LA PLAZA FUERTE
Dos años después de la batalla de Alarcos, cuando Leonor tenía veintidós y yo veintisiete, bendecido por el arzobispo de Toledo se celebró nuestro casamiento en la más parca función que vieron los tiempos, pese a la monumentalidad del lugar y la prosapia de algunos de los invitados, y tan fue así que provocamos el asombro, cuando no el enojo o el desagrado de alguno de los asistentes, pero aquello no hubiera podido suceder de otra manera dada nuestra diferente condición, y el oficiante, magnánimo y muy notable personaje que en todo momento se mostró conforme con nuestros deseos y aludió en su homilía a la tolerancia e indulgencia que deben tenerse siempre presentes con las voluntades ajenas –en lo que sin duda influyó el hecho de lo importante de nuestra contribución a sus continuas empresas guerreras–, accedió de la mejor gana a nuestros deseos y despachó la ceremonia sin ninguno de los aderezos y pompas que tan comunes son a estas solemnidades.
No podría decir lo mismo de la profana celebración que siguió, de los multitudinarios banquetes que en Yebel se celebraron para regocijo de cuantos allí habitaban, ni del correr de carros, vacas y caballos que perseguimos en los campos abiertos, o los torneos y justas que engrandecieron el momento durante los días anteriores y en los que nos peleamos con tan formidables empeños que Victorio acabó con algunas costillas rotas merced a un lanzazo que llegó por donde no esperaba. Infortunio menor, en todo caso, y que le congració aún más con su amada, que no veía el momento de separarse del lecho en que reposaba como no fuera para robar primicias de carne en los fuegos en los que, atravesados por titánicos espetones, se asaban bueyes enteros en medio del mayor jolgorio y las músicas y cánticos de trovadores y bailarinas y todos cuantos en su mano tenían algo que tañer.
Días dorados fueron aquellos, cuando no cesó de correr el río de vino que sin tasa se derramó desde odres y pellejos y nos visitaron la totalidad de los habitantes de los alrededores cargados de regalos, hogazas de boda y gordas sopas de compromiso, gallinas, piaras de cerdos, montañas de legumbres y castañas y otros frutos de los bosques que encontraron su acomodo en enormes bandejas metálicas, las que no al socaire de las brasas, y asimismo y cuando por mediación del maestre calatraveño, allí presente también, me encontré convertido en encomendero de lejanas tierras que nunca había oído nombrar, señor de vasallos y defensor de los débiles, a los que para siempre debía protección, y al fin frenética y ruidosa noche de bodas en la que centenares de hogueras fueron encendidas en lo más alto de todos los cerros que desde la casa se divisaban y durante cuyo transcurso no cesaron de sonar los tambores y los gritos de la multitud borracha y entusiasmada.
Con el amanecer del último día todo volvió a su ser, y las gentes, cansadas y contentas, retornaron a sus quehaceres en largas y desmayadas filas que levantaban el polvo a su paso. Al fin todo quedó en silencio y la paz renació en la aldea y en nuestra recién formada familia, y Leonor se encargó, acto seguido, de hacerme asumir mis nuevas funciones, que no eran otras que las de encomendero.
Las personas a las que conceden una encomienda, es decir, son nombrados encomenderos de algún lugar (aunque a mí no me las dieron, sino que me llegaron regaladas por mi nueva condición), deben cumplir con una serie de ceremonias en las que el comendador toma posesión del término y recibe obsequios de los vasallos que lo habitan, símbolos de su señorío, que en nuestro caso se plasmó en un monumental y magníficamente confeccionado ramo de flores procedentes de los campos en cuestión, ramo que, en presencia de cuantos allí vivían, nos entregaron un grupo de jovencitas que moraban en la aldea. Como se trataba de un lugar que queríamos ver pronto ocupado, hicimos construir e inauguramos la primera casa habitable, adonde puedes llevar una mujer paridera, y nos vimos asimismo en la obligación de pasear por él, pues no se podía rehusar la antigua costumbre de hollar la posesión con los pies, y acudir a los edificios principales, cual era el castillejo en que se había convertido la que fue casa grande, además de la iglesia y las diferentes industrias que existían en el término, como la herrería, el taller de los canteros, los hornos y el molino, imprescindibles instituciones en cualquier lugar poblado, amén de abrir y cerrar las puertas de todos los edificios, y dado que algunos de ellos, como la iglesia, no eran sino simples proyectos de lo que en años posteriores construiríamos, establecimos su perímetro con la ayuda de un arado y una yunta de bueyes que, azuzados por nuestras manos y en medio de innumerables gritos, trazaron un surco que lo delimitó y dejó material constancia de nuestras intenciones.
Formamos también una incipiente corte provista de todos los empleos, colocando a la señora Mayor como encargada de llaves y servicios, revistiendo a Hernán de los atributos propios del adalid de las fuerzas con que contábamos, y enviando al exilio de tierras distantes a quienes hasta entonces habían engordado sus arcas en el desempeño de tales funciones, que no habían sido pocos los desafueros cometidos. Moisés y Yúsuf quedaron como principales ministros de cuantos asuntos nos afectaban directamente, pues eran continuos los viajes que de un lugar a otro nos llevaban, y aunque aquello fue aceptado no sin reticencias por parte de Yúsuf, que no se imaginaba investido de rey de armas y le costó digerir el trago, luego reveló excelente disposición para el ejercicio de tal función. Victorio recibió con sorpresa el encargo de velar por el importante asunto que se refería a las letras y la presencia de troveros y juglares errantes, pues él se distinguía por su facilidad para la versificación, y aunque el objeto de sus amores fuera una de las doncellas de Leonor, resultaba que en cualquier corte que se preciara de tal, la señora debía ser cantada y ensalzada de continuo en coplas y novas como síntesis de virtudes y paradigma de recta conducta que sirviera de modelo a sus vasallos.
Leonor, que había tenido una educación de monacato plagada de latines, con Ovidio, Virgilio y otros autores profanos en el papel de maestros, era una gran aficionada a semejantes cuestiones, y –añadió– tal era la costumbre en las cortes de los nobles de los países adelantados, siendo ellos mismos los primeros en ensalzar de la más ingeniosa manera las capacidades de sus dueñas, encontrándose siempre prestos a improvisar versos y entrar en lizas de amor con cualquiera que fuese su oponente, buen ejemplo de lo cual había sido el rey Ricardo de Inglaterra, importante cruzado y hermano de nuestra reina de Castilla, y otros varios personajes del más alto rango.
Así, entre bromas y veras y tomándolo a la manera de un juego de niños, dimos forma a la asamblea que durante muchos años íbamos a tener a nuestro lado, personajes voluntariosos y muy acordes con las especiales circunstancias a que la vida en la frontera obligan, diferentes en aquel peculiar mundo al que pocos querían acercarse, y como nuestra existencia se desarrollaba en una ínsula apartada de unos y otros, en donde no existían ferias ni mercados y los escasos transeúntes eran andrajosos fugitivos de la morisma, nos vimos en la necesidad de abastecernos de casi todo lo necesario, para lo que tuvimos que desenterrar las acequias que en el curso de siglos anteriores habían construido los musulmanes que habitaron el lugar.
Aquella red de canales aledaños al río, que a duras penas se reconocía, con hartos trabajos fue excavada durante meses por multitud de brazos, pero ello nos permitió ampliar la superficie que cultivábamos, pues el número de bocas no sólo había aumentado debido a la llegada de las tropas que nos defendían, sino también al asentamiento en nuestro término de familias que lo poblaron, familias que representaban los necesarios oficios y que, dadas las facilidades y premios que anunciamos, continuamente se establecían a nuestro lado. Erigimos nuevas casas y toda suerte de cuadras y almacenes, y al fin, cuando lo que en tiempos sólo habían sido algunos ruinosos talleres dedicados a restaurar las primitivas construcciones –en uno de los cuales conocí a Leonor durante aquella tarde en que vi mi cabeza peligrar– y entonces se había convertido en una nueva y naciente población defendida por una más que capaz muralla, a manera de fortaleza de muy gruesos y macizos muros comenzamos a edificar la iglesia cuya traza inicial habíamos delineado meses atrás.
Muchas fueron, como digo, las labores a que el nuevo estado nos obligó, señores de innúmeros vasallos, y a ellas habría que sumar los continuos traslados a unos y otros lugares, pues a todos había que atender, siendo el principal aquellas lejanas tierras de Castilnuovo sitas en la estepa castellana al amparo de una de las monumentales cuerdas de los montes Carpetanos, el aparatoso castillo que había sido lugar de residencia de don Lope y por entonces era gobernado por un primo de Leonor, persona en la que ella confiaba pues habían crecido juntos.
De tan agitada manera transcurrieron los primeros tiempos de nuestra vida de casados, pero ello no nos impidió mantener también residencia en Toledo, ciudad que hacía las delicias de Leonor y por la que en el curso de nuestros viajes transitábamos a menudo, y en aquella urbe, que llegamos a conocer bien, hicimos algunas amistades que nos abrieron las puertas de una actividad que hasta entonces no habíamos abordado, y con estas palabras me refiero al comercio, para lo que disponíamos de recursos sobrados. Al hilo del asunto me acordé de Alejandro, cuya familia era de renombrados mercaderes venecianos que trataban en sedas y otras fastuosas mercancías que traían desde los lejanos puertos de Oriente, y me propuse escribirle en cuanto pudiera..., pero tales propósitos aún tuvieron que esperar cierto tiempo, pues a continuación sucedió algo que me iba a distraer de todo cuanto hasta entonces había conocido.
