LAS BASÍLICAS
Regresamos a Burgos sin dificultades, lugar en el que se habían instalado los vientos otoñales que desparraman las hojas y la estación invernal se anunciaba con tempranas nevadas. Finalizaba el año, y al entrar en nuestra casa la encontré extrañamente vacía, pues fueron muchas las ocasiones anteriores en que en la puerta hallé a mi mujer para darnos la bienvenida. Sus veces las hizo Raquel, mi hermana, que había tomado sobre sí el papel que aquella dejó vacante y acogió con la mayor de las complacencias las novedades que le narramos, en especial las que afectaban a mi segunda hija, para la que tuvo toda clase de festivas palabras y atenciones.
–Unos se van y otros vienen –me dije contemplando la escena, que entrañaba acontecimientos de los que aún no sabíamos nada–, y de poco sirve lamentarse. Nos acomodaremos a su ausencia, como de continuo sucede, y nuevos personajes aparecerán para distraer nuestras melancolías. Rubén y su familia ocuparon el lugar de mis padres, y luego fue Leonor la que sustituyó a aquellos... ¿Quién podría decir que penetra el futuro? Ya no deslumbran mis ojos el brillo del oro ni el de las espadas, pues los caminos toman la forma del paso de los caminantes, y después de tanto tiempo quizás observo que ante mí comienza a dibujarse el que nos lleva hacia las estrellas [19]. Son ellas el lugar que señalan las altas torres aún sin construir, y si antes dediqué mis fuerzas al comercio y la guerra, ahora me siento llamado a levantar los hitos que, al modo de ese quimérico descubrimiento, esa aguja de la que Alejandro afirmaba su existencia, indicarán la dirección cierta a los legos y descreídos de tiempos venideros.
Y fue dicho y hecho y en seguida puse manos a la obra, pues en nuestra casa, gobernada por quien a la sazón era la nueva dueña, Raquel, no era necesaria mi presencia. De muchos trabajos me liberaban ella y su marido, nuestro políglota Rodrigo a quien in illo témpore estuve a punto de traspasar con la espada, fortuita acción de guerra que Dios no permitió, y contando además con el auxilio de mi hija Leonor, que aunque a regañadientes ocupaba mi puesto en los periódicos consejos, fue como retorné a las obras que siempre habían constituido mi más cara afición, pues, lejos de paralizarse, las que se realizaban en el monasterio de Las Huelgas proseguían su curso, y la iglesia del convento, que iba a ser panteón real, pronto estuvo concluida y fue consagrada en una sobresaliente ceremonia que contó con la asistencia de las más encumbradas personas de nuestro reino. Allí, en aquel siempre polvoriento real pleno de afanosos trabajadores, fue donde retomé la relación que había mantenido con los maestros de obra y tallistas que se ocupaban en dar forma a los bloques de piedra arduamente trasladados desde lejanas canteras, y a todos describí lo que había podido contemplar en el curso de nuestro viaje a las tierras en que se levantaban palacios de mármol blanco, atrios de columnas que parecían no tener fin y novedosas iglesias catedralicias que presentaban un aspecto muy diferente a las castellanas, y buenas tardes pasé con ellos y en compañía de mis hijas, en especial Raquel, que hacia cuanto podía para espantar sus murrias de amor.
Otras edificaciones de Burgos reclamaron mi atención, en especial la nueva catedral, cuyos cimientos habían sido puestos algunos años atrás y ya comenzaba a mostrar lo que con el correr del tiempo sería imponente traza, pero lo que realmente ocupó mi tiempo emanó de un ofrecimiento que desde las más altas instancias llegó hasta mi persona. Don Rodrigo Jiménez de Rada, arzobispo de Toledo a quien largamente mencioné y que había mantenido amistad y frecuente correspondencia con Leonor, reclamó mi asesoramiento y consejo para los trabajos preliminares de una edificación en la que había puesto su empeño. Se trataba de construir una fortaleza en el Campo de Calatrava, mi tierra de origen, que sirviera como sede y cabeza de la Orden de su nombre, pues tras la batalla de la Nava la frontera se había desplazado hacia el sur, y el antiguo emplazamiento de sus huestes, es decir, mi ciudad, había quedado lejos de los lugares que se auguraban próximos campos de batalla. Había, por tanto, que buscar el lugar adecuado, y el arzobispo se había acordado de mí como idóneo en el conocimiento de aquellas tierras.
Partí hacia Yebel en compañía de Moisés, y tras comprobar que nuestras tierras habían comenzado a repoblarse tras los sucesos de años anteriores, y las antiguas huertas habían sido reparadas y rendían sus frutos, nos dirigimos a Calatrava, en donde pensábamos establecernos durante el tiempo que duraran las pesquisas.
