SEÑOR DE LA GUERRA
No todo lo que ocupaba nuestro tiempo, sin embargo, se refería a lo relacionado con el gobierno de las tierras, el comercio o las actividades propias de unos padres con muchos hijos –pues aparte de los que he citado, no otra cosa representaban nuestros vasallos, con los que nos unía un compromiso de mutua protección y fidelidad–, ya que los aprestos para la defensa nos mantuvieron entretenidos durante años y nos convirtieron a la postre en el importante enclave que en el curso de los tiempos venideros llegaríamos a ser.
Para ello nos vimos obligados a reformar las habituales costumbres y maneras de batallar de los ejércitos, que se basaban en la ciega confrontación de largas filas de jinetes revestidos de metal hasta en los menores resquicios, pues tras largas discusiones sobre el particular, Moisés, Hernán y yo habíamos llegado a la conclusión de que atrás habían quedado los tiempos de lo que se conocía como caballería pesada, basada en los usos de los catafractas partos que in illo témpore habían hecho frente con éxito a las tropas del gran Alejandro en las lejanas llanuras del Asia.
La derrota de Alarcos, entre otras cosas, nos había enseñado que las pesadas armaduras que portaban los jinetes y corceles de nuestra principal fuerza de choque no producían más efecto que el agotamiento de unos y otros, pues si bien las primeras embestidas eran demoledoras, de fácil manera se podían evitar, paliando con ello los daños; bastaba con apartarse y dejar que la loca cabalgada finalizara por el agotamiento de quienes la llevaban a cabo, que no encontraban enemigo con el que batirse y regresaban exhaustos a sus lugares de partida. Luego, cuando el cansancio cundía entre las filas de los sudorosos y frustrados caballeros, hacían acto de presencia las cuadrillas de bereberes que atacaban y se retiraban, hostigando a grupos incapaces de perseguirlos y arrojando sobre ellos nubes de flechas.
Así pues, nuestras intenciones consistían en mejorar la presteza de movimientos de las rudamente acorazadas agrupaciones de jinetes, para lo que, a la par de aligerarlas de cuanto peso inútil se nos ocurrió, comenzamos a criar monturas grandes y resistentes sobre las que cabalgaran jinetes defendidos únicamente por las ligeras cotas de malla, capaces de avanzar y retroceder al modo de los almohades y acudir raudos a los lugares en que fueran necesarios.
Ejercitamos a nuestra hueste en las artes de la guerrilla y el contragolpe, y junto a ello y en lo que se refería a los peones, pues en nuestra condición de lugar avanzado debíamos permanecer alerta ante lo que pudiera llegar, discurrimos imitar los muy antiguos usos de las falanges macedónicas, cerrados grupos de soldados revestidos de hierro y defendidos por una barrera de escudos que sólo presentaban ante los enemigos las puntas de numerosas y aceradas lanzas. Tales agrupaciones se desplazaban codo con codo y atendiendo a los gritos de quienes se colocaban en el centro, y sus peculiaridades y maneras de conducirse habían sido descifradas por Peregrino en tratados de autores romanos que manifestaban enorme admiración por las artes guerreras del gran general que había sido Alejandro.
En las cortes cristianas, sin embargo, las peleas entre los nobles causadas por la envidia y el ansia de poder continuaron durante los años que siguieron a la derrota de Alarcos, y si estas no fueron mayores y más sangrientas, ello sólo se debió a la energía que los reyes pusieron para moderar los excesos de los poderosos, alguno de los cuales pagó con la vida sus malas artes, y también a la existencia de ciertos tratados que estipulaban los territorios que cada reino iba a conquistar. Aquellos pactos sirvieron para impedir mayores reyertas fronterizas de las que cotidianamente tenían lugar, y a ellos debimos atenernos quienes dedicábamos nuestros esfuerzos a labores que otros, más capaces y mejor dispuestos y aprovisionados, hubieran debido tomar sobre sí.
La corte castellana pasó por muchos apuros, pues nuestro rey, Alfonso VIII, acosado por unos y otros en razón de su mayor poder, tuvo que defenderse de sus vecinos, pero como su autoridad era grande, los escarmientos surtieron efecto y al fin pudo dedicarse a lo que era tarea principal, es decir, la recuperación de los territorios perdidos ante los musulmanes, para lo que contaba con la ayuda de personajes tan batalladores como el arzobispo de Toledo, aquel que siempre había distinguido a Leonor con su amistad y en una ocasión nos llevó en su séquito a visitar la corte que por entonces se encontraba en Burgos, ciudad norteña que en siglos anteriores había representado un importante papel en el avance de los reinos cristianos en su camino hacia el sur.
El motivo no fue otro que la consagración y comienzo de las obras de la que iba a ser catedral de la ciudad, monumental construcción edificada al modo de las que estilaban los francos en su país, que habían arrinconado el antiguo uso de las recias y macizas paredes para sostener bóvedas y cubiertas y todo lo apoyaban en esbeltos y airosos pilares, que, pese a su aparente fragilidad, parecían alzarse hasta el Cielo.
De tal forma se manifestó don Rodrigo (nuestro amigo el arzobispo, pues de cierto que nos patrocinaba con ello) durante el largo viaje que nos llevó hasta la capital de aquella comarca a la que pertenecía Castrojeriz, y quien al tener noticias de mi afición a la cantería y otras ramas del saber que concernían a la construcción de edificios, encontró con quien conversar acerca de semejantes asuntos, que le interesaban sobremanera.
–Nos encontramos ante una revolución –me dijo– que introducirá la luz en el ámbito eclesial, en donde hasta el momento hemos permanecido en la más lóbrega de las sombras. Se han acabado los templos al estilo del de Cluny, que fama nos han dado en el orbe pero cuyas tinieblas son más acordes con las circunstancias que debieron vivir los primeros cristianos, recluidos en las catacumbas de las que nos hablan los bienaventurados padres de la Iglesia. Gracias a los enormes huecos que se abrirán en sus muros, la luz de la verdad iluminará la casa del Señor..., y tú, que eres joven, seguramente vivirás para verlo.
En aquel viaje llevamos con nosotros a Raquel y a los niños, y pasamos algunas jornadas cazando en Castilnuovo, en donde aposentamos al arzobispo y otras personas, de lo que quedaron muy satisfechos, alcanzando la ciudad a la que nos dirigíamos durante los más floridos días de la primavera castellana.
Las ceremonias que hasta allá nos habían llevado se celebraron ocupando tardes enteras y contaron con el mayor de los boatos, pues no en vano la corte de Castilla es una de las más importantes de Europa, y reyes y embajadores de países extranjeros siempre han tenido muy a gala asistir a cuantos fastos en ella se celebran. La ciudad estaba invadida de alborotadas gentes venidas de todas partes, pues los personajes importantes eran muchos y los séquitos abundantes, y presentaba el mejor de los aspectos, limpia y engalanada como pocas veces lo estuviera.
Una de aquellas tardes, en compañía de don Rodrigo asistimos a lo que llamaban lid de amores, que consistía en un intercambio de versos al modo de aquellos con los que Victorio nos deleitaba en ocasiones, salvando el hecho de que allí la homenajeada era nuestra reina, y también que los trovadores concursantes eran los de la corte junto a los venidos de tierras extranjeras, a los que se suponía gran empeño y sabiduría.
A lo largo de las paredes de la principal estancia palaciega, pues aquel larguísimo y monumental recinto era lo que llamaban el salón del trono, lugar en donde se celebraban los más solemnes actos, nos alineamos no menos de dos centenares de personas, todas lujosamente ataviadas. Luego, tras el silencio reclamado por los maestresalas, rodeado por media docena de caballeros entró el rey, a quien al pronto reconocí como el personaje que enfurecido pasó a nuestro lado durante el ocaso que siguió a la aciaga jornada de Alarcos. Tomó asiento en el más preferente lugar, sobre lo que parecía un sillón revestido con pieles de armiño y cubierto por un baldaquino que se situaba sobre un estrado y en el más iluminado extremo, y junto a él se situaron los caballeros que le acompañaban, que permanecieron en pie. Al fin, entre murmullos, seguida por sus damas entró la reina envuelta en una complicada túnica cobriza y un manto dorado. Recorrió la sala, se inclinó ante el rey y tomó a su vez asiento en un banquillo que se situaba un escalón más abajo.
Un trovador profusamente adornado apareció entonces en el extremo opuesto, y tras avanzar por el inmenso pasillo ante la curiosidad general, mirando agudamente a nuestra reina y con la aquiescencia del rey, que dio su consentimiento con una sonrisa, le dedicó unas loas que fueron muy celebradas por quienes allí nos encontrábamos.
Le siguieron otros, que se enzarzaron con el primero en la justa literaria, a modo de gritería, y en la que se pronunciaron frases de todas las índoles y condiciones, como aquella que rezaba,
Verdad dice quien ávido me llama,
y anhelante de un gozar profano;
que ningún placer tanto me inflama
como el deseo de un amor lejano. [13]
... que la corte en pleno rió, pues seguramente aludía a alguno de los asistentes.
De tal forma y durante un buen rato siguieron los plantos y tensones, los vejámenes a modo de chanzas y las descabaladas historias de celos y caballeros burlados con las que aquellos personajes de fábula dieron muestras de su talento, exhibición de ingenio que cuantos ocupábamos los laterales seguimos expectantes para finalizar gritando y aplaudiendo, pues como dijo uno de ellos a guisa de colofón, en esta distinguida corte del más grande de los emperadores, todos juegan y ríen...
Al fin, cuando llegó la hora de la despedida, los reyes se levantaron y, seguidos por sus séquitos, recorrieron lentamente la enorme galería saludando a unos y otros, y allí sucedió que cuando la reina pasó ante nosotros me contempló sorprendida, pues como debido a mi altura, mi cabeza sobresalía entre la de quienes nos rodeaban, aquello debió de llamarle la atención, y yo, que vi que me observaba con extrañeza, ensayé la inclinación que Leonor me había indicado como gesto más adecuado para cumplir con los poderosos, ante lo que ella sonrió e hizo un leve ademán con la mano. Luego continuó el paseo saludando a los que obsequiosos se agolpaban bajo los arcos, pero yo casi no me di cuenta, pues repentinamente me encontré muy ufano de la regia demostración y durante un buen rato no pude quitármela de la cabeza.
Sin embargo, no fue tan inusual gesto lo que más me sorprendió de la memorable velada, sino lo que a continuación ocurrió, y ello fue que, al observar al grupo de damas que a respetuosa distancia la seguían, de indistinta manera creí reconocer entre ellas a Ermentrude...
El corazón me dio un vuelco, pues habían transcurrido no menos de veinte años desde que, de la singular manera que narré, se despidió de nuestra casa calatraveña para ir a desposarse con un noble que por casualidad había conocido en la ciudad.
Yo permanecí paralizado por la sorpresa, y ni a Leonor pude explicarle con coherencia lo que había sucedido dentro de mi cabeza, pero cuando el cortejo pasó y se perdió por un pasillo, me aparté del grupo en que me encontraba y me dirigí a un criado, quien ante mi insistencia y explicaciones me pidió que esperara.
Al cabo de un momento volvió con ella, aquella señora que en efecto era Ermentrude, y cuando la tuve ante mí pude observar que, fuera de algunas arrugas que habían aflorado en su rostro, ni un solo ápice había variado la indagadora expresión que recordaba.
Me contempló perpleja y preguntó,
–¿Quién eres? –y yo, asimismo confuso, sólo pude decir,
–Usted se llama Ermentrude...
Ella me miró sorprendida.
–¿Cómo lo sabes?
Yo sonreí de la más ancha manera.
–Usted no puede recordarme porque yo sólo tenía diez años y he cambiado mucho, pero yo la he reconocido al instante. ¿No se acuerda de cuando vivió en Calatrava...?
Aquella señora me contempló veladamente, y su gesto fue tal que me pareció que lo hacía desde las brumas de un sueño.
–Sí –afirmó espaciosamente, y repitió–. ¿Quién eres?
Yo respiré hondamente, pues la situación me imponía, pero al fin recabé valor de mis adentros y dije,
–¿No recuerda que usted me enseñó a escribir a la luz de los velones...? Y a mi madre, muchos secretos de las huertas, que ella siempre tuvo en el mayor de las aprecios. Y aquello que decía... –y allí compuse la expresión y declamé,
Más que la flor de lis, blanca y clara,
tenía ella la frente y la cara...
Los ojos, tan grande claridad producían,
que a dos estrellas se asemejaban,
y la luna naciente parecían.
Ermentrude, al oír tales palabras, abrió los ojos estupefacta y, presa de la mayor de las confusiones, dijo,
–¡Ramoncito...! ¿Tú eres Ramoncito, a quien enseñé a leer y escribir y los fundamentos de la educación...?
Ermentrude no salía de su asombro.
–¿Eres tú...?, ¿de verdad...? –y allí se disiparon sus recelos, y de la más efusiva manera me abrazó y dijo,
–Pero, hijo mío..., ¡si estás hecho un hombre! Por Dios, quién me lo iba a decir..., encontrarte aquí, entre todos estos señores...
