BESOS Y MÁS BESOS.
CUARTO CURSO
Cross Sugarman regresó a mi vida cuando llevábamos cinco semanas del cuarto curso. Era sábado y Martha había ido a pasar el fin de semana a Dartmouth con su prima, para decidir si iba a enviar solicitud a esa universidad. La puerta de nuestra habitación se abrió a eso de las tres, cuando llevaba horas acostada. Cross debió de pasar un minuto ahí de pie, con los ojos acostumbrándose a pasar de la luz del pasillo a la oscuridad de la habitación. Entonces, me desperté. Al ver la alta silueta de un chico en el umbral de la puerta, se me aceleró el corazón (por supuesto), pero a esas alturas ya sabía que, si pasa algo raro en un internado, es por la noche. Además, como en la residencia no había cerradura en ninguna puerta, ya me había acostumbrado a que irrumpieran en la habitación.
Me debí de mover un poco, porque Cross dijo un «Hola». Lo dijo con ese tono ronco que está entre el susurro y la voz normal, pero que no es hablar normal, no tanto por el volumen con el que se dice como por lo que implica.
—Hola —le dije también, sin saber todavía quién era.
Dio un paso adelante y la puerta se cerró tras él. Me senté en la litera de abajo, intentando verle la cara.
—¿Me puedo echar? —dijo—. Solo un minuto.
Entonces supe quién era, aunque seguía desorientada por el sueño.
—¿Te encuentras mal? —pregunté.
Se rio y, mientras lo hacía, se quitó los zapatos y se metió en mi cama, bajo las mantas, y yo me apreté contra la pared. Al movernos, sentí su olor (olía a cerveza, a desodorante y a sudor, es decir, que me olió a cielo) y pensé: «Dios mío, es Cross de verdad». Me parecía lo más increíble del mundo.
Cuando nos acomodamos, yo me quedé mirando la parte de abajo del colchón de Martha y él, echado a mi lado, me miraba a mí. El olor a alcohol debería haberme hecho pensar en estaciones de autobús y en viejos con ropa harapienta y ojos inyectados en sangre, pero tenía diecisiete años, era virgen y vivía nueve meses al año en un campus con edificios de ladrillo, colinas boscosas y campos de deporte con un césped perfecto, así que en lo que pensé fue en fiestas de verano en clubs de campo y en una vida llena de maravillosos secretos.
—Me gusta tu cama —dijo.
¿Cómo había sucedido eso? ¿Qué hacía allí? ¿Y si hacía yo algo mal y se marchaba?
—Aunque hace mucho calor —dijo y retiró las mantas, levantó el cuerpo como si fuera a empezar a hacer abdominales, se quitó el jersey y la camiseta por la cabeza y las lanzó al suelo—. Así, mucho mejor.
Volvió a tumbarse, se tapó y yo sentí un profundo alivio. Había tenido miedo de que se marchara, pero ahora (¡no llevaba camiseta!) parecía que iba a quedarse.
—Bien, así que esto es lo que se siente al ser Lee Fiora —dijo.
Desde primero, apenas habíamos hablado, aunque yo había imaginado miles de conversaciones entre nosotros. Ahora me estaba dando cuenta de que no había acertado con ninguna.
—Sí, seguramente no es tan emocionante como ser tú —dije y, nada más decirlo, me pregunté si habría sonado a coqueteo o a inseguridad.
—Oh, estoy seguro de que ser tú es mucho más emocionante. —Vale, había coqueteado—. No dejo de preguntarme por qué mi vida no será tan interesante como la de Lee.
—Mucha gente se pregunta lo mismo —dije, y cuando Cross se rio me pareció que era lo mejor que me había sucedido en toda la vida. La situación me resultaba perfectamente llevadera, quizá por lo extraña que era, porque estábamos solos, porque fue en medio de la noche, porque nunca lo había planeado ni había imaginado algo así.
—Oye, Lee —me dijo.
—Dime.
Tardé unos cuatro segundos en comprender que no debería haber dicho nada. Que lo que tenía que haber hecho era volver la cabeza para que, quizá, me besara. La idea me pareció tan inconcebible como incontestable; al mismo tiempo, me alegré de no haber vuelto la cabeza, aunque tuve miedo también de haber perdido mi única oportunidad.
Suspiró y sentí su aliento a cerveza (me gustaba su aliento a cerveza y por él todavía me gusta en los hombres adultos).
—Así que Martha está en Dartmouth, ¿eh?
—¿Cómo lo sabes?
—Vamos a ver. ¿Será porque hablo con ella diez mil veces al día?
Era cierto, eran los dos delegados. En verano, me había preguntado si, al volver al colegio, su nuevo lazo afectaría de alguna manera a mi relación con Cross, pero no había sido así. Hacían juntos el pase de lista, claro está, y muchas veces Cross se acercaba para hablar con Martha cuando estábamos en el comedor o saliendo de la capilla, pero solían intercambiar unas pocas palabras o se iban juntos a hablar aparte. En esos momentos, sentía unos celos enfermizos y luego me detestaba por tener celos de mi mejor amiga que, por su parte, nunca sentía celos por nada.
Sin embargo, ahora que estaba en la cama con Cross, no podía dejar de pensar que quizá su nueva relación con Martha sí hubiera cambiado la nuestra, después de todo. Quizá cada vez que se acercaba a hablar con ella se acordara de mí, aunque ni siquiera mirase hacia donde estaba yo.
—¿Sabes qué me parece? —dijo Cross—. Creo que Martha te está contando todos los asuntos secretos de los delegados. Apuesto a que sabes todo lo que se cuece en la Junta Disciplinaria.
—Claro que no —dije yo—. Eso iría en contra de las normas.
—Ya, bueno.
—¿Es que tú le cuentas todo a Devin?
—A Devin no le interesa. Pero creo que a ti sí.
—¿Y por qué iba a interesarme a mí y a Devin no?
—Porque sí —dijo Cross—. Lo sé. ¿O crees que no te conozco?
—No sé cómo vas a conocerme. Prácticamente no hemos hablado en… ¿Cuánto tiempo? ¿Cuatro años?
—Yo diría que tres. En realidad, menos, porque el festivo sorpresa fue en primavera.
Creo que se me paró el corazón, aunque fuera un par de segundos. Se acordaba, ni siquiera intentó disimularlo, y sabía que yo también lo recordaba.
Quizá debería haber intentado arrancarle alguna confesión más, pero siguió hablando.
—Por ejemplo, seguro que Martha te ha contado todo lo de Zane.
Arthur Zane, de tercero, había sido expulsado hacía unas semanas, en el primer mes de curso. No había sido por beber alcohol ni por consumir drogas, sino por colarse en la casa del director una tarde, cuando todo el mundo estaba entrenando, y ponerse ropa de la señora Byden. Lo de colarse en la casa lo habían dicho en el pase de lista. La parte de la ropa era secreto.
—Creo que sé lo mismo que todo el mundo —dije. (Se había puesto los pantis y el pintalabios de la señora Byden y, aunque se marchó de la escuela, técnicamente no fue expulsado; como era su primera falta disciplinaria y, además, era la tercera generación de su familia en venir a Ault, solo le invitaron a que buscara un sitio que fuera «más de su agrado». Le pregunté a Martha qué quería decir eso, a lo que respondió que al señor Byden le aterrorizaba que Arthur fuera el primer alumno de la historia de Ault en salir del armario. Por entonces, Martha y yo identificábamos travestismo y homosexualidad, y dimos por sentado que Arthur era el único homosexual que conocíamos. Todavía no entendía que Sin-Jun lo era).
—Mientes fatal —dijo Cross—. ¿Te lo habían dicho alguna vez?
Noté que empezaba a sonreír.
—Pero esta es la pregunta que de verdad importa —siguió diciendo—: ¿lo pillaron con un vestido negro sin tirantes o con uno rojo de lentejuelas?
—La señora Byden jamás se pondría un vestido de lentejuelas —dije, y era cierto: solía llevar faldas plisadas casi hasta los pies y chaquetas de lana.
—Así que te quedas con el vestido negro sin tirantes. ¿Estás segura de que no quieres cambiar la respuesta?
—¿No llevaba una falda de pana marrón y una blusa?
—Eres lo peor de lo peor —dijo Cross—. Martha te lo larga todo, lo sabía.
—No me cuenta nada.
—Te lo cuenta todo.
—Bueno, vale —dije—. Pero, si la señora Byden tuviera un vestido de lentejuelas rojo y un vestido negro sin tirantes, cualquier travesti que se enorgulleciera de serlo habría elegido las lentejuelas.
Llamar travesti a Arthur no era lo peor que podía haber hecho, pero tampoco fue precisamente simpático por mi parte. Sin embargo, lo que me llama la atención ahora es que no tenía ni idea de hasta dónde estaba dispuesta a llegar para coquetear. ¡Eso no era más que el principio! Durante años, hice cosas por los chicos que jamás habría hecho en mi vida normal (bromas que jamás contaría, lugares a los que jamás iría, ropa que jamás me pondría, bebidas que jamás bebería, comida que jamás comería, o comida que sí comería, pero jamás delante de ellos). A los veinticuatro, el chico que me gusta y yo hemos salido con un grupo de gente; el conductor está borracho, y los cinturones de seguridad están sepultados entre los asientos. Aun así, me monto con ellos porque, por lo que parece, lo que quiero que me dé ese chico vale mucho más que cualquier otra cosa en el mundo. Debe de ser eso, ¿no?
Cross se quedó callado. Me pregunté si no le habría hecho gracia mi broma sobre el travesti. Y al rato me pregunté si se habría quedado dormido.
Y entonces, muy parecido a como lo había hecho en el taxi aquella tarde de lluvia de hacía casi tres años, empezó a acariciarme el pelo. Me puso los dedos sobre la frente y los echó hacia atrás, extendiéndome el pelo sobre la almohada, y luego vuelta a empezar. Deslizó la punta de los dedos por entre mi pelo una y otra vez. Creo que nunca he sentido un placer tan sencillo y tan puro. No podía hablar porque tenía miedo de echarme a llorar si lo hacía, o de que él parase. Cerré los ojos.
Después de un buen rato, dijo:
—Tienes un pelo muy bonito. Es muy suave. —Deslizó los nudillos por la línea de la mandíbula, hasta terminar debajo de mis labios—. ¿Estás despierta?
—Más o menos —murmuré. Me costaba hablar.
—¿Puedo besarte?
Se me abrieron los ojos como platos.
Por supuesto, estaba obsesionada con los besos. Pensaba en besos en lugar de en verbos en español, en lugar de leer el periódico, de escribir cartas a mis padres o de prestar atención a las series en el entrenamiento de fútbol. Sin embargo, soñar con eso y tener a Cross a mi lado dispuesto a besarme eran dos cosas muy distintas. Me daba pavor tener que besar de verdad a alguien, pero nada sería tan humillante como besar mal a Cross.
Se había incorporado sobre un codo.
—No te pongas nerviosa. —Se inclinó y me besó en la mejilla—. ¿Lo ves?
Cuando por fin sus labios tocaron los míos, me recordaron la piel de una ciruela.
—Tú también puedes besarme —dijo.
Junté los labios y se los ofrecí. Nos estábamos besando. Costaba más de lo que había imaginado, y el placer era menos inmediato. De hecho, estaba más centrada en ver lo que pasaba que en disfrutarlo: cómo nos movíamos, cómo se solapaban las partes húmedas y secas de nuestras bocas y caras, cómo sabía la suave acidez de su boca (me parecía muy íntimo estar saboreando la boca de Cross); además, era complicado abstraerse del momento, me hubiera gustado ponerlo en pausa para tomar conciencia de lo que estaba pasando, quién sabe si me hubiera echado a reír. Besarme no me parecía divertido, pero tampoco serio; desde luego, no tan serio como pretendíamos.
Se movió y se echó sobre mí, a horcajadas sobre mis caderas, en equilibrio sobre las rodillas y las palmas de las manos. Me di cuenta de que tenía una erección, y me sorprendió un poco. Por supuesto, me habían dicho que todos los chicos querían sexo, que pasaban el día masturbándose y que lo harían con cualquier chica, aunque fuera un esperpento. Pero yo no pertenecía a ese mundo; nadie había intentado nunca nada conmigo.
Hasta ahora, y ahí estaba Cross. ¿La erección sería por mí o por la situación? Y si era por mí… ¿tenía que hacerlo con él? No me pareció que fuera muy buena idea.
Me agarró los pechos por encima del camisón y me estrujó uno; luego puso la cara encima y me chupó el pezón a través de la tela de algodón. Me reí (me pareció ridículo, como si le estuviera amamantando), pero Cross no pareció darse cuenta de que era una risa, y supongo que fue mejor así.
—¿Te gusta? —preguntó.
Si me hubiera gustado mucho, no habría sido capaz de admitirlo. Pero como solo me parecía que estaba bien (desde luego, no me gustaba más que el que me acariciara el pelo), dije sin levantar la voz:
—Sí.
Se movió hacia el bajo del camisón (era blanco y me llegaba por debajo de la rodilla, de los que llevábamos las chicas en Ault) y empezó a levantarlo. Me puse rígida.
—No pasa nada —dijo—. Solo quiero que disfrutes.
—¿Por qué?
—¿Por qué? —repitió—. ¿Qué pregunta es esa?
Ya había metido la pata. Solo era cuestión de tiempo.
—Da igual —dije.
Pensé que me insistiría, que me diría «No, dilo». Pero no tenía ni idea de cómo funcionaban las cosas, así que, en lugar de decir nada, deslizó la mano sobre mi vientre, sobre el hueso de la cadera por la izquierda, hasta llegar al muslo y luego volvió a subirla al vientre. Tenía el camisón apretujado alrededor de la cintura, por encima de las bragas, y sabía qué era lo que iba a pasar luego, en una mezcla de incertidumbre y certeza.
Lo hizo con dos dedos y yo me apretaba contra su mano, como si quisiera ayudarle a encontrar algo por ahí dentro. Todo estaba húmedo y caliente. Sin darme cuenta, quedé a su merced, fui consciente de que algo había cambiado y de que me había rendido, pero me gustaba tanto que casi ni me importó. No sé cuánto tiempo duró, solo que me sentí desbordada de deseo, hambre y éxtasis. Cuando terminó y volvimos a besarnos, me resultó mucho más fácil, porque era como volver a lo conocido. Y luego, poco a poco, nos fuimos calmando, comprendí que no íbamos a hacerlo (¿cómo pude decepcionarme si había decidido que no quería?) y él apoyó la cabeza sobre mi pecho, justo a la altura del corazón. Las piernas debían de quedarle colgando al final de la cama. Sentía el peso de su cuerpo sobre el mío, era casi demasiado pesado, pero solo casi. Podía hacerme a él. Esto también lo supe luego: que hay chicos que nunca te echan todo el peso encima. Cross, sin embargo, parecía seguro de que yo era lo bastante fuerte para soportarlo y de que, además, lo quería así. Y era cierto. Le puse las manos sobre los hombros y le acaricié la espalda, con un leve susurro de roce.