…
Un año después de la apoteósica y tumultuaria boda que narré, tras las múltiples alarmas y sobresaltos que de rigor acompañan a estos sucesos nació nuestra primera hija, y fue tal la impresión que semejante acontecimiento produjo en mi ánimo –yo, que tantas niñas había tenido a mi lado durante los años anteriores, cuando sobrado tiempo y razones tuve para apreciar sus indescriptibles cualidades–, que durante días no pude apartar la vista ni las manos lejos de ella. Era una niña regordeta, llorona, manoteante, rubia como su madre y tragona como su padre, que desde el mismo momento en que surgió bajo la luz del sol ocupó el más preferente lugar que en nuestro feudo había, y no sólo en lo que tocaba a sus padres, sino también a la servidumbre entera y a cuantos nos rodeaban, pues era de ver la continua procesión de personas que durante días acudió para conocerla y postrarse ante ella haciendo gala de las más exageradas reverencias.
Aquella niña, que muchos años había de pasar sobre la dura tierra, recibió los nombres de Leonor Constanza Micaela María de todos los Mares, palabras que evocaban a sus antepasados, aunque el último era producto de la imaginación de su madre, que continuamente aludía a tal elemento como el compendio de las aspiraciones de cualquiera que estuviera en su sano juicio. Vino al mundo con los pies por delante, que es, al parecer, la más saludable manera para la madre y para quien a este valle de lágrimas se asoma, y durante la complicada y larguísima manipulación que supone un parto estuvimos en todo momento auxiliados por la señora Mayor, perita en tan conflictivas artes, la cual, asistida por sus pócimas y pomadas, no permitió que nadie se aproximara al teatro en que se desarrollaba el drama y ni siquiera dijera una sílaba más alta que otra. La madre era primeriza, según nos expresó, y todas las precauciones eran pocas, pero a la postre el desenlace fue el esperado y pocas horas después Leonor se encontraba, revestida de la mayor de las satisfacciones –lo cual se adivinaba de inconfundible manera en su expresión–, dando de mamar a la niña, aunque en ello, sin duda, influyeron las profecías de tantos como nos habían precedido, y es que, según aseguraban algunos de los más grandes maestros que antaño tuvimos, la mujer imita a la tierra en su fuerza generadora.
Semejante novedad –que yo hubiera sido capaz de engendrar uno de aquellos seres, como era la nueva Leonor, sobre los que tan buena opinión tenía– me impresionó de tal modo que permanecí sobrecogido durante unos días, y luego, para celebrarlo por todo lo grande y como se merecía, me di harta prisa en conseguir un barril de una sustancia nueva que algunos vendían pero pocos querían, aunque de ella se decían maravillas..., de lo cual hablaremos a continuación.
Dije antes que nadie transitaba por nuestras cercanías recorriendo el antaño concurrido camino que de Toledo lleva hasta Córdoba, el camino que discurre junto a Calatrava y cumple en ella la más importante de las etapas intermedias en territorio cristiano, pero diré ahora que, de precaria e inexplicable forma, por tan desolada tierra de nadie se desplazaban entonces caravanas de traficantes abundantemente provistos de salvoconductos de unos y otros. En su mayoría eran musulmanes que se dirigían hacia el norte, pues el comercio, pese a la guerra, nunca cesó entre los reinos enfrentados, y algunos de ellos, de cuyas intenciones nos asegurábamos antes, solicitaban asilo en nuestra almenada población, dado que los campos estaban yermos y cegadas las escasas fuentes que se podían encontrar. Ellos lo agradecían, claro es, pues los musulmanes siempre se han distinguido por sus exquisitas maneras y las innumerables fórmulas de cortesía de las que continuamente hacen uso, pero nosotros, por nuestra seguridad, procurábamos mantenerlos alejados de la ciudadela y los obligábamos a acampar en las llanadas que había cerca del camino y al otro lado de los cerros, en donde con gran jolgorio y griterío celebraban ferias a las que asistían las gentes del pueblo. Sin embargo, como al propio tiempo resultaba que aquellas interminables filas de carros y animales de carga transportaban toda clase de mercancías, algunas de gran valor, y nosotros comenzábamos entonces a interesarnos en los asuntos que concernían al comercio, a menudo sentábamos a nuestra mesa a algunos de los más significados traficantes que atravesaban las tierras. Allí, en una de las sobremesas en las que Victorio lucía sus habilidades acompañado por músicos y bailarinas, fue donde por primera vez oí hablar del polvo negro, endemoniado y carbonífero elemento que parecía haber surgido de lo más profundo del más hondo de los avernos, o en tal se trocó mi opinión días después de tenerlo en mi poder, y no sin motivo.
Quien nos lo vendió, un renegado de cuantos campos le habían dado cobijo –y nos lo vendió a precio de oro–, con infinita reserva nos previno contra sus devastadores efectos, pues aquella era una sustancia que utilizaban los berberiscos en el curso de las batallas africanas, dado que el fragor y los truenos que producía aterrorizaba de la más profunda manera a las tropas enemigas. Pequeñas porciones de ella envueltas en sacos de piel, o incluso otras que eran cuidadosamente envasadas en recipientes de metal, se lanzaban con catapultas hacia el grueso de la formación contraria, y cuando el proyectil chocaba con el suelo producía un trueno, acompañado por enorme humareda, que ponía en fuga a los contrarios.
Fiado en tales asertos, e impulsado por mis propias fantasías, lo relacioné también con las ardientes bolas de nafta que en años anteriores y con ocasión de alguna de las algaras a que había asistido había visto caer sobre la hierba seca e incendiarla, pero aquello resultó muy diferente.
Acompañado por Moisés y Yúsuf escalé la más alta de las torres con que contábamos en nuestra flamante fortificación, y tras santiguarnos y tomando en mis manos aquel barrilete asegurado con cuerdas, lo levanté por encima de mi cabeza y lo lancé al vacío mientras con todas mis fuerzas gritaba, ¡ha nacido una niña...!
El objeto, en apariencia inofensivo, tras su raudo vuelo impactó contra el suelo junto a la base de la torre, y el efecto que produjo se asemejó de la más brutal manera a uno de aquellos quiméricos fenómenos de los que en ocasiones había oído hablar: los terremotos. La construcción en que nos encontrábamos se tambaleó como tocada por la mano de un gigante y a punto estuvo de derrumbarse, y si no se fue abajo arrastrándonos a todos, ello sólo se debió a que sin duda contábamos con la protección del Altísimo, que siempre vela por sus criaturas. El estruendo que produjo fue el mayor que nunca oí, y una espesa nube de negro y maloliente humo surgió al instante de la tierra y envolvió por entero a quienes a duras penas nos manteníamos en lo alto, impregnó nuestras ropas y cabellos y hasta el más mínimo fragmento de piel que se mostrara al desnudo, y nos ennegreció como a demonios que de inoportuna manera hubieran hecho acto de presencia sobre la superficie de la Tierra.
La consternación y el alboroto que el trueno causó entre las gentes que junto a nosotros vivían, en especial los que durante el suceso habían estado próximos al lugar del impacto, fueron de los que no se pueden describir. Todos, grandes y pequeños, huyeron del lugar como si el cielo se derrumbara sobre sus cabezas, y mientras algunos se refugiaron en los bosques que más a mano les vinieron, otros se arrojaron a las aguas del río y harto nos costó conseguir que regresaran.
Con el transcurrir del día no se sosegaron los ánimos, antes bien al contrario, y la población en masa pretendió huir del lugar, para lo que con suma urgencia se aprestaron a recoger sus más inmediatas y necesarias pertenencias y cargarlas en carros, de forma que, alarmado por el cariz que tomaban los acontecimientos, me las compuse para improvisar una solemne función religiosa como desagravio y con objeto de dar gracias a Dios por habernos conservado incólumes, y si bien la ceremonia consiguió tranquilizar hasta cierto punto a las aterradas personas de nuestro feudo, que al fin, aunque de muy mala gana, se avinieron a permanecer en sus casas, no impidió que durante meses se negaran en redondo a aproximarse al lugar en que la catástrofe se había producido.
A todos afectó el inesperado suceso, y yo recordé las palabras de Alejandro, cuando en nuestros tiempos de la academia me había hablado de un arma invencible a la que llamaba fuego griego, misteriosa sustancia que utilizaban los barcos del Imperio Bizantino y tenía la extraña propiedad de arder tenazmente sobre la superficie de las aguas e incendiar las flotas enemigas. Durante un tiempo creí que aquello que nos habían vendido guardaba relación con tan peligroso brebaje, aunque también tuviera visos y propiedades de las piedras de nafta, tal y como aseguraba el vendedor, y dado que nuestra situación era apurada, escribí a Alejandro interesándome por ello, y además, cómo no, dándole noticias de mi nuevo estado de casado y padre de una niña, en lo que inevitablemente me extendí de la más entusiasta forma.
Digo que nuestra situación era apurada porque los almohades, como ya conté, se habían hecho dueños de buena parte de las tierras que antaño nos pertenecieran, y las fortalezas que con éxito habían sostenido la frontera estaban en sus manos. Nos encontrábamos, pues, en tierra de nadie, puesto avanzado y primera línea de la endeble resistencia cristiana que nadie sabía cuánto iba a soportar, y cualquier ayuda resultaba poca, por lo que un arma como aquella, que fortuitamente habíamos descubierto y cuyo verdadero alcance se nos ocultaba por entero, se nos antojó un verdadero presente de Dios, que la había colocado en nuestro camino para que hiciéramos de ella el mejor y más conveniente uso que pudiéramos.