Leonor contemplaba la escena entre divertida y desconcertada, y yo me apresuré a presentársela a Ermentrude como la mujer que me había encumbrado en aquel lugar en el que tanto la sorprendía encontrarme, lo que no era para menos, y ella, tras rogarnos que la esperásemos y recabar la correspondiente licencia, no consintió en separarse de nosotros y nos llevó a un lugar apartado en el que pudimos conversar a nuestras anchas.
De mucho tratamos durante la tarde, y accediendo a sus requerimientos le narré lo sucedido desde entonces, la muerte de mis padres y mi adopción por el herrero; cómo había estudiado en Toledo y conocido a Leonor, y lo sucedido tras la batalla de Alarcos, y ella también nos contó sus andanzas por esos mundos y de qué forma había llegado hasta el lugar que ocupaba, pues su marido, uno de los famosos leales que a su lado había tenido siempre nuestro rey, había hecho carrera en la corte, y ella, debido a sus sabidurías, que yo conocía, y a su dominio de varias lenguas, se había convertido en dama de compañía y consejera de nuestra reina, importante cargo que dio origen a un nuevo suceso que relataré.
Ermentrude, entusiasmada con el inopinado encuentro, habló de ello a la reina, quien, al parecer también muy divertida, le dijo que quería conocernos, por lo que una tarde fuimos conducidos por varios criados a sus habitaciones, aquel sancta sanctórum en el que tan pocas personas tenían entrada.
Era un gran aposento de altas paredes de piedra que apenas dejaban ver los tapices que las cubrían, y al fondo, sentadas en sillones de madera y ante ventanales que se asomaban a un sinnúmero de verdeantes huertas, había un grupo de señoras de las que en seguida se adivinaba quién era la principal. Ermentrude, que estaba entre ellas, salió del grupo y, tomándonos de las manos, hizo que nos adelantáramos hasta su presencia.
La reina se levantó y, dirigiéndose a mí, sonriendo dijo,
–A ti ya te vi el otro día, pero ahora quiero conocer a tu mujer –y Leonor, ruborizada hasta la médula, poco menos que se arrodilló ante ella, tal y como ordenaban los cánones, pero nuestra reina, que no era amiga de semejantes ceremoniales, muerta de risa acudió al punto a levantarla.
–No, no, no hagas eso... Aquí nadie nos ve y podemos comportarnos como viejos amigos.
Luego la miró atentamente y dijo,
–Me han dicho que te llamas como yo. ¿Por qué tus padres te dieron este nombre? –y los dos, pasado el primer apuro, atropelladamente y quitándonos uno al otro las palabras de la boca nos adelantamos a contarle que ello obedeció a los deseos de su madre, la cual, como tanta gente hacía, la había bautizado con el nombre de la soberana a la sazón reinante, es decir, ella misma.
Ni que decir tiene que nuestras palabras contaron con su aprobación y que nos hizo sentarnos en la compañía de aquel cenáculo de atentas señoras rodeadas por numerosos perros, gatos y, me parecieron, algunas ardillas, tras lo que se interesó por nuestra vida y, de manera especial, por nuestros hijos.
–¡Los niños...! –dijo ella–, nuestro más importante patrimonio... No tengo a ninguno de mis hijos aquí, pero creedme si os digo que me gustaría que los conocierais. Alguno de ellos llegará a ser rey algún día, y para las mujeres... –y se dirigió a mí–, ya sabes que lo más importante son sus hijos.
Más tarde la conversación derivó por otros cauces, a los que procuramos corresponder con el mayor tino, y a juzgar por la atención que nos dispensaron, creo que de ello salimos airosos, y la reina, que parecía vivamente interesada en nuestras respuestas, que quizá juzgara como representativa de las de sus vasallos, de repente y dirigiéndose a Leonor dijo,
–¿Coses? –y mi mujer, que no había dado una puntada en su vida, contestó con aplomo.
–Por supuesto, señora –y entonces la reina, despojándose de un dedal de oro que portaba en un dedo, se lo entregó.
–Toma –le dijo–, es para ti. Así te acordarás de mí cuando lo uses.
Leonor se quedó deslumbrada ante semejante obsequio y a punto estuvo de iniciar un ademán de protesta, pero una velada seña de Ermentrude la contuvo y se limitó a dar las gracias con el asombro pintado en el rostro.
Luego sirvieron un refrigerio compuesto de bebidas heladas, pues como se aproximaba el verano el calor apretaba, y durante su transcurso, a instancias de los presentes hube de narrar algunas de mis aventuras, entre la que descolló mi paso por el suceso de Alarcos, aunque me cuidé muy bien de aludir en ningún momento a ciertos lances que allí había presenciado, y al fin, coincidiendo con la entrada de varios caballeros, se hizo el silencio, y la reina, levantándose, dijo,
–Espero volver a veros. Venid a visitarme cuando regreséis a Burgos, que es una bonita ciudad –y nosotros, entendiendo por sus palabras y la actitud de la sonriente Ermentrude que la audiencia había terminado, nos despedimos de tan amable auditorio y alcanzamos las calles, en donde, para celebrar a nuestro modo el insólito suceso, entramos en cuanto figón nos salió al paso, bebiendo y riendo en todos como dos enamorados, ya que eran pocas las ocasiones de que disponíamos para estar juntos y a solas como cuando habíamos sido jóvenes, y todo ello de la más anónima forma y rodeados por bulliciosas multitudes, pues sucedía que, con motivo de los fastos a que asistíamos, el sonido de los cuernos que anunciaban el toque de queda se retrasaba considerablemente y las rúas y tabernas aparecían atestadas.
En fin, que fructífero fue el viaje, y rematado, como era nuestra intención, por una larga estancia en el campo de Castrojeriz, en donde sentamos los reales durante algún tiempo, y, amén de dejar transcurrir los días en compañía de Rubén, unas veces en la fragua pero las más en su casa, secundados por Dulce y Andrea aprovechamos también el tiempo para instruir a los niños sobre la ingente variedad de paisajes y circunstancias que nuestra madre Tierra contiene, que de todo convenía que fueran aprendiendo, como así sucedió.
…
Otros fueron los hechos notables que tuvieron lugar durante aquellos años, como la guerra que se libró en el país de Gascuña por el territorio que pertenecía a nuestra reina, pues lo había recibido como dote en su matrimonio, pero dado que sus naturales nunca aceptaron tal acuerdo, pese a haber ocupado casi todo el territorio nuestro rey se retiró de el.
Las contiendas de aquellos años sirvieron asimismo para someter al rey navarro, que se había mostrado particularmente intratable, pues sin cesar invadía los dominios de Castilla y de improviso se encontró cogido entre las fuerzas que había al norte de los montes Pirineos y las que estaban instaladas en la parte del río Oja, en lo que eran las lindes con el reino de Aragón, lo que le forzó a firmar tratados por los que se obligaba a permanecer en su territorio y cesar en lo sucesivo con sus injustificadas y sangrientas incursiones en las comarcas aledañas. El resultado fue que los castellanos ocuparon la costa norte y se enviaron contingentes de pobladores a lugares como Motrico, Fuenterrabía, Laredo, San Vicente de la Barquera y otras villas del litoral, que durante el último siglo habían pertenecido al de Navarra.
En la frontera sur, es decir, la que nosotros, al propio tiempo que otras órdenes de caballería, amparábamos con los escasos medios de que disponíamos, no hubo grandes batallas, pero las entradas a saquear de unos y otros se sucedieron. El rey, que durante tales años no perdió de vista lo que allí ocurría, pues se encontraba preparando la batalla que le desquitara de lo acontecido en Alarcos y continuamente enviaba embajadas a Roma a fin de recabar del papa la condición de cruzada para sus proyectos, aportó rentas para sostener el larguísimo confín, y así dotó a las más importantes fortalezas fronterizas, como eran las de Uclés, Consuegra y otras varias, de buenos dineros que sustentaron el incesante guerrear, ejemplo del cual fue aquella algarada que tanta notoriedad alcanzó y en la que un regular grupo de cristianos mandado por el monje calatravo Martín, personaje que obtuvo justa fama de campeón, consiguió tomar el castillo de Salvatierra, que se encontraba al sur de mi ciudad y en territorio que los almohades tenían como propio. A tan atrevida hazaña contribuyó, según pude oír en Toledo, un musulmán cautivo, el cual, a cambio de recobrar la libertad, había indicado la existencia de un postigo desguarnecido por el que los asaltantes consiguieron introducirse a cubierto de las sombras de la noche.
En Yebel continuó nuestra vida sin grandes sobresaltos, puesto que nos separaba buena distancia de Calatrava, la más avanzada plaza de los musulmanes, y la tierra de nadie que mediaba entre una y otra había sido abandonada y permanecía desierta. Nuestra posición era arriesgada, pero también la de Calatrava, en donde ya no se celebraban mercados y cuyos ocupantes permanecían encastillados ante posibles asaltos, como sabíamos por los integrantes de las ocasionales caravanas que recorrían el camino que iba de Córdoba a Toledo y solían hacer aguada y aprovisionamiento en nuestras tierras.
Durante un tiempo nos limitamos a vigilar los caminos y enviar algunos hombres a las incursiones que otros emprendían, pero luego nos encontramos preparados para iniciarlas por nuestra cuenta, y la primera medida que tomé fue la de enviar a Toledo a Leonor y a Raquel con los niños, pues daba por seguro que cuando se corriera la voz de nuestras andanzas, los musulmanes no tardarían en intentar devolvernos el golpe. Luego, de acuerdo con nuestro amigo el arzobispo de Toledo y contando con su anuencia, sopesamos varias ideas, entre la que destacaba la de atacar Calatrava, que tan bien conocíamos, pero las murallas de nuestra ciudad se nos antojaron un bocado demasiado grande para las fuerzas de que disponíamos, no más de dos centenares de jinetes, y optamos por dirigirnos a las sierras de Alcaraz, que lindaban con el reino de Murcia, y ver lo que allí encontrábamos. Era aquel un agreste y peligroso territorio, pero confiábamos en la sorpresa, pues nadie se atrevía a internarse tan profundamente en territorio enemigo, y, a menos que tuviéramos un fortuito encuentro con alguna de las partidas de bereberes que recorrían la frontera, podríamos acceder a cualquier lugar que se encontrara desprevenido.
Tras abandonar Yebel, en donde dejamos a Hernán con el encargo de permanecer ojo avizor ante lo que pudiera suceder, Moisés y yo, al mando de una fuerza en absoluto desdeñable, emprendimos la marcha con el concurso de un guía que aseguraba conocer las fragosas regiones que pretendíamos alcanzar.
Largos días cabalgamos por comarcas desiertas, pues lo hicimos apartándonos de los caminos y evitando las escasas poblaciones que aún perduraban en aquellas tierras sin dueño. Atravesamos pantanosos ríos de escaso caudal y amarillentos juncos, cuando no cauces secos por completo, y de continuo pedregosas sierras y calcinadas mesetas en las que sólo crecía el esparto, tras lo que pronto nos encontramos en lugares desconocidos, lugares que se situaban muy al sur del castillo de Uclés, plaza fortificada administrada por freires santiaguistas y más meridional ciudadela de los cristianos en tan apartados contornos, y como desconocíamos el territorio que hollábamos, enviamos grupos de exploradores que nos precedían y con los que nos comunicábamos mediante el antiguo artilugio de mi invención que ellos conocían como «rayos del sol», mecanismo con el que nos hacíamos señales y que, a mis instancias, había sido perfeccionado por Peregrino y, abandonada su primitiva y complicada forma, presentaba el aspecto de un simple espejo.
Al fin, una mañana, el guía, individuo de aspecto renegrido que husmeaba el aire con ferocidad y, en vez de espada, portaba un hacha en la cintura, nos indicó que estábamos cerca de la villa a la que nos dirigíamos. Lejanas ahumadas así lo confirmaron, y rondando el mediodía y habiendo sobrepasado la última cresta, ante nosotros se presentó el lugar en toda su magnificencia.
Era aquella una floreciente localidad emplazada en una pequeña y desértica planicie rodeada por pardas lomas, y su situación era tal que parecía difícil de encontrar entre las abruptas montañas. Las llanadas contiguas estaban cubiertas de huertas convenientemente comunicadas por acequias, y aquí y allá se observaban grupos de palmeras a modo de oasis. En su centro, no menos de un centenar de apiñadas casas de adobe componían la población, pero estas, lejos de ser infames casuchas como las que formaban las aglomeraciones que se asentaban en las zonas en perpetua guerra, tan a menudo asaltadas por unos y otros, eran erguidas construcciones de hasta cuatro y cinco alturas que zigzagueaban formando angostas callejas y se apretujaban dentro de un abandonado cinturón defensivo, algunos lienzos de discontinua y antigua muralla rematada por torres en las esquinas, pues como los moros se sentían seguros lejos de la frontera, habían descuidado semejante aspecto. Las ventanas de los edificios se presentaban cubiertas por los blancos y ondeantes lienzos que los habitantes de aquellas calurosas regiones utilizan para defenderse del calor, y de varios tejados se desprendían débiles humos que señalaban la situación de los hogares.
