo meñique y el anular.
—Fermín Romero de Torres, encantado de conocerle por fin. De profesión, servicios secretos de inteligencia en el sector Caribe de la Generalitat de Catalunya, ahora en desuso, pero de vocación bibliógrafo y amante de las bellas letras.
Salgado miró a su nuevo compañero de fatigas y puso los ojos en blanco.
—Y dicen que el loco es Martín.
—Loco es el que se tiene por cuerdo y cree que los necios no son de su condición.
Salgado asintió, derrotado.
La segunda circunstancia se produjo unos días después, cuando un par de centinelas fueron a buscarle al anochecer. Bebo les abrió la celda, intentando disimular su preocupación.
—Tú, flaco, levanta —masculló uno de los centinelas.
Salgado creyó por un instante que sus plegarias habían sido escuchadas y que se llevaban a Fermín para fusilarlo.
—Valor, Fermín —le animó sonriente—. A morir por Dios y por España, que es lo más bonito que hay.
Los dos centinelas agarraron a Fermín, lo esposaron de pies y manos, y se lo llevaron a rastras ante la mirada acongojada de toda la galería y las carcajadas de Salgado.
—De ésta no te escapas ni a pedos —dijo riendo su compañero.