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Fermín tuvo que esperar al tradicional discurso del domingo tras la misa y al escaso intervalo al aire libre en el patio para aproximarse a Martín y confiarle lo que Salgado le había pedido.

—No interferirá en el plan —aseguró Martín—. Haga lo que le pide. Ahora no podemos permitirnos un chivatazo.

Fermín, que llevaba días entre la náusea y la taquicardia, se secó el sudor frío que le chorreaba por la frente.

—Martín, no es por desconfianza, pero si ese plan que está preparando es tan bueno, ¿por qué no lo usa usted para salir de aquí?

Martín asintió, como si llevase días esperando oír aquella pregunta.

—Porque yo merezco estar aquí y, aunque no fuese así, no hay lugar ya para mí fuera de estos muros. No tengo adónde ir.

—Tiene a Isabella…

—Isabella está casada con un hombre diez veces mejor que yo. Lo único que conseguiría saliendo de aquí sería hacerla desgraciada.

—Pero ella está haciendo todo lo posible por sacarle de aquí…

Martín negó.

—Me tiene usted que prometer algo, Fermín. Es lo único que le pediré a cambio de ayudarle a escapar.

Éste es el mes de las peticiones, pensó Fermín asintiendo de buen grado.

—Lo que usted me pida.

—Si consigue salir le pido que, si está en su mano, cuide de ella. A distancia, sin que ella lo sepa, sin que ni siquiera sepa que usted existe. Que cuide de ella y de su hijo, Daniel. ¿Hará eso por mí, Fermín?

—Por supuesto.

Martín sonrió con tristeza.

—Es usted un buen hombre, Fermín.

—Ya van dos ocasiones en que me dice eso, y cada vez me suena peor.

Martín extrajo uno de sus apestosos cigarrillos y lo encendió.

—No tenemos mucho tiempo. Brians, el abogado que contrató Isabella para llevar mi caso, estuvo ayer aquí. Cometí el error de contarle lo que Valls quiere de mí.

—Lo de reescribirle la bazofia esa…

—Exactamente. Le pedí que no le dijese nada a Isabella, pero le conozco y tarde o temprano lo hará, y ella, a la que conozco todavía mejor, se pondrá hecha una furia y vendrá aquí para amenazar a Valls con esparcir a los cuatro vientos su secreto.

—¿Y no puede usted detenerla?

—Intentar detener a Isabella es como intentar detener un tren de carga: una misión para tontos.

—Cuanto más me habla de ella más me apetece conocerla. A mí las mujeres con carácter…

—Fermín, le recuerdo su promesa.

Fermín se llevó la mano al corazón y asintió con solemnidad. Martín prosiguió.

—A lo que iba. Cuando eso suceda Valls puede hacer cualquier tontería. Es un hombre a quien le mueve la vanidad, la envidia y la codicia. Cuando se sienta acorralado dará un paso en falso. No sé qué, pero estoy seguro de que algo intentará. Es importante que para entonces ya esté usted fuera de aquí.

—No es que yo tenga muchas ganas de quedarme, la verdad…

—No me entiende usted. Hay que adelantar el plan.

—¿Adelantarlo? ¿A cuándo?

Martín lo observó largamente a través de la cortina de humo que ascendía de sus labios.

—A esta noche.

Fermín intentó tragar saliva, pero tenía la boca llena de polvo.

—Pero si todavía no sé ni cuál es el plan…

—Abra bien los oídos.