El aspecto, pese a la aridez del terreno, era bucólico, y el conjunto semejaba una fantástica visión de lugar desprevenido y anclado en un mar de tiempo en el que nunca sucede nada, fuera del callado trabajo e incansable crepitar de los gusanos productores de la seda, de los que algunos de los nuestros aseveraron su existencia en el recóndito paraje.
Palmeras, huertas, acequias y caminos dibujaban un confiado vergel, y no parecía existir sombra de guarnición que obstaculizara nuestros planes, pues seguramente los ejércitos del reino al que pertenecían estaban ocupados en asuntos guerreros que se desarrollaban en tierras lejanas, pero cuando nos divisaron, ya que nuestra fuerza había aparecido de improviso sobre la cuerda de la loma, la lilaila característica de los sarracenos surgió de las apretadas calles y pronto vimos cómo grupos de niños, que hasta aquel momento habían jugado en las huertas y los estanques, corrían como almas que lleva el diablo a refugiarse entre las casas.
Formé una embajada para tratar con el cadí sobre lo que había de hacerse, y treinta caballeros, acorazados hasta el extremo, descendieron calmosamente hacia la planicie y se instalaron convenientemente desplegados en el arrabal, cerca de las primeras construcciones.
Durante unos momentos no sucedió nada, aunque en seguida una lluvia de piedras, acompañadas por alguna flecha, cayó sobre el grupo más cercano, que retrocedió hasta ponerse fuera del alcance de los proyectiles, pero como los emboscados moradores se encontraban desamparados ante la inesperada presencia de tantos y tan indeseados huéspedes, sin cesar ni un momento en los gritos que surgían de la ciudad entera, y con su acompañamiento, tres nerviosos y vociferantes individuos tocados de chilabas y turbantes surgieron de una calle y, desgranando una ininteligible letanía con la que sin duda intentaban aplacar al soliviantado vecindario, tales eran sus gestos, a la carrera llegaron cerca de quienes les aguardaban, ante los que se postraron en el suelo. La comisión conferenció con los nuestros durante unos momentos, y luego, escoltados por algunos caballeros, subieron hacia donde los esperábamos.
Fue el guía quien ofició de intérprete, pues conocía su extraña lengua, que poco tenía que ver con las jergas que empleaban los musulmanes, y entre innumerables reverencias y juramentos de adhesión y fidelidad, tal era su pánico, atestiguaron la ausencia de tropas, que estaban lejos, y su inmediata disposición para lo que ordenáramos, ofreciéndonos sus haciendas y rogándonos al propio tiempo que respetáramos las vidas y las mujeres.
En sus palabras creí oler la traición, aunque ignoro por qué se me ocurrió aquella idea, y ordené que algunos grupos constituyeran guardias en las lomas cercanas y nos mantuvieran al tanto de quienes pretendieran acercarse, y luego, de acuerdo con lo pactado, establecí que de ninguna manera se hiciera mal a aquellos seres indefensos, como pretendían algunos de los que nos acompañaban, en especial varios jóvenes caballeros ultramontanos que hacían sus méritos en nuestra compañía. Tras obligarles a retirarse a la retaguardia dispuse que hombres de confianza se adentraran en las callejuelas y revisaran las casas en busca de riquezas y todos aquellos que seguramente se habían ocultado, pues contábamos con que la mayor parte de los varones hubieran huido al monte y el resto estuviera escondido en los sótanos de las casas, como en efecto sucedió.
Encontramos muchas monedas y piedras preciosas, en especial en las casas de algunos judíos que parecían ser importantes personajes en lugar tan apartado de los que creíamos que eran sus ámbitos preferidos, y también a ellos mismos, los que por razón de su edad no habían podido huir, y asimismo encontramos algo que no esperábamos, como fueron dos docenas de esclavos que, en medio de la mayor de las miserias, pues estaban aherrojados en un calabozo subterráneo, aguardaban su próximo destino; había blancos y negros, cristianos que respiraron con alivio cuando oyeron hablar su lengua y otros que manifestaron de igual manera su júbilo, aunque no entendiéramos las palabras que pronunciaban, pero también hallamos algo con lo que no contábamos, como fueron la multitud de herramientas en las que sin duda trabajaban cuando llegamos y que habían sido apresuradamente abandonadas, como husos, ruecas y telares propios para las labores de hilado, devanado y urdimbre, que nos dieron indicios sobre la industria a que se dedicaba aquella población. Luego descubrimos sutiles tejidos que hubo quien reconoció como de valiosa seda, y al fin los célebres capullos productores de tan delicados hilos, que algunos habían mencionado durante el viaje.
Junto con hojas de algún árbol y sobre innumerables bandejas que había en los sótanos estaban esparcidos aquellos diminutos animales que al principio tomamos por basura, y el guía, el tosco individuo que parecía haber habitado durante toda su vida en una caverna, tales eran sus modales, rompió su laconismo y, movido por una agitación sin precedentes, nos aseguró que semejante botín suponía el más opulento de los tesoros, superior al oro, pues los habitantes de aquellas lejanas regiones practicaban su cultivo en el mayor de los secretos para que nadie pudiera fabricar los apreciados hilos, que ocultaban cuidadosamente a cuantos extranjeros pasaban por sus tierras, y cometeríamos una imperdonable torpeza si no los llevábamos con nosotros.
Amén de los lienzos ya fabricados, que me sorprendieron por su ligereza y vivos colores y reconocí como las sutiles materias de las que se componían algunas ropas que utilizaba Leonor, cargamos con una buena cantidad de aquellos delicados animales, de los que imaginé que ninguno llegaría vivo a su destino tras la travesía de las montañas, y varios cestos que, con el mayor de los cuidados y siguiendo las indicaciones del guía, llenamos de sus huevos, minúsculas y amarillentas bolitas que él aseguraba ser fuente de ingentes riquezas; asimismo recogimos gran cantidad de hojas de los árboles que nos indicó, pues eran su único alimento.
El ganado fue agrupado fuera del pueblo, que no fueron pocas las reses que nos vinieron a las manos, en especial dromedarios y pollinos, y aunque yo hubiera preferido no pasar allí la noche, pues temía cualquier intempestiva aparición, más en lugar tan sumamente apartado y desconocido, Moisés y otros de mis capitanes insistieron en dar descanso a la tropa después del largo viaje y emprender el regreso durante la mañana siguiente.
Así pues, habiendo redoblado las guardias y las precauciones, di orden de que nadie tocara la comida que los naturales pudieran ofrecerles y evitaran todo contacto con ellos, pues suponía que los desmanes iban a resultar inevitables, y cuando extramuros nos ocupábamos en asar unos famélicos asnos y había enviado a Moisés al frente de un grupo para asegurarme de que se cumplían mis instrucciones, ellos volvieron con algunos de los soldados a quienes habían encontrado con mujeres y que presentaban los primeros signos de embriaguez, y lo que era peor, lo que nos pareció envenenamiento, pues a duras penas podían mantenerse en pie y expulsaban de sus cuerpos abundantes líquidos por todos los poros. Luego unos cuantos cayeron redondos, con la mirada vidriosa y apagada, y nada pudimos hacer por ellos.
Noche borrascosa fue aquella, en la que debimos emplear toda nuestra energía para frenar lo que siguió, pues algunos mostrencos de la tropa, enardecidos por el engaño de que habían sido objeto, se desparramaron por las callejas clamando venganza, y sólo usando de brutales modos conseguimos detenerlos, aunque no sin que antes muchos se tomaran la justicia por su mano, peculiar venganza, pues habida cuenta de que los encantos que habían exhibido las traidoras moritas fueron la causa de tal desenlace, respetando la palabra que habíamos dado, que certificaba que no íbamos a forzarlas, se aseguraron de que en lo sucesivo no pudieran fornicar con nadie, por lo menos en aquel lugar, para lo que rebanaron los testículos a todo lo que intentó interponerse en su camino, ya fueran hombres o animales, jóvenes o viejos.
Al fin, con semejante cosecha de restos sanguinolentos colgando de los árboles de la plaza como siniestro trofeo, conseguimos detener la escabechina y que cesaran los gritos y las carreras, para lo que hubimos de emplear todas nuestras fuerzas, y cuando se presentó el amanecer y hartos de desórdenes dimos la orden de marcha, nos encontramos con que algunos de nuestros hombres, principiando por los ultramontanos que con nosotros venían, que habían perdido a varios de los suyos, en una gran hoguera que habían hecho en el centro de la desierta y silenciosa plaza, pues sus habitantes estarían sin duda escondidos en lo más profundo de las covachas, habían asado los profanos restos que dije, y entre innumerables gritos los estaban devorando acompañados por el vino que extraían de algunas barricas que los desposeídos, pese a su condición de musulmanes, ocultaban cuidadosamente. Después, como fuera que se había agravado la dolencia que afligía a varios de los enfermos, algunos de los cuales habían expirado en el curso de la noche, tras hacer acopio de agua arrojaron a los pozos los inmundos cadáveres de sus compañeros, a los que siguieron los de los animales muertos y cuantos cuerpos en podredumbre encontraron, y al fin, quienes pudieron defecaron estruendosamente en las aguas ya corruptas.
Ni siquiera aguardamos a que finalizara la siniestra orgía, pues no deseábamos otra cosa que partir cuanto antes, y haciendo caso omiso de aquella veintena de vociferantes animales emprendimos el regreso abandonándolos a su suerte, aunque no sin dejar atrás un grupo de los que aún conservábamos enteros para evitar ser perseguidos por fuerzas que pudieran aparecer de improviso, ya que presumíamos que algunos de los habitantes de la ciudad se habrían dirigido a poblaciones cercanas en demanda de auxilio.
Aquellos caballeros o atletas de Cristo, que de tal forma se complacía el vulgo en denominar a quienes llevaban a cabo tan penosas incursiones, por lo general desordenadas, carentes de fruto y en las que nunca era seguro el regreso, durante los días que siguieron expiaron sus faltas, pues no de otra manera cabría calificar las penalidades que sufrimos mientras duró el largo viaje de vuelta. El mal que había afectado a quienes quedaron sobre el campo se propagó a casi todos los demás, pues sin duda los moradores del lugar habían envenenado las aguas cuando llegamos, y si las manifestaciones resultaron benignas y no hubo que lamentar otras muertes, ello seguramente se debió a que el guía, que resultó saber mucho más de lo que por su aspecto hubiera podido adivinarse, se medicinó comiendo aquellos huevos de gusano que en gran cantidad llevábamos y animó a los demás a hacerlo, y como por su expresión parecía que el remedio surtía efecto, le imitamos y los trastornos cesaron y al menos nos permitieron cabalgar hasta el punto de partida.
No tuvimos por fortuna encuentros dignos de mención, a los que con dificultad hubiéramos podido hacer frente, y quienes encontramos en el camino se apartaron prudentemente, pues aunque enfermos y descabalados, semejábamos una fuerza considerable. Luego, tras sortear Calatrava y otras plazas igualmente enemigas, al fin, una tarde, divisamos los almagreños muros de Yebel, lo que produjo gran jolgorio y alegría en la columna, pues suponía la conclusión de la prolongada aventura.
Los gusanos de la seda, que tantas preocupaciones y zozobras nos causaron, no alcanzaron su destino, tal y como había imaginado, pues los que no murieron durante el camino encontraron acomodo en nuestros desprovistos estómagos, que necesitados estaban de ellos. El guía, una vez más, nos pintó sus virtudes con las más vivas de la luces, y como poco teníamos que echar a la barriga, acabamos por devorar su sabrosa carne, que sabrosa resultó, hasta agotarlos. Sólo restaron algunos huevos que mostré a Peregrino, quien dijo desconocer lo que se hacía con aquellos animales, pero también afirmó que indudablemente en Toledo encontraríamos quien estuviera deseoso de adquirirlos, pues su valor era proverbial y él también lo conocía, aunque cuando quisimos venderlos resultó que en la ciudad eran moneda común y existían varios talleres en los que se cultivaban, lo que todos ignorábamos, por lo que a la postre no sirvieron para otra cosa que para la confección de una harina que la señora Mayor fabricó en un mortero y dio de comer a nuestros hijos, pues sus bondades eran singulares y muy alabadas por los curanderos, según dijo.
Mi familia, junto con Raquel y Rodrigo y sus vástagos, amén de doña Mayor y otros criados a cuyo frente estaban Yúsuf y Victorio, permanecieron en Toledo, ciudad en la que ellos se encontraban sumamente a gusto y yo prefería que residieran, sobre todo en lo que tocaba a mis hijos, pues aquel páramo fronterizo de Yebel no era el lugar más adecuado para educar a unos niños, como de sobra sabía quien pasó la infancia en Calatrava entre mulos, cochinos y malhumorados soldados y arrieros.
