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El abogado Brians era un hombre joven con cierto aire de estudiante bohemio y trazas de alimentarse a base de galletas saladas y café, que era a lo que olía su despacho. A eso y a papel polvoriento. Sus oficinas quedaban en un cuartucho suspendido en el ático del edificio que albergaba el gran teatro Tívoli, al final de un pasillo sin luz. Fermín lo encontró allí todavía a las ocho y media de la noche. Brians le abrió en mangas de camisa y al verlo se limitó a asentir y a suspirar.

—Fermín, supongo. Martín me habló de usted. Ya empezaba a preguntarme cuándo pasaría por aquí.

—He estado un tiempo fuera.

—Claro. Pase, por favor.

Fermín le siguió al interior del cubículo.

—Menuda nochecita, ¿verdad? —preguntó el abogado, nervioso.

—Es sólo agua.

Fermín miró a su alrededor y comprobó que sólo había una silla a la vista. Brians se la cedió. Él se acomodó sobre una pila de tomos de derecho mercantil.

—Todavía me tienen que traer el mobiliario.

Fermín calibró que allí no cabía ni un sacapuntas, pero prefirió no decir nada. Sobre la mesa había un plato con un pepito de lomo y una cerveza. Una servilleta de papel delataba que la opípara cena del abogado había venido del café de abajo.

—Me disponía a cenar. Con gusto lo comparto con usted.

—Coma, coma, que ustedes los jóvenes tienen que crecer y yo vengo cenado.

—¿No puedo ofrecerle nada? ¿Café?

—Si tiene un sugus…

Brians hurgó en un cajón en el que podría haber habido de todo menos caramelos sugus.

—¿Pastillas Juanola?

—Estoy bien, gracias.

—Con su permiso.

Brians soltó una dentellada al bocadillo y masticó con fruición. Fermín se preguntó quién de los dos tenía más aspecto de muerto de hambre. Junto al escritorio había una puerta entreabierta que daba a un cuarto contiguo en el que se vislumbraba un camastro plegable por hacer, un perchero con camisas arrugadas y una pila de libros.

—¿Vive usted aquí? —preguntó Fermín.

Claramente el abogado que Isabella había podido costear para Martín no era de altos vuelos. Brians siguió la mirada de Fermín y ofreció una sonrisa modesta.

—Éste es, temporalmente, mi despacho y vivienda, sí —respondió Brians, inclinándose para cerrar la puerta de su dormitorio.

»Debe de pensar usted que no tengo mucha pinta de abogado. Que conste que no es el único, mi padre opina lo mismo.

—No haga usted ni caso. Mi padre siempre nos decía a mí y a mis hermanos que éramos unos inútiles y que íbamos a acabar de picapedreros. Y aquí me tiene, más chulo que un ocho. Triunfar en la vida cuando la familia cree en uno y lo apoya no tiene mérito.

Brians asintió a regañadientes.

—Visto así… La verdad es que hace poco que me establecí por mi cuenta. Antes trabajaba en un bufete de renombre a la vuelta de la esquina, en el paseo de Gracia. Pero tuvimos una serie de desacuerdos. Las cosas no han sido fáciles desde entonces.

—No me diga. ¿Valls?

Brians asintió, despachando la cerveza en tres sorbos.

—Desde que acepté el caso del señor Martín, no paró hasta conseguir que me dejasen casi todos mis clientes y me despidieran. Los pocos que me siguieron son los que no tienen un céntimo para pagar mis honorarios.

—¿Y la señora Isabella?

La mirada del abogado se ensombreció. Dejó la cerveza sobre el escritorio y miró a Fermín, dudando.

—¿No lo sabe usted?

—¿Saber el qué?

—Isabella Sempere ha muerto.