Tan sólo en dos ocasiones había vuelto a mi ciudad desde el día en que, huyendo de los almohades tras la derrota de Alarcos, me fui de ella en compañía de Yúsuf y Moisés. Más de veinte años habían transcurrido desde entonces, y aunque había avizorado sus muros desde la lejanía cuando en una de nuestras salidas habíamos llegado hasta ella y robado el ganado que encontramos, sólo con motivo de mi paso con el ejército que se dirigía a la Nava de la Losa había pisado sus calles, que, como ya dije, encontré extrañamente silenciosas y solitarias.
No muy diferentes fueron las sensaciones que experimenté en aquella oportunidad, pues tras tantos años de abandono la insalubridad se había apoderado del lugar, y las lagunas que antaño regaran las huertas se habían encenagado de la más irrecuperable de las maneras. En la ciudad sólo quedaban algunos habitantes que se resistían a abandonar la plaza y vivían entre escombros, pues la mayor parte de las construcciones estaban abandonadas y sin cuidar, y muchos de los tejados se habían derrumbado con el paso del tiempo.
–Ay, Calatrava, ¡quién te ha visto y quién te ve! –pensé ante aquel escenario ruinoso e irreconocible, y con Moisés recorrí las antiguas rúas empedradas entrando y saliendo de casas que conocíamos bien.
De la herrería no quedaban sino algunas paredes maltrechas, y las herramientas que en tiempos dieron vida a quienes allí laboramos, la fragua, los yunques y los fuelles, habían desaparecido en su totalidad.
En la explanada del río subsistían las antiguas posadas, pero como la ciudad había perdido su capital importancia y ya no se celebraban en ella las ferias y mercados que conocimos, tales establecimientos presentaban las enormes puertas abiertas en un sempiterno bostezo, y los corrales se mostraban polvorientos y casi vacíos; tan sólo algunos carros, uno acá y otro allá, señalaban la presencia de los pocos arrieros que aún recorrían el camino.
En aquel lugar, que antaño fue bullicioso y entonces exhibía el silencio de los cementerios, sentamos plaza con nuestros criados, lo que provocó el contento del posadero, un morisco que había sabido capear los temporales de los últimos años y no veía llegada la hora de recuperar el antiguo esplendor.
–Ni los soldados del alcázar vienen ya por aquí, pues sólo queda una escasa guarnición a la que no pagan los haberes. Todos se fueron a tierras del norte, aunque ahora hablan de reconstrucción... –y aquel elche, a quien los Hados, o quizá las contrariedades, habían tornado sus cabellos en blancas guedejas, movía la cabeza con el mayor de los desánimos–. ¿Quién va a querer venir aquí, junto a esos marjales infestados de sabandijas y mosquitos...? Los viajeros pasan de largo como si este lugar estuviera habitado por el diablo, y ni las caravanas se detienen, pues prefieren otros lugares del camino para abastecerse.
Lo que allí nos había llevado nos ocupó largas jornadas, pues la construcción de una fortaleza, símbolo del poder, es una difícil e ingente labor que sólo está al alcance de quien posea recursos comparables a los de los reyes, y encontrar el lugar adecuado no parecía tarea menuda, pero contando como contábamos con abundantes cartas del territorio, reforzados por una regular escolta partimos para recorrer el camino que por el puerto del Muradal atraviesa los montes que nos separaban del valle del Guadalquivir.
Durante días exploramos el país adentrándonos en regiones inseguras, pues aunque los musulmanes se habían retirado de aquellas tierras tras el suceso de la Nava, siempre cabía la posibilidad de encontrar partidas dedicadas al bandolerismo, pero Dios nos acompañó, y sin haber tenido incidentes de mención y tras visitar los lugares más convenientes, como fue el importante castillo de Baños y otros de su comarca, ocupados por recelosas y siempre prevenidas tropas del reino castellano, después de haber tomado cumplidas notas acerca de lo que nos interesaba retrocedimos sobre nuestros pasos.
El inductor de tal expedición, don Rodrigo, nos había dado indicaciones precisas de lo que deseaba, y muchos lugares se prestaban a ello, pero la condición que prevalecía era la de encontrar asiento dentro de las mismas tierras del Campo de Calatrava, que habían sido otorgadas a la orden y cuyos maestres tenían allí encomiendas e intereses, debido a lo cual fijé mi atención en un arruinado castillete que, enfrente del de Salvatierra y con su apoyo, guardaba desde tiempo inmemorial el principal camino que discurría hacia el sur. Aquel lugar, la antigua fortificación de Dueñas, que siguiendo el curso de los acontecimientos había pasado por mil manos durante el último siglo y entonces sólo era ocupada estacionalmente por huestes que iban y venían, se encontraba sobre un escarpado cerro y no lejos de Calatrava, sede original de la congregación, y sus condiciones y emplazamiento me gustaron.