Nuestros viajes entre unas y otras tierras continuaron, pues era de necesidad visitarlas periódicamente, aunque Rodrigo se ocupaba de ello y nos excusaba de buena parte de los trabajos, pero con todo aún encontré tiempo para acompañar a nuestra hueste en otras salidas, correrías que se prolongaron durante los tiempos que siguieron y no resultaron tan desastrosas como la jornada que narré.
En cierta ocasión dirigimos nuestros pasos hacia el sol poniente, pues sentía el inaplazable deseo de llegar hasta el océano, que ansiaba conocer. El mar nos rodeaba desde las cuatro direcciones de los vientos, pero el viaje para alcanzarlo era muy largo, y aunque en ocasiones Leonor y yo habíamos hablado de acercarnos hasta él, nunca pudimos llevar a cabo tal proyecto pues otras ocupaciones lo impidieron, y tras mucho recorrer las enormes llanuras y montañas de nuestro reino, viajes que nos llevaban hoy aquí y mañana allá, siempre nos encontrábamos a gran distancia de sus orillas.
Aquel primer empeño resultó frustrado, pues después de visitar las tierras del sur del reino de León, fronterizas con las musulmanas de Badajoz y Sevilla y en donde se desarrollaba importante pelea, establecimos vínculos con las Órdenes de aquellas regiones, que defendían famosas fortalezas, y acompañamos a una nutrida hueste en una de sus algaradas veraniegas, pero como la pesada impedimenta del ejército, pertrechado de hierros hasta el extremo, retardaba nuestro más ligero paso, tras un par de escaramuzas que no tuvieron historia retornamos a nuestras tierras sin haber obtenido resultados. Estuvimos cerca del reino de Niebla, aledaño al de Sevilla y en donde decían que se encontraba don Ramiro, el noble leonés que pretendió en tiempos a Leonor y del que tuvimos que guardarnos, y aunque no me hubiera importado pagarle con su misma moneda y haber conducido la tropa contra sus posesiones, urgidos por otros asuntos abandonamos la empresa.
Luego, transcurridos unos meses y cuando actuábamos como refuerzo de un ejército aragonés que marchaba hacia la tierras orientales de la península, el Destino me condujo a donde más deseaba. Intervinimos en algunos cercos a castillos y otros lances de parecido jaez, en donde se demostró la habilidad de mi gente, someramente equipada y dotada de gran movilidad, y habiendo finalizado con bien la campaña y cuando el grueso de las tropas se aprestaba a retirarse, pues ya se adivinaban las primeras luces del otoño, como nos encontrábamos muy cerca del litoral insistí en acercarme hasta él con el reducido grupo de soldados que se avinieron a acompañarme en lo que llamé salida a descubrir, y he aquí que una buena tarde, al coronar una de las peladas crestas, pues las tierras cercanas a la costa, además de desérticas resultaban especialmente áridas y baldías, ante nosotros se presentó un formidable espectáculo que extasió a cuantos pudimos contemplarlo, y yo, pese a haber oído mucho acerca de su aspecto y naturaleza, nunca había podido imaginar.
Era aquella una infinita y resplandeciente llanura azul que refulgía con miles de cambiantes destellos, el mar de los antiguos tantas veces cantado por los poetas griegos y latinos y cuyas alabanzas conocía de mis lecturas, aunque cuando lo tuve ante mí ponderé como muy parcos sus elogios. Era aquella inmensidad el océano que conocía de labios de Leonor, y jamás, ni en mis sueños, había logrado concebirlo en su verdadera sustancia. Aquel que se mostraba ante nosotros estaba contenido por cadenas montañosas que se alzaban a derecha e izquierda y se adentraban en las aguas, formando un gran seno en el cual aparecían y desaparecían blancas manchas que semejaban voluble y remota espuma. Más allá, en la distancia, seguramente ocultas por el horizonte navegarían las embarcaciones que mencionaban los libros, las trirremes y cuatrirremes de que daban testimonio Plinio, Estrabón y tantos otros...
Era aquel, en suma, el Mare Nóstrum, en una de cuyas orillas habitaba Alejandro, que a menudo se había referido a él..., pero poco más pude meditar sobre tales cuestiones, pues como ninguno de los que allí estábamos habíamos contemplado nunca nada igual, a los primeros momentos de estupor siguió un espontáneo griterío que se levantó entre los asombrados jinetes, y tras ello resultó que desenfrenadamente descendimos las cuestas que nos separaban de la azul superficie, y después de desembocar en una extensa y arenosa planicie, que recorrimos al galope, alcanzamos las ondas blancas y cambiantes en las que nos introdujimos sin apearnos de las monturas, y de cierto que estas lo agradecieron, pues lo hicieron con suma complacencia.
El agua resultaba tan transparente que permitía contemplar los innumerables guijarros de que se componía el fondo, y como estaba muy fría me faltó tiempo para, imitando a algunos compañeros, arrojarme sobre ella, lo que, pese a la cota de malla y otras vestiduras, me produjo el mayor de los placeres. Lucía una tarde ventosa y soleada, y permitiendo que nos cubrieran las escasas ondas, que de verdad semejaban vaporosas y muy efímeras burbujas, arrastrándonos, gritando y riendo a voces dejamos transcurrir un largo rato, pues el día había sido caluroso y polvoriento y aquello nos purificó mejor que cualquiera de los renombrados baños toledanos. Allí estábamos cuando, repentinamente, discurrió raudo un grupo de fugaces peces bajo los pies de los caballos, que asustados se apresuraron a ganar la orilla, y quienes en las aguas yacíamos, en nuestro jolgorio intentamos aferrar algunos de ellos, pero resultaban tan escurridizos que sólo agua entre las manos nos restaba cuando creíamos haberlo conseguido.
Aquella extraña y prodigiosa planicie se prolongaba hasta donde alcanzaba la vista, y nada daba indicios de que hubiera lugares habitados en las cercanías, pero en previsión de cualquier asechanza, pues hollábamos tierras extrañas, dispuse que varios de los soldados se dirigieran hacia las lejanas lomas que a uno y otro extremo se divisaban, y desde ellas vigilaran los campos circundantes. Luego, dispuestos a pasar la noche en tan paradisíaco lugar, pusimos a secar nuestras ropas y encendimos hogueras en las que preparar los parcos alimentos que llevábamos con nosotros. Lamentamos no haber podido atrapar algunos de aquellos peces, que hubieran completado la frugal comida, pero tras los arduos trabajos que nos habían deparado las jornadas anteriores, días de guerra y polvo, bajo la luz de las estrellas y con el acompañamiento del silencio y las brasas de las lumbres descansamos con mayor holgura y placer que en el más mullido de los lechos.
Transcurrieron las horas, y cuando amaneció regresaron algunos soldados con la noticia de que a escasa distancia se encontraba una pequeña aldea, que imaginamos de pescadores, y como nada teníamos de comer y supusimos que allí encontraríamos lo que necesitábamos, tras levantar el campo nos dirigimos hacia ella.
La sorpresa y el temor que en las caras de sus desprevenidos habitantes se pintó ante nuestra aparición, fueron seguidos por una veloz desbandada hacia las tierras del interior, pero yo me ocupé de impedir cualquier clase de desafuero, conteniendo a los soldados y dejando que quien quisiera se ausentara, que fueron todos, y tales carreras hubo, y tan atropelladas resultaron, que algunas de aquellas personas acabaron en el suelo presas de su aturdimiento, y al fin, incapaces de moverse, fueron conducidas ante mí.
Requerí la presencia del intérprete y le dije,
–Diles que no hemos venido a matar a nadie, sino en busca de comida –y uno de ellos, que parecía más despierto que los demás, señaló nerviosamente hacia unas pobres construcciones de carcomida madera que se levantaban en la orilla.
Varias barquichuelas descansaban sobre las piedras, y a su lado y sobre unas esteras observamos unos enormes peces destripados, animales mucho más grandes que los que el día anterior habíamos visto y presentaban un aspecto terso y brillante. Aquel individuo, que nos contemplaba con sumo temor, se dirigió hacia ellos provisto de un cuchillo, y con la mayor habilidad cortó uno a lo largo dividiéndolo en dos pesadas partes, que enarboló para que las viéramos. Su carne era roja, lo que seguramente se debía a la sangre que chorreaba, pero su aspecto era tan apetitoso que no lo pensamos ni poco ni mucho, y de inmediato, en la más principal y despejada plaza del poblado, y sobre hogueras que hicimos para ello, asamos aquellas tajadas sanguinolentas de las que todos afirmamos su deleitosidad y comimos hasta hartarnos, y a los francos que venían con nosotros y no quisieron participar en el lujurioso banquete, pues lo tachaban de inmundo, les dimos unas escuálidas gallinas que se amontonaban en uno de los corrales. Ellos se sintieron aludidos en su orgullo, pero habida cuenta de nuestras fuerzas y las ceñudas miradas que les dirigieron quienes me rodeaban, entre las risas de los demás hubieron de conformarse con lo que se les ofrecía, pues en las hogueras las asaron y dieron cuenta de ellas.
Luego, finalizado el monumental ágape, volvimos a las monturas y, entre gritos, risas y carreras que espantaron a los escasos seres que con temor observaron la partida, reemprendimos la marcha que había de devolvernos a nuestros lares, lo que al cabo de los días conseguimos sin que hubiera lugar para otras aventuras dignas de ser narradas.
…
Las hazañas de Ramón el de Calatrava, como me conocían, y su hueste, a la que atribuían pacto con el Maligno pues era proverbial nuestra imprevisible capacidad de movimiento, ya que tan pronto aparecíamos aquí como allá, fueron pronto célebres en la región, y, según supe, hubo varios caudillos sarracenos que, aprovechándose de mis periódicas y dilatadas ausencias, las cuales eran motivadas por los viajes que nos llevaban a lo ancho y largo del territorio de Castilla, presumieron de habernos derrotado e incluso de haberme dado muerte.
De tanto en cuanto corrían leyendas como aquellas por la frontera, a veces aumentadas y a veces disminuidas por la fantasía de las gentes, y de ello resultó que Yebel estuvo en boca de todos como lugar fabuloso en el que sus encastillados ocupantes, héroes según el sentir de los humildes, gozaban del favor y protección del Cielo y sus ejércitos angélicos. No era desdeñable nuestra fama, pero debido a ella corrimos una aventura que en trance estuvo de acabar mal para las personas que durante aquellos días allí nos encontrábamos.
Una vez, una sola vez durante todos aquellos años, hubimos de soportar el asedio de una considerable y belicosa fuerza de bereberes que, provistos de algunas máquinas, intentaron abrir brecha en los muros y penetrar en la población, pero como las patrullas que Hernán tenía en constante movimiento nos avisaron con antelación, tuvimos el tiempo suficiente para alojar a las gentes en el interior del recinto amurallado y enviar mensajeros a uña de caballo hacia Toledo y Consuegra, únicos lugares de las proximidades de los que podíamos esperar socorro, puesto que, encontrándose la mayor parte de los hombres de armas en tierras lejanas, nuestro número no pasaba del centenar.
Sin embargo, no era tarea de un solo día penetrar en Yebel, pues el camino que conducía hasta su única y fortificada puerta discurría durante un buen trecho junto a la muralla y bajo ella, y su margen opuesta estaba limitada por un largo foso, que si bien se encontraba seco pues aquel había sido año de pocas lluvias, constituía un considerable y vertical talud del que resultaba difícil salir si por torpeza caías en él, sobre todo para una caballería. Era por tanto el camino una trampa en la que pocos se atrevían a internarse, pues desde el adarve llovían los proyectiles sobre los expuestos asaltantes, y todo ello para acabar llegando ante uno de los cubos de la muralla, torre que albergaba la puerta y estaba rematada por múltiples matacanes, agresivos y guarnecidos balcones desde los que se arrojaban flechas, calderos de hirviente pez y piedras de gran tamaño. Por si aquello fuera poco, una vez ante el macizo portón, que estaba reforzado con planchas de hierro para prevenir que fuera incendiado, los asaltantes se veían obligados a girar para abordarlo, y en el escaso hueco que mediaba entre el foso y la pared no cabía ninguna de las máquinas de sitio, que hubieran caído irremediablemente al abismo si alguien hubiera tenido la osadía de transportarlas hasta allí.
Tan complicado modelo no era de nuestra invención, sino una copia de los poderosos postigos que guardaban la ciudad de Calatrava, de los que siempre admiré su solidez y cuya reciedumbre era por todos conocida, pues escasas habían sido las ocasiones en que los ejércitos enemigos consiguieron traspasarlos.