Lo primero que se nos ocurrió, aunque aquello resultaba evidente dados las daños que había causado a nuestra recién construida torre, fue que con cierta cantidad del endemoniado polvo negro podríamos demoler cualquier pared que se nos opusiera, incluidas las pétreas murallas que circundaban las plazas fortificadas. Tropezábamos con la dificultad de su inflamación, puesto que había que arrojarla desde algún lado, pero pensamos que lanzándola con una catapulta, como habíamos oído que hacían los moros en sus tierras africanas, podríamos conseguir buenos resultados, y a tal efecto y con la ayuda de los carpinteros y herreros que vivían en Yebel construimos un primitivo artefacto que arrojaba pesadas piedras a gran distancia. Luego nos ocupamos en conseguir un nuevo barril de aquella sustancia polvorienta, que tras muchas y complicadas gestiones algunos bereberes condujeron sigilosamente hasta nuestras tierras sobre un enorme y vigilado carro, y nos llamó la atención el cuidadoso mimo con que lo trataban. Según nos dijo el mayoral, procedían del reino de Murcia, en donde un mago que se dedicaba a las ocultas artes de la alquimia conocía su composición y había accedido, a cambio de una fuerte suma, a elaborarla. Por último, una vez que tuvimos tan delicada materia a buen recaudo en una cabaña del bosque, lejos de cualquier lugar habitado y bajo el control de una guardia, ellos emprendieron el regreso con infinitas precauciones y expresión de alivio, pues el hecho de comerciar con mercancías prohibidas se castigaba con la muerte.
Cuando transcurrieron los días y nos considerábamos preparados para enfrentarnos a la que creíamos arma decisiva, con el mayor de los cuidados dividimos en partes el contenido del tonel, que resultó ser, en efecto, un polvo negruzco que olía inconfundiblemente a carbón, y lo envasamos en pequeños envoltorios, y habiendo conservado para tentativas ulteriores algunas porciones en ánforas de barro, que nos parecieron recipientes apropiados, sometimos al resto a cuanta experiencia se nos ocurrió. Contra ellas disparamos las veloces flechas de las ballestas, algunas incluso incendiadas, pero a la postre nos pareció que el mejor método para provocar el trueno era la percusión, pues como en seguida pudimos comprobar, si a uno de tales saquitos se le acertaba con una piedra de buen tamaño, el retumbo resultante destrozaba la piedra y todo cuanto se encontrara a su alrededor, y cuando al fin lo probamos en la máquina que con tal objeto habíamos construido, lo que sucedió fue que al accionar el resorte, y debido seguramente al golpetazo, la vasija que contenía el polvo negro se inflamó en la cuchara de la catapulta y el trueno resultante redujo la máquina a astillas, amén de calcinar buena parte del bosque que lo circundaba. Debido a las precauciones que habíamos tomado, pues avisados nos encontrábamos, no hubo que lamentar desgracias entre nuestros servidores, pero la completa destrucción del arte de guerra que tanto nos había costado fabricar acabó de echar por tierra nuestros iniciales propósitos, y comenzamos a contemplar aquella materia, en la que habíamos depositado tantas esperanzas, con muy distintos ojos.
Como dije, yo había enviado un mensaje a Alejandro dándole cuenta de mi estado e interesándome por lo que se refería a aquellas nuevas cuestiones que tenían que ver con el arte militar, pues le creía batallando contra los infieles en el reino de Aragón, pero cuando al fin me contestó lo hizo desde su lejana república veneciana, lugar al que había regresado, y en la misiva, que mucho tenía de festiva, pues sin duda recordaba nuestras andanzas en Toledo durante la época que habíamos pasado en la academia, me daba cuenta de un sinfín de cuestiones que me descubrieron que el tiempo corre para todos.
Su padre había muerto, y él había vuelto a su tierra para hacerse cargo de los negocios familiares, que eran muchos e importantes. Era, por tanto, uno de aquellos mercaderes de Venecia de los que tanto había oído hablar, y pensé que con seguridad tendría mando sobre navíos, e incluso flotas enteras, que surcando el mar que yo no conocía se dirigían a los lejanos países de oriente de los que tantas cosas se contaban. La carta, dados sus argumentos, me emocionó e hizo soñar con paisajes de tierras extrañas, pero lo que más me gustó fue que en ella me contaba que él también se había casado, y lo había hecho con una muchacha griega que se llamaba precisamente Elena. Asimismo había tenido un hijo, y en el borde inferior de aquel papel que había pasado por mil manos, podía reconocerse la faz de un niño trazada con los hábiles rasgos que dibuja una mente educada, porque Alejandro tenía enorme predisposición para aquello de la pintura y fueron varias las ocasiones, como recordé, en que a todos nos hizo reír con sus sátiras y alocadas ocurrencias, que plasmaba con carbón en las piedras que conformaban la puerta de nuestro instituto.
Asimismo me hablaba de los asuntos por los que yo me había interesado, pero advertí que su ignorancia sobre tales extremos era similar a la nuestra, pues ni siquiera conocía los principios de que se componía el famoso fuego griego, limitándose a decirme que, según creía, parte importante era la nafta, que tan común era en nuestras tierras, y añadiendo que, según se decía en Venecia, su composición había sido revelada por un ángel al antiguo emperador romano Constantino y desde entonces había permanecido en el mayor de los secretos. También se refería al polvo negro de los árabes, que se componía de carbón, rejalgar y algo parecido al estiércol, pero era un compuesto de difícil manejo y no tenía interés para los asuntos que afectaban a la guerra, reduciéndose su utilidad a la fabricación de lo que denominaba fuegos aéreos, que se empleaban con motivo de las fiestas y exhibían, por lo que decía, bonitos colores en el cielo.
Animados por tales palabras perseveramos en el empeño durante algún tiempo, y con motivo de nuestras estancias en Toledo indagué cerca de los sabios que me recomendaron, de los que algunos resultaron ser verdaderos eruditos, aunque con muy poco interés en las artes guerreras, y otros, simples oráculos que basaban su ciencia en el engaño de las gentes y el manejo de supersticiones que no hubiera confundido ni a una aldeana. De tal manera, poco nos aproximamos a la verdad, y dado que lo único que lográbamos era acabar ahumados por entero y huyendo de los incendios que sin cesar provocábamos, dedicamos en lo sucesivo nuestros esfuerzos a asuntos que conocíamos mejor, como era el perfeccionamiento de las evoluciones de la caballería ligera, importante cuestión que en años posteriores nos iba a proporcionar beneficios y satisfacciones.
…
Pese a encontrarse en la frontera, muchas personas llegaban continuamente a nuestro feudo deseando instalarse en él, pues era fama en la región que sus condiciones eran las mejores, y sus amos, clementes, y un buen día, cuando Moisés y yo inquiríamos cerca de uno de los recién llegados sobre sus sabidurías, ya que se decía herrero, nos habló de la piedra del cielo y de otros conceptos que emanaban de quien había sido su maestro. Aquel maestro, nos dijo, se llamaba Rubén, y al oír semejante nombre, Moisés y yo respingamos.
Rubén, el de la piedra que vino del cielo, tenía varios hijos y moraba a la sazón en una distante localidad castellana que se llamaba Castrojeriz. Había llegado del sur huyendo de la morisma, y se había instalado en la tierra que fue de sus antepasados, en donde mantenía un establecimiento célebre en la comarca por su buen hacer...
Desde el episodio de Alarcos, tres o cuatro años hacía de aquello, yo no había sabido nada del paradero de quienes durante tanto tiempo habían sido mi familia adoptiva, y aunque había preguntado por ellos en muchos de los lugares que visité, nadie me dio nunca razón que me permitiera encontrarlos. De la manera más fortuita resultó entonces que había averiguado lo que tanto me interesaba, y una vez que, protegidas por una fuerte guardia al mando de Yúsuf, dejé a Leonor y a la niña en nuestra casa de Toledo, me faltó tiempo para dirigirme, acompañado por Moisés, al lugar que nos habían indicado.
Largo viaje fue aquel, pero que con Moisés y unos cuantos de nuestros soldados, todos caballeros y apresurados bajo el sol castellano, se me hizo corto. Nunca había llegado tan al norte de nuestro reino, pues las más septentrionales posesiones de Leonor estaban en las lindes del reino de Aragón, cerca de una ciudad a la que llamaban Molina, y aquellas tierras en las que en extensiones infinitas se cultivaba el más tupido trigo que nunca vi, resultaron muy de mi agrado, así como sus ríos y bosques y vientos, de los que no disfrutábamos en Yebel.
La importante villa de Castrojeriz, construida en las faldas de un cerro coronado por un castillo, me recordó a mi lugar de origen, Calatrava, pues su traza era alargada y por ella discurría una de las más bulliciosas vías de aquellos lugares, que desde los reinos de Europa y atravesando los montes Pirineos llevaba al sepulcro del apóstol Santiago. Eran continuas, por tanto, las ocasiones en que allí se celebraban ferias y mercados, y cuando la divisamos, iluminada por la brillante luz de los campos castellanos, resultó que en ella se festejaban algunas justas que habían atraído a buena parte de la gente de los contornos y coronado el real con innumerables banderas y pendones que ondeaban obedeciendo al viento de la tarde. Nuestra llegada fue al principio contemplada con prevención, pues pocas veces se veían por aquellas tierras grupos armados, pero yo me ocupé de disipar temores y envié a nuestra gente a buscar alojamiento, y luego, sólo con Moisés, nos dirigimos al lugar que nos indicaron.
Era una de las calles que circundaban el otero, una calle solada de piedra y con algunas fachadas enlucidas de almagre, y allí, cuando caminábamos observando las puertas y preguntándonos cuál era la que nos interesaba, observé que una chica corría hacia mí como un torbellino y, empinándose como mejor podía, impetuosamente se colgaba de mi cuello.
–¡Ramón...!
El grito tuvo muchos matices de asombro, pero yo reconocí el timbre al instante.