Después de un tiempo, oímos pasar un coche. Podría ser el del guarda nocturno que vigilaba el colegio (ya eran más de las cuatro) o el de un profesor que llegara muy tarde a casa o que se marchara muy pronto. Fuera quien fuera, nos devolvió a la realidad y rompió el momento.
—Debería marcharme —dijo Cross.
No dijimos nada ninguno de los dos y tampoco se levantó inmediatamente. Miré hacia donde tenía la cabeza. Levemente, muy levemente, subía y bajaba al ritmo de mi respiración.
Cuando me desperté a la mañana siguiente, hubo unos segundos antes de abrir los ojos en los que recordaba que había pasado algo bueno, pero no podía recordar el qué. Y entonces, me vino a la cabeza: Cross. Abrí los ojos. Había luz en la habitación (eran poco antes de las nueve y la capilla del domingo, de asistencia obligatoria, iba a ser a las once) y todo parecía de lo más normal: las mesas y los pósteres, el sofá cama y el baúl que nos servía de mesa lleno hasta arriba de revistas, bolígrafos, casetes, una bolsa abierta de Chips Ahoy y una naranja al borde de la putrefacción. No había ni huella de Cross (había pensado que, si se había olvidado la camiseta o el jersey, no diría nada, pero se había acordado de coger las dos cosas) y empecé a deslizarme hacia esa mezcla tan conocida de desconfianza y desorientación. Era como si hubiera quedado con alguien en la biblioteca y no hubiera aparecido, y al estar a punto de llamar a la puerta de su habitación me hubiera preguntado «¿Acaso lo de la cita habían sido imaginaciones mías?». A veces ni siquiera era capaz de devolver las llamadas, porque me convencía a mí misma de que, si me habían llamado, era porque les había forzado yo de alguna manera.
Pero Cross había estado allí. Lo sabía. Me di la vuelta y me sentí dolorida, y ese dolor era una prueba. Sabía que debía alegrarme por lo que había pasado (por fin había besado a un chico y ese chico era Cross, nada menos) pero, cuanto más lejos quedaban el sueño y la noche, más extraño me parecía lo que había pasado. ¿Quién había sido la chica que dejó a Cross meterle los dedos, que se había retorcido y gemido debajo de él? No podía haber sido yo. Quería hablar con Martha, pero no iba a volver hasta la tarde.
Casi todo el mundo se saltaba el desayuno del domingo por la mañana, pero Martha y yo íbamos siempre. Íbamos a eso de las nueve y comíamos despacio, y mucho, y leíamos los periódicos con los pocos compañeros que aparecían por ahí. Entre los habituales estaba Jonathan Trenga, que siempre se apropiaba de las secciones más sesudas de The New York Times (sus padres eran los dos abogados en Washington D. C.). Jonathan no solo podía conversar sobre cualquier cosa que estuviera sucediendo en el mundo, ya fueran guerras en países con nombres impronunciables o crisis emergentes en el mercado de la droga o de la energía, sino que tenía una opinión clara y decidida sobre lo que había que hacer. Una vez le pregunté si era demócrata o republicano, a lo que me contestó: «Soy progresista en lo social, pero conservador en lo económico». Al oír eso, Doug Miles, un jugador de fútbol americano que también venía a los desayunos del domingo, pero solo leía la sección de Deportes y pasaba de todo el mundo, levantó la cabeza y dijo: «¿Eso es como ser bisexual?». Me pareció muy gracioso, aunque estaba convencida de que Doug era un capullo.
También acudía siempre el compañero de habitación de Jonathan, Russell Woo, que tampoco hablaba mucho, aunque su presencia era más amable que la de Doug. Por motivos que no sería capaz de concretar (no eran mucho más que miradas), tenía la sensación de que Russell estaba enamorado de Martha. Yo se lo decía a ella todas las semanas al salir del comedor y ella siempre lo negaba. Prácticamente lo único que sabía de Russell es que era de Clearwater, en Florida, pero a veces deseaba que estuviera enamorado de mí para poder acompañarlo allí en las vacaciones de primavera.
Los otros alumnos de cuarto que solían aparecer eran Jamie Lorison, el chico que en primero había hecho su presentación sobre arquitectura romana justo antes que yo en la clase de la señora Van der Hoef; Jenny Carter y su compañera de habitación, Sally Bishop; y, si se había levantado temprano para estudiar, Dede. Cuando aparecía, llevaba puestas las gafas y un pantalón de chándal azul marino. Me parecía curioso, porque era muy presumida el resto del tiempo y, aunque los domingos por la mañana no te veía mucha gente, alguien sí te veía.
Yo nunca me arreglaba demasiado para el desayuno de los domingos, pero tampoco lo hacía ningún otro día. Aquella mañana, después de lavarme la cara y cepillarme los dientes (los domingos no solía ducharme), me puse los vaqueros, una camiseta de manga larga y un forro polar. Y me quedé allí de pie, en medio de la habitación, sintiendo la ausencia de Martha. Si no hubiera pasado nada aquella noche, habría ido a desayunar sola sin darle más vueltas. Pero ¿era adecuado ir como si todo fuera como siempre? ¿Acaso era todo como siempre? Puede que sí, después de todo.
Salí de la residencia y, cuanto más me alejaba del edificio, más podía sentirlo: nada era como siempre. Me iba envolviendo la ansiedad, como si fuera humo. Para cuando llegué al comedor, me estaba ahogando en ella. No podía entrar. ¿Y si casualmente ese era el único domingo en que Cross bajaba a desayunar? ¿Y si me veía con esas pintas, de día, a plena luz? (¿Por qué había salido de la residencia sin ducharme?, ¿por qué mi impulso era ser así de dejada?). ¿Y si le pillaba por sorpresa, recordaba que no era guapa y se arrepentía de todo? O tal vez él no le diera ninguna importancia, así que ni siquiera llegaría a contar como error. Eso era lo que más necesitaba saber: si para él había significado algo. Me di la vuelta y eché a andar hacia la residencia, más rápido cada vez, y mientras atravesaba el colegio a toda velocidad (no solo no quería cruzarme con Cross, sino que no quería cruzarme con nadie, ni siquiera con ningún profesor), eché de menos a la que había sido hasta aquella noche. Habría ido a desayunar con Martha, habría hablado con otros compañeros, o no, habría repetido ración de tortitas y no me habría importado nada. Durante las primeras semanas de curso, mi último curso, había estado más relajada que nunca. No había habido presión, no había tenido que demostrarle nada a nadie, ni había ido detrás de nadie. O quizá sí (por supuesto que había ido detrás de Cross), pero, en los momentos en que había necesitado pensar que no se fijaría nunca en mí, había sido capaz de hacerlo. Todo estaba en mi cabeza. Ahora, sin embargo, había algo que sí importaba, había algo que podía echar a perder.
En la habitación, me eché otra vez en la cama. Me protegían las mantas, me protegían los ojos cerrados. Tumbada y arropada, podría relajarme, incluso podría recordar fragmentos de la noche pasada y sentir otra vez una pizca de felicidad. Su voz, su mano en el pelo, sin nada que le hiciera dudar, salvo (y me avergoncé al recordarlo) cuando dije: «¿Por qué? ¿Por qué quieres que disfrute?». Quería que se hiciera otra vez de noche, que terminara el día luminoso e implacable: comidas en las que tenías que masticar alimentos, pantallas de ordenador, cordones de zapatos y todas esas chácharas espantosas, incluso esas en las que no participabas, pero que tenías que escuchar, esperando a que terminasen. Pero en la noche… en la noche podías dejar de lado todo lo desagradable o irrelevante. Solo estabais tú y esa otra persona, vuestra piel cálida y cómo os hacíais disfrutar el uno al otro (¿había hecho disfrutar a Cross? Seguramente podría haberme esforzado un poco más, pero no sabía muy bien cómo).
Seguía en la cama cuando dieron las diez y continuaba pensando que iba a ir a la capilla (al menos no había decidido lo contrario). Pero luego dieron las once y no me hizo falta seguir fingiendo. Era la primera vez que iba a faltar a la capilla.
Cuando me levanté otra vez de la cama eran ya las dos de la tarde y solo lo hice porque tenía que ir al baño. Me comí una bandeja entera de galletas saladas, que iba cogiendo directamente del envase, abrí el libro de historia y me senté en el sofá cama, mirando la habitación y sin dejar de pensar en Cross. Dieron las cinco y Martha seguía sin regresar, lo que quería decir que no iba a ir a cenar. En la sala común, puse agua a hervir y, mientras estaba junto al fuego, pasó a mi lado Aspeth Montgomery. No vivía en la residencia de Elwyn, pero, como vivía en la de Yancey, a veces se pasaba por aquí para ver a Phoebe Ordway.
—¿Fue Sug a tu habitación anoche? —dijo. No me hubiera sorprendido tanto si me hubiera pedido prestado mi sujetador de deporte.
—¿El qué?
—Dijo que se iba a pasar a eso de las tres de la mañana. Le dije que de qué iba, que ya estaríais durmiendo. Además, Martha se hubiera vuelto como una loca si incumpliese las normas de visita. Aunque, oye, igual no era tan mala idea, y les echaban a los dos y el señor Byden se cagaba en los pantalones. ¿Estás cocinando ramen?
—¿Cross iba a ver a Martha? —pregunté indecisa.
—Vaya, ¿no se pasó? Qué bien. —Echó a andar—. Olvídalo.
Normalmente, me habría descolgado en este punto de la conversación, sobre todo con Aspeth, que me hacía sentir incómoda cuando ni siquiera había abierto la boca. Pero estaba muy interesada.
—¿Dónde estabais a las tres de la mañana? —dije.
—Jugando al póquer. Vinieron unos cuantos chicos, Devin y Sug se pillaron una mona, cómo no, y entonces Sug dijo que iba a ver a Martha. Pensé, vaya hombre, ¿no estás llevando lo de ser delegado un poquito lejos?
Pero Cross sabía que Martha estaba en Dartmouth, lo había dicho él. Puede que se le hubiera olvidado y que lo recordara al estar en la puerta y ver la cama vacía. Pero estaba casi segura de que lo había sabido desde el principio (nunca se lo pregunté; tuve muchas oportunidades de hacerlo y me hubiera encantado hacerlo, pero no fui capaz, porque detrás se ocultaba otra pregunta mucho más importante y tenía miedo de conocer ya la respuesta. Solo intentas atrapar a alguien cuando no es tuyo, cuando no puedes).
—El agua ha empezado a hervir —dijo Aspeth, y, cuando retiré la cazuela del fuego, ella ya estaba subiendo las escaleras—. Ojo con el glutamato, no te dé dolor de cabeza.
Naturalmente, Aspeth sabía jugar al póquer. En el colegio habría unas cinco chicas que sabían y por supuesto no sorprendió a nadie que fuera una de ellas. Seguramente también se le daba bien. Apuesto a que ganaba a los chicos y se reía con su risa de Aspeth al coger el dinero. Lo peor de todo es que, si yo fuera un chico, Aspeth sería el tipo de chica guapa, viperina e inalcanzable que me gustaría. Desde luego, no me buscaría a una chica del montón para luego tener que ir rebuscando cualidades ocultas en ella.
En aquel momento entendí qué era lo que estaba mal en lo que había pasado entre Cross y yo. No es que estuviera mal moralmente, pero no encajaba; era algo que pedía una explicación. Como cuando se mete un pájaro en el supermercado, un retrete no deja de soltar agua o abres la puerta de un coche pensando que es tu amiga que viene a buscarte y ves a un extraño, y tienes que disculparte.
La reunión con la señora Stanchak era a última hora. Ya me había reunido con ella un par de veces (en Ault, el asesoramiento universitario comenzaba en la primavera de tercero), pero esta iba a ser la reunión definitiva, cuando tenía que enseñarle la lista de universidades a las que quería presentarme.
Me senté junto a su mesa, abrió una carpeta de papel manila, se puso las gafas en la punta de la nariz (los cristales eran rectangulares, con montura de plástico azul, y llevaba las gafas sujetas con una cadenita alrededor del cuello) y miró una hoja de papel. Sin levantar la vista, dijo:
—¿Cómo te va este año, Lee? ¿Has empezado bien?
—Bastante bien.
—¿Qué tal las matemáticas?
—Por ahora llevo notable bajo.
—¿En serio? —Alzó la vista y sonrió—. Es fantástico. ¿Sigues quedando con Aubrey?
Asentí.
La señora Stanchak tendría poco más de sesenta años, estaba casada con el doctor Stanchak, el director del Departamento de Latín y Griego. Llevaba el pelo que me habría gustado llevar a su edad: unos ocho centímetros de largo, prácticamente blanco y echado hacia atrás como si acabara de bajar de un descapotable, aunque no parecía llevar gomina. Era algo achaparrada, tenía la cara llena de arrugas y siempre estaba morena, incluso en invierno. En vacaciones, ella y el doctor Stanchak viajaban a lugares como China o las islas Galápagos. Sus tres hijos habían ido a Ault (el más pequeño se había graduado diez años antes que yo) y, en las fotos que había visto, tenían el pelo claro y eran espectaculares. Me gustaba la señora Stanchak; de hecho, tenía algo que me encantaba, pero cada vez que estaba en su despacho no dejaba de pensar, incluso cuando yo misma estaba hablando, en que todos decían que te tocaba con ella si no estabas entre los favoritos de Ault. El otro consejero, el señor Hessard, tendría cuarenta y tantos. Era el profesor de inglés, alto y sarcástico (la señora Stanchak no daba clases y solo trabajaba como consejera a media jornada), y había ido a Harvard, mientras que la señora Stanchak había estado en la Universidad de Charleston, en Carolina del Sur, adonde, por supuesto, no iba nadie de Ault (sabías dónde habían estudiado todos los profesores y el qué porque aparecía en la guía docente). Al parecer, cada primavera se encendía el debate sobre el señor Hessard y la señora Stanchak, justo cuando los de tercero iban a saber qué consejero les habían asignado. Y, cada primavera, los demás profesores trataban de sofocarlo. En clase de historia, el decano Fletcher oyó a alguien hablando del tema y dijo: «No vuelvan a hablar de semejantes sandeces». A lo que Aspeth repuso: «Fletchy, vigile ese lenguaje».
