VIDA Y MUERTE EN CASTILLA
Los años que siguieron al memorable episodio que narré, la gran batalla de la Nava, fueron en nuestra tierra de total hambruna, y las comarcas que la componían, el Campo de Calatrava y sus aledañas, abandonadas por sus habitantes, que emigraron con prisa hacia lugares mejor provistos, dibujando de tal manera un anchísimo y despoblado territorio asolado por las epidemias. Los cadáveres resultantes de la brutal matanza permanecieron insepultos durante meses, y luego fueron absorbidos por las fuerzas de la naturaleza, que de todo sacan provecho. Durante el invierno hubo una campaña contra las tierras recién conquistadas, aquellas fértiles vegas de Úbeda y Baeza que tanto se nos habían resistido y entonces se encontraban indefensas, y calatravos y santiaguistas ocuparon sin oposición algunas fortalezas que siempre habían rechazado nuestras acometidas, entre ellas las muy importantes de Dueñas, Eznavexore, Alcaraz y Riópar, lo que convirtió al reino de Castilla en dueño de la gran extensión que mediaba entre los montes que antaño habían sido frontera y el célebre río Guadalquivir, objeto inmediato de nuestros afanes. Sin embargo, no hubo continuidad en los progresos de los reinos cristianos, pues todos nos encontrábamos más muertos que vivos y cansados hasta el extremo.
Nuestra tropas tomaron parte en aquellas salidas, pero ya no fueron comandadas por mi hermano Hernán, quien las había adiestrado y dado forma, puesto que él había dejado su vida en el campo de batalla, así que tras nombrar nuevos capitanes entre quienes se habían señalado en años anteriores, delegué en ellos tales cuestiones, y creyendo que la más importante parte de la labor estaba concluida, convinimos en dejar Toledo y trasladar nuestra residencia a tierras norteñas, más allá de los montes Carpetanos.
Durante una temporada vivimos en Castilnuovo, pero luego, habiendo encontrado tales territorios muy a desmano de lo que nos interesaba, los focos de sabiduría en los que queríamos que se instruyeran nuestros hijos, y asimismo a instancias de Leonor, poco amiga de la soledad de los páramos castellanos, nos trasladamos a Burgos, ciudad en la que sentamos plaza ocupando una enorme casona de piedra que había pertenecido a don Lope. La construcción se presentaba descuidada, y las zarzas se habían hecho señoras de paredes y tejados, pero reparada por una tropa de alarifes y carpinteros pronto presentó su mejor cara. Aquello no admitía comparación con mis arduos trabajos en Yebel, en donde hube de reconstruir una fortaleza arruinada por siglos de abandono, pero me permitió poner en práctica los conocimientos adquiridos en años anteriores y el resultado final me dejó muy satisfecho.
Al fin nos instalamos en la enorme y pétrea mansión, y a ella afluyeron en seguida los personajes que forman una corte, ministros y consejeros, pues nuestras actividades comerciales seguían siendo muchas, amén de multitud de criados, saltimbanquis y parientes pobres, de los que se nos añadieron un cierto número. Burgos, por otra parte, era una ciudad mayor que Toledo, y aunque esta última era el más importante bastión del territorio fronterizo con los reinos musulmanes, lo que la convertía en importante enclave, no lo era menos la capital del reino, sede de la corte y de las principales ferias comerciales.
Fueron nuestros hijos, como dije, quienes nos llevaron hasta ella, pues era de rigor entonces, cuando comenzaban a hacerse mayores, ocuparse de su educación, y a tal efecto procuré informarme sobre las condiciones que regían en un lugar novedoso y al que llamaban Estudios Generales, sito en la población de Palencia y que había sido fundado por los reyes pocos años antes. Nuestras amistades nos allanaron el camino, por más que nos desaconsejaran tal institución, propia únicamente, según dijeron, para quienes iban a dedicarse a los oficios eclesiásticos, pero yo, que recordaba los tiempos pasados en la academia de Toledo, no dudé en iniciar las gestiones que nos abrirían sus puertas..., aunque al fin fue nuestro hijo Alfonso, que ya tenía quince años y apuntaba al ejercicio de las armas, el único en tomar tal camino. Leonor y Raquel, mis hijas mayores, fueron excusadas de aquellas tareas, pues yo, como persona mayor a quien la edad comienza a oprimir, encontraba sumo placer en su compañía, y los pequeños, Moisés y Soledad, permanecieron con su madre, quien, de igual manera y entre risas y otros halagos, no consintió en separarse de ellos y dijo que tiempo tendrían de recorrer el ancho mundo.
Nuestros amigos en la corte eran muchos, pues Leonor y yo, cada uno por diferentes motivos, éramos personas conocidas. Ermentrude continuaba al lado de la reina, y en algunas ocasiones la tuvimos a nuestro lado, ocasiones que aprovechó para ponernos al día sobre los muchos intríngulis y vicisitudes de la corte. Fue ella quien, advertida de mi afición a las piedras y todo lo que significara nuevas construcciones, me puso en relación con el maestro Rodericus, importante personaje que había sido solicitado desde sus tierras francesas por nuestra reina para dirigir las obras de una de sus fundaciones, un enorme convento que sobre una antigua fortificación se estaba levantando en un paraje cercano a Burgos al que se conocía como Huerto de las Huelgas. Era aquella una fabulosa edificación propia de reyes y para la que no se reparaba en medios, y, según oí decir, estaba destinada a convertirse en panteón de monarcas y otros hombres ilustres. Algunas personas habían sido enterradas ya en su cripta, como ciertos caballeros que habían dejado su vida en el reciente acontecimiento de la Nava de la Losa.
El maestro Rodericus, aquitano de mediana edad que conversaba con dificultad en nuestra lengua pero se expresaba con viveza en latín, me habló largamente de sus ideas y opiniones sobre el arte y la conveniencia de construir vastos recintos, y al principio aquellas palabras me parecieron sobre todo de carácter metafísico y poco vinculadas con la exacta ciencia de la arquitectura, que tiene como referencias principales materias tan intrincadas como la geometría y la trigonometría. Mis hijas Leonor y Raquel, que me acompañaban en aquellos paseos y salidas, encontraron sin embargo mucho sentido en sus palabras, y no dejaban pasar la ocasión de rogarme que las dejara ir conmigo. A ello sin duda contribuía el hecho de que ellas, encaminadas con buen pie por su madre, quien había residido de joven en un convento de aquel país, habían aprendido el idioma de nuestro huésped, y a la par chapurreaban, de manera que yo encontraba graciosa, el mismo latín, conocimientos que les habían llegado de la mano de Peregrino, el hermano (pues su parquedad era tal que no le halagaba que le llamaran monje) que desde hacía muchos años estaba a nuestro lado.