Durante aquella expedición por tierras despobladas se dio además un caso que yo no había pretendido, y esto fue que a mi cabeza acudieron impensadamente recuerdos de épocas remotas. La frontera se había desplazado hacia el sur, y las extensas tierras del Campo de Calatrava, que cincuenta años antes habían pertenecido a los cristianos y luego fueron ocupadas por los almohades, después de la batalla de la Nava habían quedado como anchísima tierra de nadie que durante la estación invernal era temporalmente transitada por rebaños llegados de otras partes del reino, y fue en ellas, en aquellos yermos incultos y que se situaban lejos de toda habitación humana, en donde reconocí las sobrias circunstancias de los antiguos estoicos, de los que algunas cosas sabía por observaciones de Leonor y a los que sin advertirlo me había aficionado.
El aire transparente y la soledad de los campos abiertos y baldíos, habitados y recorridos tan sólo por los animales salvajes, y aquellos límpidos cielos plenos de la mayor multitud de estrellas que cabe imaginar, bajo cuya cubierta pasé muchas noches, me condujeron de vuelta a los tiempos de la infancia, cuando aún nada sabía de los palacios y blancos tálamos que el Destino, que siempre se mostró favorable, me tenía reservados. Es la riqueza tan fugaz e inasible como el aire que a nuestro alrededor se cierne, y sólo las manifestaciones de la mente despierta dan sentido a este remedo del Paraíso en que creemos encontrarnos. La madre Naturaleza, por el contrario, es nuestro ámbito ineludible, y aunque a veces vivimos con la ilusión de la abundancia, ella no tarda en recordarnos nuestra condición de efímeros seres que hoy respiramos y mañana moriremos.
De tal suerte sucedió lo que cuento, y luego, alentado el espíritu por aquellos fenómenos, acudí a la cita con mi mentor, y tras expresar las conclusiones ante el arzobispo y tres graves y silentes secretarios togados, me encontré larga y desproporcionadamente encomiado y al fin encargado de pesadas y oscuras tareas, pues como hijo meritísimo del Campo de Calatrava, amén de mi afición y reconocidas virtudes en el oficio de la cantería –tales fueron sus razones–, encontraban muy natural que me ocupara, al menos, de las labores preliminares, a lo que no supe qué responder sorprendido por la perorata. No quise, sin embargo, defraudar a quien mantenía conmigo una larga amistad, y agradeciendo las atribuciones que se me encomendaban me despedí de tan ilustre tribunal asegurándoles que en breve tendrían noticias mías, aunque dispuesto a redimirme de aquella importuna tarea en cuanto surgiera la ocasión.
Sí, gigantesca obra se presentaba, pero como tenía la experiencia de nuestras ímprobas labores en Yebel, en donde había convertido una antigua ruina en lugar fortificado, por más que el volumen de lo construido no guardara proporción, con el auxilio y consejo de los burgaleses maestros de obra con quienes habitualmente departía, pergeñé una suerte de edificación que algo tenía de castillo y algo de convento, y al modo de lo que había observado en la principal construcción de Burgos, es decir, la catedral, y en tierras de la península itálica, entre otros adornos añadí un enorme rosetón sobre la puerta de la iglesia, que, quién sabe por qué, hizo las delicias de cuantos lo contemplaron.
Mis ideas, desmañadamente expresadas sobre el papel con oscuros trazos de principiante, aunque aumentadas por el perspicaz ojo de mi hija Leonor, fueron muy celebradas por mi señor arzobispo y los asesores de su corte, entre los que se encontraban altos cargos de la Orden, y de allí y en menos que canta un gallo me encontré convertido en maestro de una obra que excedía por entero a mis fuerzas.
Sin embargo, armándome de valor y dejando a un lado los escrúpulos, que muchos habitaban en mi cabeza acerca de lo que pudiera salir de aquello, recluté una considerable tropa y con ella me trasladé al Campo de Calatrava dispuesto a iniciar la tarea. Eran agrimensores, canteros, alarifes y otros artesanos relacionados con lo que allí nos llevaba, algunos de los cuales me habían prestado provechosos servicios en tiempos anteriores.