Pero luego nos distribuyeron, y a Martha le tocó el señor Hessard, igual que a Cross, igual que a Jonathan Trenga e igual que a todos los chicos de la promoción que eran listos o valorados. La única persona remotamente inteligente que fue con la señora Stanchak fue Sin-Jun, pero creo que en su caso no importaba tanto a qué universidad acabara yendo como que no se intentara quitar del medio antes de graduarse. Lo más extraño de todo esto fue que me sorprendió que no me tocara el señor Hessard. Por supuesto que pensaba lo peor de mí, pero… no tanto. Siempre esperaba que en algún momento me demostraran que estaba equivocada.
La señora Stanchak anotó algo antes de hablarme.
—Veamos esa lista.
Se la pasé y le echó un vistazo. Mientras la leía, no hizo ningún gesto de aprobación.
—Lo que más me preocupa es que no hay muchas apuestas seguras en esta lista. Un lugar como Hamilton, por ejemplo, sería una buena opción en tu caso. Pero Middlebury o Bowdoin… es más complicado.
—¿Y Brown?
—Lee. —Se echó hacia delante, me tocó el brazo, volvió a recostarse y se puso las gafas sobre la cabeza, reposando sobre el cabello—. Te va a encantar la universidad, ¿lo sabes? Te va a encantar. No puedes ni imaginar cuántas universidades hay realmente maravillosas. Pero al oír hablar a la gente aquí parece que solo haya ocho o nueve. ¿Me equivoco?
Había dado en el blanco. Eran exactamente ocho, porque Penn y Cornell no contaban como universidades de élite, pero Stanford y Duke podrían entrar en el grupo.
—Eso es una tontería —continuó la señora Stanchak—. Sé que tú también lo sabes.
—Entonces, ¿cree que no me cogerían en Brown?
—No te digo que no lo intentes. Hazlo, claro. Adelante, ¿por qué no? Pero también quiero que te plantees otras opciones. ¿Has pedido la guía de Grinnell como te dije? Grinnell es una universidad fantástica. Igual que Beloit.
—¿En qué estado estaban?
—Grinnell está en Iowa y Beloit, en Wisconsin.
—No quiero ir a una universidad del Medio Oeste —dije—. Me gusta más estar aquí.
—Lee, quiero que te sientas cómoda con las decisiones que tomemos. Pero tienes que ayudarme y, para ello, tal vez tengas que reconsiderar algunas opciones.
—¿Y si escribiera un ensayo realmente bueno para Brown?
Suspiró.
—Lee —dijo (nunca había dicho mi nombre con tanto cariño), y a mí se me puso un nudo en la garganta y se me empañaron los ojos—. Estuviste a punto de suspender matemáticas para el cálculo. Compites contra tus propios compañeros, que solo sacan sobresalientes y no bajan de 1600 en las pruebas de acceso. Pero, además, estarás compitiendo con los mejores alumnos de institutos de todo el país. Y eso sin contar el tema de la ayuda económica. Solo quiero evitarte decepciones, Lee.
No dije nada.
—Cualquier universidad a la que vayas estará encantada de tenerte —dijo, y yo rompí a llorar.
Cuando salieron las primeras lágrimas a borbotones, pensé en Cross (en realidad, llevaba pensando en él casi todo el día y casi todo el tiempo desde que se marchara de mi habitación hacía poco más de treinta y seis horas) y me dio la sensación de que también lloraba porque no había vuelto a saber de él, porque quizá lo que tuvimos fue puramente aleatorio e irrepetible, porque nunca iba a volver a tocarme el pelo, ni a tumbarse sobre mí, porque no lo valoré lo suficiente mientras estaba sucediendo, porque Cross, al ser delegado, acabaría yendo a Harvard y porque la señora Stanchak quería enviarme a Wisconsin para separarnos.
La señora Stanchak me pasó una caja de pañuelos.
—Coge los que quieras —dijo.
Mi llanto no pareció preocuparla tanto, después de todo. (Luego, cuando le conté a Martha que había llorado en el despacho de la señora Stanchak, me dijo: «Oh, yo ya he llorado dos veces con el señor Hessard. Es como un rito de paso»).
—Es un momento complicado —dijo la señora Stanchak—, ya lo sé.
Pasamos al menos un minuto oyéndome llorar. En ese tiempo, conseguí fantasear con que la señora Stanchak iba a preguntarme qué me preocupaba tanto y que, cuando se lo contara, me diría algo sobre Cross y sobre lo sucedido que sería sabio y cierto. Creo que los adultos olvidan cuánta fe pueden tener depositada los adolescentes en ellos, lo dispuestos que están a creer que los adultos, por el mero hecho de serlo, conocen verdades absolutas, o incluso que es posible conocer verdades absolutas. Pero entonces, al otro lado de la ventana de la señora Stanchak, vi a Tig Oltman y a Diana Trueblood yendo hacia el gimnasio con sus palos de hockey y recordé lo insensato que sería en Ault confiar en alguien que no fuera Martha. No hubo nada en concreto en ellas dos que me lo recordara, nada de lo que desconfiara en especial, solo… su presencia. No es que pudieran oír nada, pero, si tenías un momento de vulnerabilidad en Ault, siempre había alguien que lo acabaría descubriendo. En cuanto algo salía de tu cabeza, dejaba de ser privado.
Volví a mirar a la señora Stanchak, que aguardaba pacientemente y, en ese momento, no confié en que tuviera grandes verdades que enseñarme.
—Lo siento —dije.
—No te preocupes —dijo—. No te preocupes por mí. Tienes que pensar en ti.
Se me pasó por la cabeza decirle que prácticamente era lo único que hacía.
—Creo que deberías cambiarlo —dijo mientras me devolvía la lista de universidades—. Tómate unos días y piénsalo bien. Habla con tus padres. Ve a pasear. Intenta no dejarte cegar por los nombres. ¿Lo harás por mí?
—No es que quiera ir a Brown solo porque sea prestigioso —dije. Me miró dando a entender que no me creía y que no me culpaba por mentir. Pero solo mentía en parte—. Quiero ir a Brown porque allí va gente interesante. Y porque está en el noreste y no tiene requisitos de distribución de créditos.
(Quería ir a Brown porque, si iba a Brown, significaba que era digna de estar allí. Y, además, porque si era una persona digna de estar allí, si era oficial de algún modo, todo lo demás iría bien).
—Son muy buenos motivos —dijo la señora Stanchak—. ¿Sabes lo que quiero que hagas? Yo me voy a poner la misma tarea. Quiero que busques cinco universidades más que encajen en esa descripción. Ten en cuenta que las solicitudes de beca se pueden presentar desde noviembre y que tus padres tienen de plazo para entregarlas hasta enero. Y sabes que de momento no solicitas prematrícula en ninguna. ¿Lo entiendes?
Asentí. Era surrealista estar hablando tan abiertamente sobre el dinero, cuando me había acostumbrado a considerarlo el peor tema posible. Era como ir al ginecólogo (empecé a ir cuando estaba en la universidad): me sentía profundamente avergonzada al ponerle la vagina al médico a un palmo de la cara, hasta que recordaba que no había nada que esconder, que había ido para enseñarle la vagina, y entonces me parecía tan liberador como extraño.
—Puedes quedarte aquí un ratito si quieres, para calmarte un poco —dijo la señora Stanchak.
—Estoy bien. —Me levanté. Me mortificaba haberme echado a llorar. Además, quería salir del despacho mientras aún seguía llorosa por si me veía Cross, para que se preguntara si me pasaba algo—. Gracias, señora Stanchak.
—Gracias a ti, Lee. ¿Sabes por qué te estoy dando las gracias? —Sacudí la cabeza—. Porque, si vas a ir a la universidad, es gracias a ti.
Aquella mañana encontré en mi buzón una nota del decano Fletcher para reprenderme por no haber ido a la capilla del domingo e indicarme que acudiera al refectorio a las cinco de la tarde para limpiar las mesas antes de la cena. Después del entrenamiento de fútbol, puse rumbo al comedor con el pelo mojado. Nunca me habían impuesto ese castigo y seguramente era la única alumna de cuarto en poder decir lo mismo, Martha incluida. Atravesé la glorieta, el aire olía a rastrojos quemados y el campus estaba bañado por esa luz ambarina que solo se ve en otoño. Tuve esa sensación habitual en Ault, como si no mereciera estar allí, como si toda esa belleza no me perteneciera.
Justo antes de entrar en el comedor, oí la voz de Cross. Me sobresalté tanto que estuve a punto de marcharme por donde había venido. En realidad, no debería haberme sorprendido, ya que, además de ser el delegado de cuarto, Cross también era uno de los tres delegados de comedor y, al parecer, aquella noche estaba de servicio.
Entré en la sala. Habría otros veinte alumnos limpiando mesas y poniendo manteles. Cross llevaba una hoja de papel y un boli. Estaba charlando con dos chicos de segundo y reía. Aunque solo estaba a un metro de él, pareció no darse cuenta de mi presencia.
—Perdona, Cross —dije.
Me miró y, con él, los otros dos chicos.
—¿Te puedo ayudar? —preguntó Cross, y no sonó del todo afable.
—Tengo que limpiar las mesas. —Señalé hacia la hoja que llevaba en las manos—. O eso creo. Fletcher me ha mandado una nota.
Cross miró el papel.
—No me había dado cuenta de que eras una delincuente —dijo, y esta vez sonó más distendido—. Chicos, deberíais poneros manos a la obra —les dijo a los otros dos—. Nada de chapuzas. —Uno de los dos hizo como si se estuviera masturbando al marcharse.
—¡Eh! —dijo Cross—. Un poco de respeto, Davis. —Pero se estaba riendo al igual que ellos.
Cuando se marcharon, me dijo:
—¿Necesitabas una excusa para hablar conmigo?
—¡No! Es que no fui a la capilla.
—Era broma. —Miró el reloj. También llevaba el pelo mojado y, mientras estábamos allí parados, tuve la absurda sensación de que era como si nos hubiéramos duchado juntos. Me ruboricé—. Mira, la cena no empieza hasta dentro de cuarenta minutos y ya hay mucha gente. Puedes marcharte.
—¿Seguro?
—Tacharé tu nombre de la lista, si es lo que te preocupa.
—¿Y me marcho sin más?
—A menos que no quieras.
—No, no quiero. No es que no quiera irme, eso sí. Gracias.
Me di la vuelta y, al hacerlo, me tocó levemente en el punto exacto entre la cadera y la espalda, y supe que habría algo más entre nosotros. No es solo que lo quisiera, sino que iba a pasar. Lo supe porque puso la mano muy abajo. Si hubiera sido un poco más arriba, habría significado «¿Sin rencores?» o simplemente «Nos vemos por ahí». Pero a esa altura, en el coxis, hasta yo me di cuenta de que tenía cierta promesa de futuro y algo difusamente territorial. Me giré, pero ya estaba hablando con otra persona.
—Que te haya dejado marchar no es una mala señal. —Martha estaba frente al espejo de cuerpo entero cepillándose el pelo, y yo, sentada en el sofá cama—. No lo entiendes porque tú nunca has tenido que limpiar las mesas, pero es bastante humillante. Sobre todo, si estás en cuarto. No es que no quisiera tenerte por allí cerca y te haya dicho que te vayas. Más bien, te estaba haciendo un favor.
—Pero no dijo nada sobre la otra noche —respondí yo—. Ni una palabra.
—¿Y qué iba a decir? Había más gente.
—Puede que ni se acuerde. Como estaba borracho.
—Se acuerda. —Martha dejó el cepillo y cogió un frasco de perfume. Roció un poco en el aire por delante de ella y dio un paso adelante, para sumergirse en la rociada (yo le había copiado el truco a Dede en primero y luego se lo pasé a Martha)—. En realidad, no creo que estuviera tan borracho. A muchos chicos…, ya sabes, no se les levanta si van muy borrachos.
—¿En serio?
—El alcohol es un depresor del sistema nervioso central.
—¿Le ha pasado alguna vez a Colby?
Martha y Colby llevaban saliendo más de un año. Colby estaba en tercero en la Universidad de Vermont y hablaban por teléfono una vez a la semana, los lunes. También pasaban juntos parte de las vacaciones, y se había acostado con él (su primera vez) a los seis meses de empezar a salir. Antes, él tuvo que hacerse una prueba del sida porque se había acostado con sus dos novias anteriores. Era alto, agradable y le gustaba Martha, pero era paliducho, tenía la nariz aguileña y, para mi gusto, tenía muy poco sentido del humor. Cuando Martha iba a casa, hacían cosas juntos, como excursiones de cincuenta millas en bici o leer por turnos sus partes favoritas de la Odisea. No me daban ninguna envidia.
—Colby no bebe mucho porque rema —dijo Martha y me miró—. No deberías darle tantas vueltas.
—No lo hago. —Puse los pies en el baúl y me miré las piernas. Llevaba medias negras tupidas y zapatos de baile del mismo color. ¿Serían cutres los zapatos? Últimamente casi todas las chicas llevaban cuñas.
—¿Qué te gustaría a ti que pasara? —preguntó Martha—. En serio.
Quería que Cross me contara sus cosas. Quería parecerle guapa. Quería que supiera qué cosas me gustaban (comer pistachos, las sudaderas con capucha y la canción de Dylan «Girl from the North Country») y quería que me echara de menos cuando estábamos separados. Quería que, cuando estábamos juntos en la cama, creyera que no podría haber un lugar mejor en el mundo.
—¿Te lo imaginas saliendo conmigo? —pregunté.
Cuando me respondió, Martha se estaba poniendo la chaqueta, dándome la espalda.
—No. —Como no me veía la cara, creo que no se dio cuenta de cuánto me asusté. Cuando se dio la vuelta, me esforcé por no parecer ni asustada ni herida—. Estoy segura de que puedes enrollarte otra vez con él si quieres. Pero, por los comentarios que hace, me da la sensación de que está muy centrado en los estudios este curso. No creo que quiera atarse. Además, en serio ¿Cross y tú? —Hizo como si algo oliera mal—. ¿Ves alguna posibilidad?
—Si no nos ves saliendo juntos, ¿por qué acabas de preguntarme qué es lo que quiero? —Intenté hablar con un tono normal, de pura curiosidad. Sin lugar a dudas, era lo peor que Martha me había dicho nunca, pero, si lo hubiera sabido, se habría sentido muy mal y no habría seguido siendo sincera.