La refriega, que iba a durar varios días durante los que hubimos de emplearnos a fondo, comenzó con un intercambio de truenos, pues nosotros conservábamos en una bodega algunos de aquellos envoltorios del polvo negro que tantas molestias nos había causado, y nos pareció ocasión oportuna para hacer uso de ellos. Los bereberes, por su parte, tras su llegada saquearon los abandonados predios de la vecindad, incendiando las cosechas y llevándose el ganado que había quedado en el campo, y seguramente encontraron el barril que tiempo atrás habíamos abandonado en una cabaña apartada, pues desde lo más profundo del bosque nos llegaron los ruidos de varios de los truenos que tan bien conocíamos, a los que siguieron lejanas columnas de humo y cierta conmoción entre las filas que, ocultas como mejor podían, acechaban las murallas que nos protegían.
Durante la primera tarde no sucedió nada y aprovechamos para reforzar las defensas, aleccionar a los labriegos que podían hacer uso de las armas, aunque fueran novatos en tales lides, y lanzar con las catapultas unas ardientes bolas de paja que incendiaron el más cercano sotobosque, lo que obligó a sus avanzadillas a retroceder en busca de nuevos refugios, pero cuando amaneció y nos aprestábamos para rechazar lo que suponíamos inminente ataque, pues Yebel se encontraba cerca de Toledo y en cualquier momento podían aparecer las huestes del arzobispo, de las que de sobra debían de tener noticias, se destacó una tropilla cuidadosamente ataviada con intención de parlamentar.
Permanecieron a prudente distancia, pues sin duda desconfiaban de lo que pudiera suceder, y a gritos y en un torpe lenguaje que apenas comprendimos, nos intimaron a rendirnos y entregar la plaza a cambio de dejar salir a sus ocupantes. Aquellos compromisos, sin embargo, eran comunes y nunca se cumplían, por lo que, a guisa de respuesta, desde lo alto de la muralla Moisés lanzó sobre ellos y con todas sus fuerzas uno de los renegridos envoltorios del maloliente polvo negro. El trueno que siguió, y que sin duda no esperaban pues el proyectil cayó cerca del lugar que ocupaban, derribó algunos de los caballeros y puso en desordenada fuga a los restantes, y como después recibieron una lluvia de aguzadas saetas, la embajada se apresuró a refugiarse entre el resto de las tropas, que habían asistido atónitas al suceso.
Tras momentos de estupor y muchos gritos y correr de caballos, observamos que trasladaban una de las algarradas y la colocaban cerca de los muros. Supusimos que con ello pretendían devolvernos el golpe arrojándonos piedras o cualquier otro proyectil, pero sin duda el Altísimo estaba de nuestra parte, pues les aconteció el mismo percance que nosotros habíamos sufrido durante anteriores experimentos con la intratable sustancia que era el polvo negro, y fue que, después de colocar en la cuchara algo a modo de barril, al accionarla el trueno se produjo en la misma máquina, haciéndola añicos y dejando varios cuerpos tendidos sobre el terreno, lo que provocó un enorme y jubiloso griterío entre quienes defendíamos el baluarte.
Luego nos lanzaron unas mulas, unos fornidos animales que, azuzados por unos cuantos jinetes, se dirigieron con su cansino trote hacia la puerta de la muralla. Aquellas mulas que muy a regañadientes recorrían el arriesgado pasaje despertaron nuestra atención, pues algunas de ellas portaban sobre su lomo lo que parecían arteras trampas, sucios envoltorios de tela de saco que quizá contenían ponzoñas u otras cualesquiera de las sustancias que se utilizaban en los sitios, ante las que convenía prevenirse. No dejamos por tanto aproximarse a los animales, y tras una señal del cuerno algunos fueron abatidos a flechazos y cayeron por el terraplén..., provocando truenos que conmocionaron el aire de la mañana y dejaron el talud maltrecho, pues sin duda transportaban envoltorios de polvo negro, mientras que las que quedaron en pie dieron media vuelta y emprendieron la huida entre enorme confusión y polvareda.
Como con sus frustradas maniobras agotaron seguramente el endemoniado polvo que habían encontrado en el bosque, y del que sin duda esperaban sacar mayor provecho, no volvieron a intentar nada parecido, y como, además, la puerta parecía inalcanzable, no fue por ella por donde intentaron el asalto, sino antes bien pretendiendo derribar alguno de los lienzos de la muralla, para lo que contaban con el auxilio de varias máquinas a modo de muruecos que durante el resto del día instalaron frente al bastión más desprotegido, el ala que miraba hacia oriente, y con las que comenzaron su demoledora labor llegado el crepúsculo.
Allí comprobamos la robustez de la fábrica que habíamos levantado, pues las máquinas de los bereberes, adecuadas para batir paredes de ladrillo como las que se encuentran en sus países, se mostraban torpes e ineficaces si tropezaban con gruesos muros de inquebrantable piedra. Los golpetazos se sucedieron durante toda la noche, pero caro lo pagaron, pues desde lo alto del adarve arrojamos saetas, piedras y líquidos hirvientes sobre sus servidores, los cuales, aunque intentaban cubrirse con testudos, de tanto en cuanto se veían obligados a abandonar el campo para rehacerse y retirar los cuerpos de los heridos, aunque continuaban luego su ruidosa e inútil tarea, que inútil resultó, pues con las luces del amanecer comprobamos que sus esfuerzos habían sido vanos, ya que, aparte de algunos desconchones menores, la pared se mantenía intacta y nada presagiaba que pudieran hacer mella en su tenaz sustancia.
Durante la primera hora de la mañana y desde nuestra atalaya contemplamos ansiosamente los lugares por los que podrían llegar los auxilios, pues los bereberes, a la vista de lo baldío de sus trabajos, se preparaban para lanzar un asalto, lo que al fin intentaron por dos lugares a la vez y al ritmo del tronar de los tambores a que tan aficionados son los pueblos del norte de África.
Moisés, Hernán y yo hubimos de multiplicar nuestros gritos y esfuerzos para frenar aquella avalancha de energúmenos, lo que a duras penas conseguimos ante la primera acometida, que fue la más impetuosa y multitudinaria, aunque en los momentos de mayor zozobra no estuvimos solos, pues aparte de contar con el centenar de curtidos soldados que dije, los labriegos y algunas de sus mujeres colaboraron derribando las escalas que sin cesar se apoyaban en lo alto de los muros, arrojando piedras e hirvientes líquidos y acarreando haces de flechas y otros proyectiles en donde más se necesitaban, y en lo más porfiado de la refriega me encontré al lado de Damián, el fraile que había sido preceptor de nuestra prole, el cual, arremangados los hábitos y protegido por una aparatosa cota de malla, con una monumental espada que manejaba con las dos manos acababa de cortar las cabezas de dos asaltantes que tras muchos esfuerzos habían conseguido encaramarse en el adarve.
Nuestra posición, como digo, era firme, y difícil hubiera resultado a los asaltantes introducirse en el recinto con tan exiguas fuerzas, pues aunque fueron varios los centenares de vociferantes seres que lo intentaron, nosotros nos encontrábamos protegidos por las almenas y otros resguardos, y sus flechas, que de vez en cuando llegaban en forma de nubes, se estrellaban en las paredes o caían sin hacer daño en el desierto patio.
En tan bronca y desigual pelea nos tuvieron atareados durante casi toda la mañana, pero luego, como fuera que comprobaron que sus esfuerzos resultaban inútiles, a la vista de las innumerables bajas los tambores decayeron en su incesante retumbar, y los que aún restaban sanos y enteros se retiraron a cubierto de las cercanas espesuras.
Aprovechamos el momento de sosiego para reponernos, apagar los incendios y atender y trasladar a los heridos, y al volver a la muralla e intentar adivinar lo que acto seguido iba a suceder, cuando sin duda conferenciaban sobre lo más conveniente, pues en el lugar en que habían instalado el real, oculto tras una arboleda, parecía reinar enorme alboroto, de improviso se levantó un inopinado griterío y comenzó a escucharse galopar de caballos y entrechocar de hierros, lo que si bien al principio no supimos a qué atribuir, en seguida observamos que obedecía a la irrupción en su campamento de una aguerrida hueste que, sin que nadie lo advirtiera, había llegado hasta las cercanías y luego entrado al galope, lo que provocó la mayor de las confusiones.
Dos grupos de acorazados jinetes que lucían cruces y otros emblemas, traídos sin duda por quienes habíamos enviado en demanda de auxilio recorrieron el campo lanzas en ristre, y después de derribar tiendas y tenderetes y atropellar a quienes se interpusieron en su camino, retornaron sobre sus pasos y volvieron a la carga.
Con la mayor de las sorpresas lo observamos desde el adarve, pero de inmediato supe lo que había que hacer, así que después de recomendar a Hernán que cerrara las puertas tras nuestro paso, acompañado por Moisés y al frente de un grupo de jinetes hicimos una salida que acabó por desbaratar la escasa resistencia de aquella partida que nos había parecido temible, pero que, mermada considerablemente por lo sucedido durante las horas anteriores, no opuso sino una desordenada resistencia, y aunque el grueso de la tropa consiguió ponerse a salvo por la expedita vía de la más caótica y vertiginosa huida, aún pudimos tomar algunos cautivos, sobre todo peones y heridos que quedaron inermes sobre el terreno y, cargados de cadenas y cuidadosamente vigilados, encontraron inmediato acomodo en las mazmorras de la fortificación como medio de librarles de las iras de los enfurecidos colonos.
Luego, en días posteriores y a la vista de lo sucedido, dispuse que los labriegos de Yebel se trasladaran a diferentes tierras de nuestra propiedad sitas más al norte, como eran los campos de Zorita, Castilnuovo y otros lugares, y aunque algunos remolonearon ante lo que se les imponía, pues eran naturales de aquella parte y en ella habían habitado durante toda su vida, me ocupé de señalarles los peligros que para ellos y sus familias suponía encontrarse en lugares en guerra, asegurándoles al propio tiempo que podrían regresar cuando la situación mejorara, lo que presumiblemente sucedería en breve.
Así pues, Yebel quedó únicamente habitado por soldados, y una vez que los campos se despoblaron y nosotros nos repusimos del asedio y reparamos los daños, con la llegada de los ausentes, que retornaron desde tierras de occidente en las que habían formado parte de un ejército que nuestro arzobispo, el siempre beligerante Jiménez de Rada había enviado al sitio y conquista de alguna de las ciudades de la extremadura leonesa, no tuve en mente sino devolver el golpe, y para ello, debidamente pertrechados y con el concurso de cuatrocientos jinetes, nos acercamos con sigilo y por los montes hasta la ciudad de Calatrava, y tanto fue así que los sorprendimos desprevenidos y con los rebaños fuera de la ciudad.
El ganado quedó en nuestro poder, y cautivos sus pastores, pero no perdimos el tiempo en intentar asaltar las gruesas murallas, que conocíamos bien, y nos limitamos a envenenar las aguas del río e incendiar lo que a mano nos vino, que poco fue, pues los musulmanes, siempre precavidos ante lo incierto de su posición, no plantaban ni cosechaban tierra alguna, mostrándose yermas y abandonadas las huertas de la vega que fueron mi hogar y refugio durante la niñez.
…
Más de diez años habían transcurrido desde la memorable jornada de Alarcos y yo me había convertido en lo que llamaban señor de la guerra, personajes a veces ennoblecidos que habitaban las fronterizas tierras de nadie y dedicaban sus esfuerzos al acoso y desgaste de los reinos musulmanes. No estaba solo, pues la frontera era muy larga y se encontraba guarnecida por innumerables castillos, entre los que recuerdo los de Coria, Cáceres, Talavera, Consuegra, Montiel y otros de menor porte, cuyos señores algunas veces colaboraban en la lucha contra la morisma y otras peleaban entre sí. Mi principal actividad, por tanto, era aquella discontinua contienda que nos llevaba a lugares lejanos, expediciones de las que me gustaba formar parte, pero como tenía a Hernán a mi lado, que se ocupaba de todo y con los años había llegado a ser el cabal jefe de la tropa, pasaba gran parte del tiempo en Toledo y otros lugares del reino en compañía de mis hijos.
Leonor, Alfonso, Raquel, Moisés y Soledad crecieron como crecen los niños, y ninguno de ellos dio nunca muestra de enfermedad alguna, pero unas fiebres que aquejaron a su madre en el curso de uno de nuestros viajes, fiebres cuyas secuelas la dejaron postrada durante una temporada y crearon gran preocupación entre los que la rodeábamos, la imposibilitaron desde entonces para aumentar la familia, y por mayores que fueron nuestros empeños –y los de su amigo el arzobispo de Toledo, que aplicó funciones religiosas y oraciones sin fin por la recuperación de tan ilustre persona–, hubimos de conformarnos con los que hasta entonces nos habían enviado los Cielos.
Durante aquella sombría época tuve a mi lado a mis hijos, por supuesto, pero también a Raquel y a doña Mayor, cuyas sabidurías estimaba yo sobre todas las cosas, y a cuantos criados teníamos, ya que Leonor era una mujer que se hacía querer por los que la rodeaban y para quienes guardaba la mayor de las consideraciones, prueba de lo cual fue el trato y educación que dispensó a nuestras hijas, pues aunque en nuestra mano hubiera estado el casarlas con quien mejor nos pareciera, ella, sin duda recordando su propia experiencia, no quiso ni oír hablar de semejante extremo y, en un testamento que otorgó cuando los síntomas de su enfermedad se agravaron, dictaminó que lo harían, cuando les llegara la edad, con quien mejor les pareciera, incluso aunque fuera un musulmán.