–¡Andrea...!
... y luego ella se sorprendió aún más.
–¡Ayyy...! ¡Y Moisés! –y dedicó igual tratamiento a quien me acompañaba.
Andrea, ante nosotros y hecha una mocita, no salía de su perplejidad, y era tal su excitación que parecía incapaz de añadir palabra.
–Mi niña, aquí nos tienes... ¿Dónde está tu padre? –y Andrea, presa del mayor de los aturdimientos nos arrastró hasta una de las puertas, por la que entró gritando.
–¡Padre..., padre...! –y allí apareció Rubén, que luego confesó que nos daba por muertos desde el episodio de Alarcos, a abrazarnos de la más efusiva manera.
–Pero... ¡por todos los diablos! –pues su sorpresa fue igual, o incluso mayor, que la de su hija.
Entramos en su casa y él nos aposentó de inmediato en los lugares preferentes, y mientras nos interrogaba sobre lo que queríamos comer y daba las oportunas indicaciones a Andrea, de cuya faz no había desaparecido el pasmo con que nos recibió, me extrañó ver aquello tan vacío.
–¿Y Raquel? –pregunté, y al pronunciar tal nombre observé que ellos se miraban y ninguno acertaba a abrir la boca, aunque al fin Rubén dijo,
–Raquel desapareció y no hemos conseguido encontrarla.
Yo sentí una súbita oleada de una emoción indescifrable.
–¿Cómo fue?
–Ocurrió durante la huida..., pero ya os lo contaré después. Decidme ahora cómo nos habéis encontrado vosotros –y se nos fue lo que restaba de día en narrarle, con el acompañamiento de las viandas y el correr del vino, lo sucedido durante los últimos años.
Luego, cuando llegó la noche profunda, tras dejar todo en orden –como tantas veces habíamos hecho antaño– nos fuimos a la feria, en donde continuamos la fiesta a nuestro arbitrio. Era aquella una ocasión excepcional y no quisimos desaprovecharla, sobre todo si se piensa que Rubén y Moisés eran poco menos que compadres, ya que mucho les unía de los años que habían pasado juntos. Yo no era sino un simple aprendiz, y siempre lo entendí así, pero me sumé como mejor pude al encuentro de aquellas dos almas a las que tanto admiraba y debía, pues ¿no fueron ellos mis padres cuando los necesité?
Rubén nos puso al día acerca de lo acaecido en su familia, porque las novedades no sólo afectaban a su hija ciega. Dulce se había casado y vivía en una localidad próxima, mujer de un vasallo de un noble cuyo nombre me sonaba lejanamente de las cosas que me contaba Leonor, pues seguramente era uno de sus vecinos. Rubén, su hijo mayor, que al igual que nosotros había conseguido escapar con vida del suceso de Alarcos, se encontraba sirviendo como herrero en el ejército del rey castellano y sus ocupaciones le traían y llevaban de aquí para allá, por lo que le veían poco, y Alfonso, el pequeño, al que tantas veces había llevado a cuestas y tirado al río de nuestra antigua ciudad entre enormes risas y jolgorio, había muerto de resultas de una de aquellas misteriosas enfermedades que nadie sabía cómo atajar y conducía, ante la impotencia de todos, al camposanto.
–Hace de esto tres años –dijo Rubén sombríamente con la metálica copa en la mano–. Todos lo echamos en falta, pero la que más lo sintió fue Andrea, y todavía no lo ha olvidado. Siempre jugaron juntos...
Moisés y yo fruncimos el ceño y levantamos las copas.
–¿Qué sucedió con Raquel?
Rubén rememoró aquel ingrato y pasado episodio y nos narró lo que supuso la desbandada que se originó en Calatrava cuando se conoció lo sucedido en Alarcos, que había significado una sin igual catástrofe y a la postre se convirtió en pesadilla para quienes intentaron el viaje.
El camino que conducía a Toledo se cegó debido al enorme número de desechos que orillaban las márgenes y ocupaban buena parte de la calzada. Carros destrozados y toda clase de enseres abandonados lo convirtieron en intransitable, y una de las temibles pestes, debido a los insepultos cuerpos de las víctimas y el ardiente aire del verano, hizo su aparición en el momento menos oportuno. Los que pudieron recorrieron el camino a pie, y en aquel desbarajuste de gentes enfermas y aterradas, asaltados por grupos de bandidos que aparecían aquí y allá y de los que tuvieron que defenderse, una tarde advirtieron que, pese a sus precauciones, Raquel no estaba con ellos. En compañía de algunos desanduvo el camino preguntando a cuantos encontró, pero al fin se vio obligado a volver sobre sus pasos y finalizar la caminata como mejor pudo, lo que consiguieron no sin grandes esfuerzos y penalidades.
Rubén se mostraba pesimista, y expresó que Raquel seguramente había muerto, pues ella era muy lista y, a pesar de ser ciega, se las hubiera ingeniado para encontrarlos. Luego movió la cabeza y torció la boca.
–Sin embargo, no se ha dado tal caso, y bien que me ha extrañado... La verdad es que no sé qué pensar.
El amanecer nos cogió acodados en el palenque que circundaba lo que horas antes había sido ruidosa feria. Ya no quedaba vino que beber, y los ronquidos de los innumerables borrachos que pernoctaban allí donde habían caído, así como los zumbidos de nubes de insectos, que junto a grupos de perros se disputaban los restos del banquete, colmaban el aire de la naciente mañana. Nosotros nos apartamos del derrumbado escenario y tomamos el camino de la casa, y durante la subida sugerí a Rubén que viniera con nosotros a Yebel, en donde podrían vivir a cuerpo de rey y, tanto él como Andrea, nos resultarían de gran utilidad, pero mi antiguo padre no se avino a los recién concebidos proyectos.
–Ya soy viejo, Ramonín, y tú eres joven... Te lo agradezco, pero por ahora voy a permanecer en esta pacífica aldea. No quiero que los hijos que me quedan vean lo que sucede en los países en guerra.
Rubén se rascó la cabeza, y al fin dijo,
–Sin embargo, si quieres ayudarnos, haz por encontrar a Raquel. Ahora eres poderoso, y a los poderosos las cosas les resultan más fáciles. Yo no lo he conseguido, pero quizá con tu ayuda podamos hacerlo. ¿Recuerdas...? Raquel debe de tener veintidós años, y sus habilidades más manifiestas son coser y cantar. ¡Quién sabe si ahora está en un convento... o en un burdel! Para las dos tareas serviría de maravilla, pues era una niña muy guapa.
Nos quedamos unos cuantos días en su compañía, que aprovechamos para, entre gritos, risas y martillazos, rememorar los viejos tiempos de la herrería, y asimismo nos acercamos a visitar a Dulce al lugar en que vivía, quien se sorprendió hondamente de nuestra imprevista aparición y nos puso con largueza en antecedentes de los acontecimientos que hasta allí la habían conducido. Tenía dos niños, rubios como ella, y un marido de su edad que se dedicaba a la agricultura, pero cuya cabeza estaba llena de proyectos.
–El comercio es la actividad más rentable en este lugar por el que tantas personas discurren. Los caminantes duermen al raso o en los establos porque nunca hay suficientes lechos, y había pensado...
A ellos extendí el ofrecimiento de acompañarnos a Yebel e iniciar allí una nueva vida, en donde sin duda podrían hacer más rápida fortuna, pero la idea no pareció entusiasmarles porque las tierras de la frontera eran muy duras, como Dulce sabía bien, y las de aquellas comarcas, a las que algunos se referían con el nombre de campos góticos, resultaban mas amables.
Al fin, tras hacerles cuanto regalo se me ocurrió, asegurarles la ocasión de nuestra próxima visita, pues todos querían conocer a quien era mi mujer y aún más a mi hija –por quien las niñas, aun sin conocerla, ponían los ojos en blanco–, y despedirnos mil veces, emprendimos el regreso a Toledo, ciudad que alcanzamos una semana después y en donde no se habían producido otras novedades que las derivadas de los gustos y desahogos de Leonor, siempre rodeada de amigas y parientes y dispuesta a gastar a manos llenas.
Luego volvimos a Yebel, en donde continuó la vida de todos los días, pero antes de hacerlo me ocupé de encargar a nuestros agentes y grupos de informadores que buscaran a Raquel, para lo que les suministré los datos que me había dado Rubén, aquello de muchacha ciega y guapa que representa veintitantos años y cose y canta como los ángeles. De cierto que yo recordaba que cantaba muy bien, pues en innúmeras ocasiones lo hizo para nosotros con el resultado de ponernos a todos la carne de gallina, tal era su arte, y semejantes pormenores, antes de lo que yo creía, dieron sus frutos, pues transcurrieron tan sólo unos meses de averiguaciones, y al fin...
El lugar se llamaba Dueñas y era una hermosa y encumbrada ciudad de la llanura castellana que estaba situada junto a un río y, curiosamente, no lejos de Castrojeriz. En una larga calle flanqueada por altas paredes de piedra, una larga calle que obedecía a la curva del cerro en que se asentaba la población y descendía desde la gran plaza que señoreaba su centro, había un mesón aledaño a una bodega y al que, bajando unas escaleras, se accedía desde la calle. Moisés y yo las recorrimos ruidosamente y desembocamos en una extensa y oscura habitación abovedada cuyo techo estaba aquí y allá ennegrecido por el humo de las antorchas. Recién fregados bancos y mesas se alineaban junto a las paredes, y al fondo, al lado de los tableros desde los que se gobernaba aquella industria, bajo toneles y pellejos de vino apilados de cualquier manera lucía lo que me pareció un diminuto tablado como aquel en el que, en muy anterior ocasión, pude ver a Alaroza bailar medio desnuda para diversión de la procaz y siempre cambiante clientela que poblaba las tabernas que había junto al puente de mi ciudad.