—Es que no creo que debas quedarte de brazos cruzados. Eso es lo que me preocupa de ti, que parece que lo dejes todo en sus manos. Deberías decirle lo que quieres y, si no puede dártelo, es problema suyo.
—Pero ¿por qué debería intentar algo si sabes que no lo voy a conseguir?
—Yo no sé nada. ¿Cómo iba a saberlo? Lo único que sé es que llevas colada por Sug prácticamente desde que estás aquí. Él se te ha acercado, os habéis enrollado y tienes una oportunidad. Te debes a ti misma ver qué pasa. No es que sea escéptica porque te considere poca cosa para él. En todo caso, serías demasiado buena. Lo que pasa es que no sé si él se da cuenta.
—Entonces, ¿qué debería decirle? ¿Y cuándo?
—No es difícil de encontrar. Ve a su habitación en la visita.
—Jamás iría a su habitación.
—Pues espera a verlo por el colegio y dile que quieres hablar con él.
—¿Para decirle el qué?
—Lee, no existen las palabras mágicas.
Martha se puso unos zapatos exactamente iguales a los míos, y se encendió mi rencor hacia ella. Casi siempre me encantaba compartir habitación con ella, me encantaba la transparencia y la cercanía de tener una única mejor amiga. Pero en algunos momentos, y exactamente por el mismo motivo, me sentía atrapada por mi dependencia hacia ella, por su pragmatismo y su franqueza. Si Dede hubiera sido mi menor amiga y hubiera tenido esa misma conversación con ella (y si, por supuesto, Dede no hubiera estado colada por Cross desde hacía años), ya estaría animándome y urdiendo algún plan. No me desmoralizaría, como estaba haciendo Martha.
Además, ¿por qué narices era lo correcto y lo razonable que Martha tuviera novio y yo no, que ella fuera la delegada y yo una doña nadie? Lo era, literalmente: no era ni delegada de capilla, ni editora del anuario, ni capitana de ningún equipo (Martha también era la capitana de remo). Aquel verano había repasado la lista de la promoción para ver si había alguien con tan pocas distinciones como yo, y solo había encontrado dos nombres: Nicole Aufwenschwieder y Dan Ponce. Decir que los dos eran aburridos era poco. Eran prácticamente invisibles.
En el comedor, antes de ir hacia nuestras mesas, Martha dijo: «Divide y vencerás», y la detesté por ser normal y feliz, cuando en Ault todos éramos una cosa u otra, o normales o felices.
Cuando Cross vino a verme por segunda vez, creí que mi cuerpo desprendía tales oleadas de deseo que habían atravesado el patio y habían llegado hasta su habitación. Era sábado de madrugada. Sería alrededor de la una de la mañana, creo, porque Martha ya se había acostado. Normalmente se quedaba despierta hasta tarde estudiando y me despertaba al apagar la luz para charlar un rato. Cuando Cross apareció, ya había pasado todo eso y las dos estábamos dormidas.
Esta vez, entró en la habitación sin esperar a que me despertara, se agachó junto a mi cama y me tocó el brazo.
—Lee —susurró—. Lee, soy yo.
Abrí los ojos y sonreí. La sonrisa fue un acto reflejo. Antes de meterse en la cama, se inclinó hacia mí y me besó en la boca. Y luego vinieron besos y más besos, y me di cuenta de que eso era besarse, de que eso era lo que le gustaba a la gente, sentir la lengua húmeda y viscosa del otro. No supe muy bien cuándo se me echó encima.
Al notar la erección, me retorcí por debajo de él hasta que quedó entre mis piernas y lo abracé con ellas. Se frotó contra mí con tanta fuerza que pensé que iba a romperme la ropa interior (¿y qué más daba?). Se quitó la camiseta, y sentí su piel caliente, suave y aterciopelada.
Creo que él fue el primero en oír los muelles del colchón de Martha sobre nuestras cabezas. Cross y yo nos quedamos petrificados, y ella bajó de la litera y salió de la habitación sin decir nada.
—¿Se habrá enfadado? —preguntó Cross cuando se cerró la puerta. En aquel momento, estaba claro, no era su compañera delegada sino mi compañera de habitación.
Me daba igual si se había enfadado. Estar así con Cross era lo único que me importaba. ¿Qué podía decir? Hay momentos en la vida en los que eres egoísta. Así de sencillo.
—No te preocupes por eso —dije.
Y no seguimos hablando. Hubo un momento en el que me oí haciendo el mismo gemido que había oído en las películas y me pareció increíble que un sonido como ese hubiera estado durmiendo en mi interior todo ese tiempo.
—¿Por qué no me dijiste nada el lunes en el comedor? —dije al cabo de un rato.
—Sí que hablamos —respondió.
—No de verdad.
—Te pusiste muy roja.
Y ya no le pregunté nada más. Mucho después, cuando todavía no había luz, pero ya no estaba tan oscuro, más cerca de la mañana que de la noche, y sabía que estaba a punto de marcharse, le dije:
—No se lo vas a contar a nadie, ¿verdad?
Se quedó callado unos segundos.
—Vale.
—Cuando nos veamos por el colegio, podemos actuar con normalidad —dije.
—¿Qué es eso de actuar con normalidad? —Lo dijo como si le divirtiera o, quizá, como si no pudiera creer lo que oía.
—Que no me acercaré a darte un beso en el desayuno —dije—, si es eso lo que te preocupa.
Volvió a quedarse callado, hasta que dijo:
—Vale.
—Tampoco espero que me regales flores. —Había querido que sonara a ejemplo absurdo (estaba claro que Cross no iba a regalarme flores), pero no sonó lo bastante absurdo. Hubiera sido mejor decir «Tampoco espero que me compres un collar de diamantes».
—¿Algo más? —dijo.
—No quiero parecerte rara.
—Ya lo sé —dijo al rato, y estaba claro que la conversación no le había hecho ni pizca de gracia.
Por la mañana, cuando nos estábamos vistiendo, Martha me dijo:
—No me parece buena idea que se presente así.
—Lo siento. ¿Estás muy enfadada?
—Que me despertéis Sug y tú haciéndolo y tener que ir a dormir a la sala común no es que me vuelva loca, la verdad. —Me pareció mezquino por su parte. Parecía haber olvidado que era el primer chico al que había besado nunca. ¿No podía alegrarse un poco o, al menos, darme un poco de tiempo para aprender a actuar? Además, ¿no era propio de un internado escuchar a tu compañera enrollarse con un chico?—. Pero el problema de verdad es que, si alguna vez lo pillan aquí, podrías implicarme a mí. Yo no puedo decirle qué debe hacer, pero soy responsable de lo que haga yo.
No dije nada.
—¿Va a volver? —preguntó.
—No lo sé —dije—, pero seguramente.
Al decirlo me sentí tan bien que casi me olvidé de lo mal que me había hecho sentir Martha. Tuve que esforzarme por reprimir una sonrisa.
—¿Entiendes que me estáis poniendo en una posición muy complicada? —dijo.
—Sí.
—Técnicamente, debería informar de esto, porque estáis infringiendo la visita. Imagino que nadie espera que lo haga, pero hablo casi a diario con el señor Byden o con Fletchy, y parten de la idea de que soy sincera. Tú no eres la que tiene todas esas reuniones con ellos, ni les miras a los ojos mientras hablas sobre la integridad del centro.
—Martha, ya te he dicho que entiendo tu posición.
Martha suspiró.
—Sé que te gusta mucho.
Nos quedamos calladas.
—¿Quieres decir que no puede pasarse? —pregunté por fin.
—No me conviertas en tu madre. No es justo.
—Pero eso es lo que estás diciendo, ¿no? Que te gustaría que no volviera a poner un pie por aquí. —¿De verdad había sido siempre tan severa?
—Espera —dijo—. Tengo una idea. Podéis ir a la habitación de la externa.
Al principio no me pareció buena idea, aunque no sabía muy bien por qué. En cada residencia había una habitación para los externos. Solía ser más pequeña que las demás habitaciones, y solo tenía una cama y un par de mesas. La de nuestra residencia quedaba a tres puertas de la nuestra, y la única alumna externa asignada a la Elwyn era Hillary Tompkins, una chica de tercero que no aparecía mucho.
—¿Le pregunto a Hillary? —dije, y Martha se echó a reír.
—Si te parece, le preguntas también a Fletchy —dijo (antes de cuarto, siempre lo llamaba «decano Fletcher», y a Cross, «Mono Azul», no «Sug». Ahora hablaba un poco como Aspeth).
—Supongo que no —dije.
—Dudo mucho que a Hillary le importe —dijo Martha—. De todas formas, no serán muchas veces, ¿no?
¿Por qué pensaba eso?
—¿Estamos discutiendo? —preguntó Martha.
—No —dije sin pensar. Luego, añadí—: Eso es imposible. Martha y Lee no discuten nunca.
No estaba muy segura de que todos pensaran eso, pero yo sí. Martha y yo éramos las únicas alumnas de cuarto que habíamos compartido habitación tres cursos. Los chicos seguían juntos, pero entre las chicas era más raro.
—Pero me han dicho que Martha es una zorra —dijo Martha.
—¿Qué dices? Lee es lo peor de lo peor —dije yo—. Es insegura y no para de quejarse. Todo el tiempo. Es muy pesimista. No hay quien trague a los pesimistas.
—No saben que cuando se cierra una puerta, se abre una ventana —dijo Martha.
—Los pesimistas tendrían que dejar de gruñir y sonreír un poco —dije—. Oye, Martha.
Me miró.
¿Qué hubiera dicho otra persona? «Valoro mucho tu amistad. Te quiero». Martha y yo nunca nos habíamos dicho que nos queríamos. Las chicas que lo decían, sobre todo si lo decían a menudo, me resultaban afectadas y huecas.
—Me alegro de que no te hayas cabreado conmigo —dije.
Fue como si, paseando tranquilamente por la acera de un barrio residencial, al pisar en una baldosa del pavimento, se hubiera abierto el suelo bajo mis pies para lanzarme a un abismo de negro infinito con relucientes estrellas blancas girando a mi alrededor. No quería más que volver a la acera donde empezó todo y ver un poste telefónico lleno de azulillos, el aspersor funcionando al otro lado de la calle y yo con un corte en la rodilla o un cardenal en el antebrazo, la prueba de que había ocurrido algo, sí, pero mucho menos de lo que imaginaba. Sin embargo, eso no sucedió, y seguí cayendo y cayendo sin más.
En parte era por lo poco que dormía las noches que venía Cross a verme. Todo se vuelve extraño cuando no duermes bien. Además, comía menos. No comía casi nada, no es que tuviera anorexia, pero comer, como casi todo lo demás, me parecía secundario. Me moría por comer algunas cosas, como aguacates. Tenía tal antojo que iba hasta la ciudad en la bici de Martha, me compraba cuatro, dejaba que madurasen en el alféizar de la ventana, los pelaba con la navaja de Martha y me los comía a mordiscos como si fueran manzanas. Lo mismo con el helado de vainilla. Todas esas cosas tenían algo puro, se deslizaban suavemente garganta abajo y no se quedaban enganchadas en las muelas. Los guisos, por el contrario, me daban ganas de vomitar.
Mis notas subieron. Hacía todas las tareas. Me podía concentrar en ellas porque no eran parte de mi vida, no me importaban realmente y solo eran algo que tenía que hacer para actuar con normalidad. Así que me sentaba, abría los libros y leía el tema o memorizaba las ecuaciones (lo que fuera), mientras que antes me sentaba y me ponía a mirar el techo y a divagar sobre si me pondría un segundo nombre al ir a la universidad o si alguien me avisaría si tuviera mal olor corporal crónico.
Cross vino a mi habitación por tercera vez, se echó encima de mí y nos enredamos (me sorprendió lo caótico que era enrollarse con alguien y que ese era precisamente uno de sus atractivos: nuestros cuerpos no actuaban con elegancia y precisión, como en una rutina de natación sincronizada, sino que seguían siendo nuestros cuerpos y podías hacerte daño en el brazo si el otro distribuía mal el peso o te podías golpear la nariz con su clavícula, y esa torpeza me hacía sentir en casa, como si Cross y yo fuéramos amigos). Entonces, le dije:
—No podemos quedarnos aquí. No podemos… —Me interrumpió para besarme—. No, Cross, en serio. —Y, mientras nos besábamos, oí que Martha se daba la vuelta y dije—: Sígueme. Levántate y sígueme.
Salir a la luz del pasillo fue terrible. Lo había sacado de la cama y lo había arrastrado a través de la habitación, pero al abrir la puerta, nos soltamos, y fue horrible estar así con luz y sin tocarlo. Lo eché de menos y, al mismo tiempo, me dio vergüenza tenerlo detrás. ¿Y si llevaba el pelo revuelto? ¿Sabía Cross qué aspecto tenía yo con luz? Desde luego, no iba a darme la vuelta para que lo descubriera.
—Espera —susurró detrás de mí y yo abrí la puerta de la habitación de la externa.
La persiana de la ventana estaba subida y dejaba entrar la luz de una farola. Sobre la cama había un saco de dormir y me eché encima. Luego me incorporé, tiré de Cross hacia mí y volvió a echarse encima, con los pantalones de color caqui, la hebilla del cinturón, los botones de la camisa, mi cara en su cuello, justo por debajo de la oreja izquierda, la barba incipiente, qué bien olía, qué caliente estaba, cuánto me gustaba estar con él. Ya entonces reconocí lo triste que es tener a otra persona echada encima de ti. Antes o después, acabará marchándose (¿qué iba a hacer?, ¿quedarse ahí para siempre?) y es inevitable sentir lo inminente de la pérdida.