A la postre resultó que el maestro Rodericus, con quien mantuve una larga amistad –y no fueron pocos los atardeceres que nos sorprendieron bebiendo vino en las tabernas rayanas al Huerto de las Huelgas–, prefería a mis hijas a las demás personas, que sobradas muestras dio de su afición a las niñas y a sus decires, y ello me llevó a identificarme aún más con él.
Durante una temporada argumentamos sobre lo divino y lo humano, en especial lo relacionado con la construcción de bóvedas y arcos, y yo afirmé, y Rodericus no vaciló en revalidarlo, que la tendencia era adelgazar las paredes con la ayuda de apoyos y arbotantes, y llevados por nuestro entusiasmo –o mi entusiasmo, propio de aprendiz, pues Rodericus siempre fue de pocas palabras–, a contemplar el arriesgado proyecto de elaborar grandes vitrales en donde pudieran contemplarse las caras de los reyes..., aunque al fin todas aquellas tentativas que durante meses habíamos albergado quedaron en nada, pues nuestro rey murió de la manera más inesperada cuando se dirigía a tierras portuguesas para entrevistarse con el de aquel reino. Durante el viaje, en un lugar cercano a la ciudad de Ávila, enfermó repentinamente de unas fiebres, y días después falleció en presencia de su séquito.
La conmoción que tal suceso produjo fue enorme, pues habían sido muchos los años que el reino de Castilla vivió bajo su cetro, lo que había supuesto una larga etapa de estabilidad en nuestras tierras, y aunque durante el tiempo que duraron las exequias y el período de luto que siguió, los poderosos guardaron la compostura que tan señalada ocasión requería, en seguida comenzaron las intrigas propias de las épocas en las que ninguna cabeza visible ostenta el poder supremo.
Por ende, las desgracias y sobresaltos que durante una larga temporada iban a conmover a nuestra sociedad no cesaron allí, pues la reina Leonor, que tanto nos había favorecido con sus palabras y actos en ocasiones anteriores, no le sobrevivió mucho tiempo, ya que, según tuve ocasión de oír contar a Ermentrude, pocos meses después, enferma y entristecida por la muerte de su esposo y entendiendo que había llegado el momento, ordenó extender un lecho de ceniza en el suelo de sus habitaciones y, vestida con un hábito, se acostó sobre él para aguardar la hora de la muerte. De tal modo le siguió al Más Allá y fue enterrada a su lado en el monasterio cisterciense de las Huelgas, que ellos habían promovido en años anteriores y al que yo, entre otros edificios de la ciudad, contribuí a dar forma.
Tras aquellas muertes inesperadas la mayor de las anarquías se abatió sobre el reino de Castilla, pues los nobles, las mayores y más poderosas familias, que maliciaron llegada la hora de imponer sus criterios, concurrieron con todos los medios a su alcance para hacerse dueños y señores de la voluntad del infante Enrique, único hijo vivo de los reyes que entonces contaba con diez años y era quien había de sucederles, y la de la reina regente, doña Berenguela, una de sus hermanas mayores.
Durante un tiempo actuó como regente doña Berenguela, hija también de nuestros reyes y que había estado casada con el de León, de quien tenía varios hijos, y aquella mujer, que intentó significarse por su energía y buen hacer, fue pronto apartada de sus funciones por la voracidad de los nobles, en especial la familia de los Lara, que no estaban dispuestos a permitir estorbos para lo que eran sus planes más inmediatos. Lo que digo nos lo contó Ermentrude, que perdida su condición de dama y consejera de nuestra señora la reina, a la que había dedicado la vida, prefirió retirarse de la corte e ir a residir al solar de su marido, que situaba en un lugar del norte al que llamaba Asturias de Santillana.
Luego, por si lo que cuento fuera poco, sucedió el desgraciado episodio que costó la vida al nuevo rey, el que había de ser Enrique I, quien un mal día, cuando tenía trece años y jugaba con sus donceles, recibió el impacto de una teja que lo llevó al sepulcro, y aunque se hicieron toda clase de cábalas sobre el suceso y hubo quien culpó de ello a don Álvaro Núñez de Lara, personaje que había alimentado maquinaciones y algaradas, al final todo quedó en nada y, enterrado el infante junto a sus padres, atravesamos por un nuevo período de zozobra.
He aquí otra vez al reino de Castilla descabezado y preso de las mayores intrigas y turbulencias, pero Dios vela por sus protegidos, y la expresión creo que se ajusta a la realidad, pues tres años después de la muerte de Alfonso VIII y cuando parecía que el país se sumía en el desorden, merced a la presencia de doña Berenguela y a sus denodados esfuerzos, que no fueron pocos los obstáculos que encontró en su camino, se intentó proclamar rey a Fernando, uno de sus hijos y del rey de León –y nieto por tanto de Alfonso VIII–, un joven de dieciocho años que había vivido durante toda su vida en la corte de Castilla. Aquello precisó de un gran pacto entre prelados, nobles y otros poderosos, y no sólo entre los de nuestro reino, sino también de personajes del reino aledaño encabezados por su rey, pues el elegido era uno de sus hijos y aquello complicaba la sucesión. Al fin, tras muchos parlamentos y no pocos cabildeos se llegó a un compromiso aceptado por todos, y aunque la opinión de quienes me rodeaban era muy escéptica respecto a lo que pudiera salir de aquello, luego, con los años, se comprobó la sabiduría y los muy exactos cálculos de doña Berenguela, y el nuevo rey, don Fernando –con el que llegué tener algunos contactos, como después explicaré– actuó a gusto de todos y se hizo con las riendas de un país que siempre fue difícil de gobernar.
Cierto que aún durante algunos años hubimos de sortear acaecimientos luctuosos y arterías de quienes no se conformaban con lo sucedido, como ocurrió con el movimiento que, encabezado por los Lara y aumentado por tropas del reino de León, tomó algunas plazas y no vaciló en asesinar a quienes no se pusieron de su parte, pero ello encontró una contundente réplica del reino castellano, contraofensiva en la que nuestras tropas, a las que hice venir desde el Campo de Calatrava, tomaron parte, episodio que había de granjearnos la amistad de los gobernantes y una no deleznable porción del territorio en el que nací, que nos fue adjudicada por decreto real y con la venia de aquella corte naciente que siempre se distinguió por la gratitud hacia los súbditos leales.