El castillo de Dueñas, o lo que aún se mantenía en pie de su fábrica, se había construido con piedra procedente de los alrededores, una piedra muy especial y que a juzgar por su aspecto procedía de algún remoto cataclismo que removió las entrañas de la Tierra. No eran moles diamantinas como las que estaba habituado a ver en las obras castellanas, sino rocas sueltas y quebradas en mil trozos, y su color era oscuro y en ocasiones purpúreo, como la sangre de los animales salvajes. Con ellas, aunque difícilmente, se podían elaborar remedos de sillares, pero no me desanimó el inconveniente pues juzgué que desde los Cielos, como siempre había sucedido, descenderían nuevas ideas y métodos que aún desconocía, y tal debió de ser el caso, pues en días posteriores y en el curso de mis reconocimientos de aquel territorio ingrato, vislumbré los retorcidos troncos de árboles, a los que igualmente juzgué milenarios y desde la llanura y los cerros me contemplaban, y la enorme extensión de la roja planicie que sin duda nos proveería del ineludible barro, materiales que me sugirieron conceptos sin fin.
Al fin reuní en la cúspide del cerro a quienes iban a ser mis lugartenientes, antiguos conocidos de operaciones igualmente onerosas, y les dije,
–Magna labor se presenta ante nosotros, pues nos han encargado que transformemos este montón de ruinas en una fortaleza que dé albergue a una gran basílica. Dado lo incierto de las circunstancias, comenzaremos por construir una fortificación que nos defienda. Una vez delimitadas las torres y las murallas, y establecida la guarnición, llegará el momento de delinear los límites de lo que llegará a ser iglesia, una iglesia de tres naves que cuente con un claustro que tenga el cielo por tejado..., y también es preciso hablar del convento y la hospedería, que deberá tener cabida para dos centenares de caballeros y sus criados, dependencias que situaremos intramuros.
Por el cielo lejano, tras unos árboles, circuló veloz un halcón que perseguía a unas palomas.
–Para todo ello precisaremos ingentes cantidades de piedra, por lo que nuestra primera tarea consistirá en encontrarla en estas sierras desoladas y desprovistas de lo más elemental. Escorias y lavas nos rodean, pero si no podemos hacerlo con sillares, como parece que será el caso, lo haremos con sillarejo, y si no, con la grosera mampostería que tan buenos resultados nos ha dado en otros lugares. En último caso utilizaremos ladrillos, de los que es preciso fabricar una gran cantidad.
Contemplé a mis hombres, y como no viera sino rostros impasibles, concluí,
–Señores, con la ayuda de la naturaleza, que falta nos va a hacer..., pongamos manos a la obra.
Durante las semanas que siguieron instalamos en la base del cerro un enorme campamento que albergara a aquella legión, y junto a él construimos una tejería, puesto que la arcilla era de buena calidad y yo juzgaba que nos iba a prestar grandes servicios, como así fue. Establecimos un almacén en Calatrava, lugar que juzgábamos a salvo de posibles correrías, y en él hicimos acopio de todo lo que en largas caravanas nos enviaban desde Toledo y otros puntos más norteños, ya que eran muchas las bocas a alimentar, y nos ocupamos asimismo en abrir pozos y levantar talleres, amén de los tinglados que darían alojamiento a la hueste, y al fin, al cabo de tantos días que aquello me pareció una eternidad, tras dejar en las mejores manos las ingentes obras y asegurarme de que los asuntos quedaban concertados y todo iba a desarrollarse de acuerdo con lo que harto habíamos tratado, abandoné el campo y regresé a Burgos, en donde me esperaban otras obligaciones, tal y como las constituían mis hijos, a los que había abandonado durante meses.
La primavera había llegado, y con ella extensas misivas que desde Venecia me remitía Alejandro y en las que daba cuenta de lo acontecido durante el largo invierno en relación con el principal negocio que nos ocupaba. Acuciado por el anhelo del galán, que no cesaba en sus cuitas de amor, le había nombrado apoderado de su casa en nuestro reino, lo que le permitiría residir en la ciudad de su amada, y –añadía–, si tal era mi parecer, celebrar sin otras dilaciones aquella boda que tan en vilo tenía a ambos.
«Al fin y al cabo son jóvenes como lo fuimos nosotros, y se me ocurre que dado que Dios ha dispuesto que sus caminos se crucen, no seré yo quien ponga impedimentos a tan sabia labor. Por otra parte, este hijo mío, a quien nunca vi en semejante exaltación, me merece toda la confianza que sus cortos años pueden merecer, por lo que me encomiendo a los venideros para que no me despojen de esta razón que ahora parece asistirme...», y de tal guisa continuaban sus argumentos, con los que, tras meditarlo, no pude sino estar de acuerdo..., de lo que resultó que si en principio había temido perder a una hija, me encontré con que había ganado un yerno, lo que significaba que nuestra familia aumentaría en breve y sería preciso ampliar el viejo caserón para dar cobijo a los recién llegados... Boda habíamos, por tanto, y cuando de la más enigmática y festiva de las maneras comuniqué a Raquel nuestros propósitos, el estupor se adueñó de su ser, se pintó luego en su cara... y al fin se lanzó a mis brazos y rompió a llorar de la más desenfrenada de las maneras, tal es la forma que la naturaleza procura a sus hijos para deshacerse de las emociones tempestuosas.
