11

Cuando regresé a la habitación, Cascos seguía derribado en la silla, jadeando. Llené un vaso con agua y se lo tendí. Al ver que me acercaba a él de nuevo se hizo a un lado esperando otro golpe.

—Toma —dije.

Abrió los ojos y al ver el vaso dudó unos segundos.

—Toma —repetí—. Es sólo agua.

Aceptó el vaso con una mano temblorosa y se lo llevó a los labios. Pude ver entonces que le había partido varios dientes. Cascos gimió y los ojos se le llenaron de lágrimas por el dolor cuando el agua fría le rozó la pulpa expuesta bajo el esmalte. Estuvimos en silencio más de un minuto.

—¿Llamo a un médico? —pregunté al fin.

Alzó la mirada y negó.

—Vete de aquí antes de que llame a la policía.

—Dime qué tienes tú que ver con Mauricio Valls y me iré.

Lo miré fríamente.

—Es…, es uno de los socios de la editorial para la que trabajo.

—¿Te pidió él que escribieses esa carta?

Cascos dudó. Me levanté y di un paso hacia él. Le agarré del pelo y tiré con fuerza.

—No me pegues más —suplicó.

—¿Te pidió Valls que escribieras esa carta?

Cascos evitaba mirarme a los ojos.

—No fue él —atinó a decir.

—¿Quién entonces?

—Uno de sus secretarios. Armero.

—¿Quién?

—Paco Armero. Es un empleado de la editorial. Me dijo que retomase el contacto con Beatriz. Que si lo hacía habría algo para mí. Una recompensa.

—¿Para qué tenías que retomar el contacto con Bea?

—No lo sé.

Hice ademán de abofetearle de nuevo.

—No lo sé —gimió Cascos—. Es la verdad.

—¿Y para eso la citaste aquí?

—Yo a Beatriz la sigo queriendo.

—Bonita manera de demostrarlo. ¿Dónde está Valls?

—No lo sé.

—¿Cómo puedes no saber dónde está tu jefe?

—Porque no lo conozco. ¿De acuerdo? No le he visto nunca. No he hablado nunca con él.

—Explícate.

—Entré a trabajar en Ariadna hace año y medio, en la oficina de Madrid. En todo ese tiempo nunca lo he visto. Nadie le ha visto.

Se levantó lentamente y se dirigió hacia el teléfono de la habitación. No le detuve. Asió el auricular y me lanzó una mirada de odio.

—Voy a llamar a la policía…

—No será necesario —llegó la voz desde el corredor de la habitación.

Me volví para descubrir a Fermín ataviado con lo que imaginé que era uno de los trajes de mi padre sosteniendo en alto un documento con aspecto de licencia oficial.

—Inspector Fermín Romero de Torres. Policía. Se ha reportado un alboroto. ¿Quién de ustedes puede sintetizar los hechos aquí acontecidos?

No sé quién de los dos estaba más desconcertado, si Cascos o yo. Fermín aprovechó la ocasión para arrebatar suavemente el auricular de la mano de Cascos.

—Permítame —dijo apartándole—. Aviso a jefatura.

Fingió marcar un número y nos sonrió.

—Con jefatura, por favor. Sí, gracias.

Esperó unos segundos.

—Sí, Mari Pili, soy Romero de Torres. Páseme a Palacios. Sí, espero.

Mientras Fermín fingía esperar y cubría el auricular con la mano, hizo un gesto hacia Cascos.

—¿Y usted se ha dado con la puerta del váter o hay algo que desee declarar?

—Este salvaje me ha agredido y ha intentado matarme. Quiero presentar una denuncia ahora mismo. Se le va a caer el pelo.

Fermín me miró con aire oficial y asintió.

—Efectivamente. Folículo a folículo.

Fingió oír algo en el teléfono y con un gesto le indicó a Cascos que guardase silencio.

—Sí, Palacios. En el Ritz. Sí. Un 424. Un herido. Mayormente en la cara. Depende. Yo diría que como un mapa. De acuerdo. Procedo al arresto sumarísimo del sospechoso.

Colgó el teléfono.

—Todo solucionado.

Fermín se me acercó y, agarrándome del brazo con autoridad, me indicó que me callase.

—Usted no suelte prenda. Todo lo que diga será utilizado para enchironarle como mínimo hasta Todos los Santos. Venga, andando.

Cascos, retorcido de dolor y confundido aún por la aparición de Fermín, contemplaba la escena sin dar crédito.

—¿No lo va a esposar?

—Éste es un hotel fino. Los grilletes se los colocaremos en el coche patrulla.

Cascos, que seguía sangrando y probablemente veía doble, nos vedó el paso poco convencido.

—¿Seguro que es usted policía?

—Brigada secreta. Ahora mismo mando que le envíen un chuletón de ternera crudo para que se lo ponga en la cara a modo de mascarilla. Mano de santo para contusiones en distancias cortas. Mis colegas pasarán más tarde para tomarle el atestado y preparar los cargos procedentes —recitó apartando el brazo de Cascos y empujándome a toda velocidad hacia la salida.