Otra cuestión fue la que afectaba al asentamiento de lo conquistado durante la batalla de la Nava de la Losa, es decir, las tierras que más allá de las montañas que siempre fueron frontera encaraban al codiciado valle del Guadalquivir, aún en manos de los reinos musulmanes, pero aquellos poderes se mostraban muy endebles, pues el califa que había sido del imperio almohade, Abu Yacub Yúsuf, había muerto en sus dominios africanos, y los reinos que restaban no se ponían de acuerdo sobre el sucesor y obedecían ora a unos, ora a otros. Nuestro nuevo rey, don Fernando, aprovechando el desgobierno en que se encontraban aquellas tierras envió tropas que tomaron de manera definitiva localidades que habían sido tan importantes como Andújar o Baeza, en lo que fue el primer paso de las conquistas que en años posteriores iban a sucederse.
Nuestra vida, es decir, la de mi familia, prosiguió con sus quehaceres durante aquellos años que fueron de expansión e importantes avances en cuantos aspectos nos afectaban, y mientras yo continuaba atendiendo algunas obras para las que fui requerido, Leonor, asesorada por nuestro primer ministro Rodrigo, a quien llamábamos el políglota, engrandeció las rutas comerciales que frecuentábamos y las llevó hasta la mismísima Venecia, en donde Alejandro se brindó a servirnos de corresponsal.
Sin embargo, lo más señalado de tales tiempos, los primeros del nuevo reinado, fue nuestra introducción en las asociaciones de ganaderos, que con la llegada de épocas de estabilidad cobraron enorme auge. Siempre habían existido corporaciones gremiales que se ocupaban del importante asunto de los rebaños, pues en nuestro país, debido a la guerra y a los continuos avances y retrocesos de sus fronteras, existían grandes extensiones incultas que eran dedicadas al pastoreo estacional, ya que durante los otoños e inviernos quedaban desiertas y a salvo de las incursiones enemigas, pero fue entonces cuando cobraron importancia capital, y ello debido a uno de sus productos, del que hablaré en seguida.
Mis primeras relaciones con los rebaños se remontaban a la infancia, cuando en compañía de aquel rabadán que dije, pastoreábamos algunos de los ganados que la Orden de Calatrava guardaba en nuestra fortaleza, pero desde entonces había tenido continua relación con ellos, pues una parte muy significativa del patrimonio de Leonor se componía de ingentes vacadas que pastaban en sus posesiones, a las que había que sumar las manadas de yeguas, que nos proveían de los siempre importantes caballos, y los no menos sobresalientes hatos de cabras y ovejas y piaras de cerdos, que eran atendidos por la mucha gente que teníamos a nuestro servicio.
Sucedió que, de improviso, uno de sus productos cobró enorme importancia, y este fue el vellón, sí, el vellón de las ovejas, al que hasta entonces no habíamos dado el valor que tenía. La lana de nuestro país era un apreciado artículo que encontraba inmediato acomodo en los reinos europeos, y fue Alejandro quien, avisado de una circunstancial carestía, nos informó sobre el desmesurado precio que alcanzaba en los mercados extranjeros, por lo que debido a sus requerimientos, pues ambos confiábamos en las palabras de mi amigo veneciano como si emanaran de la Santa Biblia, decidimos aumentar la cabaña que poseíamos de tales animales. En Burgos era célebre la feria de la lana, que nunca atrajo nuestra atención y se cumplía tras los tiempos de esquileo, y desde ella y sus muchas subastas se enviaba el producto a los países del norte...
Era de ver la gran mesa del consejo que Leonor presidía, y de escuchar las muchas censuras que nuestros secretarios, que temían al trabajo como al diablo, sobre todo si se piensa en la estabilidad y moderación que siempre habían presidido nuestras empresas, nos dedicaron, pero nosotros, haciendo oídos sordos a tales amonestaciones y entre risas y bromas y veras, ordenamos a los mayorales que se desprendieran de la mayor parte del ganado vacuno (no así del caballar) y dedicaran su atención al lanar, y resultó que cuando los grandes rebaños habían sido de mil cabezas, entre los que se incluían vacas, caballos, mulos, asnos, cerdos y cabras, nosotros dimos la vuelta a aquel estado de cosas y llegamos a tener hatos de varios miles de ovejas que transitaban por el Campo de Calatrava a su antojo, comarca entonces muy poco poblada, y habiendo entrado con creces la primavera, entre las enormes polvaredas que señalaban su paso, conducidas por pastores y rabadanes y multitud de perros se dirigían a los montes Cantábricos, en donde se instalaban tras el larguísimo viaje.
–Estoy contenta –me dijo en una ocasión mi mujer– de haber pasado del importante cargo de encomendera mayor de las vacas al más liviano y novedoso de tratante de lanas... –y allí me miró con intención–, pues estas merindades que ahora se nos antojan extrañas, y también a quienes nos aconsejan, forman parte del futuro que legaremos a nuestros hijos. Mi padre me dejó un gran patrimonio, es verdad, pero él no sabía nada de los tiempos que habían de venir. Todos hemos de cambiar y conducir nuestra vida hacia adelante, ya sea ese sur por el que suspiras o el poniente de los antiguos, allá donde el océano se vierte en el abismo, frontera última de la humanidad... Dime, ¿tú crees que llegaremos a verlo?
Era fácil y agradable nuestra vida en Castilla, ocupados en múltiples tareas, de las que la menor no era la administración de tierras y otras propiedades, y cuando todo parecía ir bien, pues las rebeliones políticas habían sido apaciguadas y se auguraba una época de bienestar en los reinos cristianos, Leonor enfermó de uno de los misteriosos males que hoy aparecían y poco después se esfumaban tras el horizonte del tiempo. Aquello sucedió de improviso, y ni siquiera tuvimos el recurso de acudir a doña Mayor, que había muerto en años anteriores y sido nuestra principal valedora en lo que tocaba a las irresolubles circunstancias para las que no existía remedio conocido, y aunque hice venir desde Toledo y otros puntos a los sabios que nos aconsejaron, todos se mostraron igualmente pesimistas y de ninguno salió una palabra que nos permitiera concebir esperanzas.
Leonor empeoró día a día, y lo que al principio tomamos por envenenamiento y me obligó a revolver la casa entera, así como enviar a los niños con Yúsuf y Moisés a Castrojeriz, en donde bien podían ocultarse en casa de Rubén, al fin debimos aceptarlo como el rayo de los cielos, nebuloso concepto que nos sugirió Peregrino, ya muy viejo, achacoso y entrado en años, pero cuyos ojos brillaban con la sabiduría que presta la edad y la emoción que el funesto lance le ocasionó.
–El estoicismo de los antiguos y la humildad de los cristianos –dijo a media voz– es lo que predico a mis dueños en las fatales circunstancias que el Destino nos trae. Todos estamos en manos de Dios, y sólo cabe conformarse con sus designios. Hágase su voluntad.
