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Aquella noche, mientras Fermín deshacía en su celda el paquete que el doctor Sanahuja le había pasado desde el corredor, un Studebaker negro conducía al señor director por la carretera que descendía desde Montjuic a las calles oscuras que bordeaban el puerto. Jaime, el chófer, prestaba particular atención para evitar baches y cualquier otro traspié que pudiera incomodar a su pasajero o interrumpir el trance de sus pensamientos. El nuevo director no era como el antiguo. El antiguo director solía entablar conversaciones con él cuando iban en el coche y en alguna ocasión se había sentado delante, a su lado. El director Valls no le dirigía la palabra excepto para darle una orden y raramente cruzaba la mirada con él a menos que hubiese cometido un error, o pisado una piedra, o tomado una curva demasiado de prisa. Entonces sus ojos se encendían en el espejo retrovisor y un gesto displicente afloraba en su rostro. El director Valls no le permitía encender la radio porque decía que las emisiones que se escuchaban insultaban a su inteligencia. Tampoco le permitía llevar en el salpicadero las fotografías de su esposa y de su hija.

Afortunadamente, a aquella hora de la noche ya no había tráfico y la ruta no presentó sobresaltos. En apenas unos minutos el coche rebasó las Atarazanas, bordeó el monumento a Colón y enfiló las Ramblas. En un par de minutos llegó frente al café de la Ópera y se detuvo. El público del Liceo, al otro lado de la calle, ya había entrado para la sesión de noche y las Ramblas estaban casi desiertas. El chófer descendió y, tras comprobar que no había nadie cerca, procedió a abrir la puerta a Mauricio Valls. El señor director se apeó y contempló el paseo sin interés. Se ajustó la corbata y se peinó los hombros de la chaqueta con las manos.

—Espere aquí —dijo al chófer.

Cuando entró el señor director, el café estaba casi desierto. El reloj que había tras la barra marcaba cinco minutos para las diez de la noche. El señor director respondió al saludo del camarero con un asentimiento y se sentó a una mesa del fondo. Se quitó los guantes con parsimonia y extrajo su pitillera de plata, la que le había regalado su suegro en el primer aniversario de bodas. Encendió un cigarrillo y contempló el viejo café. El camarero se aproximó bandeja en mano y pasó un paño húmedo que olía a lejía sobre la mesa. El señor director le lanzó una mirada de desprecio que el empleado ignoró.

—¿Qué tomará el señor?

—Dos manzanillas.

—¿En la misma taza?

—No. En tazas separadas.

—¿Espera el caballero compañía?

—Evidentemente.

—Muy bien. ¿Se le ofrece alguna cosa más?

—Miel.

—Sí, señor.

El camarero partió sin prisa y el señor director murmuró algo despectivo por lo bajo. Una radio sobre la barra emitía el murmullo de un consultorio sentimental e intercalaba anuncios de la firma de cosméticos Bella Aurora, cuyo uso diario garantizaba juventud, belleza y lozanía. Cuatro mesas más allá un hombre mayor parecía haberse dormido con un periódico en la mano. El resto de las mesas estaban vacías. Las dos tazas humeantes llegaron cinco minutos después. El camarero las puso sobre la mesa con infinita lentitud y luego dejó un tarro con miel.

—¿Será todo, caballero?

Valls asintió. Esperó a que el camarero hubiera regresado a la barra para extraer el frasco que llevaba en el bolsillo. Desenroscó el tapón y lanzó una mirada al otro parroquiano, que seguía noqueado por la prensa. El camarero estaba de espaldas tras la barra, secando vasos.

Valls tomó el frasco y vertió el contenido en la taza que quedaba al otro extremo de la mesa. Luego mezcló un chorro generoso de miel y procedió a remover la manzanilla con la cucharita hasta que estuvo completamente diluida. En la radio leían la angustiada misiva de una señora de Betanzos cuyo marido, al parecer contrariado porque se le había quemado el estofado de Todos los Santos, se había echado al bar con los amigos a escuchar el fútbol y ni paraba en casa ni había vuelto a misa. Se le recomendaba oración, entereza y que usase sus armas de mujer, pero dentro de los estrictos límites de la familia cristiana. Valls consultó de nuevo el reloj. Eran las diez y cuarto.