9

La novia vestía de blanco y, aunque no lucía grandes alhajas ni adornos, no ha habido en la historia una mujer que fuese más hermosa a los ojos de su prometido que la Bernarda aquel día primerizo de febrero reluciente de sol en la plaza de la iglesia de Santa Ana. Don Gustavo Barceló, que si no había comprado todas las flores de Barcelona para inundar la entrada al templo no había comprado ninguna, lloró como una magdalena, y el cura amigo del novio nos sorprendió a todos con un sermón lúcido que le arrancó lágrimas hasta a Bea, que no era presa fácil.

A mí estuvieron a punto de caérseme los anillos pero todo quedó olvidado cuando el sacerdote, cumplidos los prolegómenos, invitó a Fermín a besar a la novia. Fue entonces cuando me volví un instante y me pareció ver una figura en la última fila de la iglesia, un desconocido que me miraba sonriendo. No podría atinar a decir por qué, pero por un instante tuve la certeza de que aquel extraño no era sino el Prisionero del Cielo. Sin embargo cuando miré de nuevo, ya no estaba allí. A mi lado, Fermín abrazó a la Bernarda con fuerza y, sin miramientos, le plantó un beso en los labios que arrancó una ovación capitaneada por el cura.

Al ver aquel día a mi amigo besar a la mujer que quería se me ocurrió pensar que aquel momento, aquel instante robado al tiempo y a Dios, valía todos los días de miseria que nos habían conducido hasta allí y otros tantos que seguro que nos esperaban al salir de regreso a la vida, y que todo cuanto era decente y limpio y puro en este mundo y todo por lo que merecía la pena seguir respirando estaba en aquellos labios, en aquellas manos y en la mirada de aquellos dos afortunados que, supe, estarían juntos hasta el final de sus vidas.