Me pareció, y me lo siguió pareciendo mucho tiempo, que querer a un chico era esa obsesión. Por la mañana me levantaba pensando «Te quiero muchísimo, Cross», y saber que otras personas no considerarían amor lo que ocurría entre nosotros dos (por supuesto que no) solo me reafirmaba en ello. Cuando llegaba por la noche, me daba un golpecito en el hombro, cruzábamos el pasillo hacia la habitación y volvíamos a acostarnos con nuestros cuerpos amontonados y envolviéndolo entre mis brazos, necesitaba mucha fuerza de voluntad para no decirle que lo quería. Y lo mismo cuando estaba a punto de marcharse. ¡Cuánto lo quería! Más tarde, con otros chicos, pensaba «¿Lo quiero? ¿Esto es el amor? ¿Se quiere diferente a cada persona?». En cambio, con Cross, jamás tuve ninguna duda. No había nada en él que no me gustara. Los demás chicos, los posteriores, podían ser igual de altos, pero estaban tan delgados como una chica, escuchaban música clásica, bebían vino y les gustaba el arte moderno, me parecían unos blandengues. Puede que tuviéramos temas de conversación para toda una tarde o que fuéramos a ver un partido de béisbol, pero siempre costaba un esfuerzo. No es que tuvieran los dedos… rechonchos, pero tampoco eran lo bastante largos y firmes. Si besaba a esos chicos, me preguntaba si lo hacía por obligación, si estaba poniéndome en una posición de la que luego tendría que sacarme. No es que no fueran atractivos, pero eran aburridos. Sin embargo, Cross no me lo pareció en ningún momento, jamás tuve que justificarlo ni defenderlo ante mí misma. La verdad es que me daba igual de qué habláramos. Nunca tuvimos que cumplir.
No sé si él tuvo que hacerlo en algún momento, pero yo jamás.
Cuando alguien me preguntaba, y no lo hicieron muchos, decía que me quedaba ese puente en el campus para preparar las solicitudes para la universidad. En realidad, me quedaba en el colegio porque lo asociaba con Cross. Él se marchaba, claro está (no lo sabía porque me lo hubiera dicho él, sino porque en el comedor oí que iba con un grupo de más chicos a pasar esos días a Newport con la madre y el padrastro de Devin), pero el colegio era el sitio donde había estado y adonde iba a volver, mientras que la casa de Martha en Burlington, donde había pasado todos los puentes desde primer curso, no era más que un desvío. Lo único que haría yo allí sería quererme marchar.
Martha iba a ir en el mismo autobús en el que tantas veces habíamos viajado juntas. Poco antes de coger el que la llevaría a la Estación Sur de Boston junto a otros alumnos, se plantó delante de mí en la habitación.
—¿Seguro que no quieres venir? —preguntó—. Prometo no distraerte.
—Es mejor que me quede —dije—, pero saluda a tus padres de mi parte.
Martha se me quedó mirando.
—¿Estás bien? ¿No te pasa nada?
—Tú vete —dije, y la abracé—. Vas a perder el autobús.
Me sentí aliviada al ver partir los autobuses. Una vez sola en la habitación, me eché en el sofá cama, sin leer, ni dormir, ni siquiera cerrar los ojos. Y pensé en Cross. Siempre estaba pensando en él, por supuesto, pero mientras hacía otras cosas, y cuando quería pensar en él por la noche, solía quedarme dormida. En cambio ahora, tumbada en el sofá cama a solas, era casi como meditar. Podía pensar en todo lo que había pasado entre los dos, en cada palabra y en cada vez que me había tocado, dedicándole más tiempo de lo que había durado en realidad.
Por un momento, me alegré de que anocheciera, de que el colegio estuviera casi vacío. Los únicos que se habían quedado a pasar el puente eran los que no tenían invitación para ir a ninguna parte o no tenían dinero para viajar, o las dos cosas. Había un puente por trimestre, y en primero me quedé en el colegio las tres veces, aunque casi no me acordaba de qué había hecho. Imagino que leer revistas, esperar a que fuera la hora de comer y sentirme sola. Quizá estaba a punto de empezar una racha de buena suerte; puede que, a partir de aquel momento, empezara a conseguir todo lo que quería, aunque tenía la sensación de que no había nada que quisiera más en el mundo que a Cross.
Llevaba casi tres semanas pasándose por mi habitación y habíamos estado a punto de hacerlo. Hacía unas noches, nos habíamos quitado los dos la ropa y noté que el pene se me clavaba con fuerza en el cuerpo, pero no sentí dolor, sino deseo. Le abrí las piernas y no dijimos nada, porque, si lo hubiéramos hecho, solo habríamos podido reconocer lo que estaba sucediendo.
Al final, dije:
—¿Quieres…?
Me estaba besando el hombro. Aunque no dijo nada, sé que me oyó.
Seguimos igual hasta que se apoyó sobre los codos para mirarme. Yo lo estaba cogiendo por los costados, pero al verlo me dio vergüenza y crucé los brazos, como si quisiera parar una pelota que fuera directa hacia mi pecho. Me gustaba que no dejara escapar una. Cada vez, era como empezar desde el principio. No es que le estuviera poniendo a prueba. Más bien, necesitaba una certeza (quieres estar aquí, quieres tocarme). Cuando me paralizaba o me ponía vergonzosa, él me decía: «No vale tener vergüenza», me agarraba con fuerza y «vergüenza» pasaba a ser una palabra bastante generosa para lo que yo sentía.
—¿Que si quiero qué? —dijo sonriendo.
¿Cómo podría expresar con palabras cómo era la cara de Cross cuando estaba sobre la mía, con aquella sonrisa? Por abajo, los movimientos punzantes se habían suavizado un poco, pero seguíamos retorciéndonos.
Volvió a echarse encima de mí y dijo:
—Tienes el pelo más suave del mundo.
Me encantaba ese cumplido. Era algo sobre lo que yo no podía influir de forma alguna, así que parecía sincero, no como si me echara perfume y él alabara mi olor.
Siguió abriéndome las piernas y empezó a meterse dentro y sentí el destello que no es dolor todavía, pero que lo anuncia. Aun así, no noté que me estaba resistiendo hasta que me dijo:
—¿Qué? —Después añadió—: No pasa nada.
Por un momento pensé que me estaba asegurando que no pasaba nada si no quería seguir adelante. Pero no era eso, y siguió abriéndome las piernas con las suyas.
—No me parece que… —dije y se detuvo. Me alegró que parara, aunque también me decepcionó. Estuve a punto de decirle que lo sentía, pero sabía que no debía hacerlo. Así que dije—: No es que no quiera.
—¿Eso es que quieres?
—Sí —dije muy bajito.
—Entonces, ¿qué pasa? —preguntó con dulzura, sin reproches.
No respondí.
—¿Tienes miedo de que te duela?
A veces, me preguntaba si Cross sabía la poca experiencia que tenía. Con aquella pregunta, me demostró que sí. Al menos, sabía que era virgen.
—Iré muy despacio —dijo.
—Ni siquiera tenemos condón.
—Ya sé que te lo han dicho en educación sexual. Pero puedo dar marcha atrás. Tendré cuidado.
En realidad, no era por no tener condón. Pero me costaba explicar qué pasaba de verdad. Y me costaba creer que estuviera sucediendo eso, que Cross intentara convencerme para hacerlo con él y que yo no quisiera. Curiosamente, no me sentía contenta, sino extraña y amenazada.
—Podemos hacer otra cosa —dije.
No contestó, pero esa frase lo cambió todo. Había llegado a lo más alto del balancín, estaba suspendida en el aire y ahora me precipitaba hacia el suelo, llamando a gritos a Cross.
—Quiero que disfrutes —dije, y hasta que no lo expresé no me di cuenta de que era lo mismo que había dicho él la primera vez que vino a mi habitación.
Si me hubiera preguntado por qué (intencionadamente y para recordar aquella conversación), me habría parecido genial. Habría querido que viéramos películas malas, ir juntos a la bolera, comer hasta estallar y contarnos anécdotas bochornosas. Habría pensado que teníamos el mismo sentido del humor, lo que no era el caso (no es ninguna queja; Cross ya me daba mucho, más que suficiente).
—Quiero que. —No pude decir «te corras».
—¿Que me corra? —dijo.
Me quedé callada. No había llegado ninguna de las veces que nos habíamos enrollado (venía a verme más o menos cada tres noches, ya iban cinco veces, y entre visita y visita siempre había estado convencida de que esa vez había sido la última). Solo le había cogido el pene una vez con la mano y no tuve ni idea de qué se suponía que debía hacer con él. Tantos años leyendo revistas femeninas y no podía recordar ni los principios básicos de una paja. De lo único que fui capaz fue de cerrar los dedos y moverlos arriba y abajo. Me eché de lado y él empezó a acariciarme el muslo y la cadera, hasta que deslizó los dedos dentro. Que las dos cosas pasaran a la vez me pareció demasiado confuso (seguro que a la mayoría le resultará gracioso), incluso caótico. No sabía si me estaba dando a entender que parase de mover la mano. Por si acaso, la solté y me acerqué mucho a él. «Te gusta estar muy cerca, ¿eh?», me preguntó. Y es que, en cuanto el saco de dormir asomaba entre los dos, lo quitaba de un tirón, y cuando hacíamos la cucharita, me aseguraba de pegar hasta el último centímetro a él. Pensaba que a él también le gustaban esas cosas, pero lo cierto es que en realidad no sabía casi nada de Cross ni de nosotros dos. Pensé en decirle a Martha que Cross nunca se había corrido, pero me dio miedo que su explicación sacara a la luz que era una auténtica incompetente, algo tan humillante que lo mejor era no compartirlo con nadie, ni siquiera con ella (¿los chicos de instituto no se corrían tan rápido que hasta había bromas sobre el tema?). Además, tenía la sensación de que Martha y Cross eran de los que censuraban que se contaran detalles íntimos. Si fuera algo que solo hubiera molestado a uno de los dos, sí que se lo habría contado a Martha, pero me frenó la idea de enfrentarme a la desaprobación de ambos.
—¿Qué ibas a decir? —preguntó Cross.
No respondí. Yo no había hecho ninguna propuesta, pero al parecer él se lo había tomado así y ya no había vuelta atrás. Tenía que seguir adelante. No porque me obligara ni porque me quisiera hacer ver que estaba poniendo a prueba su paciencia, sino porque realmente estaba poniendo a prueba su paciencia. Además, había sido yo la que había sacado el tema.
—Ven —dije. Cambié de posición y él conmigo. Se tumbó de espaldas, me subí a sus rodillas, me eché el pelo por delante de la cara (como para tapar mi tripa desde esa nueva perspectiva) y me moví un poco para atrás.
Era muy diferente estar desnuda por encima del saco de dormir de Hillary Tompkins, bañada en una oscuridad que no era cerrada, que estar desnuda debajo de él. Estaba sentada a horcajadas sobre sus rodillas. Y, entonces, me sentí como cuando tienes que hacer una presentación en clase y echas de menos una señal para saber cuándo empezar, como cuando tocan el silbato en una carrera. Pero no pasa nada y todo se queda en suspenso, esperando a que tú empieces y lo más parecido al silbato que se oye es cuando repites «vale» varias veces: «Vale. Vale. Bueno. La guerra franco-india, o guerra de los Siete Años, comenzó en 1754».
Incluso llegué a decir «vale». Luego me agaché y, al hacerlo, pensé que seguramente habría mujeres que lo hacían a la luz del día, con el trasero a la vista, apuntando hacia el techo, y decidí que nunca, jamás de los jamases, iba a ser una de ellas. Aunque no me había dado cuenta, había estado esperando siempre ese momento, aunque pensaba que sería distinto: te metías algo en la boca que era más grande que todo lo que te metías normalmente. Te costaba respirar. No me gustó (no me gustó lo más mínimo). Pero entonces, esa incomodidad me hizo sentir parte de una aristocracia, que tenía unos lazos con todas las chicas que habían hecho lo mismo por los chicos que les gustaban (me acordé de Sophie Thruler, la novia de Cross en primero) y me quise por estar dispuesta a hacerlo y quise a Cross por ser la persona por quien estaba dispuesta a hacerlo. Me hizo sentir adulta, como luego me sentiría al beber vino, antes de que me gustara su sabor.
Me agarró por los hombros, con suavidad y, de cuando en cuando, bajaba a uno de mis pechos, le daba un cachetito (nunca me había parecido reservado, pero ahora menos que nunca) y hacía unos ruidos guturales, a veces tan agudos que casi no podía creer lo que estaba oyendo. ¿Todos los chicos harían esos ruidos? Me alegré de que Cross fuera el primero en verme así, porque él jamás me podría desagradar ni irritar. Si hubiera sido otro chico que no tuviera tanta experiencia o tanto aplomo como él, podría haberle juzgado y atribuido su comportamiento a su falta de experiencia o de aplomo.
Y entonces, justamente en medio de todo (había venido haciendo con la boca más o menos lo mismo que con la mano, un movimiento constante arriba y abajo), recordé el consejo de una revista: «Imagina que el pene es un delicioso cono de helado». Me lo saqué de la boca deslizándolo todo lo largo que era y empecé a lamerlo por los lados, moviendo la cabeza de arriba abajo y hacia los lados. En menos de un minuto, Cross se estremeció y un líquido caliente y lechoso me cayó sobre el pecho. Si se hubiera corrido en mi boca, me lo habría tragado. Seguro al cien por cien. Me buscó con las manos, tiró de mí hacia él y, cuando estaba echada sobre su pecho, me acarició la espalda, me apretó el culo y los brazos y me besó en la frente. «Qué bien la chupas», me dijo, y me sentí más orgullosa que si hubiera sacado un sobresaliente en matemáticas. ¿Y si tenía un don? ¿Y si se me daba tan bien como cortar el pelo (o mejor) y el que no me gustara demasiado no tenía la menor importancia? Cuando eras muy buena en algo, lo hacías sin más, porque sería un desperdicio no hacerlo. Al segundo, claro está, me pregunté si no estaría haciéndome sentir bien, pero, un segundo después, pensé que tener a Cross ahí intentando que yo me sintiera bien ya era motivo más que suficiente para ser feliz.
Eso había sucedido esa misma semana. La primera noche del puente, tumbada en el sofá cama, el recuerdo aún era vibrante y denso. Aún no sabía cómo se iría diluyendo y deshilachando a medida que volviera a él día tras día, reduciendo a puro ejercicio mental lo que había sido un encuentro físico con otra persona.
Estaba muy oscuro (había empezado a anochecer a las cuatro y media) y pensé en acostarme ya, pero, si lo hacía, me despertaría a las once de la noche, desorientada y hambrienta. Me levanté, di la luz y bajé las persianas. Entonces fue cuando por primera vez me dolió la soledad, el pálpito de que haberme quedado en el colegio podría haber sido un error. Encendí el ordenador de Martha y abrí mi carpeta de ensayos para la universidad. Dentro de ella, abrí el archivo llamado «Solic_Brown». Me senté y miré el único párrafo que había escrito, todavía sin terminar: «Mi cualidad más notable es que, aunque soy del Medio Oeste, llevo tres años viviendo en Nueva Inglaterra». Ojalá estuviera mirando a Cross en lugar de a esa pantalla, y me levantara el camisón o me metiera la mano por dentro de las bragas.