Pasaron algunos días, y a la vista de lo que verdaderamente acontecía, una vez que me di cuenta de que mis temores eran vanos y la única mano que manejaba aquellos inasibles hilos era la de Dios, hice volver a toda prisa a mis hijos a nuestra casa, pues Leonor anhelaba su presencia, y una de aquellas tardes, cuando nos encontrábamos reunidos a su lado, con palabras en las que se advertía una extrema debilidad dijo,
–Ramón: ven y cuéntanos otra vez lo que viste en aquel arenal africano que miraba hacia poniente. A mis instancias lo has narrado repetidas veces, ya lo sé, pero nunca me cansaré de escuchar ese cuento que habla del lugar que jamás podré alcanzar.
Yo comencé una vez más aquella fábula que trataba de alguien, señalado por los dioses, a quien fue permitido avizorar el océano, el más allá desconocido, las arenas del desierto y las infinitas luces del cielo, y lo hice sosteniendo entre los brazos a Soledad, nuestra hija menor, pobre niña, que estaba aterrada ante el aspecto de su madre y no se atrevía ni a respirar.
Leonor y Raquel, las mayores, se colocaron a ambos lados del lecho, y aparentando serenidad escucharon lo que dije mientras con pañuelos de seda le enjugaban el sudor de la frente. Al fin, cuando concluí, hubo un pesado e incómodo silencio, y fue Raquel, aquella niña que día tras día daba muestras de la mayor de las perspicacias, la que dijo,
–Siempre me gustó esa historia que nos habla de lo que verdaderamente se esconde más allá del horizonte marino que nunca vi. Sólo vosotros dos lo conocéis, pero nosotros iremos a contemplarlo cualquier día y tú nos acompañarás, ¿verdad, madre? –y ella respondió,
–Verdad. Gastamos nuestras vidas acechando quimeras, persiguiendo ilusiones que están más allá de nuestros posibles, pero debemos tener en cuenta que no sabemos nada. Dios creó cielos y Tierra para morada de las personas y animales, y es nuestra obligación intentar desentrañar sus secretos, desvelar el Orbe y cuanto contiene, que, a modo de adivinanza, nos propuso Quien desde arriba nos contempla.
De tal forma continuó el discurso durante aquella tarde que, de profética manera, resultó revuelta y ventosa, y yo, temiendo cualquier inesperado suceso, la pasé entera a su lado. Llegó la noche, y después de enviar a los niños a dormir, quedó en un reposo total que le duró algunas horas. Luego, de repente y de la más inesperada manera, irguiéndose en el lecho y con las palabras del poeta, dijo,
–¡Ay de mí, que un suave sopor me toma en mis duelos...! Ojalá que ahora mismo la madre de Dios me diera blanda muerte para no consumir más mi vida en la pena, añorando el valor y las prendas sin cuento que sólo a ambiciosos afectan [18]. Escúchame: lo que tuve que hacer, ya lo hice, y lo que quise decir, lo dije, y quien quiso me entendió. Tuve cinco hijos, sí, que se quedarán contigo, y lana de vellón con mis esfuerzos, vanidad de seres vivos..., y alcancé a comprender algunos de esos saberes de la geografía que me apasionan, aunque al fin vanidad también de quienes ambicionan ir más allá de lo que el Cielo nos consiente... Tú, sin embargo, no cejes en el empeño, y aunque en ocasiones no puedas contemplar con los ojos de la cara la dirección que nos señala la luz del ocaso, procura no perderla de vista con los de la mente, pues ellos nos muestran colores más hermosos que los que en vida creímos contemplar.
Después requirió una vez más a sus hijos, que acudieron sobresaltados y somnolientos, y entre ellos y con la compañía de quienes estábamos a su lado, Peregrino, Yúsuf, mi hermana Raquel, Rodrigo, Moisés y quien narra tan especial escena, pareció dormirse en un sueño del que no iba a despertar, y fue mi hermanita, a quien su ceguera dotaba de poderes que los simples mortales no podemos comprender, la que avanzada la noche apretó mi mano de inconfundible manera. Nos miramos, ella sin ver, y comprendí lo que había sucedido, pues el tránsito se había cumplido calladamente. Leonor, en cuya faz se había pintado durante los últimos días una extraña palidez que jamás había observado, reposaba en el blanco lecho en lo que me pareció un éxtasis de transfiguración, y a sus mejillas, durante un instante, retornaron los colores y formas que siempre la embellecieron, lejos del amargo y desconocido rictus que había ensombrecido su expresión. Nada quedaba, según creí entender, del sufrimiento pasado, pues su alma había volado lejos de su cuerpo, y no me sorprendió encontrar a Peregrino arrodillado en el suelo y dejando caer su luenga barba sobre el lecho. Murmuraba lo que seguramente eran las oraciones que se dedican a los muertos, y desde las más apartadas sombras de la habitación, Yúsuf y Moisés, fruncido el ceño y con los brazos cruzados, contemplaban la escena.
Yo me acerqué a mis hijos, de los que ninguno osaba levantar la vista, y procurando comprenderlos a todos entre los brazos dije,
–Leonor, vuestra madre..., se ha ido a un lugar mejor que este. No nos lamentemos, pues no es motivo de aflicción el abandonar este valle de lágrimas. Antes bien, pensemos que ella ahora nos podrá contemplar desde el lugar en el que todo se divisa.
Peregrino no cesaba en su salmodia, y detrás de nosotros advertí los pasos y rumores de los criados que, seguramente avisados por Yúsuf, entraban en la habitación. Nada de ello me distrajo, y abrazando todavía con más fuerza a los niños, que se arrebujaban en torno a mi cuerpo, aún supe continuar.
–Al fin y como he dicho, ¿por qué lamentarse? Vuestra madre, como ella siempre dijo, fue una privilegiada. Nació en noble y abultada cuna, y si hacemos excepción de aquellos años en que estuvo secuestrada por su progenitor, el resto de su vida fue un constante fluir de su alma en las de los demás. La inagotable energía que la adornó encontró cauces en los que expresarse. Fue regalada con el gigante de sus sueños de niña, y dejó cinco hijos en el mundo que sin duda continuarán su labor, aquella búsqueda del camino de poniente del que siempre, aunque callada y tímidamente, se ocupó...
Enorme hito en mi vida fue aquel, la desaparición de mi mujer, persona que había tenido a mi lado durante más de veinte años y a cuya compañía me había acostumbrado de una forma que resulta difícil describir. Leonor fue desde el principio la que dio vida a aquella casa y corte, y aunque yo representé el papel de cónyuge, y sé que a su satisfacción, ella fue el alma de tantas y tan difíciles empresas, como era el continuo bregar con parientes y ayudantes, doncellas y cocineros y ministros, nobles y plebeyos, gentes de armas y de letras y ganado de todas las layas, vacas, ovejas y caballos..., para lo que había sido educada desde la cuna.
Poco diré de sus exequias, a las que acudieron personajes de relumbrón, como fue don Rodrigo, el arzobispo de Toledo que siempre fue nuestro amigo, y aún menos de su entierro, pero debo hacer inexcusable mención de lo que sucedió en tan señalada hora, pues Leonor fue sepultada entre amigos en lo más profundo del bosque de Castilnuovo, aquel que vio nuestro más atrevido encuentro y cuyas umbrías la llevaron a pronunciar palabras que siempre quedaron en mi ánimo, y aunque ella, con el correr de los tiempos, las hubiera calificado de frívola vanidad, las repetiré como un homenaje a su memoria: son aquellas que decían y hablaban de un guerrero del sol que llevó la luz de Castilla hasta sus ojos...
De mis hijos poco había de ocuparme, pues ellos, incluso los más pequeños, habían alcanzado la edad en que conviene recorrer el ancho mundo sin el auxilio de los padres. A todos dije que había que pasar página y mirar hacia adelante, y decidido a dar ejemplo con mis actos, me vino a la cabeza hacer un viaje a tierras lejanas, mucho más lejanas de lo que hasta entonces había osado alcanzar, ¿y qué mejor dirección que la de levante, que me podía llevar hasta las tierras venecianas, en donde residía Alejandro?, pues por sus palabras conocía aquellas siempre anegadas comarcas y era mi intención visitarlas antes de que fuera demasiado tarde.
–Leonor, Raquel, escuchadme –les dije una tarde cuando acabábamos de comer, y ellas, al percibir mi énfasis, prestaron atención–. ¿No os gustaría hacer un largo viaje...? Vuestra madre lo hubiera aprobado sin duda, y aunque no iremos hacia poniente, que era la dirección de sus sueños, podemos intentar el camino de levante, que nos conducirá a las regiones de esos antiguos que tanto nos han enseñado.
Leonor era una estudiosa de los clásicos latinos y griegos, entre cuyos textos pasaba la vida, y Raquel había heredado la pasión de su madre por los lugares lejanos y era muy aficionada a leyendas y relatos que trataran de ello, por lo que mis palabras fueron acogidas con el mayor entusiasmo.
–¿Iremos a Constantinopla...? –preguntó Leonor sorprendida y desorbitada, pero yo sonreí y me encargué de moderar sus ímpetus.
–No, hija, tan lejos no llegaremos..., pero sí podríamos acercarnos a Venecia.
–¿Venecia...? –casi gritó Leonor, y cuando ya apuntaba la primavera, con Moisés y las niñas, amén de un reducido grupo de criados, inicié el que había de ser un viaje muy largo, mucho más de lo que yo había previsto, y colmado de las más inesperadas sorpresas.
De tal forma, tras haber dejado a Yúsuf investido de plenos poderes y al cuidado de mis hijos y hacienda, labores en las que se había significado como el más capaz y avisado de cuantos servidores tuvimos a nuestro lado, una buena y soleada mañana partió de Burgos el cortejo que nos iba a acompañar durante la primera etapa, que nos llevó desde nuestra ciudad hasta uno de los puertos del reino de Aragón, y aunque yo conocía algunos de los términos por los que transitamos, como aquellos señoríos aledaños al valle del Ebro que desde cincuenta años antes pertenecían a la corona de Castilla, encontré las tierras muy cambiadas, pues los aragoneses habían extendido sus conquistas hacia el sur, y grandes ciudades como Zaragoza, que hasta tiempos recientes había sido cabeza del importante reino musulmán de su nombre, pertenecían a sus dominios.
Al fin, tras agotadoras jornadas durante las que atravesamos infinitos yermos y no menos vertiginosas sierras, haciendo noche en miserables villorrios, cuando no en los monasterios que encontramos, siguiendo el cauce del gran río que nombré llegamos a la fortificada ciudad de Tortosa, a la sazón muy vigilada, pues debido a su cercanía a la desembocadura de la fangosa corriente que fertilizaba tales tierras, era lugar habitualmente castigado por pestes y otros morbos de los que resultaba preciso guardarse.
Poco tiempo permanecimos en aquella población, en la que nos entrevistamos con provecho con nuestros agentes en tal parte del mundo, judíos en su mayoría, y muy dados a lo ceremonioso, aunque al fin, tras haber descansado de las penalidades del largo viaje y habiéndonos librado sin percances de enfermedades y otras inconveniencias, nos embarcamos en una de las saetías que, agrupadas y fuertemente armadas por temor a los piratas que provenientes de los sureños y cercanos reinos musulmanes merodeaban por aquellas aguas, emprendían viaje con rumbo a tierras de la península itálica.
Formidable travesía se presagiaba, más para nosotros, que éramos de tierra adentro y nada habituados a los aires marítimos, pero yo, presintiendo semejante contingencia, había tenido buen cuidado de elegir a nuestros criados entre aquellos que tenían una cierta experiencia en semejantes lides, que no eran muchos los que cumplían con tal requisito, y durante el viaje, tres semanas de incierta navegación costera, ante los mapas que el capitán nos mostró nos ocupamos de delinear el recorrido que más conviniera a nuestros propósitos, que no eran otros que ver mundo e intentar otear más allá de los infinitos horizontes que el espíritu encuentra en su camino.
Para semejantes menesteres no precisaba de consejeros, pues como llevaba conmigo a Leonor, y sus conocimientos eran amplios, ella se encargó de trazar un itinerario que nos condujera desde Génova, la de los grandes mercados, hasta el corazón mismo de las civilizaciones anteriores, y a fe que en aquella primera ciudad y durante días nos encontramos sumergidos en verdaderas multitudes, puesto que se celebraba alguna de sus acreditadas ferias, para luego ser recibidos en las casas de cambio, cuyos nombres tan bien conocía de nuestros negocios, con los brazos abiertos...
Desde allí, y en aún más largas y difíciles jornadas, nos trasladamos a lugares tan renombrados como Pisa, Florencia o Roma, en donde pude admirar la sabiduría del pueblo que habitaba tales comarcas, que se expresaba en las ingentes obras de cantería, castillos, monasterios y catedrales de mármol blanco y frontispicios dibujados por columnas que a cada paso observaba, a lo que había que unir los numerosos vestigios del pasado más remoto que hicieron las delicias de todos, incluidos Raquel y Moisés, cuyas preocupaciones no figuraban en lo que se refería a la historia pero se quedaron igualmente extasiados ante la magnificencia de tales lugares.
Fue en Roma, la capital del mayor y más importante país de la antigüedad, en donde encontré las fuentes de mis lecturas juveniles, cuando en la academia toledana había recitado ante los aprendices las maravillas del mundo expuestas por el gran Plinio y el no menos sobresaliente Estrabón, autores que, pese a su insólita descripción del orbe –ya que ellos no tuvieron la oportunidad de conocer las doctrinas verdaderas, que sólo iban a manifestarse en siglos posteriores–, figuraban entre mis favoritos.
Allí, entre las sin fin huellas de un tiempo que se fue, rememoré las antiquísimas palabras que con la torpeza y osadía propias de la juventud pronuncié ante los cándidos educandos que los maestros reacios a la labor me confiaban. Eran términos que hablaban de la grandeza de naciones poderosas, en cuyo seno florecen las ciencias y las artes, y aunque antaño no penetraba en tales conceptos y me limitaba a repetir lo difícilmente aprendido, el correr de la vida me había mostrado la profundidad de semejantes enseñanzas y su correspondencia con la más inmediata realidad. Además, tenía a mi lado a Leonor, que conocía mucho mejor que yo cuanto nos ocupaba.
Durante días visitamos tantos lugares que he olvidado sus nombres, y con la ayuda de carros, cuando no cabalgando entre nuestros criados, el cortejo que formábamos se desplazó por aquellas tierras hacia la norteña laguna veneciana que era el objetivo final de nuestros afanes, y si bien y como decía, fueron abundantes las satisfacciones que tan largo viaje nos deparó, no fue menos grato lo que sucedió tras nuestra llegada a Venecia, que al fin pudimos contemplar un mediodía radiante desde las márgenes de la costa.
Era en verdad sorprendente aquella isla mediterránea, aquel archipiélago poblado, aquellas marismas sin fin, aquella urbe de chozas, cobertizos y pajares, almacenes y paradores salteados aquí y allá por deslumbrantes palacios que se asentaban sobre las aguas que la rodeaban por todas partes. Mucho había oído decir a Alejandro sobre el lugar en que nació, pero nunca había imaginado su verdadero aspecto y extensión. Venecia era una ruidosa y acuática ciudad que se encontraba en el centro de la enorme laguna a la que daba nombre, y durante la mañana que siguió a nuestra llegada no pude evitar recorrer lo que me pareció la ciudad entera acompañado por Moisés y unas de nuevo boquiabiertas y atropelladas Leonor y Raquel que todo querían abarcarlo durante el primer día. No fue la ciudad entera, claro es, que se apiñaba sobre las riberas de aquel islote rodeado de aguas cenagosas, pero sí buena parte de su enmarañado dédalo de callejuelas, que en su mayoría no eran sino canales que desembocaban unos en otros e iban a parar a la mar. Sobre ellos se caminaba por una multitud de endebles pasarelas de madera, y no pude sino mostrar la mayor de las admiraciones ante aquella ingente obra de siglos que había permitido a sus habitantes mantenerse a salvo de los invasores que para sí habían codiciado la posesión de tantas riquezas como la ciudad atesoraba.
Por la tarde, tras el larguísimo paseo que nos ocupó muchas más horas de lo que ninguno habíamos imaginado, accedimos al puerto, y en él, rodeados de los innumerables barcos que podían observarse en sus fondeaderos, naves de carga en su mayor parte pero también lanchones de pesca y navíos de todos los aspectos que sin duda se dedicaban a la vigilancia de los límites de tan afamada república, hicimos estrepitosa entrada en la que nos pareció más adecuada y capaz de las posadas que junto a los concurridos muelles encontramos, y allí, en aquel establecimiento y rodeados por multitudes que al pasar nos contemplaban con curiosidad, entre risas, comentarios de lo acontecido y buenas jarras de vino saciamos nuestro apetito disfrutando de lo benigno de la tarde y los templados aires marinos, y como mis hijas habían heredado los gustos de quien las trajo a este mundo en lo que se refiere a la comida, observados con cierta cautela por Moisés y los criados, cuya afición a la carne era notoria, dimos cumplida cuenta de abundantes platos de extrañas verduras y un sin fin de tajadas de no menos desconocidos aunque exquisitos pescados.
Con el sol declinando sobre aquellas aguas marinas que se nos antojaban extraordinarias volvimos pausadamente a nuestra residencia, pero no sin antes ocuparnos de lo que allí nos había llevado, pues las novedades del primer día me habían hecho demorar nuestro principal propósito. Yo no había avisado a Alejandro de mi viaje, y mi única preocupación de momentos tan venturosos consistía en que se encontrara lejos de su ciudad, pero quisieron los Hados jugar a nuestro favor, pues tras haber despachado a Moisés, a quien conocía, con el encargo de que inquiriera sobre su paradero, he aquí que un torbellino se desencadenó sobre nuestro séquito cuando, coincidiendo con la atardecida, de la más tumultuaria e imprevista de las maneras hizo acto de presencia rodeado de hijos y criados.
Alejandro, que conservaba su inmejorable aspecto de siempre, llegó con aparato de fanfarrias y otras manifestaciones de su siempre desbordada fantasía hasta el lugar en el que nos alojábamos, y entre muchos abrazos, voces de alegría y otras manifestaciones de espíritus bien avenidos, tras haber inquirido del posadero las cuentas dispuso que se trasladaran nuestras pertenencias a donde él ordenara, es decir, a su palacio, que no de otra forma podría calificarse su morada.
Yo estaba habituado a los oscuros y pétreos caserones de Castilla, castigados hoy por el frío y mañana por el calor, que siempre me parecieron confortables, pero en aquel paraíso cabe las aguas marinas el temple de los cielos era excelente durante las cuatro estaciones del año, y ello justificaba los enormes ventanales que por todas partes se abrían e inundaban de clara luz los aposentos. Ventanales, además, que durante mi viaje por la península itálica había observado que encaraban los lugares de mayor relieve, plazas y mercados, colosales ruinas antiguas, astilleros de las riberas, volcanes en erupción y otros escenarios por el estilo. Y no era menos en aquel lugar, pues desde las alturas de la marmórea y almenada mansión que sucinta señoreaba una colina y se elevaba sobre las arboledas y construcciones circundantes, podía divisarse la laguna veneciana en toda su amplitud.
–Esto que aquí veis –dijo nuestro anfitrión– fueron en tiempos marjales incultos e insalubres, pero la perseverancia de sus habitantes, ciudadanos de la república de Venecia, con un esfuerzo que ya dura mil años han sometido el territorio y lo han modelado a su capricho. Allá están las boscosas colinas del Lido, que emergen sobre las aguas, y allí, casi oculta por los tejados, la fortaleza veneciana que ha sido formidable baluarte durante siglos de incesante batallar. Alrededor de nosotros, en la lejanía, podéis ver las islas que conforman el archipiélago, unas ocupadas por los almacenes de los comerciantes, otras por las huertas de los agricultores y otras por los arsenales que precisamos para mantenernos a salvo de quienes nos rodean, y todo ello construido con harto sudor y sangre por sus moradores, pueblo no tan populoso como el castellano, pero asimismo noble y apegado a lo que ha conquistado a las aguas y a sus enemigos.
Alejandro, que nos había conducido hasta las terrazas de su palacio, dejó que contempláramos con holgura cuanto desde allí se divisaba, que era mucho, y a continuación añadió,
–Es lo que dice nuestra historia..., pero tiempo habrá de verlo y no es este momento de lecciones –y allí me golpeó significativamente en la espalda–, sino de agasajar a quienes me han dado una de las más agradables sorpresas que he recibido durante toda mi vida –y cuando descendíamos hacia las habitaciones, en donde nos esperaba Elena, la mujer de mi amigo, a quien no conocía y, según él nos dijo, se estaba componiendo para recibir a tan ilustres huéspedes, Alejandro, dándome disimuladamente con el codo y refiriéndose a Leonor y Raquel, que caminaban delante de nosotros, bajando la voz dijo,
–¡Qué guapas...! –ante lo que me sentí muy halagado y respondí,
–Lo mismo tengo que decir de los tuyos, y bien se ve que a los ojos de Dios hemos hecho cumplidos méritos, puesto que él ha querido favorecernos con una prole vigorosa y saludable –pues de verdad que los dos hijos mayores de Alejandro, que eran aproximadamente de la edad de las mías y discretamente nos acompañaron durante aquella tarde, me habían causado la mejor impresión.
Elena, su mujer, de quien mucho había oído contar en ocasiones anteriores de boca de mi amigo, resultó ser una señora de aspecto exótico –pues descendía de príncipes griegos y comerciantes bizantinos– y labia sin igual, lo que no me sorprendió pues aquellas artes de la retórica eran las preferidas de Alejandro, y secretamente y con regocijo intenté imaginarme cómo serían los coloquios íntimos de mis amigos, y si entre ellos utilizarían tan pomposos y abigarrados términos.
Nos recibió a usanza de reina, pues nuestra primera entrevista tuvo lugar en la más despejada de las terrazas con que contaba aquella casa, y rodeada de un buen número de doncellas, y tras hacernos tomar asiento, dedicarme elogios que no merecía a propósito de mis proezas guerreras e interesarse por las recientes y luctuosas circunstancias que habíamos vivido, concedió toda su atención a las niñas, pues ellos no habían tenido hijas, y es bien conocida la afición de las mujeres por sus iguales en el sexo.
Risueña y entretenida resultó aquella velada a la luz de una luna plena que se prolongó hasta bien avanzada la noche y durante la cual tuvimos ocasión de conocer a los cuatro hijos de Alejandro, dos de ellos aún pequeños y que hicieron magníficas migas con mis hijas, pero todavía lo fueron más los días que siguieron, cuando guiados por Alejandro conocimos los muchos lugares que la urbe contenía, entre los que destacaba una grandísima y muy soleada plaza, puesto que se orientaba al austro, que contaba en su extremo con la mayor y más extravagante basílica que nunca había visto. Aunque las obras continuaban, ya se advertía que todo en ella iba a ser blanco, y como lucía unas enormes cúpulas que con aspecto de cebolla la remataban, y yo extrañara aquellas formas orientales y los desmesurados atrios de columnas, que poco tenían que ver con las más que airosas construcciones que había observado durante el viaje, Alejandro me ilustró sobre la influencia de los usos bizantinos, que allí, por la proximidad y trato con tan extremas tierras, alcanzaban gran predicamento.
Muchas vueltas dimos por la ciudad, y a muchos personajes de relumbrón fuimos presentados, pero, pese a tantas novedades, aún quedaba por suceder el mayor prodigio que junto a las aguas del mar Adriático iba a tener lugar.
Alejandro, alentado por su afición a los festejos, nos había recibido con unas sin igual jornadas de fuegos de artificio, música, bailes, juegos malabares y correr de toros en las que no nos dio tregua, y tras ellas y los primeros días de estancia en su casa advertí a Raquel recelosa y distraída, como si algo le afectara, y yo, poco conocedor de los secretos de las mujeres, ya que había sido su madre quien se había ocupado sobre todo de ellas, me interesé en tal novedad, aunque no coseché más que indiferencias y melindres, pues la niña, lejos de responder, corrió a refugiarse al lado de su hermana, quien sin duda entendía mucho mejor que yo lo que sucedía. ¿Y qué era ello? Pues lo diré de la más transparente de las maneras: Raquel, la segunda de mis hijas, se había prendado de la noche a la mañana de un hijo de Alejandro, el segundo de ellos y que respondía al nombre de Vittorio, y el galán, según supe por Leonor, que me lo contó con la risa bailándole en la cara, la correspondía cabalmente...
Mi primer sentimiento fue de confusión, pues suponía contar con la confianza de mis hijos y encontré burlado mi discernimiento por una chicuela a la que creía conocer bien, pero luego, atendiendo a las palabras de Leonor, que aludió al inevitable transcurrir de la vida y otros azarosos conceptos que quizá había pasado por alto, di por bueno lo acontecido y comencé a mirar a los tortolitos con cierto disimulo mal reprimido –sí, pues ellos me consideraban en el limbo– pero muy diferentes ojos.
Era aquel un mozo que se parecía a su padre, aunque no en la sin par elocuencia que le caracterizaba, pues se mostraba sumamente cauto y observador, pero sí en otras cualidades igualmente importantes, como eran las que tocaban a la instrucción y la más exquisita educación y caballerosidad, y al contrario que su hermano mayor, quien aseguraba sentirse a sus anchas en el seno del ejército al que pertenecía, apuntaba maneras de comerciante y de él Alejandro aseguraba que estaba destinado a convertirse en su sucesor. Y en lo que se refiere a mi hija, encontré que una importante mudanza se había operado en su ser, pues de repente caminaba erguida y mirando al infinito, actitud que nunca había observado en ella pero reconocí como característica de los tiempos jóvenes de su madre...
En fin, tal fue aquello que, así como Leonor y yo con ocasión de nuestro primer encuentro en las jornadas de caza en Yebel que relaté páginas atrás, mucho nos miramos a espaldas de quienes la guardaban, Raquel y Vittorio se las habían ingeniado para llevar a cabo los juegos propios de los enamorados, e incluso encontrarse en los jardines que nos acogían, en donde a buen seguro habrían tenido sus palabras.
Eran aquellos dos niños de corta edad, pues Raquel sólo tenía quince años y su pretendiente dieciséis, y yo, divertido por la equívoca situación aunque resuelto a llamar a capítulo a mi hija, una tarde en que nos solazábamos paseando por los patios en diversos grupos, y Alejandro y yo, lejos de las mujeres, argumentábamos sobre la conveniencia de los árboles que adornaban sus huertos, vi venir a Raquel, que se agregaba a la reunión, y entonces, no pudiendo reprimir mis palabras, mirándola con agudeza y con toda la sorna de que fui capaz, le dije,
–Vaya... ¿Qué nos dice hoy doña circunspecta? –y ella, sintiéndose desenmascarada, plena de arreboles se apartó de nosotros como del diablo y se refugió en el corro de las damas, en donde sin duda se encontraba más segura.
Alejandro soltó la carcajada, y luego, tras pensarlo, dijo,
–Veo que te han informado prestamente de las novedades... –y me miró con intención–. Ha sido Elena quien me lo ha contado, y si te he de decir la verdad..., estamos de suerte. Los hijos son caprichosos y volubles, y a veces toman caminos que desaprobamos, pero no parece ser este el caso, y se me ocurre que quizás debiéramos tú y yo tratar del asunto con mesura –y de allí siguió una grave conferencia que celebramos mano a mano en uno de los miradores que sobre las arboledas se adelantaban.
La mesura y la severidad estuvieron presentes en nuestro coloquio, es bien cierto, pero asimismo el vino y ciertos frutos de mar que el mayordomo y otros criados tuvieron cuidado de colocar a nuestro más inmediato alcance, y mientras contemplábamos el paisaje y los domésticos trajinaban, una muchacha desgranaba armoniosamente en un arpa aires que se me antojaron orientales.
–Mucho nos ocuparon en tiempos pasados –dijo al fin Alejandro– notables asuntos como el fuego griego y las propiedades del abominable polvo negro, acerca de los cuales tratamos con suficiencia, o las artes del comercio, que colmaron no pocas pláticas, y todo ello sin referirnos a lo sucedido durante los últimos tiempos con esa lana que tantas satisfacciones nos ha dado... Podría también referirme a los muros de Tintagel, a la espada que vino del cielo o a los asuntos que concernían a la reina Ginebra, Morgana y todas las demás..., pero los tiempos han cambiado y otras cuestiones nos afectan.
Alejandro hizo una pausa mientras la voz de aquella chica se elevaba con latines y cautamente sobre el instrumento. Él dejó pasar el tiempo, y luego dijo,
–Ahora es preciso oír, sonar y ver, escuchar con atención lo que alrededor de nosotros se cierne, como es la música que nos acompaña o los sentimientos de seres queridos que nos hablan del futuro, ese futuro que quizá ni tu ni yo alcancemos a contemplar... Poco importa, sin embargo, pues ellos son jóvenes y sin duda construirán a su manera un mundo en el que nosotros no tenemos cabida. ¿Recuerdas aquella canción que tantas veces cantamos y decía,
Atrás quedaron los estudios,
es hora de divertirse.
Cedamos a nuestros apetitos,
costumbre de la juventud.
Gocemos de los momentos agradables
y bajemos hacia las plazas...
La música había cesado, pues su ejecutante se había detenido ante lo extemporáneo de las voces de mi amigo, pero él sonrió y en seguida dijo,
–Ludovica, sigue..., sigue, mujer –y nuestra maestra de música retomó su casi inaudible melodía y nosotros nuestros quehaceres, que no eran otros que intentar penetrar el futuro, llenar las copas, contemplar el paisaje y dar buena cuenta de aquellos sabrosos moluscos.
Durante un buen rato reinó el silencio en la habitación, pero al fin él lo rompió.
–Ahora son ellos quienes deberán poner en práctica tales enseñanzas, y enfilar con sus solas fuerzas el camino hacia adelante, como hicimos nosotros en aquella célebre academia toledana de la que recuerdo tantas cosas. Además, sospecho que tu hija lleva el camino de convertirse en una gran señora, como su madre, y no puedo desear nada mejor para los míos. Si todo sigue su curso natural, y este lance no resulta un capricho pasajero, esperaremos un par de años antes de celebrar la ceremonia, y mientras tanto, que se carteen... Es decir, si tú estás de acuerdo.
Yo asentí.
–Me parecen muy atinados tus barruntos, y poco puedo añadir. Únicamente que te envidio, consuegro en ciernes. ¡Cuánto me gustaría tener a Leonor al lado...! El tiempo no perdona, y es ahora, cuando pesan los años, cuando más necesitamos la compañía. Cierto que tengo a estas hijas mías, y los que están en Burgos, pero con los niños no puedes hablar de tus pesares, pobrecillos... Seguramente se asustarían, pues cualquier persona desea que sus padres muestren entereza. Son ellos el ejemplo a seguir, al menos cuando eres joven, y malo y contraproducente resultaría defraudarles.
Hubo una nueva pausa en aquella tarde de arreglos y compadrazgos, pero al fin pudimos resumir lo tratado.
–¿Sabes lo que se me ocurre? Pues que si las cosas salen bien, acabaremos por tener nietos comunes... ¡Quién me lo iba a haber dicho en aquellos entonces, cuando éramos jóvenes y despreocupados y nuestra única ilusión consistía en hacer la guerra a los musulmanes...!
Luego se sucedieron las fiestas y excursiones, pues Alejandro nos retuvo mucho más tiempo del que habíamos calculado, y al fin, con las primeras luces del otoño, emprendimos el camino de regreso en etapas que hicimos en su compañía –y la de Vittorio, claro es, que se desesperaba ante la idea de separarse de su amada– y acompañados por el sin igual cortejo que él previno.
Tras visitar las tierras norteñas de la península itálica, en donde pude contemplar a mis anchas las nuevas plazas y catedrales que el inicio del siglo había traído consigo –que de todo quise tomar nota para aplicarlo en las tierras castellanas, en donde cavilaba que mis trabajos iban a ser muchos–, nos despedimos en la costa genovesa en medio de una sin igual tragedia que desató las risas de la mayoría.
–Raquel, niña mía –le dijo Moisés, a quien ella en su aflicción se había agarrado–. ¡Pero si Vittorio ha prometido visitarnos durante la primavera...! Date cuenta de que sólo serán algunos meses, y la primavera en Burgos es muy bonita... –pero poco pudimos hacer por remediar el desconsuelo que se instaló en su alma y tan sólo aludiré a los truenos que, dispuestos por Alejandro, se encendieron sobre las murallas para anunciar nuestra partida, y de aquel revolotear sin fin de pañuelos de seda que nos acompañó hasta que las más cimeras construcciones de los muelles se perdieron de vista.