–¿Incluso con un musulmán...? –pregunté sorprendido, pues Leonor no era amiga de herejías y la ceremonia no parecía propia para bromas.
Ella sonrió velada y cansinamente desde aquel lecho al que le había conducido el continuo producirse de los ciclos vitales, y al fin dijo,
–Ya sé que no es este tu parecer, pero considera que tu vida ha sido regalada pues jamás tuviste una espada pendiente sobre la cabeza. Yo, pese a mi envidiado origen, fui prisionera de las costumbres de los poderosos, y sólo por una conjunción de prodigios que con fundamento atribuyo a quien más se lo pedí, y a cuya voluntad me abandono, he logrado que se consumen mis más locos deseos, como ha sido tener un gigante a mi lado, el gigante de mis sueños de niña, y ser bendecida con cuantos hijos quiso la naturaleza darnos. Mi padre me destinó a la esclavitud, que a tantas mujeres afecta, pero yo, seguramente sin merecerlo, fui distinguida por el inapelable dedo de Dios y debo darle gracias por ello. Ahora, cuando siento que las fuerzas me abandonan, no puedo sino corresponder con idéntico trato a quienes de mí dependen, y no quiero que ninguno de ellos tenga que pasar por lo que yo sufrí, encarcelamiento en vida en un oscuro y subterráneo pasadizo cuyo final nunca se vislumbra... –y yo, que me encontraba a su lado transcribiendo el documento que salía de sus labios, me apresuré a anotar aquel aunque sea un musulmán, que de la más iconoclasta manera describía su pensamiento y sus deseos.
Al fin ella sanó, pues doña Mayor, partidaria hasta entonces de curanderos y otros espiritistas, que abundaban en Toledo, resolvió que no se podía confiar en nadie y la tomó a su exclusivo cargo, no abandonándola de día ni de noche y preparándole las comidas de su sola mano, pues juzgaba que las tercas dolencias no tenían otro origen que el que entra por la boca. Julián, el jefe de cocina, que llevaba muchos años con nosotros, se sintió afligidísimo por ello, pero doña Mayor le habló de influencias celestes y otras circunstancias difíciles de calibrar para quien dedica su vida a los humeantes hogares, lo que sin duda quitó hierro a los reproches, aunque al propio tiempo le rogó que vigilara con atención lo que sucedía en los fogones y nos tuviera diligentemente informados.
De tal suerte transcurrieron algunos meses, y como Leonor había recuperado la salud, pues debido a los cuidados de doña Mayor pronto pudo dejar el lecho y volver a su vida de siempre, nos vino a la cabeza expresar a Dios nuestro agradecimiento. Nuestra casa toledana era grande, y su fábrica, por lo que podía deducir de los sillares que conformaban sus ingentes muros, muy antigua. Adosada a la parte trasera había una antigua y húmeda construcción con trazas de abadía, y una vez adecentada, aposentamos en ella con ínfulas de refundación a Peregrino y Damián y otros frailes, que con cierto pesar del alma, pues se consideraban campesinos, se habían visto obligados a abandonar Yebel por las nuevas circunstancias que sobre su comarca confluían.
Muy solemne fue la consagración, puesto que contó con la presencia de nuestro arzobispo, y dilatados los ceremoniales, las aspersiones, los besamanos y los sahumerios, pero al fin todo cumplió sus plazos y el lugar fue santificado y añadido a la muy amplia relación de propiedades que el arzobispado poseía en la ciudad..., y tal es el motivo de que en tierras castellanas muy alejadas de cualquier océano exista una iglesia dedicada a Nuestra Señora María de todos los Mares. La instituimos Leonor y yo llevados por nuestras aficiones, y todavía está allí.
–María..., mares... –dijo en una ocasión Leonor–. Tú, que tantas cosas piensas, ¿crees que entre esas dos palabras existe una relación?
Pues bien, aprovechando que de nuevo tenía junto a mí a quien había sido mi principal maestro en lo que concernía a aquellas industrias que algunos calificaban de idolátricas, cual era la ciencia alquímica, dispuse unas habitaciones que desocupadas y al fondo de la huerta se encontraban, y en ellas, convenientemente remozadas, continuamos con nuestros interrumpidos ensayos por el correr de los tiempos. Mucho habíamos tratado en tiempos anteriores sobre las peculiares virtudes de los alimentos, así como el bálsamo que suponía el elixir de la juventud y la no menos interesante piedra filosofal, capaz de trocar el hierro en oro, pero como oro era lo que sobraba en aquella casa, dedicamos nuestros esfuerzos al análisis de la nafta, elemento mucho menos común y mucho más misterioso, y al de su hermano hidrargirum, quimérico y muy pesado principio del que adquirimos una buena cantidad, ya que, aunque no resultaba fácil de encontrar, en Toledo podía conseguirse encerrado en ánforas de hierro.
A tal fin y en habitaciones separadas, pues Peregrino opinaba que podían resultar menoscabos si dejábamos que las sustancias se mezclaran, dispusimos dos recipientes a modo de grandes y circulares pilas de piedra, y en uno de ellos derramamos el contenido de las ánforas, que resultó ser un espeso y brillante líquido que refulgía con las luces propias de los astros celestes y tenía la curiosa propiedad de no permitir que en su seno se introdujera nada, pues hasta los objetos de hierro flotaban como corchos en el agua.
Muchas horas pasé contemplando su siempre ondulada superficie e interrogándome acerca de las propiedades de tan extraordinario líquido, pero como nada saqué en limpio y Peregrino juzgaba que lo que me preguntaba estaba fuera de nuestro alcance, dedicamos el tiempo a la nafta y su licuado, pues aunque abundantes habían sido mis tratos con ella, siempre la había conocido en la forma de las pegajosas pellas que en ocasiones topabas en pedregales y campos baldíos. Mi interés emanaba de sus aplicaciones para las batallas, puesto que fácilmente servía para incendiar techumbres y campos resecos, pero Peregrino, que conocía algunas de aquellas artes que tan en secreto llevaban los sabios, calentando con parsimonia su sustancia, a la que encerró en una vasija de cristal de peculiar forma, consiguió un líquido negruzco que, una vez derramado en una jofaina –lo que hicimos con la mayor de las precauciones– desprendió tal cantidad de cambiantes reflejos y caprichosas irisaciones de todos los colores que lo tomé por exhalación de origen desconocido y relacioné su existencia con la de los mismísimos ángeles, únicos seres capaces de producir semejante maravilla..., aunque mi entusiasmo fue prontamente moderado por mi maestro y acompañante, que si bien atestiguó sus más que evidentes virtudes, al propio tiempo hizo mención de lo impredecible de su manejo y, lo que era más, de sus aborrecibles emanaciones sulfurosas, que quizás y con más propiedad cabían atribuirse al demonio.
–Así pues... –dije perplejo y retirando las narices de la vasija que contenía el dichoso líquido, y el padre Peregrino ensayó un ademán de conciliación.
–Nada sabemos de aquello en lo que el Altísimo no ha querido instruirnos, aunque, qué duda cabe, el correr de los tiempos desvelará lo que ahora se nos antojan misterios. ¿Qué diríamos si pudiéramos vivir mil años? ¿Qué diría usted, señor mío, si un día descubriéramos que en este material que nos ocupa está encerrado el ímpetu del viento...? El del fuego lo contiene, por extraño que parezca, pues, como ambos sabemos, su poder es mayor que el de mil inflamados bosques..., pero es precisamente el Maligno el detentador de tan ardiente dominio, y nuestra religión nos ilustra sobre lo impío que resulta acercarse a él.
Hubo una contemplativa pausa alrededor del oscuro y equívoco recipiente, y Peregrino al fin sentenció,
–¡Ay, y qué enigmáticos son los caminos que la naturaleza nos propone...!, pero no desmaye usted en sus trabajos y recuerde que fueron los politeístas griegos de antaño los que, sin conocer al verdadero Dios e iluminados sólo por los fuegos de sus mentes, se dieron arte para alumbrar una herramienta tan poderosa como la geometría, que tan ventajosos servicios nos ha prestado. Persevere por tanto en estos empeños y haga por conseguir nuevas cantidades de nuestro material, pues me agradaría proseguir las experiencias. Y no le quepa la menor duda de que si el demonio está mezclado en estos asuntos, lo desenmascararemos, sí, lo desenmascararemos...
... y fue de lugares tan lejanos como Cogolludo o Zorita, más allá de los montes Carpetanos y en sierras enclavadas en nuestros feudos, de donde nos llegaron monumentales bolas de tal sustancia, puesto que hice pública una proclama en la que daba noticia a los lugareños de su enorme valor y mi interés por ella. Dije que aquel era incalculable y superior al del oro, y con semejante metal las pagué convencido de que hacía un buen negocio, y al fin, tras muchos trabajos y tardes y noches de obstinada vela alrededor de los hornillos, aunque debería añadir que acompañados por buenas jarras del siempre necesario vino, atesoramos en nuestra artesa de las huertas del jardín un verdadero lago negro, cuyas emanaciones despertaron en algún caso la euforia, aunque en otras el rechazo, de quienes pudieron contemplarlo. Leonor fue de estas últimas, pero como en aquel asunto estaba mezclado nuestro capellán, se abstuvo de comentarios y coincidió en que resultaba posible que con el correr de los tiempos se engendrara de aquello la volátil fuerza del viento... o quizá del abismo, ¿quién podía saberlo?, de lo que Peregrino se valió para celebrar a nuestra dueña y yo aprovecharé para añadir una última glosa, y es que el Maligno, por fortuna, no apareció nunca.
Entretenidos con aquellos y otros asuntos transcurrió un tiempo, y aunque el diablo no tuvo lugar entre nosotros, sí apareció en el entretanto quien pretendió suplantarlo, y sólo fue cuestión de buena suerte que no consiguiera sus propósitos; es decir, de buena suerte conciliada con ese sentido al que llamamos olfato.
Cierta tarde, cuando sentado ante una ventana abierta dedicaba el tiempo a desentrañar uno de los gruesos tomos de que me proveían los monjes, se acercó Raquel hasta mí y, tras husmear el aire, dijo,
–¿Estás solo?
–Sí.
–¿Nadie nos oye?
–Nadie, no te inquietes.
Raquel se apoyó en el alféizar y, tras una pausa y dirigiéndose al vacío, dijo,
–Ramón, he soñado contigo.
De sobra conocía yo los sueños de mi hermanita y lo que quería decir con ello, así que permanecí mudo.
–¿Me escuchas?
–Sí. Prosigue.
Raquel consideró sus palabras y dijo,
–Alguien quiere enherbolaros. He escuchado gritos; erais Leonor y tú, y parecía que os retorcíais de dolor. Desde la sombra, un individuo con un mandil y un cuchillo en la mano contemplaba la escena satisfecho. Aquel hombre tenía cuernos, como el demonio.., y detrás de él podían verse esos recipientes que me dicen que mantienes llenos de líquidos. Parecía que hervían, pues también podía escuchar los ruidos propios de las cocinas.
Yo no supe qué responder a tan chocante augurio, y ella añadió,
–Tenéis que tener cuidado.
–Sí, lo tendremos. No digas nada a nadie, que yo hablaré con Yúsuf –y Raquel me buscó la cara y me dio un beso, tras lo que salió tentando la pared.
Yo cerré el libro y contemplé el paisaje que veía por el ventanal, la huerta de nuestra casa y detrás los tejados del caserío toledano que descendía hacia el río. Algunas de sus palabras me habían sorprendido, pues ¿qué significaba la alusión al lago de nafta? ¿O se refería al hidrargirum, del que Peregrino, pese a su belleza, me recomendaba mantenerme apartado?
Recordé también la extraña enfermedad (fiebres, dijeron) que de forma súbita se abatió sobre Leonor y de la que doña Mayor aseguraba que era un mal que entraba por la boca, lo que seguramente era cierto, pues sus indisposiciones cesaron en cuanto ella la tomó a su cargo. Fiado a la honradez de Julián, que tantos años llevaba con nosotros, no había dado un solo paso en tal sentido, y sin embargo, ¿no había hablado también Raquel de una cocina?, y aquello me hizo pensar, pues yo sentía un gran respeto por los sueños, de los cuales podían derivarse múltiples enseñanzas..., y por tanto, ¡cuánto más los de Raquel!, cuyos únicos ojos eran los de su avispada mente, lo que la dotaba de una profundidad de alcances de la que cualquiera hubiera deseado disfrutar.