Me dolía la espalda y no sabía por qué. Estaba claro que no era el momento de ponerme a redactar el ensayo. Cerré el archivo y la carpeta y puse la pantalla en espera. Seguro que estaría más inspirada después de la cena.
En el comedor solo había otros dos alumnos de cuarto: Edmundo Saldana y Sin-Jun. Estaban compartiendo mesa con un grupo de tercero: tres chicos negros (solo había cuatro chicos negros en toda la promoción) y Nicky Gary, una chica blanquecina y pelirroja de la que decían que era evangélica. Lo curioso de la historia era que sus padres no lo eran: se había convertido ella por su cuenta. Los chicos se llamaban Niro Williams, Derek Miles y Patrick Shaley. En las demás mesas, había grupos un poco más numerosos de alumnos de primero y segundo, y en una última mesa había algunos profesores que se habían quedado en el colegio a pasar el fin de semana.
Al mirar alrededor, recordé algo en lo que no había pensado desde primero: cómo cambiaba Ault en los puentes. No era realmente Ault, no estaba lleno, no había prisas, no me encontraba con gente que me fascinara o a la que temiera. Solo había edificios vacíos. No había nada que te pudiera sorprender ni entretener durante días. (A veces temía que el resto del mundo fuera así, y no andaba del todo desencaminada. No importaba demasiado si te habías peinado para ir al supermercado o si trabajabas en una oficina, te daba prácticamente igual lo que los demás pensaran de ti salvo, quizá, un par de compañeros. En Ault estar siempre preocupada por todo resultaba agotador, pero también vivificante).
Cuando me senté, Niro y Patrick estaban charlando animadamente sobre un videojuego y no hablaba nadie más. Sin-Jun y yo intercambiamos algunas palabras (también estaba preparando las solicitudes y acababa de decidir que iba a enviar una solicitud a Stanford), pero nuestra conversación se apagó rápido y a los pocos minutos (antes incluso de que acabara yo de comer) se levantó para irse. Al quedarme con Edmundo, Nicky y los chicos de tercero, pensé que debería haberme ido a Burlington con Martha. Volvió la vieja y desagradable sensación de no importarle a ninguno de los que había allí. Me sorprendió que volviera tan rápido, como salida de la nada. Me di cuenta también de cuánto había cambiado la imagen que tenía de mí misma. Seguramente el cambio comenzó cuando Martha y yo nos hicimos amigas. Fue lento y gradual hasta mayo, cuando la eligieron delegada y yo pasé a ser la compañera de habitación de la delegada. Y había vuelto a cambiar hacía unas semanas, cuando Cross y yo nos besamos por primera vez. No me sentía guay (seguramente nunca me vería así), pero sí pensaba que me había convertido en el tipo de persona que me habría interesado cuando estaba en primero y segundo. Lo que significaba que podría haber alguien de primero o segundo interesado por mí… Si no fuera porque no había visto nada que me llevara a pensarlo y porque las personas interesantes no se quedaban en el colegio los puentes. Como mínimo, se iban a Boston.
Además, nadie sabía que Cross y yo nos estábamos enrollando. Al menos, no oficialmente. Al pensarlo, también me di cuenta de cuánto había confiado en que el secreto iba a salir a la luz, porque era lo que siempre pasaba en Ault. Devin, su compañero de habitación, debía de saberlo; puede que también lo supiera alguna chica de la residencia que se hubiera cruzado con Cross al ir al baño a las cinco menos cuarto de la mañana (por supuesto, si alguien se enteraba, tenía que ser por Cross, no por mí). Había sido sincera cuando le pedí que no hablara con nadie sobre lo nuestro, pero era porque daba por sentado que lo básico iba a salir a la luz, habláramos de ello o no.
Por supuesto, también era posible que a Niro, a Patrick y a Edmundo les diera completamente igual el asunto. Pero me parecía mucho más probable que no estuvieran al tanto. Porque de estarlo, se les habría notado de alguna manera, de eso estaba segura. Al menos, se me hubieran quedado mirando un segundo más cuando me había sentado. Después de la primera visita de Cross todavía era todo muy incierto y pensaba que si se enteraba alguien solo diría «¿Ella?». Pero hubo otra vez y luego otra, y parecía estar claro que Cross no venía por puro azar, sino que elegía venir. Y, aunque saberlo no cambió mi manera de actuar, sí influyó en el papel que ello me atribuía en el escalafón social de Ault. De pronto, mi forma de ser de siempre me parecía encantadora y fascinante. Se me podría haber subido a la cabeza gustarle a Cross, pero no, qué va, yo seguía siendo tan modesta como siempre. No empecé a sentarme junto a Aspeth Montgomery en la capilla ni esperaba que me invitara a ir a Greenwich con ella.
—¿Me puedes pasar el kétchup? —preguntó Derek Miles.
Me lo quedé mirando.
—Lo tienes ahí —dijo.
Le pasé el bote. No tenía ni idea. Estaba claro que no era la comidilla del colegio. ¿Lo sería al menos en la promoción?, ¿en el círculo de amigos de Cross? ¿Lo sabría Aspeth Montgomery? Si no lo sabía ella, no lo sabía nadie. Y no, me dije, no lo sabía. No lo sabía porque, de saberlo, se lo contaría a Dede, y, si Dede lo supiera, me lo echaría en cara; no podría contenerse.
De vuelta a la residencia, la única luz que había encendida era la que había dejado yo en la habitación. Esa noche dormí doce horas e hice lo mismo las dos noches siguientes, esperando a que volviera Cross. El domingo, la señora Parnasset fue en furgoneta al centro comercial de Westmoor. Sin-Jun y yo fuimos a ver una película sobre una familia que vivía a las afueras de una gran ciudad y que perdía a su hijo. Todo en la película me recordaba a Cross o, mejor dicho, me hacía pensar en él y, al pensar en él, me ponía a pensar en cosas sobre él que no tenían nada que ver con la película.
El domingo hubo fiambre para cenar. La temperatura esa noche cayó bajo cero por primera vez en todo el invierno. Y, luego, llegó el lunes, y Cross y todos los demás volvieron al colegio.
Lo hicimos un par de días después, porque era inevitable, porque había vuelto al colegio y quería todo de él, porque lo quería, porque tenía miedo de perderlo, porque me iba a hacer sentir bien o, al menos, porque hasta aquel momento todo me había hecho sentir bien y era lo que tocaba luego. En realidad, claro está, el dolor me hizo clavarle las uñas en los brazos, justo por debajo del codo, y echar hacia atrás la cabeza hasta hundir la coronilla en el colchón. Para mi sorpresa, no me propuso dejarlo, pero quizá fue mejor así porque, si me lo hubiera dicho, habría aceptado la oferta y no habría hecho más que aplazar el dolor. Había traído un condón y después fue al baño a por papel para limpiarme la sangre de los muslos. El papel estaba caliente. Pensé que en mi residencia tardaba mucho en salir el agua caliente y que debía de haber estado esperando de pie junto al grifo.
Estábamos sudorosos y pegajosos y nos quedamos tumbados sin movernos sobre el saco de dormir de Hillary, que era de algodón a cuadros, no de esos de nailon que repelen la humedad. Pero estar tan pegajosos me importaba tan poco como tener el ombligo pegado a su cadera, cosas que en su día me habrían avergonzado, pero ya no. Era como si todo el tiempo que había pasado en Ault hubiera estado sumergida en una disparatada espiral de preocupaciones, hasta llegar a ese momento en el que todo había terminado y no sentía más que una profunda calma. Me costaba creer que esa sensación no fuera a durar para siempre. El sexo propiamente dicho no era tan distinto a enrollarse como había imaginado. Aunque tampoco era exactamente lo mismo, porque después ya no tenías la sensación de haber interrumpido algo, sino de haberlo terminado. Ahora, cada vez que se hiciera mención al sexo en una revista, en una película o en una conversación, podría asentir con la cabeza o, al menos, limitarme a escuchar, en lugar de desviar la mirada para que no se notara que no tenía ni la menor idea. Incluso podría no estar de acuerdo, aunque no lo dijera con palabras.
Me acarició el pelo y no había nada que quisiera decirle o que quisiera que me dijera. No quería otra cosa. Estaba tan dolorida que no sabía cuándo podría volver a hacerlo, pero el dolor no me hacía sentir mal. Era como las agujetas después de una excursión. Estaba satisfecha de lo que había hecho. Dos días después, fui a buscar mi primer paquete de píldoras anticonceptivas a la enfermería. Me pareció tan extraño que, al mirarme al espejo, no me habría sorprendido nada ver a una mujer divorciada de cuarenta años con dos hijos, a una vaquera o a una profesora de aeróbic de un crucero por el Caribe. Lo único real era estar en la cama con Cross.
Antes y después de mi relación con Cross Sugarman, me habían dicho y me dirían una y mil veces que ningún chico, ningún hombre, puede hacerte feliz, que tienes que estar feliz contigo misma para poder ser feliz con otra persona. Lo único que puedo decir es que ojalá fuera cierto.
En noviembre empecé a ir a sus partidos de baloncesto. Nunca se pasaba a verme antes de un partido. Me sentaba en las últimas filas de las gradas, muchas veces con Rufina, que iba ver a Nick Chafee. Los partidos de los sábados por la noche se llenaban de gente (incluso conseguía que Martha me acompañara a esos), pero los de las tardes solían coincidir con los de otros equipos, así que la mayoría de los espectadores eran padres que vivían cerca, algún profesor o jugadores de los segundos equipos. Yo podía acudir porque los alumnos de cuarto teníamos derecho a un tiempo de descanso sin entrenamiento y yo lo había cogido ese invierno. Lo más curioso era que, aunque llevaba tres años en el equipo de baloncesto, al ver a Cross me parecía otro deporte. Casi era como si estuviera descubriendo algo nuevo e incluso, por primera vez en mi vida, llegué a entender por qué le gustaba a la gente.
En los partidos que jugaban en casa, llevaban un uniforme blanco con el ribete de color marrón. Cross era pívot y tenía el número 6. Llevaba botas de color negro y unos calcetines blancos altos que le hacían las piernas aún más largas. Con la camiseta puesta, se le veían los brazos pálidos y musculosos.
Cuando jugaba yo, solía estar amodorrada y, en lugar de prestar atención al otro equipo, lo que me preocupaba era si se me estaban subiendo los pantalones o si me repetían los nuggets de pollo que había comido en el almuerzo. Pero cuando jugaba Cross, estaba atenta al partido en sí: el chirrido de las suelas de los jugadores, los pitidos del árbitro, las protestas de jugadores y entrenadores cuando les pitaban una falta equivocada. En los partidos de los sábados, la gente cantaba en las gradas: «¡Vamos, Ault, vamos!», y cuando Cross llevaba el balón vitoreaban todos: «¡Sug, Sug, Sug!». Yo nunca me sumaba a los cánticos (con las luces y rodeada de una multitud enfervorecida, estaba tensa y hasta me mareaba un poco). Al principio, me sorprendió que les importara tanto el partido. O quizá lo que me sorprendió fuera que no tuvieran la menor intención de disimularlo.
Al parecer, en los partidos era aceptable mostrar que había cosas que te importaban. Quizá podías darlo todo precisamente porque no te importaban de verdad (no dejaba de ser irónico); y, aunque al darlo todo, pasaban a importarte, seguía siendo aceptable. La gente se enfadaba mucho (una vez le pitaron falta técnica a Niro Williams por tirar la pelota y marcharse, en lugar de pasársela al árbitro) y se aceptaba que te frustraras y te salieras de tus casillas. Podías gruñir, tropezar, retorcerte y poner cara de cabreo mientras intentabas arrancarle el balón a alguien de las manos y todo era aceptable. Cuando jugaron contra el Hartwell, el equipo rival de Ault, el marcador estuvo muy ajustado durante todo el partido, hasta que el Hartwell marcó ocho puntos en los últimos noventa segundos. Cuando sonó el silbato, miré a Cross y me quedé de piedra al verlo llorar. Aparté la mirada en un acto reflejo. Cuando volví a mirarlo, tenía la cara arrugada y roja, se secaba las lágrimas con gestos bruscos y sacudía la cabeza, pero no corrió hacia los vestuarios ni hacia ninguna parte para esconderse. Darden Pittard se puso a su lado y al poco acudió también Niro. Darden le decía algo (parecía amable) mientras le cogía por el brazo.
Llegué a la conclusión de que en el deporte se hallaba la verdad, la verdad silenciada y sobrentendida (qué rápido nos condenamos en cuanto empezamos a hablar, qué insignificantes e ignominiosos parecemos siempre) y me costaba creer que no lo hubiera entendido antes. Los deportes retribuían naturalidad y desinhibición. Confirmaban que, en efecto, existe una jerarquía de habilidades y valores, y que todo el mundo lo sabe (cuando veía que sustituían a los chicos a dos segundos de acabar un tiempo, pensaba que los entrenadoras de las chicas nunca eran tan despiadadas). Mostraban que no hay nada mejor en el mundo que ser joven, fuerte y rápido. Al jugar un buen partido de baloncesto en el instituto (lo sabía, aunque no me había pasado nunca), te sentías vivo. ¿Qué hay comparable a eso en la vida de un adulto? Están las margaritas y no hay que hacer los deberes, sí, pero también te esperan unos bagels poco cocidos a la luz cegadora de la sala de conferencias, la visita del fontanero y hablar del tiempo con tu aburrido vecino.
Una vez, en el cuarto tiempo de un partido muy reñido, Cross tiró a canasta por detrás de la línea de los tres puntos y, cuando el balón cayó en la red, sus compañeros lo rodearon y empezaron a darle golpecitos en el trasero y a ofrecerle las manos para que chocara con ellos. Nadie de las gradas me miró como miraron a Rufina cuando encestó Nick (incluso los profesores la miraron, puede que sin darse cuenta). Cross no era mío y, al verlo sobre la cancha, me di cuenta de que tampoco lo sería, aunque fuéramos novios.
No sé si Cross llegó a darse cuenta de que iba a verlo jugar. No se lo dije, porque me dio miedo que creyera que estaba rompiendo nuestro acuerdo o parecerle pegajosa o indiscreta. Él tampoco me habló nunca de ningún partido, aunque, si se pasaba después de ganar alguno (nunca venía si habían perdido y solo se pasó alguna vez después de ganar), estaba más efusivo de lo normal, justo como crees que son los chicos cuando tienes once años (que te van a arrancar la ropa para meterte mano y magrearte). A decir verdad, yo siempre estaba dispuesta a que me metiera mano y me magreara. Después, al intentar entender cómo lo había echado todo a perder, se me ocurrió que tal vez me había resistido demasiado poco y no se lo había puesto lo bastante difícil. Quizá se sintió decepcionado. Quizá fue como cuando reúnes todas tus fuerzas y te lanzas contra una puerta pensando que está cerrada y se abre sin más (desde luego, yo no estaba ni remotamente cerrada), entonces te quedas plantada en medio de la habitación, intentando recordar qué era lo que buscabas ahí dentro.
En primero fui a casa en Acción de Gracias, pero no lo hice más. Solo había tres semanas entre Acción de Gracias y las vacaciones de Navidad, y los billetes de avión eran caros (una vez me dijo mi padre: «Te queremos, pero no tanto»). En casa de Martha, como todos los años, nos quedábamos despiertas hasta tarde viendo películas en la tele, nos levantábamos a las once de la mañana y comíamos pastel de calabaza para desayunar. En las camas de su habitación, las sábanas eran de percal de doscientos hilos, y los edredones, de un blanco inmaculado, así que siempre andaba muy preocupada por no dejar ninguna mancha de boli. En los aparadores y armarios había repuestos de todo (toallas, papel higiénico, cajas de cereales.), incluso había un frigorífico extra en el sótano. Cuando estaba en casa de los Porter, solía preguntarme si mi contacto con ese estilo de vida sería algo completamente pasajero o si algún día viviría en una casa tan bonita como esa y si conseguiría ser tan espléndida con otras personas como ellos lo eran conmigo. Parecía realmente verdad que a la señora Porter no le importaba tener que hacer más crema de langosta por estar yo allí o tener que comprar una entrada de más para el concierto de la iglesia (por supuesto, a nadie se le pasó por la cabeza que me pagara yo la entrada, y no digamos la ración de crema). Solía pensar en otros chicos de Ault, chicos que venían de familias más pobres que la mía y que acabarían ganando mucho más dinero que yo (acabarían convertidos en cirujanos o banqueros de inversión). Pero ganar dinero parecía estar fuera de mi alcance. Había conseguido llegar a Ault, pero no confiaba en poder llegar más lejos. No era tan lista ni tenía la disciplina de esos chicos, y tampoco tenía ambición. Probablemente, siempre sabría de vidas como esas, pero jamás tendría una. Estar familiarizada con ellas no me daba derecho a reclamarlas. No podía confundirlo.
El día de Acción de Gracias vinieron las primas de Martha. Ellie, que tenía ocho años y que era inexplicablemente cariñosa conmigo, se sentó en cuclillas en el sofá por detrás de mí y empezó a hacerme trenzas. Cuando se aburrió, cogió unas uvas de la bandeja del queso e intentó convencerme para que abriera la boca para lanzarme unas cuantas dentro. Y lo hicimos, cuando ni los adultos ni Martha ni el hermano de Martha nos miraban. Me gustaba Ellie porque me recordaba a mis hermanos. El señor Porter fue a buscar el pavo con un delantal que llevaba escrito «Un beso para el cocinero», aunque, por lo que yo sabía, la señora Porter y su hermana eran las que habían preparado todo. Todos comimos demasiado, y después del postre repetí puré de patatas y Martha me acompañó, aunque no era propio de ella.
Fue un bonito día de Acción de Gracias. Estaba muy contenta de conocer a la familia de Martha y de ser su compañera de habitación. Pero en ningún momento dejé de tener a Cross en la cabeza.
Martha recibió una carta de Dartmouth el 14 de diciembre. La habían aceptado. Le hice un cartel y, cuando la felicitaban, ella actuaba exactamente igual que cuando la eligieron delegada: como si le diera algo de vergüenza, como si, en lugar de felicitarla, la hubieran pillado sacando la basura con la bata de estar por casa. Al día siguiente, admitieron a Cross en Harvard. Vino a verme un par de noches más tarde y, cuando lo felicité, respondió con distanciamiento y pura cortesía. Me dio las gracias y, de hecho, no dijo nada más, y tuve la sensación de que no era una de las personas con las que hablaría de algo tan personal y tan de todos los días como la universidad. Cómo serían sus compañeros de habitación, en qué se iba a especializar, si lo cogerían en el equipo de baloncesto. Era mucho más probable que hablara con Martha sobre todo eso que conmigo. Lo que me contaba a mí no eran más que anécdotas y cosas inconexas: que cuando tenía trece años suspendió el examen de acceso a una escuela privada porque dijo que los elefantes tenían cinco patas (pensaba que la trompa contaba como pata); que cuando tenía once había hecho truco o trato en su edificio de Nueva York y una señora de la primera planta le había abierto la puerta con un picardías negro y zapatos de tacón (ni siquiera tenía caramelos, así que les dio un paquete abierto de Oreos a su amigo y a él). Esas historias me despertaban una especie de instinto maternal. Lo adoraba. Pero también me hacían sentir la enorme distancia que nos separaba.
En Ault, la misa de Navidad se celebraba la noche antes de comenzar las vacaciones, y Cross y Martha hicieron de Reyes Magos. Los delegados de cuarto siempre eran los Reyes Magos, y los acompañaba algún otro alumno destacado de último curso. Por supuesto, ese año le tocó a Darden Pittard. Cuando nos levantamos para cantar «We Three Kings», los tres avanzaron por el pasillo de la capilla vestidos con túnicas y coronas, y con sus obsequios en las manos (a Martha le había tocado el incienso). Esa noche, cuando estaba con Cross en la cama de Hillary Tompkins, le dije:
—Estabas muy guapo con corona.
No solía decirle esas cosas, pero íbamos a pasar dos semanas sin vernos y pensé que podía permitírmelo. Ya lo habíamos hecho dos veces esa noche, y reinaba entre nosotros esa especie de generosidad y cariño que surge cuando estás a punto de separarte de alguien.
—Apuesto a que no sabías que también soy actriz —dije—. En cuarto de primaria, hicimos una obra en el colegio sobre Cristóbal Colón. Fui la protagonista.
—¿Eras la reina Isabel?
—¡No! —Le di un codazo—. Hice de Colón.
—¿En serio?
—¿Qué pasa? Lo hice muy bien. Y llevaba bombachos.
—Seguro que lo hiciste muy bien —dijo Cross—. Es que pensaba que Colón lo habría hecho algún chico. —Me puso la boca junto al oído—. Pero lo de los bombachos suena muy sexi.
Después, esa noche me pareció la más bonita de todas las que pasamos juntos. No porque tuviera nada especial, sino precisamente por no tenerlo. Porque no hubo tensiones ni expectativas, porque lo hicimos, pero también fuimos algo así como amigos.
Al día siguiente las clases acabaron a mediodía y al terminar me subí al autobús que llevaba a Logan. Nos recogía delante de la casa del señor Byden y, cuando arrancó, miré por la ventana y pensé: «No, no, no».
Cuando estaba facturando el equipaje en el aeropuerto, me sentí más que nunca una alumna de colegio privado. Mi edad, mi ropa, los libros de mi mochila, seguramente también mi postura, todo indicaba mi pertenencia a un grupo al que solo me sentía pertenecer cuando me arrancaban de él. Cuando dejé el equipaje, me dirigí al baño y los espejos que cubrían el pasillo de la terminal me devolvieron la imagen de un gigante cubista que llevaba puesta mi ropa.
Normalmente me compraba un helado, me ponía a leer en el quiosco y, justo antes de embarcar, me compraba alguna revista (un número extra con muchas páginas que había evitado leer en la tienda). Solía haber otros alumnos de Ault por el aeropuerto, claro está, y si nos cruzábamos nos saludábamos sin decir nada y nunca me acercaba a hablar con ellos. En primero me sentía cohibida (siempre había un grupo de alumnos sentados al fondo de un restaurante que servía sopa de almeja y donuts, fumando y hablando en voz muy alta). Ahora que era mayor, me seguía sintiendo cohibida, al menos por los fumadores, pero al mismo tiempo ya no me preocupaba demasiado. Ahora me gustaba de verdad comerme el helado y estar leyendo revistas yo sola.
Sin embargo, aquella vez, aún no había puesto un pie dentro de la heladería cuando me dieron un golpecito en el hombro. Me di la vuelta.
—¿Cuándo es tu vuelo? —Era Horton Kinnelly, la compañera de habitación de Aspeth, de Biloxi—. Ven con nosotros.
Señaló con la cabeza hacia el restaurante de las almejas y los donuts. Hasta entonces no había visto el cartel que había encima de la puerta y que decía Hot’n Snacks.
—Estoy bien —dije sin pensar. Horton me estaba mirando, pero las dos hicimos como si no acabara de rechazar la invitación. Entonces añadí—: Sí, claro. ¿Estáis ahí dentro?
Asintió con la cabeza.
—Estamos Caitlin, Pete Birney, yo y algunos más. ¿Has hablado alguna vez con Pete Birney? Es para troncharse.
—No tardo nada.
En cuanto se alejó y entré en la heladería, me di cuenta de que no iba a comprar nada, ¿qué iba a hacer? ¿Ponerme a comer el helado sentada con ellos? ¿Engullirlo a toda prisa antes de ir? Además, ¿qué quería de mí Horton? En todos esos años, mi camino se había cruzado muchas veces con el de Aspeth, pero con Horton no había hablado casi nunca.
Entré en el Hot’n Snacks y los vi sentados al fondo, donde sabía que estarían. Además de Horton, Caitlin Fain y Pete Birney había dos o tres alumnos más, riéndose entre una nube de humo. Horton me llamó «Hola, Lee» y pensé que iba a buscarme una silla (después de todo, era la anfitriona), pero lo que hizo fue ponerse a hablar otra vez con Pete. Cogí una silla de otra mesa y me senté entre Suzanne Briegre —una chica de tercero con el pelo moreno, largo y liso— y Ferdy Chotin —también de tercero, que aún llevaba aparato, pero lo compensaba al estar en el ranking nacional de tenis—. Estos dos hicieron un gesto a medio camino entre asentir con la cabeza y sonreír. Estaban hablando sobre una mujer que salía en una película vestida solo con botas y un sombrero de vaquero. (Mientras escuchaba la conversación me pregunté si eso sería lo que le gustaría a Cross, una chica con botas y sombrero de vaquero. Tendría la piel tersa y bronceada, y nunca se abrumaría pensando en cómo chuparla. Empezó un runrún en mi cabeza: ¿qué hacía conmigo? ¿Qué hacía conmigo? ¿Por qué estábamos juntos?).
Observaba a mis compañeros con respeto reverencial, me fascinaba su amplio repertorio de comportamientos. En el colegio, iban a la capilla y redactaban trabajos. Aquí, fumaban pitillos y armaban barullo. Y no es que todos fueran del grupo de los populares. Desde luego no tanto como Horton. Sabía que Caitlin quería llegar virgen al matrimonio, pero allí estaba ella, rompiendo con alegría las normas del colegio y mostrando otra cara suya, mientras que yo siempre era la misma. No le veía sentido a portarme de forma distinta que en Ault solo por estar en un aeropuerto y solo por estar en grupo. Había fumado una vez. Fue en segundo, en casa de Martha, cuando decidimos fumar un pitillo cada una. Martha apagó el suyo después de un par de caladas. Le pareció asqueroso. Yo fumé hasta el final, para practicar. Me di cuenta de que había practicado para una situación como esta. Pero eso había sido hacía mucho tiempo, la práctica había sido incompleta y no iba a coger un pitillo si me lo ofrecían, porque, a plena luz y delante de gente que apenas conocía, fumar habría sido casi lo mismo que besarme en público.
—No era castaña —decía Horton—. Tenía el pelo rubio platino.
Seguían hablando de la mujer de las botas y el sombrero de vaquero.
—No en todas partes —dijo Ferdy muy despacio y sonriendo.
—Horton —dijo Pete (Pete era de tercero y había ganado al asesino el curso anterior); cuando Horton lo miró, se llevó el dedo a la sien—. No estamos diciendo aquí arriba.
Horton se quedó mirando a Pete un segundo y luego puso cara de asco.
—Qué desagradable, señor Birney —dijo, y los chicos echaron a reír.
—Es broma —dijo Pete—. No te enfades. ¿Te has enfadado?
Horton lo miró impertérrita. Al final, dijo con la voz queda:
—Puede.
—¡Puede! —exclamó Pete con teatralidad, y me pareció que le gustaba Horton, aunque también puede que solo estuviera desplegando otra pieza de su repertorio (es decir, que podía coquetear con ella si coincidían en algún sitio, pero que habría estado igual de entregado con cualquier otra chica guapa). Se pusieron a hablar y me arrepentí de no haberme ido a comer el helado sola. Quizá si me quedaba ahí sentada bastante rato, podría evaporarme sin que se notara.
Justo cuando estaba pensando en eso, Horton se inclinó sobre la mesa y me ofreció un paquete de cigarrillos.
—¿Quieres uno?
Sacudí la cabeza.
—No, gracias.
—¿Por tus padres? —dijo Horton. Se metió un pitillo en la boca y lo encendió con un mechero de plástico de color rosa. El mechero parecía barato, pero por eso mismo molaba mucho. ¿Cómo podía saber ella esas cosas? ¿Por qué no era solo cutre?—. Yo les digo a mis padres que el restaurante estaba lleno y que tuve que ponerme en la zona de fumadores —me dijo.
—O les dices que tus amigos estaban fumando, pero tú no —dijo Suzanne muy diligente—. Así pareces muy sincera, al contarles lo de tus amigos.
Sonreí sin convencimiento.
—Horton —dijo Pete—. Si me das el que acabas de encender, te encenderé otro yo.
—Sí, claro, muy lógico.
—Lo es, porque…
Dejé de escuchar. Él quería tocar con sus labios lo mismo que habían tocado los de ella. Quería tener un intercambio con ella, que se rozaran los dedos, acercarse el uno al otro. En cierto modo, entendía mejor a los chicos que a las chicas. En los chicos, todo era caza, deseo e intento. En muchas chicas, parecía tratarse de recibir o no recibir. Nada de intentarlo. Había que decir «sí» o «no», pero nunca «por favor» o «venga, solo esta vez».
Entonces llevaba menos de diez minutos en la mesa y esperé otros quince para irme (dije que iba a embarcar). Me desearon todos feliz Navidad. Esperé un poco por si Horton quería decirme algo, pero no fue así; al parecer, no me había llamado por nada en especial. Aunque quizá me había llamado por un motivo muy concreto que nadie dijo en voz alta: que ahora yo estaba unida a Cross. En muchas situaciones todo apuntaba a que nadie tenía la menor idea. Sin embargo, aquella tarde en el aeropuerto, cuando Horton me invitó a compartir mesa con ellos, fue uno de los escasos momentos en los que dejé de estar tan convencida.
De camino a casa desde el aeropuerto, encerradas en el coche, tuve la sensación de que mi madre notaba que algo había cambiado en mí. No tenía que saber necesariamente que me había acostado con alguien, pero sí que intuía algo en esa dirección. Si me preguntaba, no le iba a decir nada. Nunca había tenido tanta confianza con ella, sobre todo porque nunca había parecido tener muy claro qué hacer con las cosas que le contaba.
«Este verano, Mary McShay se ha besado con un chico de catorce años», le dije el primer día de clases en sexto curso. «¿En serio?», preguntó mi madre con dulzura. «Un chico de catorce me parece algo mayor». Pero no dijo nada más. No quiso saber nada más sobre el chico, ni sobre cómo había sido el beso (se habían metido la lengua) ni si yo tenía la intención de besar a algún chico de catorce años. Creo que lo hacía por una mezcla de timidez y de despiste, aunque si estaba despistada era por cosas de madre (por ejemplo, estaría pensando en que tenía que sacar la lasaña del horno), no es que estuviera pensando en cosas que no tuvieran nada que ver con la familia. En cualquier caso, no tenía la sensación de poder acudir a mi madre. No era como la madre de Kelli Robard, que escuchaba la misma emisora de radio que nosotras, conocía las marcas de ropa y sabía cómo se llamaban los chicos guapos de sexto. Mi madre era bondadosa pero no parecía enterarse de nada. En cuarto, le pregunté qué era un pibón y me dijo, con absoluta ingenuidad, que un pivote grande.
Aun así, de vez en cuando me sorprendía lo que sabía o, por lo menos, intuía, aunque no decía nada al respecto si no se le insistía. En muchos sentidos, yo quería ser como mi madre. Ella no cotorreaba ni metía baza. Pero no porque lograra reprimirse, sino porque no se le ocurría.
En el coche, dijo:
—Estoy muy contenta de que hayas llegado bien a casa. Papá llamó para decir que había temporal en la Costa Este. Me alegra mucho que no hayas tenido retrasos.
La autopista, el Datsun de mis padres y mi madre estaban exactamente igual que a comienzos de septiembre, cuando me había marchado. Me resultó tan tranquilizador como desconcertante. A veces, esa inmutabilidad arrasaba con Ault, como si solo hubiera sido un sueño.
—¿Qué tal te ha ido en matemáticas? —preguntó mi madre.
—No respondí a todo en el examen final, pero creo que sacaré un notable bajo en el semestre.
—Cariño, eso es fantástico.
—Igual es un bien alto.
—Sé que estás trabajando mucho.
No me pareció que fuera verdad. Pero no dije nada.
—Anoche preparé unas galletas para los profesores de Tim y Joe. Tuve que triplicar las cantidades y me armé un lío monumental, así que me dije: mira, de ahí lo ha sacado Lee. Viéndome a mí, ¿cómo ibas a tener tú cabeza para los números?
—Imagino que pasaremos la Nochebuena con los Pauleczk.
—Sí, Lee. Sé que no quieres ir, pero.
—No. No pasa nada.
—Bueno, cariño. El señor Pauleczk ha ayudado mucho a papá y me parece importante.
—Mamá, he dicho que está bien.
Los Pauleczk pasaban de los sesenta. El señor Pauleczk era el dueño de unos cuantos moteles entre South Bend y Gary, y siempre había comprado los colchones en la tienda de mi padre. Llevábamos años yendo a su casa antes de la Misa del Gallo, para tomar el postre y beber ponche caliente. Ni Joseph ni yo habíamos vuelto a probar bocado allí desde que hacía un par de años encontré un pelo largo y canoso en una porción de tarta de cereza con chocolate (Joseph tenía catorce años, tres menos que yo, pero Tim seguía comiendo lo que le ofrecían los Pauleczk porque solo tenía siete años y no se enteraba de nada). Después de aquello, me daban náuseas con solo sentir el olor de esa casa. La señora Pauleczk siempre preguntaba si Ault era un colegio católico y, cuando le decía que no, me preguntaba si era episcopal. Luego, se dirigía a mi madre y le preguntaba: «Linda, ¿el colegio de Lee es episcopal?». Su tono de voz sugería la sospecha de que podría estar ocultándoles ese sucio secreto a mis padres y que le correspondía a ella, Janice Pauleczk, sacarlo a la luz. Mi madre siempre respondía risueña y con dulzura algo así como: «La hacen ir a la iglesia seis días a la semana. ¡No se puede pedir más!».
Pero aquel año. En serio, ¿a quién le importaba lo que pensara Janice Pauleczk? ¿Qué más daba pasar unas horas sentada en su sala de estar? Ahora, mi felicidad estaba en otra parte. Cross me había besado por la noche y eso hacía soportables todas las partes de mi vida que no tuvieran nada que ver con él. Me pareció que antes de Cross era mucho más cascarrabias, siempre estaba descontenta. Cuando encontrabas la felicidad, te hacías más paciente. Comprendías que vivías muchas situaciones esperando a que desataran algo, y saberlo aliviaba esa presión. Ahora las vivías con tranquilidad, dejando que sucedieran. Además, al querer menos cosas te hacías más generosa. Sin duda, aquellas Navidades quería ser más generosa con todo el mundo con el que me encontrara en South Bend, sobre todo con mi familia.
Pasamos por delante del Kroger que había cerca de casa, por la tintorería y por el videoclub. Cuando estaba en South Bend, siempre me sorprendía lo prosaico que era todo. Me había acostumbrado a los edificios de ladrillo de Ault, a los senderos empedrados, a la torre gótica, a las repisas de mármol y las chicas rubias. Fuera de Ault, la gente estaba gorda, llevaba corbatas de color marrón o parecía malhumorada.
Entramos hacia el garaje y desde el coche vi que mi madre había colgado un letrero en la contrapuerta. Tapaba a medias la corona de flores de la puerta y decía: «¡Bienvenida a casa, Lee!». En las esquinas, había dibujado unas hojas de acebo.
—Qué bonito —dije.
—Oh, yo no dibujo así de bien. Le dije a Joe que lo hiciera, pero él se lo pidió a Danny. Así es como ha conseguido tu madre esa obra de arte.
—Eres la nueva Leonardo da Vinci.
—Más bien la nueva Leonardo da Torpe.
Y, entonces, en medio de esa conversación tan de estar por casa, sentí una especie de presión creciente que terminaría lo más seguro en una explosión si no abríamos de una vez las puertas del coche. Sabía que me había acostado con alguien. También sabía que lo había hecho con alguien que no me quería. No estaba enfadada, pero sabía que merecía algo más. Claro que Ault era un lugar maravilloso que me tenía fascinada en todo momento. Pero ¿no me daba cuenta de que yo también era especial? «No soy especial, mamá». «Claro que sí, Lee. Puede que tú no te des cuenta, pero yo sí». Sin embargo, no estábamos hablando de verdad, ni siquiera nos miramos al salir del coche y coger la maleta del asiento de atrás, y entonces llegaron las palabras, una discusión para ver quién llevaba la maleta a casa. Discutimos más tiempo del que nos hubiera llevado entrar en casa.
—No quiero que te hagas daño —me dijo.
—Soy fuerte —respondí.
Cuando terminó ese momento, podría haberme olvidado de nuestra conversación imaginaria de antes. Pero por la noche, cuando ya le había deseado buenas noches (mis hermanos y yo les dábamos un beso en la mejilla a nuestros padres antes de acostarnos), vino a mi habitación. Llevaba su albornoz de rizo sobre el camisón (desde que tenía memoria, la había visto con una camisola de la Universidad de Notre Dame de color gris que le llegaba hasta las espinillas; a diferencia de mi padre, no le gustaban demasiado los deportes, así que se la habría regalado él o la habría comprado de oferta en el centro comercial) y tenía un rollo de papel higiénico en la mano, imagino que para llevarlo al baño de abajo. Se quedó en la puerta de mi habitación, y dijo:
—¿Te has traído los zapatos buenos?
—Sí, claro.
No se movió.
—Sabes usar una goma, ¿verdad, Lee?
—¿De qué estás hablando?
—Un condón. Supongo que así lo llamáis ahora.
—Por Dios, mamá.
—Solo te pregunto si te han enseñado.
—Sí —dije.
Debía de referirse a Ault, ¿había educación sexual en Ault? En realidad, sí: cuatro reuniones después de clase en el invierno de segundo curso. Las reuniones se llamaban «salud humana», o SH, que la gente pronunciaba como un «sshhh» calenturiento. Yo nunca me había atrevido, para no ponerme en ridículo haciendo que jadeaba delante de otras personas (o pareciendo una aguafiestas por no hacer como que jadeaba delante de otras personas). Mis padres, por su parte, jamás me habían dado ningún tipo de orientación sexual, salvo una vez a los diez años cuando vinieron a cenar unos amigos suyos. Puede que dijeran algo así como que los chicos se volverían locos por mí de mayor y mi padre refunfuñó: «¡Se quedará virgen hasta los treinta! No hay peros que valgan. Y una cosa, Lee, que nadie te diga que el sexo oral no es sexo».
«¡Terry!», dijo mi madre, pero creo que se sintió más cohibida por los invitados que por mí. Imagino que pensaron que yo no sabía lo que era ser virgen o el sexo oral.
Ahora, de pie en el umbral de mi habitación y con el rollo de papel higiénico en la mano, mi madre dijo:
—No te estoy acusando de nada, ¿sabes?
Solo quería que se marchara. Sinceramente, oírla hablar sobre el tema con ese albornoz andrajoso hacía que el sexo pareciera repugnante. Pero no repugnante en un sentido intrigante, sino lisa y llanamente repugnante, tan común y corriente como las tareas domésticas. Era como notar el olor a la caca de otra persona saliendo del retrete mientras te estás lavando los dientes.
—Confío en ti, Lee —dijo mi madre.
—Mamá, ya lo he entendido.
—Pero no soy tonta. Las cosas no son como cuando yo tenía tu edad.
Si tenía que decir algo, diría algo así como «Pues mira qué bien».
—Tú ten cuidado —dijo, se interrumpió y luego siguió—: si decides entregarte. —Qué torpe era mi madre. ¿Cómo es que no me había dado cuenta hasta entonces?—. Era lo único que quería decirte, cariño.
—Vale, mamá.
—Voy a desearte otra vez las buenas noches —dijo mi madre y entró en la habitación para darme un beso.
Cuando se marchó, volví a respirar tranquila y pude pensar en mis cosas sin tener que blindarme frente a ella. También me di cuenta de que había sido injusta al actuar como si ella estuviera diciendo auténticos disparates. Y saber que era el tipo de madre que aceptaba mi farsa en lugar de reprenderme no me hizo sino sentir aún peor. Aunque quizá también lo que quisiera fuera disimular. Quizá no quería saber y se hubiera horrorizado si hubiera empezado a hablarle de Cross. Sencillamente, no teníamos un vocabulario común con el que poder tener esa conversación. Ya era tarde para contarle nada.
La mañana del 24, bajé a la cocina y, mientras me servía cereales, Joseph dijo:
—Guarda espacio para las «peloalbondis» a la bisoñé.
—Eso fue hace años —dijo mi madre.
—Oye, Linda —dijo mi padre.
Lo miró.
—Dime.
—Que tengas una peluda Navidad —dijo papá.
En la Misa del Gallo (porque era medianoche, porque la iglesia olía a incienso, porque los villancicos me recordaban la infancia y porque afuera hacía frío y estaba oscuro), deseé que Cross estuviera sentado a mi lado en el banco, para estrecharle la mano y recostarme un poco sobre él. Lo haría con disimulo y nadie vería que nos estábamos dando la mano; solo quería que estuviera allí a mi lado y quedarme tranquila. Me imaginé a Cross con su hermano, su hermana y sus padres en Manhattan (su familia sería de esas que solo decoran el árbol con luces blancas y adornos de cristal), bebiendo whisky todos juntos y regalándose carteras de piel y corbatas de seda en lugar de calcetines y llaveros de plástico.
Pasó Navidad y pasó Nochevieja. No me quedaban amigos en South Bend, así que esa noche me quedé en casa con Tim comiendo pizzay viendo películas que le dejé elegir a él. Joseph salió con sus amigos, y mis padres iban todos los años a una fiesta al final de la calle. Antes de marcharse, mi madre gritó muy animada: «Pedidla con pepperoni», uno de esos comentarios que me parecían graciosos pero que también me daban ganas de llorar: por su concepto de extravagancia y lujo, por su preocupación por que me divirtiera y por sus atenciones conmigo. Al final, llegó la víspera de mi regreso a Ault. Esa había sido para mí todo el tiempo la verdadera cuenta atrás.
Era sábado y una chica de la clase de Joseph celebraba su decimoquinto cumpleaños en una pista de patinaje. A las diez en punto, fui con mi padre a buscar a mi hermano. Me preguntó si quería acompañarlo y, aunque normalmente hubiera dicho que no, ahora quedaban menos de veinticuatro horas para marcharme. Además, ¿no me había propuesto ser más generosa esas vacaciones?
La pista quedaba a veinte minutos de casa. Mi padre se acercó a un edificio grande y de poca altura. El aparcamiento era enorme y estaba medio vacío; había unos cuantos chicos dando vueltas frente a las grandes puertas acristaladas, con gorros, pero sin abrigos.
—¿Está por ahí? —preguntó mi padre y, sin darme tiempo a responder, añadió—: Maldita sea. —Echó el freno de mano sin apartar el coche de la entrada ni apagar el motor—. Le dije que estuviera listo.
—Voy a buscarlo —dije.
Si papá iba a buscar a Joseph, su mala leche habría sido más humillante que cualquier cosa que hubiera podido decir, a lo que se sumaría la compasión de los demás chicos por tener un padre que se portara de manera tan mezquina. ¿Cómo iban a entender que, en realidad, lo que tenías era un padre al que le daba completamente igual lo que pensaran los demás? Eso, en realidad, era una forma de mezquindad, pero no extrema, ni mucho menos.
Dentro estaba oscuro y una bola de discoteca destellaba sobre la pista. Me quedé en una punta, viendo pasar a la gente, y tardé un rato en localizar a Joseph. Entonces lo vi sentado en un banco y atándose los zapatos, con otro chico a su lado. Me acerqué a ellos.