Boda hubimos, sí, y dilatada, pues aunque celebramos la ceremonia en el tórrido mes de augusto, los fastos se prolongaron durante todo el verano, estación en la que procuramos corresponder a nuestros huéspedes venecianos con parecidos agasajos a los que ellos nos habían brindado.
El cortejo fue grande, pues Alejandro llegó con su mujer e hijos, amén de innumerables criados y animales de carga, y durante un mes, el primero, se sucedieron los gaudeamus, unos en casa y otros en los campos de alrededor, en donde nuestros invitados conocieron a quienes tuve interés en presentarles, pues en Burgos residía buena parte de la inteligencia del reino, y así, aparte de Peregrino y otros notables personajes de nuestra ciudad, los llevé a conocer a los monjes del monasterio de las Huelgas y a los maestros canteros que trabajaban en aquella gran obra, algunos de los cuales habían venido de ilustres lugares de las repúblicas itálicas, como eran Roma, Florencia, Módena e incluso Venecia. No fueron pocas la tardes que pasamos entretenidos con meriendas campestres a la vera de los sotos de los ríos, y también en las eras de las tierras vecinas a la capital, en donde inicié a los niños venecianos en las artes de la trilla, que desconocían por completo, y asimismo hubo lugar para justas y otras diversiones propias de los jóvenes. Los cielos nos favorecieron con la benignidad de las primaverales auras castellanas, y los viajes a uno y otro lugar se sucedieron sin tregua hasta que llegaron los días señalados para la egregia celebración que había causado todo aquel revuelo.
Sin embargo, pese a que fue uno de los más aparatosos acontecimientos que recuerdo, poco añadiré de la boda de mi hija, pues con anterioridad describí la mía y puse todo el empeño en que se asemejara en la medida de lo posible. No era aquello Yebel, pero tal y como antaño sucedió fue mi amigo el arzobispo el oficiante, que muy a mal hubiera tomado tan insigne personaje el verse relegado en lo que concernía a una hija de Leonor, y en lo que se refiere a los fastos profanos, baste decir que durante largos días nos vimos desbordados por las visitas de cuantos querían conocer a los ilustres novios y a todos hubo que atender, y que en las horas tardías de aquellas jornadas, contando con la compañía de Alejandro y Moisés, entre carcajadas, músicas y otros desahogos y en la más alta y almenada torre de nuestra casa, nos las ingeniamos para dar cuenta de un par de cántaras del mejor vino del que tuvimos noticia, que no fueron pocos los que nos ofrecieron ni fácil la elección.
Aún después de la boda no consentí en que nuestros huéspedes se ausentaran sin haber visitado la mayor parte de las heredades que administrábamos, expediciones que nos llevaron a lugares tan alejados como Castilnuovo, Toledo o las recién adquiridas tierras del Campo de Calatrava, y al fin, llegado el otoño y una vez que partieron nuestros amigos tras el anuncio de los recién casados de que el matrimonio se había consumado y a punto estábamos Alejandro y yo de ser abuelos, noticia que produjo gran regocijo en la familia, los asuntos cotidianos retornaron de nuevo a la calma.
Raquel y Vittorio se quedaron a vivir con nosotros, y de disimulada manera tuve ocasión de observar a mi hija, a la que me figuraba no haber visto nunca. Su nuevo estado la había transformado por completo, y de parecer una chiquilla, a sus escasos años y de la noche a la mañana había pasado a representar el papel de una dueña. No cabe duda de que el embarazo afecta lo indecible a las mujeres, lo que yo sobradamente conocía, y no me pareció que los acontecimientos hubieran tomado un curso adverso, por lo que a la postre decidí que la había encaminado con fortuna por el difícil camino de la vida. Muy diferente era lo que acontecía con Leonor, y pasada aquella solemne ocasión comencé a preguntarme que rondaría en su cabeza.
Ella era una muchacha muy guapa, parecida a su madre y de la que todos hacían grandes elogios, pero por alguno de esos motivos que se nos ocultan a los mortales, nunca había tenido afición a las cosas de la casa, reservando sus esfuerzos para los libros, el estudio y la meditación. Durante algún tiempo sospeché que un día ingresaría en un convento, pero en aquello me confundí, pues no era la vida monástica, apartada del mundo, lo que le interesaba, sino, como dije, el continuo trasegar entre voluminosos legajos y un sin fin de eruditos, a los que daba lecciones. En definitiva, resultó ser como su madre, una persona dotada de gran actividad, y aunque me ayudó en las tareas comerciales y presidió las sesiones con equidad y firmeza cuando yo me encontraba ausente, permanecía embebida en sus sabidurías y pocos desvelos le producían el profano mundo que la circundaba. ¿Quizá lo que sucedía era que no había tenido la fortuna de encontrar al gigante de sus sueños?
