FIN DE SEMANA EN FAMILIA.
OTOÑO DE TERCERO

Cuando entré al comedor, estaba tan vacío y silencioso que parecía domingo por la mañana, aunque eran poco más de las seis de la tarde del viernes. En la zona donde nos sentábamos los de tercero solo había una mesa ocupada, y estaba a la mitad. Coloqué mi bandeja entre Sin-Jun y Nick Chafee —el chico rubio no muy guapo, nieto de los fundadores de los museos Chafee de Filadelfia y San Francisco—. Al otro lado de la mesa estaban Rufina Sánchez y María Oldega, que eran las únicas chicas latinas de nuestro curso —además de Conchita— y que compartían habitación porque estaban muy unidas. Rufina tenía el pelo largo, negro y rizado, los labios carnosos, las cejas finas y arqueadas y unos ojos enormes. Siempre vestía vaqueros y camisetas entallados. María no era ni de lejos tan guapa y, aunque estaba más rellena, también llevaba ropa ceñida. Además, no era muy respetuosa con Rufina y al estar en grupo no hablaba menos, cosa esta que siempre me llamaba la atención en ella.

Me senté y me dirigí a Sin-Jun.

—¿Tus padres no vienen este año?

Sacudió la cabeza.

—Muy lejos.

—Claro, y más después de haber venido ya una vez —dije yo.

Los padres de Sin-Jun habían venido desde Seúl cuando estábamos en primero y me invitaron a cenar con ellos en el Red Barn Inn, al parecer, el único restaurante entre el campus de Ault y Boston que era aceptable para la mayoría de los padres. Cuando fuimos, el restaurante estaba lleno de familias de Ault y parecía que muchos padres ya se conocían de antes; se acercaban a otras mesas y bromeaban entre ellos en voz alta. Cuando el señor o la señora Kim se dirigían a mí, tenía que hacer un esfuerzo para abstraerme del bullicio y concentrarme en sus palabras. La señora Kim tenía una de las palas ennegrecida, llevaba brillo de labios de color rojo, comió aproximadamente la décima parte de lo que le sirvieron y no pidió que se lo pusieran para llevar. El señor Kim tenía entradas y olía a perfume y a cigarrillos. Los dos hablaban un inglés fluido y con el acento muy marcado, y eran bajitos. Como casi todos los padres de Ault, eran ricos (el padre de Sin-Jun era el dueño de varias fábricas de calzado deportivo) pero eran ricos de Corea, ricos del extranjero, lo que no era ni parecido a ser ricos de Nueva Inglaterra o de Nueva York. Casi todos los demás padres se parecían entre sí. Eran altos y delgados, tenían canas y una sonrisa triste, y vestían traje. Las madres tenían el cabello de color rubio ceniza y llevaban diademas, pendientes de perlas, pulseras de oro y chaquetas de punto de color negro con botones dorados y faldas plisadas largas o (si estaban delgadas) trajes sastre de color beis o gris oscuro, con pañuelos de seda al cuello. (Además, las madres tenían nombres que hacían bastante inconcebible que alguna vez hubieran tenido un trabajo de verdad, como Fifi, Tinkle o Yum). Además de cenar en el mismo restaurante, también pernoctaban en el mismo hotel, un Sheraton de postín en la Interestatal 90, y reservaban habitaciones independientes para sus hijos; por lo que decían, todos los chicos que pasaban la noche en el hotel (la mayoría del colegio) acababan borrachos y nadando desnudos en la piscina cubierta o enrollándose con alguien en el vestíbulo, junto a la máquina de hielo. Los Kim no me invitaron al Sheraton, pero, sinceramente, no habría querido ir (seguro que Sin-Jun y yo nos habríamos acostado pronto y, una vez en la cama y con la luz apagada, habríamos tenido que escuchar la diversión, los ruidos y los gritos de los demás). En segundo, Martha me invitó a cenar en el Red Barn Inn con sus padres y fui; pero cuando me invitó a ir este año, rechacé la invitación y, al hacerlo, comprendí cuánto odiaba la ocasión.

—Padre quiere venir, pero madre dice que avión cansa mucho —dijo Sin-Jun.

—Cuando vienes de Asia, es peor volar hacia el Este —dijo Nick—. Al volver de Hong Kong, me pasé una semana durmiendo.

Ni yo ni nadie respondimos al comentario de Nick. Corté los espaguetis en pedacitos pequeños, dejé el cuchillo sobre la mesa y enrosqué la pasta en el tenedor.

—Lee —dijo María y levanté la vista del plato—, ¿tus padres tampoco han venido?

—Vienen mañana.

Nada más decirlo, me angustió que alguien preguntara por qué llegaban tan tarde (el té de recepción del director había sido esa misma tarde), porque bajo ningún concepto iba a reconocer que venían en coche, y no en avión, desde South Bend («¿Todo el camino?», me preguntarían. «¿Cuánto es eso?, ¿doce horas?», y tendría que decirles que más bien dieciocho).

—Tú asegúrate de que lleguen cuando haya acabado el partido —dijo Rufina—. