LA CIUDAD

 

Yo nací en el centro del mundo, aquel lugar único en donde se cruzaban dos importantes caminos. Las gentes transitaban apresuradas por ellos, pues los tiempos iniciales de mi infancia se caracterizaron por lo difícil, rodeados como estábamos por emboscadas partidas de malhechores que venían del sur, pero en nuestra gran ciudad amurallada todos se detenían puesto que era un lugar grande y capaz, fonda de largas caravanas de animales de carga que recorrían la frontera y lugar a propósito para abrigarse de los albures y abastecerse de lo necesario antes de reanudar el largo y peligroso viaje.

Yo vine al mundo en la ínsula del Guadiana de la que tanto se dijo, eminencia rodeada de agua por todos los lados merced a un profundo canal tallado en la roca de sus cimientos, laboriosa obra que mucho tiempo antes había sido llevada a cabo por esclavos y prisioneros, en su mayor parte cristianos, y aunque debió de ser un arduo trabajo, daba al lugar un aspecto que dejaba atónitos a quienes nos visitaban por primera vez, que nunca hubieran podido imaginar semejante ciudadela en tan áridas tierras, y si a ello sumamos la visión de la vega florecida en primavera, oasis y vergel sin par, o aun los relucientes cielos nocturnos con que nos regalaba el verano y que daban testimonio de la existencia del debatido empíreo, la ilusión era completa.

Yo, además, nací cerca de la torre del agua, el castillo ácueo o castellum aquæ, la complicadísima maquinaria que se abastecía de las aguas del río mediante norias y cangilones sin fin, algunos soportados por la misma muralla, y que vertían el necesario líquido en la acequia mayor que corría sobre la coracha, de donde iba a los depósitos de que se surtían tanto el foso como los habitantes de la ciudad cuando el caudal del río era insuficiente. Era aquella una instalación muy compleja, y había sido construida mucho tiempo antes por los musulmanes que en tiempos la habitaron, los cuales dispusieron las cosas de tal manera por motivos que seguramente tenían que ver con su protección, pues también ellos debieron defenderse de quienes ambicionaban su término, muy importante, como dije, pues era el cruce de principales caminos y lugar en donde todos los días sucedía algo nuevo, a lo que contribuía el continuo transitar de gentes, caravanas, ejércitos, rebaños y comerciantes.

Yo soy natural de la gran ciudad de Calatrava, enclave que había sido de los sarracenos hasta épocas recientes pero que fue tomada por el rey cristiano en la era de 1147, era del Señor Nuestro Dios, que dispuso quitársela a los infieles para establecerla como localidad más avanzada del reino cristiano en territorio enemigo, y fue confiada a los caballeros cruzados que vestían hábitos blancos sobre las armaduras. El Dios verdadero habita en el décimo cielo, más allá del fin del Universo, las inamovibles estrellas, y sus designios son inescrutables. El Dios verdadero es infinitamente justo, eso me enseñaron, eso se decía, y aunque en aquellos primeros tiempos yo no entendía cómo en Su bondad podía permitir tamaños desmanes y desafueros, después he pensado que ello sólo podía deberse a mi ingenuidad, pues, como he dicho, los designios del Señor son inescrutables para los hombres, simples peones y seres inadvertidos de sus ocultos y muy altos propósitos.

Cuando yo nací, la ciudad era el cuartel de un enorme ejército, vanguardia en tierra fronteriza del reino de Castilla que durante las primaveras era asediada por huestes de moros venidos del sur con sus potentes y aparatosas máquinas de guerra, pero que estaba defendida por centenares, y a veces miles, de soldados que se emborrachaban sin tasa en las tabernas del río y luego daban enormes voces y hacían entrechocar sus armas en las calles de piedra cuando se dirigían a los aposentos del alcázar.

Cuando nací, como decía, aquella región era la frontera, comarca extrema y dura, y por eso la llamaban extremadura, con el mismo nombre con que en tiempos anteriores se habían conocido otros lugares que estaban más al norte, pues la raya fronteriza que separaba a las irreconciliables religiones se desplazaba continuamente hacia el sur. Casi todos los años sucedían hechos extraordinarios, y aquel que me vio nacer no fue menos, pues durante su transcurso ocurrió la jornada de Almodóvar, que era tenida por gloriosa entre las gentes que me rodearon los primeros años; mi padre me la narró en incontables ocasiones, y muchas otras la oí referir a extraños y visitantes bajo los techos de caña de alguna de las alhóndigas del arrabal que miraban al río. Aquel no fue sino uno más de los sucesos que en tan belicoso confín tenían lugar, pero como fue mi primer contacto con los hechos que se relacionaban con la omnipresente guerra, me servirá bien a guisa de ejemplo para ilustrar lo que era el pan nuestro de cada día.

Sucedió que los musulmanes, el imperio almohade, aquellos demonios de tiznado aspecto que habían llegado con un enorme ejército desde más allá del mar y empujaban fieramente a las fuerzas cristianas hacia el norte, ocuparon una de las fortalezas que existían en la región y eran administradas por la Orden que nos protegía, el castillejo, pues no era más, de Almodóvar, localidad no muy lejana a la nuestra. En tales ocasiones se llamaba a rebato a la guerra, y de toda la región se presentaban huestes ante las murallas pues nuestra ciudad era la más importante fortaleza de los contornos, y en el suceso que digo así aconteció, e incluso llegó una fuerza de caballeros de una Orden diferente a la que albergaba la ciudad, pues desde el castillo de Consuegra, que estaba diez o doce leguas al norte, se desplazaron algunos sanjuanistas, es decir, soldados de la Orden de San Juan, que fueron llamados por el maestre y acudieron al punto con armas y pertrechos.

Al fin se formó un mediano ejército, pues no contaría con más de mil hombres entre peones y caballeros, aunque cuando posteriormente se narraba la aventura se exageraba mucho este número, y fueron contra ellos con gran aparato y acompañamiento de carros, expedición que culminó con la reconquista de la fortaleza que habían tomado los almohades, aunque antes pasaron los puertos de la sierra e hicieron varias correrías por tierras de moros, de donde volvieron con abundancia de cabezas de ganado y numerosos cautivos que enviaron hacia el norte, en donde se los empleaba en la construcción de murallas y otras obras públicas, pues la comarca de Toledo era de reciente adquisición y todos los brazos eran pocos para llevar a cabo las necesarias labores de asiento de lo conquistado.

La ciudad, mi ciudad, que se llamaba Calatrava y se situaba en la margen del Guadiana, estaba edificada junto al lugar en el que se cruzaba el antiguo camino que iba de Toledo a Córdoba con el aún más antiguo que llevaba desde la Emérita Augusta de los romanos a los reinos musulmanes de levante, pues según decían los carreteros y trajinantes que nos visitaban, por allí se podía llegar a Zaragoza, a Albarracín e incluso a Valencia y sus comarcas junto al mar, todos ellos lugares famosos y de importantes recursos, y estaba construida en lo alto de un muy alargado cerro y siguiendo la traza característica de lo que son los asentamientos infieles; hartos ejemplos de esta clase de construcciones había de ver en los años por llegar, pero por aquellos entonces yo no sabía nada sobre ello y creía que todas las ciudades eran iguales.

Pues, como digo, la población se asentaba en la cúspide de un alargado y no estrecho cerro defendido por altas murallas cuya base era de sillería, y cuya cumbre, rematada por talladas almenas –figurando algunas de ellas un castillo en miniatura–, de grosera y durísima mampostería compuesta de cal y canto. En su interior estaba la ciudad propiamente dicha, a la que sus antiguos habitantes, renegados que conservaban muchas de sus tradiciones, llamaban medina, aglomeración plena de callejuelas retorcidas, estrechas y sinuosas que se enroscaban alrededor de los lugares más importantes, como eran la basílica que años antes habían comenzado a erigir los templarios y el mismo alcázar, y cuyos mil y mil rincones y recovecos conocía a la perfección. El alcázar, que ocupaba casi la mitad de la plaza, estaba a su vez defendido por un nuevo y aún más alto cerco de murallas, y en él nos refugiábamos cuantos podíamos en las ocasiones más apuradas de los periódicos asedios.

En uno de los extremos de la muralla exterior se encontraba una torre albarrana unida a la ciudad mediante un ramal de piedra coronado por un canal, y en aquella torre, mil veces pude verlo y mil asombrarme, ocurrían de tanto en cuanto hechos maravillosos, más para los ojos de un niño. Sucedía que, en ocasiones señaladas y con motivo de algunas celebraciones, o también, cuando en verano descendía el nivel de agua del río y resultaba más difícil abastecerse de ella, se ponían en funcionamiento algunos mecanismos que sin duda estaban ocultos, y merced a ello comenzaba a girar la gran rueda que había adosada a la torre, la cual elevaba el agua hasta los depósitos que había en la parte superior. De aquellos depósitos hacían acopio las gentes cuando se agotaban los manantiales de que habitualmente nos surtíamos, pero como digo, cuando se trataba de llenar el foso que nos aislaba del mundo exterior, pues a pesar de vivir en una ínsula no siempre el canal con tanto trabajo excavado cumplía su función, se desencadenaba el más vistoso fenómeno que imaginarse pueda, pues por miles de agujeros que había en las paredes exteriores de la misma fábrica de la torre se expulsaba a torrentes el agua tomada del río, agua que a su vez iba a caer en el foso de la muralla, ayuno de ella durante las estaciones secas. El foso se llenaba, sí, lo que resultaba muy conveniente como medida de seguridad, más en épocas de sequía, que era cuando había que esperar los peores asaltos por parte de los enemigos, pero los que constituíamos la población asistíamos atónitos a tan memorable prodigio, y no era menor el pasmo de quienes, venidos de lejos, asistían casualmente al espectáculo, que nunca habían podido imaginar algo semejante, y si la riada de surtidores y otros flujos y efusiones tenía lugar durante la caída del sol, que solía ser el momento elegido para tales labores, entonces resultaban incontables las irisaciones y fulgores que se producían alrededor de la torre y aun de la muralla entera, y cuando la avenida alcanzaba su punto culminante parecía que la ciudad al completo era envuelta por una suerte de gigantesco arco iris. El fenómeno, entonces, contemplado desde los campos de la vega, lugar al que descendíamos para verlo mejor, resultaba grandioso y propio de mundos que no estaban a nuestro alcance y a los que nunca podríamos acceder.

Tal era el castillo ácueo –o castellum aquæ– que nombré antes y pobló mi cabeza de niño de quiméricos sueños, aquella visión extraordinaria e imposible que se salía por completo de nuestra vida diaria, harto ruda y uniforme, aunque luego, cuando siendo mayor lo he recordado, siempre he supuesto que a los que lo construyeron no les movió otro afán que el de mostrar a los extraños su poder sobre los elementos, pues tan formidable alarde, si exceptuamos la inundación del foso, no parecía esconder ninguna otra utilidad práctica.

Extramuros de la ciudad, en fin, se situaban los arrabales, barrios de chozas y corralones en donde se encontraban buena parte de los establecimientos favorecidos por el incesante flujo de viajeros y comerciantes que continuamente transitaba por aquellos pagos. Había fondas, claro es, que eran ocupadas con gran ruido por los arrieros desde el mismo momento de su llegada, y también un sinnúmero de establos, aunque los animales solían permanecer en los corrales, en donde comían y descansaban hasta que llegaba el momento de reanudar el viaje. Aquellas fondas, a las que también llamaban alhóndigas y se alineaban a lo largo del camino presentando su cara a los visitantes, eran no más que casuchas de adobe con tejados y porches de cañas y paja, tinglados y bazares mal y precariamente dispuestos y que casi todos los años había que reconstruir, pues los ejércitos enemigos que en primavera venían del sur, con ocasión de los ataques y si no era demasiada su urgencia solían incendiarlos en su totalidad.

Los arrabales que digo estaban construidos en la gran explanada que desde la base del cerro en que estaba asentada la ciudad llegaba hasta la orilla del río, y era en ella donde también se celebraba el mercado semanal, porque como la ciudad era grande e importante, todas las semanas llegaban los vecinos de los contornos con sus mercaderías, y durante una mañana procuraban vender los productos de sus huertas, granos y hortalizas, aunque también abundaban las gallinas y otras cabezas de ganado mayor y menor, que cambiaban de dueño entre enorme algarabía y entrechocar de manos.

Más allá de los corrales se prolongaba la explanada, y al fondo, al final de aquel terreno pisoteado y siempre lleno de estiércol y basura, se divisaban las arboledas que señalaban la presencia del río y sus múltiples y cenagosos brazos. Sobre el cauce principal había uno o dos molinos que, colocados en medio de las aguas, afirmaban sus pesadas piedras sobre balsas ancladas a la orilla. Estos eran los molinos flotantes, a los que solían llamar aceñas, pero, además, todo el lecho y sus riberas estaban repletos de gigantescos azudes y otras norias, algunas movidas por animales, que vertían el agua en las muchas acequias y canales que delimitaban las parcelas en donde se cultivaban las hortalizas, huertas que habían sido construidas muchos años atrás por los primitivos pobladores, los musulmanes que antaño fundaran el lugar.

 

 

Las personas que habitaban la ciudad y todos los barrios que describí pertenecían a varios grupos diferentes, pues sus épocas de establecimiento también lo habían sido, y así, en primer lugar, citaré a los castellanos, nuevos en aquellos pagos y a los cuales yo pertenecía. Ellos habían llegado veinte años antes, instalados por el rey en el lugar para ocuparlo, pues cuando fue conquistado se despobló y era necesaria la presencia de los colonos para evitar que tales tierras volvieran a caer en manos de sus antiguos dueños. La mayor parte provenía de las tierras del norte, las extensas llanuras que, según decían, había más allá de los montes que nos separaban de los antiguos territorios de León y Castilla, llanuras que eran recorridas por ríos más anchos y caudalosos que el nuestro, y que entonces, aprovechándose de los privilegios que el rey había decretado, en las tierras conquistadas habían fundado nuevas y a veces prósperas familias y haciendas.

Los oficios que los pobladores desempeñaban eran casi todos, y de esta forma se contaban en Calatrava ganaderos, labradores, panaderos, molineros, hosteleros, curtidores, canteros, herreros, carniceros y muchos otros, y todos ellos venidos de tierras del norte con sus familias como colonizadores, que ya dije.

En nuestra ciudad, además, había acantonado de forma permanente un verdadero ejército, pues no en vano constituía el más avanzado baluarte del bando cristiano en las tierras fronterizas, y ello prestaba a la población una vida y actividad que para sí hubieran querido los escasos y miserables villorrios que había en las cercanías. Los soldados, cuyo número era a veces incontable, vivían en el alcázar, la fortaleza que a resguardo de las murallas ocupaba buena parte de la superficie de la ciudad, pero cuando durante las primaveras preparaban sus operaciones militares y su número aumentaba enormemente, como no había habitación para todos acampaban en el real de las afueras, junto al río, en donde se levantaban campamentos de tiendas que daban cobijo a los recién llegados y su impedimenta de carros y caballerías. El gobernador de la plaza era un abad que por encargo del rey había venido del norte, del lejano reino de Navarra, y con ayuda de un monje de su monasterio, del que se contaban mil maravillas heroicas y era el protagonista de algunos de los cantares romanceados que se recitaban en el mercado y en las tabernas, tales eran sus meritorios hechos de armas, había formado un verdadero ejército con el que hacer la guerra en la frontera y que en ocasiones se acogía en nuestra ciudad, el más avanzado puesto frente a los almohades.

Pero no todos los habitantes de la villa eran los colonos y los soldados, ni tampoco los que allí habíamos nacido durante los últimos años, únicos cristianos naturales del lugar, y de esta forma también debería hablar de los transeúntes que iban y venían y a veces se alojaban entre nosotros, así como de los derrotados que eligieron permanecer en la tierra que había sido de sus antepasados.

El flujo de viajeros y trajinantes era continuo, pues la ciudad, como dije antes, era obligado punto de paso para atravesar el río, amén de cruce de varios caminos, y allí confluían y hacían parada y fonda caminantes solitarios, juglares que se desplazaban de lugar en lugar, grupos de soldados armados hasta los dientes, rebaños que se trasladaban de norte a sur y de este a oeste y caravanas de animales de carga que recorrían idénticos itinerarios. Debido a ello, nuestra población recibía a diario una abigarrada cantidad de personas venidas de muy lejos que hacían comentarios en varios idiomas y calibraban con asombro el grosor de nuestras murallas y el majestuoso aspecto de las torres, aunque la mayoría, como ya la conocían, solían permanecer en las fondas que, junto al puente, señalaban el cruce de los caminos. Entre ellos había personajes de todas las índoles y los grupos humanos que componían el país, pues no era raro ver cristianos de otras partes de la península, negros atléticos y medio desnudos que paseaban lentamente, comerciantes moros cargados de mercancías que habían venido desde los lejanos lugares del Oriente de las leyendas a los puertos de levante, y hasta grupos de judíos, que eran los más interesados en el aspecto monumental de la población y en su extraña jerga no se cansaban de hacer comentarios sobre todo cuanto se ofrecía a los ojos. También los animales de carga eran de especies diferentes, pues junto a los bueyes y caballerías que componían el grueso de las caravanas, unos cargando las mercancías sobre los lomos y otros arrastrando pesados carros, se encontraban los dromedarios que los bereberes habían traído de África en épocas anteriores y gozaban del favor de muchos de los carreteros, que ensalzaban sus múltiples capacidades para realizar algunas tareas.

Todos ellos ocupaban las fondas y establos y vallados que había junto al río, establecimientos en general muy toscos, aunque algunos disponían de dos plantas, siendo la de arriba recorrida por una galería que daba al gran patio central y estaba dedicada a habitaciones, no mas que celdas provistas de catres, en donde pernoctaban los alojados. Los patios que digo eran lugares de mucha animación, llenos de gentes que a veces departían apaciblemente pero a veces gritaban y se peleaban, y también de caballerías que abrevaban en la fuente que había en el centro, y en donde mis amigos y yo, pilluelos de barrio, entrábamos a espaldas de los dueños para escuchar lo que se decía, contemplar con asombro aquellos extraños seres venidos de lugares lejanos y, si se terciaba, intentar hacernos con unas ínfimas monedas de cobre, unas veces pagadas por algún servicio y otras escamoteadas al descuido a quien nos parecía excesivamente confiado.

Por las puertas que había en los patios se accedía a los almacenes, en los que a veces se depositaban mercancías, y también a las grandes salas abovedadas y delimitadas por filas de barriles, que eran los lugares dispuestos para que comieran y bebieran los viajeros. En ellas había mesas provistas de largos bancos, y chimeneas y hogares en donde se preparaban los alimentos, y las mayores disponían incluso de dos pisos, pues por unas escaleras se podía subir a unos altillos que solían ser ocupados por los personajes más adinerados. Allí también había mesas, pero acompañadas por sillones y alfombras en los que se sentaban los personajes de relumbrón y sus séquitos, ya que poca gente poderosa viajaba a solas, pues los peligros de los caminos eran muchos. En tal lugar comían y bebían abundantemente y a resguardo de los simples mercaderes, y no era raro ver grupos de musulmanes ricos que daban buena cuenta de las carnes y los vinos a escondidas del restante público, pues su religión no lo permitía.

Cuando la animación era mucha, pues había ocasiones en que en nuestra ciudad se congregaba numeroso gentío, sobre todo con motivo de las ferias y mercados, llegada la noche y con los locales a rebosar aparecían grupos de bailarinas que bailaban medio desnudas delante de la concurrencia, y tanto entre cristianos como entre infieles, y aunque las autoridades quisieron prohibirlo y durante una temporada se trató el asunto, pronto hubieron de hacer la vista gorda, pues eran muchos los portazgos y otros impuestos que se cobraban a los caminantes y nadie quería que se trasladaran a otros lugares.

Nosotros atisbábamos por los ventanucos del patio para contemplar aquellas maravillas danzantes, y aunque poco podíamos ver, pues nuestro alboroto era grande y siempre aparecía un doméstico que nos expulsaba del recinto, mis recuerdos son muchos, y amén de las chicas desdentadas y con la piel taladrada por objetos de metal en múltiples lugares, rememoro también la presencia de los juglares en las grandes y turbias por el humo de las antorchas salas abovedadas, personajes que se desenvolvían con dificultad en tan ruidoso tumulto nocturno, pero que, acompañándose con laúdes, hacían juegos de palabras cuyos significados se me antojaban maravillosos e indescifrables. Durante aquellos tiempos aún no me había codeado con ninguno de los insignes personajes que la vida me llevó a tratar, pero los zarrapastrosos trovadores de los caminos, con su sorna, su confianza, sus múltiples recursos –entre los que el menor no era el de tañer el instrumento musical que solían llevar cruzado a la espalda– y sus ojillos fieros y codiciosos, cautivaron mis pensamientos a tan temprana edad y me predispusieron a su favor para lo que había de llegar en lo sucesivo y se refería al fin amor y la poesía galante.

 

Señora, vuestro soy

y a vuestro servicio dado,

vuestro soy, y lo he jurado,

y desde siempre lo siento.

Y sois mi gozo primero

y lo seréis el postrero,

mientras me dure el aliento. [1]

 

Los moros, los sarracenos, musulmanes, moriscos o infieles, que de todas aquellas maneras y otras varias se los conocía, eran los más antiguos pobladores de la región y quienes habían construido en tiempos muy anteriores la ciudad y sus murallas y fortaleza. Cuando el rey de Castilla la conquistó, muchos de ellos, en especial los ricos, eligieron la diáspora y con sus propiedades fueron a instalarse en tierras más al sur, en el reino de Jaén, de Córdoba e incluso en los de Sevilla o Murcia, en donde podían vivir en paz entre sus hermanos, pero otros no quisieron abandonar la que había sido tierra de sus antepasados y permanecieron entre los conquistadores, pese a los inconvenientes que ello conllevaba. Los que se quedaron en la ciudad seguían haciendo su vida al margen de los recién llegados, y practicando su religión y costumbres, aunque, obligados por las nuevas circunstancias, desempeñando los oficios de menor provecho, pero otros se habían corrido a lugares de las inmediaciones y fundado aldeas en las que, aparentando mansedumbre, desarrollaban sus vidas. Aquellos lugares, por lo general ocultos tras pedregosas vaguadas, eran nidos de espías, y ocasión hubo en que en ellos moraron partidas de salteadores que promovían los lejanos emires y sus allegados, pero, como digo, nuestro abad Fitero de largo brazo estaba fuertemente armado y los soldados daban pronto cuenta de tantas y tan desmandadas bandas.

Las casas que los moros habitaban en la ciudad se diferenciaban mucho de las nuestras, pues no les gustaba la dura piedra tallada, sino que preferían la madera y los ladrillos, que fabricaban en cantidades enormes con el oscuro lodo del río y colocaban al sol hasta que estaban cocidos. En sus casas, de las que pocas conocí de niño, no abundaban los muebles pero sentían gran afición por las alfombras, que colocaban hasta en las paredes, y para sentarse solían hacerlo en el suelo, pues despreciaban las sillas, prefiriendo aquella que parecía su postura natural, y a modo de lechos no utilizaban sino unos catres desvencijados. Pese a todo, sus viviendas resultaban cómodas y acogedoras pues llevaban muchos años habitando en lugares secos y cálidos, tal y como se aseguraba que era su lugar de origen, la Berbería que estaba más allá del mar, y para combatir el sofocante calor de los meses de verano mudaban sus ajuares y pertenencias a los sótanos que excavaban cuidadosamente, y en aquellas casas más lujosas que disponían de plantas altas, colocaban en las paredes telas que continuamente mantenían húmedas rociándolas con agua, lo que creaba una atmósfera muy fresca y agradable.

Los moros hacían una vida muy diferente a la nuestra, la de los cristianos, buena prueba de lo cual era que frecuentaban los baños que había en la medina, casi únicos clientes de tal institución, pues nosotros nos lavábamos en el río durante la temporada de calor, y en ningún otro lugar durante el resto del año. Sus casas eran más luminosas y ventiladas, y podías encontrar situaciones tan desacostumbradas como la que comporta un doméstico pulcro que trae, sobre una fuente plana, frutas cubiertas por una servilleta limpia [2], lo que resultaba harto desusado en la sociedad de los cristianos, incluso en mesa de reyes, aparte de un comportamiento social exquisito, pues los musulmanes actuaban siempre como si su Dios los estuviera contemplando y eran muy aficionados a las coletillas que le aludían, y de continuo decían, Alá es grande, Alá es único, Alá el misericordioso te lo tenga en cuenta, y a continuación, bajando la voz, añadían, ensalzado sea, ensalzado sea Su Nombre, o cualquier otra expresión de esta índole.

Y, aparte de los musulmanes, en la ciudad también vivían personas que no pertenecían a ninguno de los grupos mencionados. Había, por ejemplo, judíos, que se reunían en una casa que tenían por sinagoga y regentaban algunos de los garitos que había junto al puente, aunque también eran labradores, y además de los mentados, negros y esclavos, seres casi siempre ocultos y que cultivaban las huertas y oficiaban de domésticos en casas de musulmanes. La mayoría pertenecían a la raza que dije, pero otros eran rubios y de ojos azules, y la creencia popular decía que habían sido traídos desde las remotas regiones aledañas al lejanísimo lugar de Constantinopla, cuyos comerciantes los esclavizaban y luego vendían a tratantes del reino de Aragón, pues por un gran puerto que estaba en su costa los introducían en nuestro país y los ofrecían a los ricos, que eran los únicos que podían permitirse tal lujo.

 

 

Fue en el escenario que describo en donde nací y di mis primeros pasos, circunstancias difíciles y belicosas como las que son propias de las zonas fronterizas, pero yo era natural del lugar y estaba acostumbrado al continuo paso de los comerciantes y los ejércitos y a las escaramuzas de estos últimos. Además, yo pertenecía a una familia asentada en el territorio, en el que había fundado su vida, y nada de lo que veía me resultaba extraño. Mi ámbito era la ciudad que estaba en el centro del mundo, ínsula del Guadiana y oasis en el desierto, la gran ciudad de Calatrava, aunque en sus justos términos no pasase de villa, y nunca se me ocurrió que pudiera haber otros lugares en los que la vida diaria fuera diferente.

Mis padres habían venido del norte, como dije, pues eran naturales de una provincia a la que llamaban Ávila la leal o Ávila de los caballeros, y ello debido a que sus gentes habían salvaguardado la vida de nuestro rey, Alfonso, cuando era joven y los nobles habían querido matarle y sortearse la corona. Mis padres eran de Ávila, tierra de ganados en las montañas y clima aún más extremo que el nuestro, pero cuando se casaron decidieron cambiar su lugar de residencia y emigrar hacia lugares en los que, según se decía, había más posibilidades de prosperar. La frontera estaba necesitada de brazos, y como los reyes procuraban poblar y fortificar los territorios conquistados, eran muchos los beneficios y ventajas que encontraban quienes a ella se trasladaban.

Mi padre era cantero, maestro de obras, personaje importante si de construir una muralla o una fortificación se trata. Había aprendido el oficio en su tierra natal, en donde abunda el durísimo granito, y luego traído sus conocimientos a aquel lugar en donde eran más necesarios. En su gremio estaba muy bien considerado pues dominaba las artes de los tallistas, y labraba piedras que luego enviaba en carretas hasta lugares tan alejados como Burgos o Molina, y entre ellas no eran raras las almenas que mencioné e imitaban la figura de un castillo con todos sus detalles esculpidos hasta la extenuación, pulimentados bloques que luego eran colocados coronando los muros de quién sabe qué lejanas fortalezas.

Mi madre, por el contrario, era labradora de la dura tierra y cosechadora invicta de cuantas plantas quiso el Destino enfrentarla. Trabajaba los cuadros de huertas que teníamos en la vega, y sus consejos eran agradecidos por los vecinos, pues disponía de una rara habilidad para deshacerse de las cizañas y otras plagas que crecían a su antojo en lugar tan soleado. De sus manos brotaban como por arte de magia rotundos ejemplares de cualquier especie que se propusiera, lo que provocaba la admiración y envidia de los cultivadores colindantes, que se hacían lenguas de su destreza, y en lo que se refiere a su labor de madre, ¿qué podría decir yo, el segundo de sus dos hijos, que todo lo aprendí de sus labios? Ella nos llevaba a los campos, y allí, a la sombra de una de las muchísimas palmeras que poblaban el lugar, gateando en la dura tierra y peleándome con mi hermano mientras ella trabajaba, fue como inicié mi relación con el mundo e hice mis primeras armas. Luego, con la atardecida, volvíamos a nuestra casa, en donde nos preparaba papillas en las que predominaba lo vegetal, coles y berzas, nabos, castañas, trigos, almendras, dátiles, aceites... Las exuberantes huertas aledañas al río nos proveían de cosechas cuantiosas, y aunque la opinión general decía que tales sustancias aflojan el vientre y procuran alucinaciones a la mente, yo siempre preferí semejante dieta, por la que he conservado devoción.

Mi hermano era tres años mayor que yo y se llamaba Hernán, como mi padre, que Dios tenga en su gloria. Mi hermano fue quien me enseñó a tirarme sobre el borrico que movía la noria cuando pasaba bajo la viga maestra, difícil pirueta para un ser de cuatro años, y quien me abrió los ojos acerca de lo que significa la guerra, pues casi me sacó uno de ellos en uno de los infantiles remedos de torneo que los niños del barrio llevábamos a cabo mañanas y tardes, en especial durante las épocas en que la ciudad estaba llena de soldados, peripecia que, por imposición de mi madre y consejo del abad, me mantuvo impaciente en el lecho durante varios días, pero sobre todo, fue quien me inició en la vida en sociedad, pues él tenía un establecido grupo de amigos en el que me introdujo, aunque no sin reticencias por parte de alguno de sus miembros, dado que yo era menor que ellos. Sin embargo, como aparentaba más edad de la que tenía, pues desde siempre fui anormalmente alto, me aceptaron en seguida y con el tiempo hubo disputas, pues a todos convenía tenerme a su lado en los juegos con que nos entreteníamos.

Y ahora, una vez examinadas algunas de las circunstancias que rodearon mi nacimiento y los antiguos tiempos, llega el momento de presentarme. Yo me llamo Ramón Ortiz, Ramón viene de rama, pero las circunstancias de la vida agregaron frecuentes alias y sobrenombres al apellido que recibí de mi padre, asaz parco y austero como conviene a la temporal naturaleza de quienes un día nacimos y otro moriremos, y de esta forma me dijeron las más de las veces Ortiz de Calatrava, aludiendo al lugar de mi procedencia, aunque otras mi nombre fuera Ramón Rumí, apelativo con el que me conocieron algunos de mis amigos sarracenos, pues de todo hubo en mi larga vida, u Ortiz el tuerto, lo que parecía cosa de aojamiento pero se debía al parche con que de mayor adorné en ocasiones mi faz, lo que producía estupor entre el enemigo; en fin, también me conocieron como Ramón el conquistador, lo que aludía a mis méritos, pues las aventuras y lances que me depararon los tiempos fueron copiosas, según veremos con largueza más adelante.

La ciudad y sus campos inmediatos componían un vergel a modo de verde mancha en la llanura amarilla, pues era abundante el agua que las huertas precisan para su completo desarrollo –la cual era provista por la inacabable red de acequias que construyeron los antiguos pobladores y se surtía del Guadiana–, pero no ocurría lo mismo con los terrenos de secano, que se nutren de lo que el cielo tiene a bien enviarles. De secano eran los terrenos de nuestros alrededores, y en ellos se cultivaban cereales y legumbres, pero como sus productos no eran todo lo abundantes que sus dueños hubieran deseado, máxime si se piensa en los grandes trabajos que ello conlleva, todos los años se plantaban nuevas parcelas con vides, cuyos frutos se enviaban a Toledo en carros, se secaban al sol sobre enormes esteras o se utilizaban para fabricar el tan apreciado vino, y llegó un momento en que, si te encaramabas en el adarve de la muralla, a tu alrededor todo era verde, tal era la extensión de los terrenos aprovechados para su cultivo. Además, aquellas plantas eran muy convenientes, pues ni las continuas incursiones de los musulmanes que venían desde más allá de las montañas conseguían detener el avance del mar verde, ya que resultaría fatigoso arrasar campo tan extenso y difícil de incendiar.

Pues, como decía, el cultivo de las vides era la más extendida actividad en aquellos suelos aparentemente improductivos, pero yo trabajé también de pequeño en el cultivo y recolección de parcelas destinadas a trigos y centenos, que para nosotros eran días de fiesta. Allí conocí el primitivo arado de una sola punta, y las azadas con las que había que dar forma definitiva a los surcos, y luego el permanente otear de los cielos en espera de que cayera el agua a su debido tiempo... Más tarde aún, la recolección y la trilla con los mayales, en lo que los niños éramos entendidos y llevábamos a cabo entre enorme jolgorio y polvareda, y cuando alcanzábamos el uso de razón, también el cuidado de las huertas, cuyo cultivo era más delicado y preciso y para el que no todo el mundo servía, pues eran muchos los secretos que atañían a la administración del agua y la ceniza, la cuidadosa escarda de las malas hierbas, la poda y tantos otros principios del oficio, antiguas y establecidas reglas que había que tener siempre presentes.

Tales eran nuestras diligencias, pero, aparte de lo que digo, nuestro padre procuró iniciarnos en las artes de los canteros, pues solía llevarnos a mi hermano y a mí al taller, y allí, provistos de las herramientas necesarias, junto a los aprendices pasábamos el tiempo dando martillazos, hiriéndonos en los dedos y descubriendo los secretos de tan utilísimo arte, que no pocas satisfacciones había de depararme en los tiempos futuros. Al fin, cuando acababa la jornada de trabajo, cualquiera que hubiera sido el que nos había ocupado y siempre que el aspecto del día lo permitiera, bajábamos al río, en donde se prodigaban las carreras, los arriesgados saltos y chapuzones y las fingidas peleas a cantazos con que nos entreteníamos. También aquel juego que conté, que consistía en arrojarse sobre los animales que movían las norias, atrevida acrobacia que prodigábamos día sí y día también y de las que pocos salíamos airosos, pues la mayor parte se caía y algunos acababan en el agua del canal ante el regocijo de los demás.

Cuando tenía diez u once años hice un nuevo amigo que era un poco mayor que yo y se dedicaba al pastoreo. Se llamaba Matías y había llegado recientemente a la ciudad de la mano del maestre de la Orden, que por necesitar gente para su servicio lo había rescatado de alguna de las inclusas en que se alojaba a los huérfanos, pues como estábamos en guerra su número era grande.

–Yo viví junto a Toledo –decía sordamente y sin despegar la mirada de las llamas de la hoguera– en un caserón de hielo y fuego. A los expósitos nos trataban como a los esclavos y nos hacían cultivar las tierras del señor así nevara o cayera metal fundido del cielo. Luego, cuando anochecía, nos internaban en la gran y oscura sala de piedra que nunca olvidaré. Dormíamos en el suelo, y el humo de las antorchas casi nos asfixiaba. Sin embargo, un día, un día cualquiera, llegó a nuestra casa un personaje principal, y después de examinarnos tomó varios a su servicio. No sé qué sucedió con los demás, pero a mí me señalaron oficio como pastor de este rebaño y habitación en los sótanos del alcázar, por lo que siempre he dado gracias a Dios.

Matías, entonces, levantaba la cara y, con sumo énfasis, añadía,

–¡Qué bueno es ser pastor de ovejas y vagar a tu libre albedrío durante días completos por los campos desiertos...!, no lo sabes bien, tú, que fuiste afortunado desde la cuna...

... y como me gustaba su compañía, cuando no tenía nada que hacer le acompañaba por los campos y cerros a los que llevaba a apacentar el ganado y le ayudaba en sus labores, y a veces prolongábamos nuestra estancia en los baldíos durante semanas, viviendo al aire libre, comiendo mendrugos, encendiendo fuegos en los que asábamos los cabritos que se morían en el parto y durmiendo al raso o en cuevas que encontrábamos.

De tal forma me convertí en su ayudante y adquirí la condición de paniaguado, lo cual era muy ventajoso, pues como los poderosos dedicaban grandes esfuerzos a aumentar el número de sus reses, los pastores estaban exentos de muchos impuestos, entre los que se contaban los portazgos y la castillería, y gozaban de permiso para curtir pieles y hacer quesos, amén de cortar la necesaria leña, actividades inherentes al desempeño de su función y que estaban vedadas al resto de las personas.

Matías se iba a veces, cuando comenzaba el verano y los rebaños se trasladaban a tierras que estaban muy al norte del lugar en que vivíamos, en las lejanas provincias de Segovia y Ávila, más allá de las montañas que nos separaban del resto del reino de Castilla y a las que llamaban montes Carpetanos, y como yo sabía que aquella era la tierra de mis padres, encarecidamente le rogué que tomara buena nota de cuanto viera y me lo transmitiera a la vuelta, como hizo, y esta fue la forma en que tuve noticias de regiones en las que la guerra hacía tiempo que había acabado y los pueblos y las ciudades eran mayores y más poblados que los nuestros. Según me dijo, eran aquellas tierras boscosas y atravesadas por grandes ríos, provistas de antiguas fortalezas y muy abundantes en ganado, puesto que aseguró haber visto un rebaño de un centenar de reses paciendo en una enorme dehesa que se extendía en la ladera de unas montañas, algunas de las cuales conservaban nieve en sus cimas, detalles propios de las leyendas que nos sirvieron para despacharnos a gusto durante una tarde entera.

Matías y yo nos encontrábamos a nuestras anchas en la llanura desierta, y durante algún tiempo nos las prometimos felices lejos de la ciudad y sus obligaciones, pero una tarde quiso Dios que tuviéramos un encuentro que nos abrió los ojos acerca de nuestra verdadera situación y disipara los pensamientos que, sobre lo idílico de aquella clase de vida, albergaban nuestras mentes de aprendices. Sucedió que, aún lejos, divisamos una nube de polvo que se acercaba. Como el paso de jinetes por aquellos lugares, cercanos al camino que conducía a Córdoba, era común, no le dimos importancia y lo atribuimos a una de tantas partidas de hombres de armas que recorrían la frontera y regresaban a nuestra ciudad, pero cuando, un rato después, se desató la algarabía y escuchamos el pesado galopar de caballos que se acercaban, olvidándonos de nuestros animales echamos a correr aterrorizados y no cejamos en ello hasta conseguir alcanzar la cueva que a mano de la loma estaba y en la que aquella misma noche nos habíamos cobijado. Desde los matorrales que ocultaban la entrada pudimos ver cómo un grupo de jinetes moros, vestidos con sus características capas de colores brillantes, rodeaban a las ovejas y las obligaban a emprender veloz huida, y cómo nuestros perros, que al principio ladraron ferozmente, eran perseguidos y ahuyentados. Luego el polvo se reposó, y los recién llegados, sin prestar atención a nuestras personas, dieron media vuelta y emprendieron el camino de regreso llevándose lo que nos habían confiado en custodia.

Volvimos a la ciudad acompañados por los perros, mirando con temor a nuestras espaldas y huyendo de cuanto se moviera, también cabizbajos, con las manos vacías y temiendo el previsible castigo, pero al fin quedó todo en una simple amonestación, pues el dueño del rebaño, que era uno de los freires del alcázar, encontró en ello un buen motivo para hacer una salida con un contingente que se adiestraba para la guerra, y tuvieron tan buena fortuna que a escasa distancia de la ciudad se toparon con el grupo que nos había despojado de los animales, los cuales, al observar tal cantidad de gente armada, pusieron pies en polvorosa, abandonando a uña de caballo el campamento y el producto de sus rapiñas.

A mí también me gustaba la soledad, y a veces iba por la noche a pasear solo bajo las estrellas, por lo general a la ribera del río, desde donde atisbaba callada y respetuosamente la inmensidad del cielo estrellado, siempre inaccesible. En una de aquellas ocasiones, rodeado de un paisaje erizado de palmeras e iluminado por la luz de la luna, junto al cauce del río que sonaba límpidamente transitó una caravana de arrieros que iniciaba su andadura con la noche, pues los días eran sofocantes y poco apropiados para hacer camino. La caravana, compuesta por una larga fila de dromedarios y otros animales de carga, desfiló lenta y apaciblemente ante mis ojos en dirección a levante, y sólo las sordas respiraciones de los animales y el sonido de las pezuñas sin herrar vinieron a turbar la paz de tales momentos. Luego todos desaparecieron tras las revueltas del camino y el polvo se reposó en el seno de noche tan plácida, y yo permanecí tumbado en la hierba contemplando el inconmovible cielo estrellado y sus mil y mil luminarias, y cuando llevaba un rato complacido en observar el raudo paso de las luces errantes, algunas de las cuales eran acompañadas por largas estelas que parecían indicar la dirección de reinos que estaban más allá de mi entendimiento, creí advertir una nueva presencia que, silenciosamente, había aparecido cerca del lugar que ocupaba.

Me incorporé sobresaltado, y con sorpresa pude observar un formidable animal que, entre jadeos y gruñidos, pastaba junto a la orilla del río. Era grande y fuerte, más que un toro, y sus sólidas patas, así como su lomo, aparecían cubiertas por gruesas placas de algo que semejaba metal. Sus movimientos eran lentos y pausados, la respiración agitada, y todo en él sugería enorme vigor, incluido el tosco y afilado cuerno que le nacía junto a la nariz. Más allá se divisaban otras sombras, y supuse que eran animales de la misma manada, pues debido a la distancia no podía discernir su verdadera naturaleza.

–Esas defensas, no obstante, parecen adecuadas para la guerra, y deberías tomar nota de ello.

La voz me resultó familiar, y miré hacia atrás y observé que quien había hablado era mi padre, el cual, de alguna forma que no podía entender, se había colocado a mi lado. Yo le interrogué con la mirada, pero él no parecía advertir nada extraño, sino que me alentaba con inconfundibles signos de las manos.

Entonces llegó un gigante blanco de retumbantes pasos y cayado resplandeciente, y apacentó al animal y le dijo,

–Señor, que en tierra de extraños te encuentras, pasta cuanto puedas y apresura la consecución de tus caprichos de poderoso, porque quizá haya de venir quien te corrija. Esta es tierra de contiendas religiosas, y resulta inconveniente permanecer en ella. Apresurémonos, porque el brazo del abad Fitero es alargado, y peligrosas las mesnadas a su servicio..., aunque no sé qué deberías temer tú, rey de los animales, porque pocos pueden enfrentarse a tu rotundo poder –y yo me fijé en aquel ser sobrenatural y vi que era un ángel de luz que probablemente había descendido desde lo más alto del cielo estrellado.

Él me miró, y como si respondiera a mis pensamientos, añadió,

–Yo soy el ángel del séptimo coro que se opone a las tinieblas. Donde voy, se iluminan quienes me contemplan, y la sabiduría llega a su mente, aunque no a la de todos, sino solamente a la de los elegidos. Y ahora, observa esto –y me mostró un nuevo animal, gigantesco como el anterior pero por completo diferente.

Aquel tenía un larguísimo cuello y piel manchada, y sobre los ojos, que me examinaron con curiosidad, lucía unos cuernecillos que no parecían arma ni defensa de ninguna clase; también pertenecía al rebaño, puesto que el ángel lo apacentaba.

Yo lo contemplé y lo encontré de mi agrado, aunque nunca había visto ninguno igual.

–¿De dónde han venido estos animales? –pregunté, y el ángel, que permanecía en pie y rebasaba a las palmeras cercanas, y aun su luminosa cabeza parecía tocar el cielo, respondió con voz que parecía venir de muy lejos y algo tenía de musical.

–Estos animales que aquí ves habitan en países remotos, y sólo dan noticias de ellos los relatos de viajeros que expusieron su vida para descubrir si es cierto ese adagio que dice que siempre hay un horizonte nuevo tras el horizonte. Su presencia, sin embargo, es señal de buen augurio, sobre todo en los lugares en que no son conocidos. Desde ahora deberás dar testimonio de tu visión, pues son pocos los señalados por el dedo de Quien todo lo observa, y a ellos corresponde enseñar a los que no saben –y el ángel hizo un amistoso gesto con la mano y pareció disolverse entre la vegetación de la ribera, y con él los animales que cuidaba y sus sombras; todos se fueron.

Todavía descansé algún tiempo observando con atención cuanto me rodeaba, pero luego levanté la vista al cielo, por donde aún circulaban los fugitivos trazos de las estrellas errantes..., y de súbito abrí los ojos y comprendí que lo que veía era de nuevo la escueta realidad. A mi lado no estaban mi padre ni el ángel de luz y su rebaño de animales fabulosos, sino el río y su eterno sesgo derramándose entre el palmeral, y a lo lejos, allá arriba, sobre el otero, la silueta de la alargada ciudad oscura y dormida, vigilada tan sólo por la luz de los lejanos astros..., pues todo había sido un fugaz ensueño, un espejismo como tantos otros que podía recordar.

Uno de mis más lúcidos e insistentes recuerdos se refiere a los sueños, ese enigmático introducirse en mundos inaccesibles del que a veces podemos disfrutar, y que yo, durante la infancia, viví de manera permanente. Durante mis noches afloraban los caballeros de la Orden con las túnicas blancas sobre la armadura, y las sierpes del río, siempre temidas; las fumaradas lejanas que se alzaban más allá del horizonte y anunciaban la presencia de ruidosos ejércitos enemigos, y los judíos que regentaban los establecimientos que había junto al cruce de los caminos, pero también los hipogrifos, los dragones de boca llameante y otros seres que describen las leyendas que cantaban los juglares, e incluso mi madre y otras señoras que con apremio me decían, ¡corre, corre...!, ponte a salvo de las aguas de la torre que todo lo inundan, pues una cascada surgía de lo más alto de los tejados y descendía por las fachadas de las construcciones del alcázar, lo cual era muy conveniente para disipar el pegajoso calor con que nos regalan los tiempos de la estación tórrida...

 

 

En casa también habitó Ermentrude, una criada que mis padres recogieron por caridad y vivió con nosotros durante algún tiempo. Ermentrude aseguraba haber huido del convento al que la llevaron obligada cuando tenía diez años, y tenía mucho empaque. Era una agraciada muchacha que aparentaba alguno más de veinticinco, pocos menos que mi madre, y, aparte de nuestra lengua, en la que se expresaba con un acento que delataba su diferente origen, hablaba la suya, el occitano, y conocía de sobra el latín, que manejaba con soltura; además, participaba de muchos de los secretos de la horticultura, conocimientos que a buen seguro había adquirido en el convento del que decía haber escapado. Algo en su ser sugería una posible descendencia de casa noble, pero nunca se refirió a ello y nosotros no le preguntamos nada.

Ermentrude decía que había sido monja en tiempos anteriores en un convento de un lejano país al que llamaba Aquitania, y de ello le quedaban algunos resabios. Sabía, por ejemplo, leer y escribir, y sus sentimientos hacia mi persona debían de ser harto benévolos y afectuosos pues se obstinó en enseñarme tan inusuales disciplinas cuando yo debía de contar ocho o nueve años (ella, con su peculiar entendimiento de las cosas, me llamaba Ramoncito, forma de diminutivo que nadie usaba en mi ciudad), lo que hizo de mí un ser privilegiado, ya que eran pocos los que dominaban tales artes –y a este respecto debería añadir que ni mi hermano ni ninguno de nuestros amigos quisieron aprender e incluso tomaron a chacota tales enseñanzas, lo que seguramente lamentaron durante toda su vida–, y en tanto que se sucedían las lecciones, a las que yo al principio asistía embobado aunque con el tiempo las iba a encontrar de una lógica irrefutable, me hablaba de las tierras del norte, de las Asturias de Santillana y otros lugares en los que había estado, y de los trovadores que había conocido en años anteriores y la iniciaron en el difícil oficio de la versificación, de lo que conservaba recuerdos, y así, de memoria a veces decía,

 

Más que la flor de lis, blanca y clara,

tenía ella la frente y la cara.

Por gran maravilla, sobre la blancura,

de un color bermejo y una gran frescura,

que la naturaleza le había dado,

estaba su rostro coloreado.

Los ojos, tan grande claridad producían,

que a dos estrellas se asemejaban,

y la luna naciente parecían. [3]

 

No resultaba cosa fácil entonces escribir, pues en nuestra ciudad, cabeza de la transierra, puerta de la frontera y agrupación de gentes dedicadas a menesteres que nada tenían que ver con estudios o sabidurías, por lo general se carecía de los elementos más indispensables. Para ello se utilizaban viejos trozos de pergaminos, que se cuidaban como oro en paño y con los que se componían palimpsesto tras palimpsesto, así como telas viejas que se secaban al sol procurando que se decoloraran, y aunque a veces se podían conseguir algunos papeles que vendían las gentes de las caravanas que por allí pasaban, pues los musulmanes los fabricaban en algún lugar de levante, su producción era tan limitada que el precio los ponía fuera por completo del alcance del común de los mortales. Y qué decir de las plumas o la imprescindible tinta..., y tanto era así que nosotros utilizábamos trozos del carbón de la lumbre, con los que esbocé mis primeros trazos.

No hay que pensar que en aquellos tiempos de mi infancia no se escribiera, pues se hacía tal y como se hace hoy, más de medio siglo después de lo que narro, momento en el que contratos y arrendamientos, encomiendas y edictos y estipulaciones pasan diariamente a los archivos de tantos lugares. Mi propio padre, aun sin saber hacerlo, llevaba una suerte de contabilidad en la que se reflejaba la actividad del taller, dado que eran muchas las entradas y salidas que de continuo se producían, y para ello contaba con la inestimable ayuda de algunos escribanos, en su mayor parte judíos, que tenían gran facilidad para semejantes asuntos y todo lo que se refiriera a lenguas extranjeras, aunque también, como es lógico, Ermentrude le ayudó con gran provecho en tales labores.

Ermentrude, ser errante en aquel tiempo en el que casi todos éramos sedentarios, nos auxilió harto en nuestra vida diaria, pues siempre acompañaba a mi madre en sus labores hortenses, de las que también sabía mucho, ya que se había dedicado a idénticos menesteres durante su época monacal, pero luego, como a veces sucede, ocurrió lo que nunca hubiéramos supuesto, y ello fue que casualmente trabó conocimiento con uno de los clientes de mi padre, un caballero sanjuanista del norte que estaba restaurando la aldea que le había caído en suerte como resultado de una encomienda, y en el breve tiempo de unos meses nos sorprendieron anunciándonos su próxima boda. Aquello fue extraño, pues el encomendero no era joven, pero seguramente necesitaba alguien que le cuidara durante los tiempos que estaban por llegar, y Ermentrude, que era la disposición en persona, aceptó sin dudarlo su nuevo estado, del que quizás esperaba sacar provecho en día no muy lejano.

Siempre lo he pensado: los caminos del Señor son inescrutables, y donde menos se piensa salta la liebre, sabias consideraciones que después he tenido presente durante la totalidad de mi larga y agitada vida.

Mi padre, por su parte, sintió mucho su marcha, pues como persona instruida ella le ayudaba en las labores burocráticas y su habilidosa caligrafía iba en bien de los negocios, pero a la postre no tuvo más remedio que conformarse, pasando entonces yo a ocupar el puesto de escribano que había quedado vacante, para lo que de sobra había adquirido conocimientos y recursos. No es habitual que niños de diez u once años desempeñen semejante cargo, pues fuera de los oficios más comunes o las artes de la guerra, poco se enseña a los infantes, pero mi caso fue especial, y luego, cuando crecí, descubrí que tales conocimientos, en especial los que se referían al latín, resultaban de gran utilidad.

 

Dios conmigo
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