Alfonso, mi hijo mayor, alto y desgarbado, caballero de la Orden de Santiago y encuadrado en el ejército del rey en su más inmediata cercanía, pues debido a su misma edad disfrutaba de gran camaradería con la más alta persona de nuestro reino, parecía definitivamente afincado en la corte, de donde de continuo nos traía noticias, unas veces graves y formales y otras tan heterodoxas y disconformes que despertaban la hilaridad de los presentes, y mis hijos menores, Moisés y Soledad, que ya apuntaban maneras, aseguraban encontrarse hartos de los preceptores que durante años se habían ocupado de ellos, y junto a sus querencias por los Estudios Generales de alguna localidad cercana a la nuestra, en lo que Leonor les apoyaba, sus inclinaciones parecían dirigirse al comercio, lo que resultaba muy conveniente para el interés general de la familia.
Allí, en aquella corte provinciana que los Hados me habían dispensado, rodeado asimismo por mi hermana Raquel y su marido, que eran quienes llevaban el peso de los asuntos terrenales, y Yúsuf y Moisés, de los que no hubiera podido prescindir pues sus personas resultaban indispensables en mi casa, viví mis últimos tiempos como constructor de grandes edificios. Periódicamente visitaba la antigua fortaleza de Dueñas, cuyas obras avanzaban al cansino paso de una mula, pues los dineros escaseaban, pero como tras muchos ruegos e insinuaciones fui eximido por don Rodrigo de mis labores en tan apartado lugar, pude dedicar mis esfuerzos a tareas que resultaban más de mi agrado y posibles, como era la minuciosa talla de ingentes bloques de piedra, de los que extraía estatuillas que luego se colocaban en los pórticos de las nuevas iglesias en construcción.
Fue precisamente en la catedral de nuestra ciudad, cuyas obras precisaban del esfuerzo de todos, en donde fueron instaladas las mejores piezas, pues debido a mi interés en tales asuntos agasajaba a los maestros que dirigían las obras, en su mayor parte venidos de Aquitania y del norte de Francia, llevándoles a nuestra casa por deseo de Leonor, que a todos quería conocer pues estaba muy interesada en su lengua y tradiciones. Allí, con mi hija sentada en el estrado y los demás rodeándola, celebramos largas reuniones que me aclararon algunos de los puntos oscuros de aquel nuevo y sutil arte de los escultores de los países del norte. Ellos insistían en dotar del mayor realismo los pétreos motivos que decoraban tímpanos y arquivoltas, y como yo era muy afecto al dramatismo en las expresiones, que consideraba esenciales para la correcta comprensión de quienes contemplaran las escenas que en ellos se mostraban, en especial los peregrinos que de continuo atravesaban nuestra ciudad, quedaron muy complacidos con mis labores y no fueron pocos los encargos que salieron del taller y acabaron decorando algunos de los complicadísimos atrios.
Ángeles de cabellos llameantes, apóstoles y músicos, guerreros, caballos encabritados, corderos, peces y vegetales fueron los modelos que tallé, y aunque algunos se consideraron de méritos desmedidos incluso para tan historiados pórticos y no encontraron acomodo en ellos, la mayoría pasó a formar parte de aquel abigarrado mundo de piedra que alumbraban el nuevo siglo y las corrientes que llegaban desde los Cielos y los países europeos.
Cosas importantes sucedieron durante aquellos años, sí, pues si en la antigüedad se llevaron a cabo las mayores proezas e invenciones, y hasta hubo quien osó hacer frente a las utopías, de lo que dan fe los vetustos anales que hasta nuestras manos han llegado, no menos parcos en novedades han sido los tiempos presentes, ya que durante los años que ha durado mi vida han ocurrido hechos sin paralelo en la historia, como son la consecución de las colosales operaciones a las que hemos llamado cruzadas, apadrinadas y conducidas por papas y monarcas y que nos han llevado hasta las lejanísimas tierras de Oriente, y la de las no menos formidables construcciones que surgieron de la tierra y se elevaron hasta los cielos sostenidas por filigranas de piedra labrada, palacios, puentes, monasterios y catedrales, y todo ello sin hacer mención del florecimiento de los saberes, las artes y los comercios, lo que se observa en las continuas fundaciones de esos institutos a los que llaman Universidades.
Nuevos tiempos, viejos tiempos... Desde los momentos en que Ermentrude intentó enseñar las primeras letras a aquel niño calatravo, hijo de un cantero que nunca había oído hablar de los novem figure indorum [20], no han transcurrido aún cincuenta años, pero a mi entendimiento se le figura el fluir de un mundo, un insondable océano de hechos que a todos nos ha zarandeado. Nuevos tiempos, sí, que nos han traído maravillas que nunca imaginé, e incluso sucesos asimismo insólitos para mi cada vez más austera persona, pues... he aquí que el rey me reclama.
La noticia me la trajo de alborotada forma mi hijo Alfonso, quien me aseguró que nuestro monarca me esperaba en Carrión de los Condes en compañía del maestre de Calatrava y de don Rodrigo, el arzobispo de Toledo, pues nos había nombrado miembros de una comisión a la que deseaba consultar algunos importantes asuntos, y tal petición, si bien al principio me tomó por sorpresa, no me extrañó por completo, pues amén de las recomendaciones de don Rodrigo, que tanto confiaba en mis dotes constructivas, contaba también con las de mi hijo, que narraba a quien quisiera escucharle lo que él consideraba extraordinarias proezas guerreras acaecidas durante los años que precedieron al episodio de la Nava de la Losa.
Nos trasladamos a la localidad sobredicha, y tras aposentarnos en la población acudimos a aquella audiencia en la que figuraron personajes de postín y se trataron, en efecto, graves cuestiones, pues, entre otros asuntos, se dilucidó la conveniencia de declarar la guerra a los musulmanes. Todos expusimos nuestros pareceres, y el rey, un jovenzuelo de rubia barba a quien conocí aquella misma tarde, nos escuchó con la paciencia de quien posee un espíritu tolerante y abierto, como se aseguraba que era su carácter, e imagino que en su ánimo pesaron los testimonios de quienes allí nos dimos cita..., pero cesaré en mis comentarios pues de estas cosas no se habla, que son sabidas y las narran las crónicas. Vanidad de vanidades, hubiera dicho Leonor, quien en los últimos tiempos de su vida abandonó las mundanas pompas que había solido y abrazó el rigor de los ascéticos, aficionándose a la lectura de los antiguos estoicos, en cuya escuela encontró no pocas explicaciones a materias que siempre le interesaron.
Los años habían pasado, y de la noche a la mañana caí en la cuenta de que, casi sin advertirlo, había sobrepasado la cincuentena, e incluso alguno más cargaba sobre mis espaldas, y aunque nunca imaginé alcanzar edad tan avanzada, se ve que Dios me había tenido en cuenta en sus dictámenes y aún disponía de mí para algunas labores, pues fue entonces cuando hice mis últimas excursiones al mundo.
En el taller tenía a un tal Pere, venido de tierras aragonesas, que junto a las habilidades literarias, pues no era parco en insospechados decires, unía las escultóricas. Era un hombretón contrahecho que no llegaría a la treintena y mucho nos hizo disfrutar con su compañía, pues además de serio y honrado trabajador de la piedra, lo que yo apreciaba sobre todas las cosas, dio ingeniosa forma a ciertos escritos que Leonor había redactado en el curso de sus estudios y, habida cuenta de sus cualidades, le presentó pidiéndole opinión. Era, quizás, un ángel caído del cielo sobre el tejado de nuestro caserón, un inusual ángel enmascarado que tenía puestas las miras fuera de los hábitos cotidianos, pues, entre otras peregrinas sentencias, consideraba que sus deformidades le imposibilitaban para conseguir mujer, asunto al que se refería con chanzas, y como no atendió a mis razones cuando le dije que intentara buscar pareja entre las criadas de nuestra casa, pues seguramente alguna estaría gustosa en recibirle, una tarde me condujo a una venta escondida, un lugar oculto en un arrabal junto al río y en el que, por lo visto, se podían conseguir mujeres.
–¿Moras?
Pere me miró suspenso.
–¿Cómo moras?
–Moras de la morería –y él se rió.
–Por supuesto; y judías.
–¿Judías...?
–Sí, y cristianas.
Pere y yo llegamos a la venta y dije,
–No tengo una sola moneda.
–Poco importa, que lo que aquí trae a Su Excelencia no es de este mundo. Abra los ojos y espéreme junto a esta jarra de vino.
El vino estaba terriblemente agrio, de acuerdo con la costumbre, y como no me agradaba pedí al posadero una taza de caldo. Unos parroquianos, que con las manos comían tortas manchadas de salsa, me miraron sorprendidos, aunque continuaron con su tarea. Yo me arrimé a una mesa, me senté en un banco quejumbroso y me bebí el turbio líquido lentamente, intentando desentrañar la razón de mi estancia en aquel lugar, y como Pere, fuera lo que fuese que estaba haciendo, no aparecía, me distraje viendo a las cucarachas correr por encima de la mesa.
Semejante excursión por el mundo no finalizó la tarde que digo, pues mi compañero, satisfecho tras la fechoría y con los ojos inusualmente brillantes, insistió en prolongar el envite en otros establecimientos de tan malquista parte de la ciudad. Acudimos a un mesón vecino, un sótano lleno de arrieros en el que el ambiente era ruidoso y el humo de las teas entorpecía la vista y el resuello. Todos nos observaron con prevención y se apartaron para dejarnos pasar, pues nuestro aspecto aconsejaba no interponerse, y una vez asentados en un rincón, rodeados por los gritos de los presentes y las desacordes eufonías de una música de rabeles y panderetas que no merecía tal nombre, nos interesamos cerca del mesonero por el mejor vino másico que tuviera en su bodega. No era fácil acertar en aquellos sitios, pero una vez acordado el negocio dije,
–Aquí pago yo, maestro Pedro, y me sentiré muy honrado si acepta fiarme parte de sus haberes, que le devolveré íntegros, e incluso aumentados, el día que retornemos a nuestra casa –pero él no se avino a tamaño desafuero, según señaló, sino que antes bien dijo que lo suyo era mío, y que una vez cumplida la parte más importante del trámite, que habíamos llevado a cabo con anterioridad, lo demás no importaba mucho.
Los vapores del vino cumplieron en seguida su función, y sintiéndome libre y forastero en aquel establecimiento que jamás hubiera encontrado por mis propios medios, influido sin duda por cuanto me rodeaba comencé a divagar sobre lo primero que a mi cabeza llegó.
–Una vez entré en un palacio que simulaba ser de cristal. En las paredes de los salones podían verse coloristas escenas que representaban pulimentados y cubiertos carros cuyas ruedas eran de rugosa nafta, y luego visité lo que parecía una cocina propia del paraíso de las huríes... Recuerdo aquel hogar que vi, cubierto por una torre de piedras que encauzaba los humos hasta el tejado, y también la estancia que lo contenía, blanca habitación revestida de brillantes paneles que podían abrirse y cerrarse y de los que nunca supe la utilidad. Allí fue donde Alaroza, extrañamente ataviada, concibió al modo antiguo una sopa de aceite, pan y ajos, y donde, entre otras maravillas, vi un gallo desplumado sobre una fuente de vidrio... Como dijo uno de los grandes hombres que nos precedieron, quizás a algún mortal le esté permitido subir a las regiones de los dioses celestes, pero ante mí sólo se abrió la muy espaciosa puerta del cielo [21], y durante algunos instantes pude contemplar lo que la mayor parte de las personas que nos rodean, obsérvelas usted, tienen vedado durante su existencia entera.
En sus ojos conocí que tomaba mis palabras por desvarío, y como no deseaba indisponer a mi amable anfitrión, desvié la conversación hacia cuestiones de cierta actualidad, que no faltaban, pues eran aquellos los revueltos días en que nuestro reino se unió al de León en la figura del rey Fernando, y tan debatido asunto estaba en todas las bocas.
Luego, tras haber dado cuenta de las jarras que nos sirvió el posadero, salimos tambaleantes al arroyo y contemplamos los cielos, y cuando en silencio llevábamos un rato paseando entre las oscuras casuchas que delimitaban las calles, añadí,
–Aquí tiene, aunque le cueste creerlo, al magíster pópuli a quien en su juventud llovieron del cielo candentes piedras de esa nafta que a usted se le antoja fabulosa. La hierba se calcinaba ante nosotros, y cuantos allí pugnábamos nos veíamos obligados a retroceder. También podría hablar del fuego griego que incendiaba los barcos en el mar, y del polvo negro y otras quimeras de tiempos pasados, pero prefiero referirme a asuntos presentes... ¿Ha oído usted hablar de los campaniles? Son complicados ingenios que se instalan en las torres de las iglesias de los remotos países del este, y con sus regulares sones disponen la vida ciudadana. Algún día, créame, también los tendremos aquí, y las trompas que anuncian las completas ya no serán necesarias, pues ellos, con sus bronces... Pero ahora que lo pienso –y contemplé los desiertos alrededores–, nos encontramos extramuros y no es preciso tener en cuenta esas cuestiones que sólo afectan a los hombres de bien, los hombres del burgo. ¿Quiere usted que visitemos algún otro lugar de este umbroso barrio? Me estoy divirtiendo. La tarde ha caído, pero los cielos primaverales que nos acompañan transportan en su sustancia la fuerza del céfiro, como señalaron los antiguos que sucedía con los corceles nacidos en las llanuras de la vieja península ibérica...