–¿Está aquí Raquel?
El mesonero, que se entretenía en zascandilear detrás del mostrador desde el que despachaba el vino, me contempló con sorpresa y a punto estuvo de responder con acritud, pero quizás mis ropas le previnieron y se limitó a hacer un gesto con la cabeza.
–En ese pasillo la encontrará.
Yo me adelanté presuroso y encorvado por un sinuoso corredor que se adentraba en las profundidades de aquella cripta y desde cuyo fondo llegaban voces de mujeres atareadas y ruido de cacharrería, y al franquear una de las revueltas, sentada en un banco de madera apoyado en la pared e iluminada por la luz del sol que entraba desde la calle por un alto ventanal, estaba ella con expresión ausente, aunque observé que sus labios se movían con delicadeza, pues sin duda desgranaba una canción, o quizás hablaba consigo misma...
Permanecí inmóvil mientras la contemplaba, pues resultó harto solemne la emoción que el inesperado encuentro me produjo. Raquel había crecido, y de ser una chicuela desgarbada había pasado a representar una muchacha a la que se adivinaban magníficas formas, acentuadas por el vestido que llevaba, que, aun a pesar de estar confeccionado con una tosca tela, le sentaba de maravilla.
Durante un momento no sucedió nada, pero luego ella se irguió alarmada, miró al vacío y dijo,
–¡Ramón...!
Yo continué inmóvil, pero al fin, sintiéndome desenmascarado por aquellos inexplicables sentidos que tan bien recordaba, de la más festiva manera respondí,
–¡Me has olido!
Raquel se levantó con cautela.
–Sí, te he olido. Eres tú, ¿verdad?
Yo la cogí por los hombros y ella se apoyó en mí. Durante un rato permanecimos en silencio, pero luego pregunté,
–¿Cómo has llegado hasta aquí?
–Ya lo sabes. Tú me has encontrado.
Luego, tras una pausa, ella dijo,
–¿Me llevarás a casa?
–A eso he venido.
La tomé por la mano y la conduje por el corredor, aunque observé que lo conocía bien, y cuando desembocamos en la gran bodega, el mesonero, que nos observó sorprendido, preguntó,
–¿Quién es usted?
–Su hermano.
El tabernero nos contempló dudoso y dijo,
–Raquel, ¿es verdad?
Ella afirmó con la cabeza y se agarró levemente a mi cuerpo.
–Bien. Estaba convencido de que acabaría sucediendo... –y luego torció el gesto y se dirigió a mí–. Crea usted que la hemos tratado como a una hija, y hemos buscado a su padre, el herrero, pero nadie nos ha dado razón; pregúntele a ella.
Raquel me miró sin verme y afirmó de nuevo efusivamente, y yo, a la vista del cariz que tomaban los acontecimientos, atajé mis inmotivadas presunciones.
–Venía dispuesto a llevármela de cualquier manera, pero veo que las cosas no son como pensaba. Al parecer, tengo que darle las gracias –y tras sopesarlo, le alargué una bolsa que contenía monedas, pero él no hizo ademán de tomarla.
–No, no quiero nada. De sobra se ha ganado lo que ha comido. ¿Conoce usted su habilidad para la costura? Mire los vestidos que llevan mis hijas.
Desde el hueco del corredor nos observaban atónitas dos muchachas que, en efecto, vestían como Raquel, y detrás de ellas se encontraba una señora que contemplaba la escena pensativa y sin abrir la boca. Raquel se dirigió a ellas y las tomó por las manos.
–¿Te vas?
–Sí. Mi hermano ha venido a buscarme. Ya os dije que esto sucedería alguna vez, pero no me olvidaré de vosotros y volveré siempre que pueda –y las tres se abrazaron por los hombros y juntaron las cabezas cuchicheando los secretos que todas las mujeres tienen.
–Sentiremos su ausencia –dijo el mesonero–, y más lo sentirá el negocio... Venían gentes a escucharla hasta de Burgos y Palencia, y algunos de los frailes que tenemos aquí le han enseñado sus cosas..., ya sabe, esos salmos y antífonas... Ahí tiene usted el estrado en que cantaba.
Moisés y yo, que muy diferentes acontecimientos esperábamos cuando entramos allí, contemplamos lo que de tan amigable manera se nos mostraba, y aquel buen hombre, que tal resultó ser, aún tuvo un detalle que nos llenó de sorpresa e íbamos a recordar en lo sucesivo. Dijo,
–¿Les gusta a ustedes el vino? Tenemos muy buen vino en esta ciudad. ¿Les gustaría probarlo? Bien... –y luego alzó la voz–. ¡Mariana!, tráenos de ese embutido que guardas, que hoy es fiesta –y de semejante manera, tan imprevista, fue como tuvo lugar el colofón de aquella aventura que nos había llevado a recorrer caminos sin fin rodeados de una nutrida hueste, cuya presencia, por una vez, resultó innecesaria.
Nuestra llegada a Castrojeriz estuvo acompañada de las mayores emociones, pues a Andrea y a Rubén se les saltaron las lágrimas la tarde en que, de súbita manera, nos presentamos en la puerta de su casa. Allí fueron los gritos y los suspiros, los ayes y las más exageradas exclamaciones, y tan fue así que la vecindad en pleno salió a la calle a indagar a qué obedecía semejante guirigay. Raquel, en cuya cara se pintaba la mayor de las felicidades, puesto que aquello suponía la culminación de la más difícil etapa de su vida –aunque ella había sabido conducirla por armónicas sendas–, fue festejada y recibida como auténtica hija pródiga, tesoro que habíamos perdido y al fin rescatado por los albures con que la vida continuamente nos asombra.
Durante días se sucedieron las celebraciones, pues la ocasión lo exigía, y aparte de Dulce, a quien la noticia provocó las lógicas emociones, el pueblo entero acudió a conocer a la niña objeto de tan extraño caso, del que Rubén insistió en hacerme protagonista, por más que hubieran sido nuestros espías los que habían dado con ella..., y por decirlo todo, finalizaré añadiendo que no conseguimos enterarnos de cómo había llegado hasta Dueñas, pues se negó a contarlo, pero como en todo momento dio muestras de una excelente salud y un envidiable buen humor, nos abstuvimos de indagar en un asunto que, dado su mutismo, quizá le resultara ingrato rememorar.
Raquel se quedó en su casa, pero luego, cuando pasó el tiempo y una vez que hube establecido un acuerdo con su padre, la invité a venir a nuestras tierras, y si quería, instalarse allí, a lo que accedió. Le dije que entre nosotros, que tan faltos andábamos de todos los oficios, sería de la mayor utilidad, y ella no desdeñó la idea, sino que, antes bien, la acogió con los brazos abiertos. Debido a su ceguera se consideraba inferior al común de las personas, y yo me propuse demostrarle lo contrario, pero es que, además, albergaba ciertos planes de los que al principio no supe qué iba a resultar.
Cuando llegó a nuestra casa, una vez que la hubimos aposentado convenientemente, tras presentarla a la servidumbre y habiéndola hecho tomar asiento en el mejor lugar, con el mayor de los misterios puse a nuestra hija en sus brazos, y ella, al darse cuenta de lo que sucedía, se echó a llorar.
–El tiempo pasa y todo cambia –dijo–. Unos se van y otros vienen... –y huelga decir que desde aquel día, Leonor segunda, que así la llamábamos, tuvo una nueva y muy especial compañera de juegos.
Pero no era el papel de nodriza de mis hijos el que deseaba para Raquel, ocupación que daba por descontada, sino el mucho más alto de madre de los suyos. Ella nunca había hablado de pretendientes ni otros asuntos que tanto gustan a las jovencitas, y yo creía conocer el motivo, pues la vida de un ciego es diferente a la de los demás. Ellos están encerrados en un mundo en el que sólo existen sonidos, caricias, perfumes, sensaciones de frío y calor..., y un día, tras haberlo hablado con Leonor y mucho pensarlo, me propuse distraerla de sus negruras y tirarle de la lengua.
Comencé por contarle un cuento, que no me pareció mala manera de llegar a donde quería, y tras darle muchas vueltas, concluí diciendo que debía ir pensando en su matrimonio...
Raquel se quedó sorprendida ante mis palabras, y durante un largo rato permaneció seria y pensativa, pero luego rompió a reír con su cristalina voz.
–Ramón –dijo–. ¿Crees que voy a condenar a seres que nazcan de mí a no ver esa luz del sol que todos veneráis? Te has vuelto loco.
Raquel movía la cabeza divertida, pero yo sabía que la idea no le había disgustado.
–¿Por qué? La señora Mayor dice que su abuela fue ciega, pero ninguno de sus descendientes lo ha sido. Además, ahí tienes a Rodrigo, que te contempla absorto cuando nadie le ve, y él también está solo... –pues nuestro candidato para tan delicado cometido era Rodrigo, aquel muchacho que a punto estuve de degollar durante la incursión de los bandidos que actuaban en nombre de don Ramiro, episodio que narré páginas atrás.
Él era para nosotros insustituible, versado en lenguas extranjeras y que tan bien atendía a nuestros negocios, pero debido quizá a su pasado con los musulmanes había resultado una persona retraída y poco amiga de las relaciones con sus semejantes, lo que a Leonor y a mí nos extrañaba, y aquel fue uno de los modos con que intentamos poner coto a tal circunstancia.
Parecía que Raquel me veía, tal era la expresión de su rostro, al que siempre habían asomado sus pensamientos, y en él observé que mi discurso no había caído en saco roto, pero tampoco esperaba una respuesta inmediata y me conformé con haber tocado alguna tecla de recóndito lugar.
Ella al fin sonrió, y con la calma que la caracterizaba, dijo,
–Todos sois muy buenos, y os lo agradezco, pero ahora no me atrevo. Sin embargo lo pensaré, sí, no tengas cuidado.
Y ahora diré, ¿cómo, sino de la forma más lógica y temperada, iba a finalizar aquel asunto que afectaba a personas por demás ecuánimes? Nos metimos a casamenteros, sí, pero con muchos y favorables triunfos en la mano, pues eran de ver los característicos destellos en la mirada de Rodrigo, que tomó la costumbre, inconfundible indicio, de sentarse al lado de Raquel cuando durante las tardes primaverales nos reuníamos en las altas habitaciones de Leonor para contemplar el ocaso, ocaso que extendía sus luces sobre la llanura. La niña, que ya tenía dos años, jugaba entre nosotros mientras las mujeres hilaban, y con el concurso de circunstanciales invitados, el inevitable vino y unos cuantos perros, cotidianamente nos acompañaban Moisés, Rodrigo, mi hermano, la señora Mayor, Raquel.., todos ellos importantes ministros de nuestra corte, pero sobre todo amigos que siempre estuvieron a nuestro lado. Raro era el día que Yúsuf lo hacía, pues él prefería la soledad del adarve, pero algunas veces entraba en la gran habitación abovedada, y aunque no se sentaba sino que, tan silencioso como siempre, permanecía en pie, aquel negro gigantesco dedicaba el tiempo a contemplar las evoluciones de nuestra hija y a jugar con ella, pues sin duda, de todas las personas que ocupábamos el aposento, era de quien más cerca se encontraba.
Pasaron los meses, transcurrió aquella estación y luego otra, y cuando ya teníamos dos hijos, una nueva boda se celebró en Yebel..., pero de ella no diré nada, porque aunque no fue tan ruidosa como la nuestra, se le asemejó en lo demás, y sobre todo en la satisfacción que nos procuró a Leonor y a mí, por no referirme a otras gentes del término.
…
Por la gracia de Dios había sido cantero; luego, merced a los Hados, me convertí en herrero; más tarde fui criado, que no es mal empleo, al menos en lo que toca a la actividad física, pues pasas la mayor parte del tiempo cepillando caballerías, y cuando de nuevo oficiaba en mi más antiguo oficio, reconstruyendo para don Lope las murallas de Yebel, intervinieron superiores designios que me devolvieron a la herrería, y de allí, sin transición aparente, al extenso territorio iluminado por brillantes luces que conocemos como dominios de Venus..., y de Creso, debería añadir, pues mi vida cambió como un guante al que se da la vuelta, y de diestro se convierte como por arte de birlibirloque en siniestro.
Mucho era lo que desconocía antes de tener a Leonor a mi lado, pese a que el natural atrevimiento de la juventud me había inducido a pensar lo contrario, y durante un tiempo llegué a creer que poco quedaba en lo que instruirme. Sin embargo, tal y como durante los años siguientes iba a comprobar, junto a ella tuve oportunidad de aprender que cuanto se dice acerca de las virtudes que adornan a los poderosos son habladurías de necios, pues no hay más razón que la que el potentado esgrime a su capricho, y que todo, en última instancia, se reduce a la fuerza. Leonor y yo éramos jóvenes y la vida aún no nos había castigado con ninguno de los reveses a que de inevitable manera conduce la fortuna, y como no fundábamos en la codicia nuestra forma de vida, pues teníamos mucho más de lo que deseábamos, durante un tiempo habitamos en el limbo de los justos y dejamos que tales enseñanzas, que ninguno sospechaba, llegaran cuando Dios lo dispusiera, acontecimiento que Él, en su infinita misericordia, dilató una larga temporada.
Durante los primeros años nuestra vida fue uniforme y la dedicamos a la administración de las tierras que poseíamos, a incipientes asuntos mercantiles, a asegurar nuestra posición en lugar tan expuesto como lo que era primera línea de la frontera ante los reinos musulmanes del sur y, sobre todo, a la crianza de los hijos con que habíamos sido favorecidos. Tras Leonor nació un niño, Alfonso, y después de él otra niña, que inevitablemente recibió el nombre de Raquel. Su madrina, Raquel, también tuvo un niño, al que bautizamos como Rubén y desde muy pequeño corrió mundo, pues la primera de nuestras obligaciones consistió en llevarle hasta las tierras de Castrojeriz, en donde su abuelo le esperaba como agua de mayo. Hicimos un largo y complicado viaje, pues la impedimenta de criados y carretas era mucha, y permanecimos durante meses en aquellos lugares norteños cuya primavera hizo las delicias de quienes nos acompañaron, acostumbrados a las más áridas y bochornosas tierras del sur.
Nuestros hijos eran atendidos por un ejército de criadas, y junto a ellos se educaron los niños de la aldea, que desempeñaron con acierto el necesario papel de donceles, pero como su número aumentaba sin cesar y no había en nuestro término nadie que hiciera las veces de preceptor, se nos ocurrió fundar un monasterio intramuros aprovechando las nunca acabadas obras de lo que iba a ser la iglesia, y para ello contamos con la ayuda de abades y prelados, siempre dispuestos a acrecentar sus dominios. A nuestras tierras llegaron tres frailes jóvenes que, amén de encontrarse en el ejercicio de las armas, pues a ello se mostraron dispuestos, ejercieron como ayos de la nutrida parroquia infantil de la aldea, y aprovechaban, además, cuanto momento les quedaba libre para tomar la pluma y copiar en las intrincadas palabras latinas (que yo casi había olvidado por entero) los volúmenes que hasta allí habían acarreado, incipiente nido de santidad y sabiduría en los abruptos montes que separaban a las dos religiones y cuyos ocupantes nos facilitaron algunas enseñanzas prácticas de las que nunca había tenido referencias.
De ellos recibí la primeras noticias acerca de los cuatro humores, calientes y fríos, secos y húmedos, a cuyo particular temperamento hay que acomodar los alimentos ingeridos, pues las sabidurías del cuerpo, que nadie puede modificar, son las que demandan unas u otras sustancias.
Me pregunté si estarían en lo cierto, pues debido a su modestia, y no digamos sus prolongadas abstinencias, parecían las personas menos indicadas para opinar al respecto, y pensando en ello bajé una mañana a la gran y ruidosa cocina de nuestro castillo, habitaciones de altos techos que se localizaban en los sótanos del edificio y que en más de una ocasión habían sido casi destruidas por aparatosos y voraces incendios, y allí, entre las hirvientes ollas en que se preparaban las sopas, para lo que llegaban a cocerse cabritos enteros, las no menos ardientes brasas de los hornillos y el apresurado trajín de abundantes empleados, recibí hartas explicaciones que Julián, jefe de cocina que Leonor había hecho venir desde Toledo, tras reponerse de la sorpresa que le causó mi inexplicable aparición tuvo a bien darme.
Resultaba que aquello era mucho más complicado de lo que a primera vista parecía, y ni yo, que desde la muerte de Dulce, mi madre adoptiva, por mor de las circunstancias me había visto obligado a convertirme en marmitón, ni mucho menos los monjes, cuyos conocimientos en lo que atañía a la manduca no pasaban de filosóficos, teníamos la menor noción acerca de los inacabables pormenores y requisitos que había que conocer para llevar a buen fin la completa manutención de las personas que habitaban en casa tan exigente como la de Leonor.
–Así pues, la más importante de las materias necesarias en cocinas principales es la carne, entre las que descuellan las de cabrito y toro viejo, o vaca, en su defecto, que contienen los elementos apropiados para las personas que se dedican a las nobles artes de la guerra.
Julián me observaba rendidamente aguardando mi plácet, y yo me apresuré a dárselo.
–La segunda, que le sigue a considerable distancia, es la que proviene de las aves del cielo, en especial las que raramente descienden a tierra, como las perdices y las palomas, muy adecuadas para las damas. A continuación viene la suculenta gallina, la cual, no obstante y debido a que la naturaleza la imposibilitó para volar, participa de las impurezas de los seres que tocan la tierra, y en último término se sitúan todos aquellos animales que se arrastran sobre el rudo suelo, principiando por el cerdo, aunque esta carne es sumamente impura y propia de villanos y en esta casa, por indicación de la señora, sólo la prueban los criados.
Julián tomó aliento, y tras escrutar mi actitud y encontrar en ella seguramente signos de aprobación, aunque pienso que antes serían de asombro, tornó a sus múltiples explicaciones.
–En cuanto a los frutos de que nos provee la madre Tierra, podríamos hacer las mismas o parecidas salvedades, pues su pureza se relaciona con su distancia al suelo. Así, por ejemplo, encontramos las primicias que de las más altas ramas penden, bocados exquisitos y reservados a quienes mejor pueden merecerlo. En un escalón más bajo han sido colocadas por el Creador las que fácilmente pueden ser alcanzadas por las pecadoras manos, desde las manzanas y peras que endulzan nuestras comidas hasta las humildes zarzamoras que bordean los caminos, y después, a ras de suelo, podemos encontrar coles, berzas, cardos, verdolagas de escasa entidad y significación, siendo los más bajos y rastreros los nabos, zanahorias y remolachas, raíces todas que Su Excelencia puede contemplar ahí mismo en gruesos manojos, y que, respetuosamente lo digo, no son materias apropiadas para alguien que es caballero y soldado y está llamado por Dios, que todo lo dispone, a los más altos designios.
Yo permanecí impasible ante aquella inesperada alusión a mis hábitos, que todos conocían, y se me ocurrió responder con algo que probablemente se hallaba fuera de sus al parecer extensos saberes.
–Mi querido Julián –comencé–, creo que no ha oído usted hablar de los sabios que nos precedieron, a los que llaman clásicos, griegos y latinos cuya alimentación estaba basada en el pan, el vino y el aceite, de los que hacen grandes elogios. Jamás oí decir que tales materias fueran perjudiciales para la salud ni el buen humor de las personas, y al fin y a la postre, los elementos que he mencionado son vegetales que también y generosamente colocó Dios a nuestro alcance –y aunque a juzgar por la expresión que en su faz se pintaba, no era tal su parecer, Julián, diplomático a la par que artífice de los lares, se libró muy bien de discutir con el dueño y señor de sus destinos.
Y así sucedió, en efecto, que no habiendo finalizado la perorata que tenía destinada a quien osara adentrarse en sus particulares ámbitos, aún hubo de documentarme acerca de otras muchas cuestiones, comenzando por los pescados, salazones y escabeches que los días de abstinencia se presentaban en la mesa, y los cangrejos del río que hacían las delicias de Leonor y sus damas y no prescribían los días de ayuno, pues, según aseguraban los frailes, únicos versados en teología, era muy endeble la sustancia que contenían.
Disertó luego sobre las salsas, para las que con largueza se hacía uso de las exóticas especias, productos muy escasos, y de algunas hierbas del campo que, como el tomillo, el romero y el perejil, la salvia, la menta y el comino, crecían en los campos a su albedrío. También de los postres, las frutas cocinadas, los historiados dulces y los quesos asados al amor de las cenizas, y luego de las bebidas, comenzando por la hidromiel, continuando por las sidras –la sidera romana, que quién podía saber si tenía relación con el firmamento sideral– y finalizando por el vino, del que tuvo a bien afirmar que sin duda debía rehusarse el sarraceno, así dijo, pues Nuestro Señor rechazaba todo aquello que no estuviera bautizado y nuestra obligación consistía en seguir el dictado de sus sagradas enseñanzas.
–Aquí tenemos –prosiguió incansable conduciéndome hasta una de las alacenas que al fondo se destacaban– estas curiosidades que nos llegan desde los países musulmanes y pocos aprecian: las berenjenas y el arroz. Constituyen una gran novedad, sobre todo el arroz, que a casi nadie gusta, pero no por ello lo echo en el olvido, porque, como usted bien sabe, a la señora... –y dejó allí la frase, pues de sobra conocíamos la afición de Leonor por aquellos granos cocidos en leche, aderezados con miel, azúcar y canela, y requemados en su presencia con hierros candentes.
Durante la mañana, que dediqué a ilustrarme sobre un asunto que me resultaba nuevo por entero, tuve ocasión además de observar cómo varias chicas desgranaban guisantes, y cómo una de ellas, a su lado, empleaba ingentes esfuerzos en pelearse con algo que había dentro de un mortero.
–¿Qué es eso? –pregunté, y el tal Julián, que amén de buen cocinero era un pozo de ciencia, deseoso en todo momento de causar la mejor impresión respondió de inmediato.
–Esta es la leche de almendras que tan necesaria resulta en la confección de salsas, dulces y otras maravillas.
Aquella muchacha estaba tan enrojecida que sudaba a mares, y yo, conmovido por el esfuerzo, que me pareció desproporcionado, le dije,
–Descansa, mujer, descansa...
Ella me contempló en una cambiante actitud que iba del estupor al recelo, y yo, para disipar cualquier malentendido, pues resultaba evidente que mi presencia entre tan ennegrecidas paredes obedecía sólo al deseo de instruirme sobre un asunto que desconocía por completo, me sentí obligado a darle unas monedas, que aceptó boquiabierta.
Y, en fin, cuando ya me retiraba pasando junto a enormes montones de frutas, entre las que destacaban naranjas, limones, membrillos, uvas, higos y dátiles..., en el más oculto esquinazo descubrí unos erizos atravesados por un espetón y prestos a ser asados, pues aquel era uno de los bocados preferidos por Leonor y su corte de melindrosas damas, y Julián, pese a sus reticencias sobre posibles impurezas, tenía buen cuidado de satisfacer de la más concienzuda manera los caprichosos estómagos de sus dueñas.
Pero no digamos más acerca de lo que sucedía en la cocina y vayamos ahora al comedor, que era también una estancia digna de admiración, en especial cuando alojábamos invitados de rango.
Los más usuales recipientes a la hora de comer son las escudillas de madera o metal que utiliza todo el mundo, y también las de pan, hogazas abiertas en las que se sirve la carne y cuanto contenga salsa, recipientes que luego se recogen, pues tales restos constituyen el alimento de los transeúntes y menesterosos o de los famélicos perros que, entre riñas y dentelladas, aguardan pacientemente su turno en la puerta; al fin, si aún sobra algo, se arroja a los puercos.
Leonor, sin embargo, sentía gran aprecio por las vajillas de loza al estilo de los musulmanes, que conseguía en Toledo a cambio de sumas astronómicas y exponía en estantes antes de los banquetes, lugares adonde todo el mundo acudía a contemplarlas y dedicarles los mayores elogios, y no sin motivo, pues muchas de las piezas estaban policromadas con esmero. Y en lo que concierne a los utensilios que se utilizan para llevarse las tajadas a la boca, además de las cucharas con que se toman las sopas y el cuchillo que todos llevamos en el cinto, destinado a cortar y engarzar los bocados, narraré lo que, con mucho misterio y por encargo de Alejandro, que seguía en su Venecia natal, nos trajo un día un apresurado mensajero. Era un pequeño envoltorio que debía de valer –como así resultó– su peso en oro, pues la comitiva que lo condujo desde la casa de alguno de los embajadores venecianos en Toledo estaba formada por gente de armas.
Dentro de tan liviano aunque importante paquete, encontramos dos extraños objetos a modo de pinchos, los cuales habían viajado acompañados de una carta en la que, entre otras cosas, decía:
Permitidme que os envíe este obsequio que es aquí gran novedad y tengo por cierto que os interesará, pues de ellos dicen que llevan aparejada la buena suerte para quien los usa. Consideradlos como regalos de un amigo que no se olvida de vosotros..., y de semejante forma continuaba durante un buen trecho, dándonos, por supuesto, noticias de sus actividades y quehaceres diarios.
Aquellos objetos de dos astas, puntiagudos y sumamente valiosos –puesto que en efecto eran de oro–, produjeron bastante ruido y aspavientos en nuestra casa, y según apuntó Victorio, que aseguraba haberlos visto en importantes mesas de Toledo, tenían como finalidad la de llevar a la boca de la más cómoda y conveniente manera los trozos de carne o cualquier otro producto que se dejara ensartar en sus extremidades. Resultaba algo desusado y que ninguno habíamos visto, pero una vez comprobadas sus cualidades, Leonor dispuso que fabricaran en la herrería réplicas de ellos, aunque no de oro, claro es, sino de plata, y que fueran utilizados en las grandes solemnidades, pues deseaba sorprender a sus invitados, algunos de los cuales eran personajes muy notables.
En todo ello tuvo mucho que ver el citado Victorio, que fue quien, en medio de los mayores jolgorios, enseñó a usarlo a cuantos nos rodeaban, pues él era nuestro trinchador, significativo papel en mesa de poderosos, y es que nuestro inspirado vate servía lo mismo para un roto que para un descosido, como se va a ver.
Aquella noche nos acompañaban personajes variopintos, pues al lado de algunos malcarados clérigos, que tan pronto oficiaban de monjes como de soldados, se sentaban educadísimos comerciantes musulmanes, y junto a ellos unos desconcertados por la pompa prohombres venidos de lo que era el extremo oriental del reino de Aragón, un condado importante por su condición de tierra fronteriza que contaba con innumerables castillos, y siendo tantos los invitados, Victorio decidió lucirse y comenzó a cantar las alabanzas de los presentes en la lengua de oc, que a todos resultaba ininteligible, y entre aquellos incomprensibles términos deslizó el de castellania, lo que al principio no fue comprendido pero luego produjo gran alboroto entre los traficantes que viajaban en compañía de los musulmanes, que se sintieron aludidos por las palabras del trovador. Durante un buen rato se sucedieron las miradas torvas, pues los monjes guerreros jalearon las palabras de Victorio, ya que los castellanos tildaban de desafectos a los de otros reinos y comarcas por cuestiones de aplicación frente a la morisma, pero al fin no llegó la sangre al río, pues habiendo este pronunciado lo que se proponía, derivó con habilidad sus argumentos hacia las lizas de amor, a las que los presentes, comenzando por la misma Leonor, que tenía gran habilidad para ello, respondieron con mayor o menor tino.
Luego llegó la música. No había aquella noche concurrencia de los juglares que en ocasiones invitaba Victorio, quienes con sus gritos y juegos malabares entretenían a los asistentes, ni mucho menos algún grupo de mozárabes, cuya ciencia residía en el estrepitoso sonido de múltiples tambores y cascabeles y los ayayaes de las chicas que los acompañaban, pero teníamos a Raquel entre nosotros, lo que resultaba más conveniente. A instancias de todos, y con el acompañamiento del laúd de Victorio, Raquel cantó para ellos, lo que levantó murmullos de admiración, como solía suceder, y al finalizar, uno de los musulmanes, entusiasmado seguramente con su voz, aunque confundido sobre su categoría, la quiso comprar, para lo que nos ofreció buen dinero, y hubimos de explicarle que ella no era esclava sino, antes bien, hermana del señor de la casa y esposa de otro de los presentes, por lo que no procedía semejante transacción, ante lo que él se deshizo en excusas y reverencias que desataron las risas entre quienes le contemplábamos.