En aquel galimatías, que grandes trabajos nos iba a procurar y cuyas consecuencias pudieron resultar funestas, intervinieron sobre todo tres perras recién llegadas a nuestra casa, tres perras a las que, por una licencia muy especial, permitíamos dormir bajo nuestra cama y por las que Leonor había cobrado particular cariño. Eran tres perras vagabundas que un día aparecieron en el patio y los criados intentaron echar a patadas, pero fue tal su terror y el coro de desesperados aullidos, que mi mujer bajó a ver qué sucedía y encontró tres cachorros de una misma camada acorralados en un rincón. No eran perros de caza ni mastines ni pastores, sino tan sólo tres seres famélicos que inmediatamente fueron bautizados como «la blanca», «la roja» y «la negra», aludiendo a las manchas que se advertían sobre su piel grisácea.
Mis hijos las incorporaron a sus juegos, pero ellas, antes que ningún otro ministerio, adoptaron el papel de guardianas de Leonor, a la que precedían cada vez que se desplazaba de una habitación a otra, dando el visto bueno a lo que encontraban con gestos inconfundibles.
Ignoro hasta qué punto aquellos animales fueron unos enviados del Cielo, quizás seres angélicos enmascarados, pero lo que no se podía negar era su carácter y ascendencia de sabuesos, pues venteaban de continuo el aire, y cuando nos sentábamos para comer, de inmediato se colocaban a nuestro lado y husmeaban en todas direcciones. Al fin se echaban junto a nuestros pies, lo que tomábamos como beneplácito a lo que nos habían servido, y en las ocasiones en que la comida no estaba aderezada a su entera satisfacción, gruñían sordamente y, alzándose sobre las patas y tirándonos de las mangas, parecían querer impedirnos que la lleváramos a la boca. Eran nuestras catadoras, y desempeñaron tan delicada función mucho mejor que cualquier persona puesto que no necesitaban probar lo que era objeto de su análisis, sino que emitían sus inapelables veredictos en cuanto la fuente que contenía el alimento traspasaba la puerta.
No diré, por tanto, cuál fue nuestra sorpresa cuando, una tarde en que Leonor y yo nos disponíamos a cenar en completa soledad, las perras se enfurecieron a una en cuanto la sopera fue colocada encima de la mesa. La criada que la había traído se retiró, pero nuestras guardianas no cejaron en sus ruidos, que fueron en aumento, y cuando me vieron enarbolar la cuchara para servir a Leonor, saltaron sobre la mesa y, acompañadas por el mayor de los alborotos, pues no cesaban en su ladrar, con el morro arrojaron la sopera al suelo, que se rompió, y cuyo contenido se dispersó sobre las losas de piedra. Luego corrieron hasta una de las esquinas de la habitación, en donde se sentaron jadeantes y a la expectativa.
Debido al ruido entró Yúsuf seguido por varios criados, y yo le dije,
–Haz venir a Julián.
Al cabo de un momento se presentó nuestro cocinero, quien se echó las manos a la cabeza al contemplar el cuadro.
–¡Señor...!
Yo tomé con la cuchara una porción de la sopa derramada y la acerqué a una de las perras.
–¡Toma, blanca, come...! –pero la blanquita, que era la más tranquila de las tres, ni siquiera tomó en consideración mis palabras, apartando desdeñosamente el morro y mirándome de reojo y con cara de circunstancias.
–Ya lo ves –dije a Julián–. Sin embargo, es posible que tu comida le guste a los marranos. Vamos a comprobarlo.
Descendimos las escaleras, atravesamos algunos cuadros de la huerta y nos encaminamos a las cochiqueras, pero allí el resultado fue el mismo, pues cuando coloqué en el suelo el plato que contenía el mejunje, algunos cerdos que se habían acercado a curiosear se apartaron alarmados, y otros huyeron hacia el fondo como alma que lleva el diablo.
–¡Que Satanás me lleve si entiendo lo que sucede! –barbotó Julián, cuyo asombro se acrecentaba por momentos, y con enérgicos ademanes tomó el plato que habían rechazado los chones y se lo llevó a la boca, pero yo no lo permití y de un manotazo lo tiré al suelo.
–¡Estás loco...! Si ni siquiera los marranos lo quieren, ¿no significa eso que está emponzoñado... por alguna mano que ni tú ni yo conocemos?
Julián había palidecido hasta el extremo, y yo le tranquilicé.
–No te culpo de nada, excepto de no vigilar a tus ayudantes... –aunque en seguida me desdije–. Ahora que lo pienso, ha podido ser cualquiera, y como todos conocen lo sucedido, quien lo haya hecho estará sobre aviso. Vete y abre los ojos.
Julián se fue apresurado, contrito y pesaroso, y me imaginé el escándalo que iba a seguir en sus dominios, pero aquello no remediaba nada pues entre nosotros habitaba un traidor, lo que resultaba muy comprometido, sobre todo si pensaba en los niños.
Yúsuf fue de la opinión de alejarlos cuanto antes, y aunque aquella noche redobló las guardias, cuando llegó el amanecer partió de nuestra casa una caravana de carros en dirección a las norteñas tierras de Castilnuovo. A excepción de Alfonso, mi hijo mayor, a quien quería tener a mi lado en los momentos difíciles con objeto de que fuera aprendiendo, viajaron en ella nuestros hijos, Raquel y los suyos y doña Mayor, que resultaba imprescindible en momentos como aquel, y todos custodiados por fuerte guardia al mando de Hernán, a quien creía más capacitado, y cuando Yúsuf y yo acompañados por Peregrino, cuya habilidad para descifrar los hechos cabalísticos era notoria –facultad que nos había señalado incluso doña Mayor–, nos entreteníamos en urdir una trampa en la que apresar al traidor, llegaron a casa noticias de un suceso que de manera instantánea borró de mi cabeza tales preocupaciones: Alejandro, mi amigo de antaño, acababa de entrar en Toledo y enviaba a un criado con el encargo de buscarme...
Muchos años hacía que no veía a quien fue mi compinche en los lejanos tiempos de la academia toledana, en la época en que servía como criado a Lope y nada sabía de lo que los tiempos venideros me iban a deparar. La última vez que le había visto fue cuando en compañía de Lope y de Yúsuf acudimos al cerco de una plaza que asediaba un ejército del reino de Aragón. Casi veinte años habían transcurrido desde entonces, y aunque habíamos hecho votos por nuestro pronto reencuentro, la vida, que da mucha vueltas, se había encargado de que no volviéramos a reunirnos. Y tanto fue así que al primer momento de confusión siguió una súbita oleada de entusiasmo y a punto estuve de salir a la calle a buscarle..., aunque en seguida recapacité y, tras despedir a su criado con el ruego de que nos esperara, me apresuré a acicalarme como correspondía para recibir a tan ilustre huésped, y fue mi mujer quien insistió y me lavó el cabello, pues era de rigor aquello de la limpieza.
En compañía de Leonor corrí luego a casa de uno de los mercaderes venecianos que en nuestra ciudad había, lugar en el que tenía intención de aposentarse, y allí, en el atrio, rodeado de columnas y criados fue donde le encontré con un aspecto muy parecido al de antaño. Los dos habíamos cambiado mucho, pues entonces ya teníamos casi cuarenta años –y, como dije, la vida da muchas vueltas–, pero su mirada seguía siendo la de siempre, y su ingenio.
–Ya que tú no has venido a Venecia..., he tenido yo que volver a esta ciudad, que tanto recuerdo –y allí nos abrazamos como dos hermanos, pues sin duda era aquello lo que siempre representamos.
Sus ropas no eran de guerrero, sino de persona letrada, y sus ojos delataban la determinación de que hizo gala en los tiempos jóvenes y le habían llevado a emborronar las paredes de nuestro convento, arrojar a dos soldados desde el tejado y enfrentarse a cuanto bicho viviente se pusiera a su alcance, y cuando le tuve a mi lado, lejos de aquellas impulsivas maneras de juventud, la impresión inicial fue la de haberme encontrado con alguien que era mucho más sabio que yo. Yo creía conocer la guerra y la cantería –y la herrería, diría si me apuraran–, pero en su expresión me pareció reconocer la summa culta de tiempos anteriores, algo a lo que yo, a pesar de mis esfuerzos por dotar de instrucción a mis desamparados términos, ni siquiera me había asomado.
Alejandro, entre otras cosas, me regaló un libro suntuoso. Se llamaba Historia de los reyes de la remota Bretaña y por sus páginas desfilaban magnates sin fin, duques, condes, caballeros y, por supuesto, reyes, de los cuales había asaz polícromos retratos pintados con terrosos minios; sus cubiertas eran de madera, y sus cierres, metálicos y fabricados con un hierro en el que en seguida reconocí su excelente factura. Era, en definitiva, un libro muy grueso y pesado, y mis esfuerzos para descifrarlo en la cama –que es un magnífico lugar para hacerlo– fueron vanos. Otros volúmenes de parecido porte había tenido entre las manos que se dejaban hojear, pero aquel precisaba colocarlo en un pesado atril, y, con la ayuda de un criado que pasaba las páginas, intentar esclarecer sus abigarrados caracteres latinos. Alejandro, además, me recomendó prestar especial atención a lo que se decía de un tal rey Artús y su corte de caballeros, que le traían recuerdos de nuestros bulliciosos tiempos de la academia.
Durante los primeros días visitamos con ruido los lugares que habíamos frecuentado antaño, aunque encontramos que pocos de ellos permanecían como los habíamos conocido –sic transit gloria mundi–, y luego, acompañados por sus amigos venecianos, nos trasladamos a Yebel para celebrar jornadas de caza.
Allí estuvimos a la espera de lo que había de suceder, pues no había echado en olvido el incidente que antes mencioné, y lo que sucedió fue que Yúsuf atrapó a uno de los criados intentando entrar en el cuarto de Leonor, lo que pretendió llevar a cabo nocturnamente y armado con un cuchillo de grandes dimensiones. Aquel criado llevaba dos años en nuestra casa y siempre había pasado desapercibido, pues nunca tuvimos queja de él, pero una vez desenmascarado confesó que había sido don Ramiro el inductor del suceso.
Aquello nos sorprendió, pues hacía mucho tiempo que habíamos olvidado a tan infame personaje y suponíamos que él tampoco guardaba memoria de nosotros, pero según dijo aquel individuo, no cesaba en sus habituales intrigas y había adoptado la triquiñuela de enviar criados por el mundo adelante a vengar los agravios de que se sentía objeto, para lo que los proveía de dineros regularmente.
Leonor no estaba en la habitación en la que intentó el atentado, donde sólo reposaba un pelele de trapo, sino con Alejandro y conmigo en Yebel, y una vez enterados de lo acontecido regresamos a Toledo, lugar en el que habíamos de dar respuesta a tan peliaguda cuestión. Pasamos varios días discutiendo sobre lo que convenía hacer, y a la postre nos decidimos por una solución salomónica..., y es aquí donde enlazaré con lo que había aprendido en el monumental volumen que Alejandro trajo desde sus lejanas tierras.
Alrededor de una mesa redonda que hice colocar en la más alta habitación de la mayor torre de Yebel, nos reunimos los pretendidos caballeros de nuestra cofradía, entre los que el principal era Alejandro, Alejandro el grande, según dijeron todos, a quien acompañaba el rey Artús y destacados miembros de su legendaria corte, entre los que se contaban Lanzarote, Perceval, Sagramore y Merlín, ya que los intrincados ropajes de Peregrino, a quien había llevado a nuestra junta como consejero para los importantes asuntos que nos veíamos obligados a tratar, le prestaban aspecto del adivino que tal personaje fue. Asimismo se encontraba presente Tristán de Leonís, a quien daba vida mi hijo Alfonso, que se veía sobrepasado por los acontecimientos y las toscas palabras que escuchó a guisa de saludo.
Era una noche ventosa, y golpeando con rudeza las tablas acallé el tumulto que alrededor de nosotros se cernía, pues la copiosa cena y los vapores del vino habían inflamado los ánimos. Luego, poniéndome en pie, dije,
–Lástima que no podamos tener con nosotros a nuestras muy amadas Ginebra, Morgana y la siempre vaporosa dama del lago apacentando sus cisnes, pero esta es una reunión de hombres, y las mujeres, fuera de las furcias con que Hernán periódicamente aprovisiona a la tropa..., no tienen cabida en esta casa.
Hubo varios carraspeos, pero nadie añadió palabra y todos se levantaron para brindar.
–Bebamos a la salud de nuestra señora Ginebra, que al presente se ha reencarnado en la dulce Leonor, la de los anillos de oro..., y bebamos también a la salud de su hijo Tristán –y señalé en dirección a Alfonso, que confuso por los vapores y los gritos, a los que en seguida se sumó, ensayó una tambaleante reverencia al más puro estilo de los paladines del lejano norte.
El negocio que hasta allí nos había llevado, aparte de agasajar a Alejandro, no era otro que la respuesta que había que dar a las asechanzas de don Ramiro, cabal encarnación del Maligno, y yo, inductor de la reunión, no me decidía por ninguna de las soluciones propuestas. Peregrino era partidario de fundir el cuchillo con el que aquel criado que teníamos en las mazmorras pretendió matar a Leonor, y hacérselo tragar, mientras que Hernán y Moisés opinaban que tan brutal método no conducía a nada y era preferible narcotizarle y cortarle el cuello cuando no se diera cuenta, tarea que podíamos sortear entre algunos individuos de la mesnada, lo que impediría que nos mancháramos con su sangre...
Los gritos arreciaron, pues los criados hicieron entrada portando bandejas que contenían enormes y humeantes cabezas de jabalí, y yo me aparté de la alborotada mesa y me acerqué a los arcos que resguardaban los altos ventanales por los que podían adivinarse las tinieblas de la noche, y aunque nuestro castillo no se encontraba sobre un acantilado de la lejana costa de Inglaterra, me asomé al vacío e inducido por el viento me pareció escuchar el fragor de la mar océana, por lo que con todas mis fuerzas grité,
–¡Vivan los fuertes muros de Tintagel y sus prismáticas almenas y mueran los bretones..., y viva la espada que arranqué del yunque que vino del cielo! –a lo que ellos a una respondieron con clamorosas voces.
–¡Vivan..., y vivan otra vez la reina Ginebra y Morgana y todas las demás! –y allí, encontrándome en la más favorable de las situaciones, rodeado de amigos, alumbrado por crepitantes antorchas y con la mesa cubierta de comida y jarras bien provistas, a mi cabeza acudieron recuerdos lejanos, cuando en una de nuestras salidas habíamos conseguido alcanzar las orillas del mar cuyo murmullo creí que me llegaba en aquel momento desde la llanura.
–¡Escuchad...! –dije ante el asombro de todos–. ¡Es el océano!
En la gran habitación se hizo el silencio y los concurrentes prestaron oído, pero sólo el vendaval nos respondió con sus infatigables gemidos, que parecían exhalados por los trasgos y fantasmas que antaño poblaron las costas galesas.
–No, no es el océano –añadí con voz vacilante y aparentando misterio–, sino el Mare Nóstrum que una vez conocí y no he olvidado... Sus riberas estaban ocupadas por gentes que aparentaban ser moriscos, pero quizá no lo fueran, sino eslavos... Este es un mar muy concurrido, y quienes moran en sus costas están todos confabulados...
–¡Mar de piratas, es cierto! –concluyó Alejandro levantando la copa, pues él lo conocía mejor que cualquiera de nosotros, y bebimos una vez más.
Luego se advirtió un fuerte golpe, y observé que Alfonso se había derrumbado sobre la mesa. Todos reían, y aún hubo quien intentó enderezarle con gruesas palmadas que no consiguieron otra cosa que extraer de su estómago turbio líquido, por lo que no me quedó más remedio que reclamar moderación a los presentes, cargarle sobre el hombro y, pese a sus incoherentes protestas, llevarle hasta el lecho que le habían preparado, en donde cayó redondo y balbuciente.
Alrededor de nuestra mesa redonda, aquella capital reunión en noche de luna se prolongó hasta el alba, y durante ella recibimos la imprevista visita de un veloz mensajero enviado por la reina Ginebra, que reclamaba clemencia para el condenado con ponderadas palabras que a todos satisficieron por su indulgencia.
«Perdonar es privilegio de poderosos», comenzaba la recomendación, «y nada ganamos con ejercer la fuerza de que nos reviste la tradición. Este es mi mandato: no habéis de dar muerte a quien intentó envenenarnos, ni su cuerpo ha de servir para alimentar a los cuervos que pueblan las murallas de Yebel. Así pues, le pagaréis la soldada que su amo le dejó a deber, pues procuró cumplir sus instrucciones, y como a criado desleal, le cortaréis los pies y las manos y le arrojaréis al camino.»
Yo observé a los comensales, que con los torcidos ademanes que presta el harto trasegar de vino habían escuchado la voluntad de Leonor, y al fin, creyendo que estábamos de acuerdo y nos habíamos librado de tomar la intempestiva decisión, de lo que nos excusaba el mensaje de mi mujer, di las órdenes al caso.
Los gritos pudieron escucharse durante la noche a lo largo y ancho del término, aunque nadie asomó la cabeza para averiguar qué sucedía. Unos lo sabían, y el resto se lo imaginaba.
La mañana amaneció barrida por los vientos, el cielo azul y claras las montañas lejanas. Nosotros nos dispusimos a la salida, pues salida era la que nos esperaba, algarada que nos iba a llevar lejos y a la que Alejandro se sumó. Yo había intentado disuadirle, pero él, cuya vida de mercader era seguramente regalada, no podía sustraerse a la aventura que de improviso se presentaba, y como su más inmediato proyecto consistía en viajar hasta la ciudad de Lisboa, adonde le llevaban sus negocios, y lo hacía en compañía de criados y carros que transportaban sus pertenencias, su presencia nos resultó de gran utilidad.
Nuestro propósito consistía en acercarnos hasta las posesiones de don Ramiro, en pleno territorio musulmán, y con ello en la mente nos trasladamos a los confines del reino de León, lo que llamaban extremadura leonesa, en una de cuyas plazas nos instalamos en espera de la ocasión propicia, ya que eran muchos los grupos que se internaban en el campo enemigo y podían darnos noticias que nos interesaran.
Disfrutaba don Ramiro de extensas posesiones en un lugar cercano a Silves, la capital del reino que le guarecía, y semejante vecindad nos inquietaba, pues no deseábamos entablar batalla sino capturarle y escapar de tales contornos cuanto antes, pero allí salió a relucir el ingenio de Alejandro. Dispuso que nos disfrazásemos de mercaderes y, haciendo uso de sus pertenencias, cartas y relaciones, nos introdujéramos en tierras enemigas simulando uno de los cortejos comerciales que frecuentaban las fronteras. Además, como sus criados hablaban con soltura los idiomas de más curso en el Mediterráneo, convinimos en prescindir de los nuestros, que al mando de los capitanes aguardarían emboscados, e iniciar la aventura fiados al engaño.
Fue de tal forma que, habiendo formado una caravana con algunos carros, atravesamos sin tropiezos las llanuras que conformaban la tierra de nadie y después las pedregosas sierras que nos separaban de los reinos musulmanes, y una tarde nos presentamos ante lo que creíamos mansión de nuestro enemigo, que se mostraba rodeada de jardines.
Nos sorprendió la aparente ausencia de gentes de guerra y el bucólico aspecto que presentaba, algo impropio del rudo carácter de su dueño, y me pregunté si no habríamos errado en nuestras apreciaciones.
Alejandro, con aquel innato aplomo que yo admiraba y ataviado como el magnate que en realidad era, se dirigió al intendente de la fastuosa mansión, que había salido a recibirnos, y tras exponer nuestras pretensiones de mostrar fabulosos tesoros a los señores de tan importante casa, consiguió que fuéramos admitidos. Yo me embocé cuanto pude y, a fuerza de encorvarme, procuré disimular mi altura, pues aunque habían pasado alrededor de veinte años desde la única vez que, en tierras de Yebel, había visto a don Ramiro, cabía que me reconociera y se fueran al traste nuestros planes. Sin embargo, lo que sucedió fue por completo diferente.
Acompañada por un mayordomo y dos guardias armados, y ante nuestra sorpresa, hizo acto de presencia una muchachita que acaso no había cumplido treinta años. Era guapa, alta y morena, y las ropas que vestía delataban su posición. Ella nos contempló con curiosidad y al fin dijo,
–Los criados me han informado de su llegada y lamento haberles hecho esperar. Acomódense, pues esta es su casa.
La cortesía propia de los musulmanes había hecho aparición, pensé, y aquello, era de esperar, allanaría el camino.
–En la ciudad de Silves nos han hablado sobre su notable sentir y afición a las maravillas –comenzó Alejandro–, y como nuestro camino nos lleva hacia Lisboa hemos pensado en acercarnos a esta su casa antes de iniciar el viaje y mostrarles mercaderías que quizá sean de su agrado. Créame, señora mía, cuando la apercibo a no sentirse comprometida por nuestra visita, que es para nosotros un placer.
Alejandro era un retórico consumado, prueba de lo cual fue el beneplácito que despertó en nuestra anfitriona, que se tradujo en la más encantadora de las sonrisas.
–Aprecio mucho sus esfuerzos y el interés que se toman, por lo que no puedo sino darle las gracias, señor...
–Alejandro de Soranzo –dijo él al instante efectuando una suerte de reverencia–, de la familia de mercaderes venecianos de los que quizá usted haya oído hablar, pues nuestros barcos surcan el Mediterráneo entero.
Ellos se contemplaron con simpatía y Alejandro añadió,
–No obstante..., ¿deberíamos esperar?, pues quizá su marido desee ver también lo que le vamos a mostrar.
Ella ensayó una sonrisa que algo tuvo (hubiera dicho yo) de esquiva, pero en seguida, de la más desenvuelta manera, respondió,
–Mi marido murió, y no es el momento de recuerdos tristes. Yo resolveré lo que haya que resolver.
Alejandro me miró de soslayo, y yo, llevado por los diablos, que no de otra forma habría que entender aquello, pronuncié una palabra de la que de inmediato me arrepentí. Dije,
–¿Murió...? –y ella, con un gesto que de nuevo delataba contrariedad, me contempló primero circunspecta y luego preguntó,
–¿Le conocía usted?
No supe qué responder, pues la situación me desconcertaba, más si se piensa en el aspecto de la muchacha, que me recordaba a la antigua Alaroza surgida de las sombras.
–Hubo una ocasión en que le traté... –dije al fin–. Sin embargo, ha transcurrido tanto tiempo que casi no le recuerdo. ¿Hace mucho que murió?
–No –dijo ella, pero saltaba a la vista que era un asunto al que no deseaba referirse, pues añadió–: Y bien, veamos esas partidas que ustedes traen.
... y Alejandro, tras dar instrucciones a sus criados y usando de su inimitable labia, desplegó en la habitación enseres propios de reyes, objetos de su propio uso que a buen seguro no pensaba vender, como eran los cuchillos de oro que portaba en el equipaje, así como lienzos de la más deslumbrante seda, que sin duda habían llegado de las tierras de Oriente, objetos que les entretuvieron.
Durante un rato estuve rumiando la sorprendente noticia de la muerte de don Ramiro, contemplando suspicazmente lo que nos rodeaba y preguntándome si sería verdad o al fin resultaría una trampa en la que nos habíamos metido, pero no observé ningún signo que me alarmara, por lo que concluí que, de ser cierto, nuestro viaje había sido en balde, aunque se hubiera resuelto de la más fácil y cómoda manera..., y en ello estaba cuando en la sala irrumpió un bullicioso grupo de chiquillos que gritaban y reían y se sorprendieron ante nuestra presencia, por lo que cesaron en sus voces y algazara y quedaron en suspenso.
La dueña de la casa se levantó riendo y les dijo,
–¡Niños..., no son momentos de gritar y alborotar...!, pues, como veis, tenemos invitados.
Luego volvió a su asiento y añadió,
–María, Ramiro, venid aquí –y del grupo se destacaron dos de ellos que nos contemplaron con curiosidad y se refugiaron aprisa entre los brazos de su madre.
Ella los abrazó, y sonriendo nos dijo,
–Estos son mis hijos, mis seres preferidos –y a mí, que los contemplé con curiosidad, me causaron enorme agrado.
Tendrían alrededor de ocho años, y en sus facciones se adivinaba el origen cruzado. La niña se parecía a su madre, y al niño, que era rubio, no fui capaz de encontrarle parecido con quien había sido su padre, al que de todas formas recordaba muy difusamente. Cuando los vi no pude sino pensar en los míos y en aquello que había dicho Leonor, aunque sea un musulmán..., pues no es mucho lo que separa a las personas que figuran en diferentes bandos, de lo que yo sabía algo, ya que mi primera mujer había sido una chica como la que ante nosotros se encontraba, musulmana que se llamaba Alaroza y mil cosas me enseñó.
Al fin Alejandro vendió algunas de sus pertenencias, pues a la vista de lo sucedido no había razón para demorar la partida, y salimos de la casa como si hubiéramos resuelto el más importante de los negocios, y con la tranquilidad que procura el buen fin de asuntos que se nos antojan insolubles cabalgamos hacia nuestro nuevo destino, la ciudad de Lisboa, o la ciudad junto al océano, según Alejandro, que sabía de mis querencias por semejante elemento.
En Yebel había dejado las cosas en orden y al mando de Hernán, y en Toledo era Leonor, nuestra reina Ginebra, la que se ocupaba de todo, así que, como me acompañaban Alejandro y Moisés, se me ocurrió que bien podía acercarme hasta las orillas del mismísimo océano, aquel del que siempre se dijo que representaba una infranqueable barrera para las personas en su camino hacia occidente.
–Con el transcurso de los años perezosos –dijo Alejandro– llegarán tiempos en que el océano rompa sus cadenas y aparezca ingente la superficie de la Tierra entera; cuando Tetis desvele nuevos orbes y no sea Tule el término del mundo... [14]