Por último, con los cánticos de todos hermanados y las despedidas de los presentes en dirección a sus aposentos, finalizaban las largas y copiosas cenas, pero a mí aún me restaba por vivir un nuevo fenómeno que detallaré a continuación y se refería a mis sueños, de los que algunas cosas anoté.
La desmedida cantidad de los alimentos que profusamente he descrito me provocaban no pocos delirios, cuando no alucinaciones de las más diversas apariencias, y la noche que digo, aunque bien pudo suceder durante cualquiera de las de aquella época, me encontré súbitamente inmerso en un marasmo de encontradas sensaciones que se representaban en un escenario colosal. Era aquello un confuso bosque de árboles espectrales y deshilachados, por cuyo cielo, teñido del más azul de los colores castellanos, circulaban velocísimas nubes ajironadas que arrastraba el enfurecido céfiro. Yo me encontraba sobre una extraña y gruesa montura que galopaba enloquecida, entre las piernas sentía su abdomen y detrás de mí la turba de vociferantes bereberes que con su característica grita me perseguían. Cabalgaba en pos de la salvación, aunque aquellos extraños seres no eran de temer, pues su aspecto era tan exiguo y vaporoso como todo lo que me rodeaba, y voces que descendían del empíreo me animaban en la rauda huida... Allí, mientras pellas de nafta de todos los tamaños caían del cielo en desordenada barahúnda, clamaban personas tan diferentes como mi padre el cantero, conductor de dromedarios que transportaban piedras exquisitamente talladas; Yúsuf, quien me recomendaba mesura con sus templados ademanes, o la misma Raquel, que trinaba con las más agudas y estridentes modulaciones, y todos se dirigían inconfundiblemente a mi persona alentándome para que no cejara en el empeño. Nubes de flechas se encaminaban empero hacia mi indefensa persona, y atravesado por ellas los flujos vitales se escapaban de mi cuerpo de inapelable forma. Sí, pues me deshacía en mil fragmentos luminosos que adoptaban el aspecto de morcillas, de pepinos, de informes trozos de carne digerida y regurgitada..., y ríos de hidromiel también, que brotaban como inagotables surtidores de un lugar impreciso..., y entonces, en el cenit de aquella orgiástica y tremenda pesadilla, cercana e indistintamente oí reír a Leonor, lo que me produjo la más viva de las sorpresas. Ella estaba a mi lado, sí, pero ¿dónde...?, y me lo preguntaba con desasosiego cuando, de improviso, la encontré entre mis brazos.
Leonor, desnuda, sudorosa y bajo mi cuerpo, se reía a carcajadas, y allá arriba, en vez del azul del cielo, lo que nos contemplaba era el dosel de nuestro lecho, blanco e inmenso lienzo que aún palpitaba al compás de los anteriores y desaforados movimientos. Yo, al escucharla, me sentí contagiado de su alegría y al punto la imité, y durante unos instantes la más escandalosa de las risas llenó el enorme espacio que contenían las pétreas paredes de nuestro aposento, y no sin razón por lo que a mí concernía, pues en mi desenfrenado sueño y de una manera que no sabría explicar, puesto que en tales ocasiones todo es muy etéreo y confuso..., había creído fornicar con Alaroza..., aunque, por supuesto, me libré muy bien de mencionar semejante extremo ante Leonor..., y ahora, al cabo de tanto tiempo y cuando escribo estas palabras, rememoro aquellos solemnes años de juventud y sonrío de nuevo, sí, pues ¡qué grande es el impulso que nuestra madre naturaleza grabó a sangre y fuego en el corazón de los seres vivos!, y qué pocos los que a él pueden sustraerse. Tan sólo la edad, como al fin he comprendido, es capaz de moderar las salvajes e irrefrenables apetencias del cuerpo de los animales, que fuimos traídos a esta dura tierra con el único fin de reproducirnos.
Nuestro lecho, por otra parte, por lo muelle y holgado no invitaba a cosa diferente, y no me sorprenden, cuando lo evoco, aquellos accesos de furor súbito en los que Leonor tenía mucho que ver, mujer hecha y derecha y cabal paradigma de quien todos deseamos tener a nuestro lado por los siglos de los siglos.
Pero había más, pues la administración de tan enormes dominios exigía esfuerzos sin fin, y aunque eran muchas las personas que para nosotros trabajaban, algunos de muy cercana manera, el mantenimiento de corte y hacienda nos tenía ocupados las horas completas del día y raro era el momento en que podíamos olvidarnos de las obligaciones y solazarnos a nuestro antojo.
Cazábamos, pescábamos en ríos y riachuelos y con provecho cultivábamos los campos, huertas, viñas y olivares ayudados por los pesados y nuevos arados de ruedas que había conocido en Calatrava y de los que hice construir varios. Desde lugares lejanos y en carros llegaba el trigo estacionalmente, y en los bosques se recogían los frutos salvajes, las bellotas y castañas tan necesarias, pero también fresas y moras que acababan en las tripas de la cocina y de las que nunca supe su utilidad. Los ganados, asimismo, requerían los cuidados y atención constante que les dedicaban los pastores, pero incluso con todo ello, aún encontré tiempo para atender a asuntos que me interesaban, como era lo relacionado con naftas y carbones, rejalgares y mercurios, en cuyos arcanos resultó estar sumamente versado uno de nuestros frailes, un hombre de cierta edad que respondía al nombre de Peregrino y dedicaba el tiempo a copiar y traducir libros que le llegaban desde el convento que su orden tenía en la cercana ciudad de Toledo.
De él recibí las primeras noticias en los asuntos que se relacionaban con la piedra filosofal y el elixir de la juventud, complicados conceptos respecto a los cuales siempre fui muy escéptico, por más que él se hacía cábalas en cuanto a su existencia y señalaba las ventajas que de su uso se podían derivar, y aunque al término de todo ello no aclaramos nada ni conseguimos alcanzar ninguno de nuestros propósitos, pasamos buenas tardes sumidos en inofensivas charlas y experiencias en las que intervenían no ya las piedras del cielo o del rayo, sino las que contenían el hidrargirum, elemento que abundaba en nuestra región y cuyas virtudes y aplicaciones eran conocidas desde los tiempos clásicos, pues fue objeto de un codicioso tráfico por parte de los romanos. Por último, cuando finalizaban aquellas lecciones que de labios del monje mayor, mi amigo Peregrino, recibía y me ocupaban tantas tardes, ¿adónde iba a ir sino a batallar con mi más cercana hueste...?, que no era otra que la ruidosa y voraz tropa que componían mis hijos y sus allegados y amigos.
Ya relaté al venida al mundo de nuestra primera hija, Leonor, y mencioné la llegada de los siguientes, al primero de los cuales habíamos bautizado como Alfonso por un doble motivo. No sólo nuestro rey se llamaba así, sino que le di tal nombre en recuerdo de mi pequeño hermano adoptivo, que entonces hubiera tenido los veinte años que no llegó a conocer a causa de alguna de las innumerables y misteriosas enfermedades que de continuo se abaten sobre las personas.
El tercero de nuestros hijos, que resultó ser niña, se llamó Raquel, como su madrina, pero no fue la última de nuestros vástagos. En años sucesivos llegaron Moisés y Soledad, y si a ellos le sumamos los tres que Raquel y Rodrigo se ingeniaron para alumbrar, no me queda otro remedio que referirme a la caterva de chiquillos que de repente se instaló entre nosotros y colmó la mayor parte de nuestro tiempo y esfuerzos.
Damián, un fraile joven que asistía a Peregrino en sus estudios, pues conocía los secretos de la caligrafía, fue quien les tomó a su cargo como preceptor, y como sus tareas se redujeron al principio a correr con ellos por el patio de armas y los campos que nos circundaban, me sentí vivamente identificado con él, pues tales habían sido los trabajos que durante años desarrollé con quienes fueron mis hermanitos adoptivos, a los que harto cargué sobre mis espaldas. Una corte de criadas atendía a la alborotadora chiquillería, pero como eran mis hijos y no podía desentenderme de tales obligaciones, pues desde muy joven sabía que los niños necesitan que se ocupen de ellos, comencé por hablarles del cielo y sus misteriosas luces –aunque muy establecidas por los poetas y los que saben de estas cosas, según decía Plinio–, lo que llevábamos a cabo encaramados en las alturas de la muralla y durante las noches de verano, mientras que otras veces en compañía de Yúsuf, cuyos conocimientos sobre aquel asunto eran mucho más amplios que los míos, salíamos a los campos cercanos a escuchar a los sapos y cuantos animales desgranan su retahíla nocturna. Luego les llegó la hora de escardar las huertas que para su solaz compusimos, y al fin la no fácil tarea de cabalgar sobre una montura que debe obedecer en todo momento tus órdenes...
Leonor (Leonor segunda, como entre nosotros la conocíamos) era sin duda mi preferida, pues en seguida pude dirigirme a ella como si fuera una persona mayor, y con el auxilio de Damián la inicié desde muy niña en los entresijos de los garabatos, rayas y puntos que conforman la escritura, algo que yo conjeturaba, y no sin razón, como el compendio de la sabiduría, pues ¿qué se puede conocer de lo que nos rodea si no podemos comunicarnos con nuestros semejantes? Leonor, por cierto, fue una aplicada alumna, y cuando pasaron los años, orgullosa de sus saberes fue ella la que tomó sobre sí tales labores, y enseñó a sus hermanos y a quien se le puso delante las complicadas artes de las letras, que asimismo reputaba como las más valiosas (entre los que podría citar a Moisés, que recibió de su boca las primeras lecciones y repetidamente me elogió las virtudes de mi hija, que le habían abierto las puertas de un camino que jamás pudo sospechar).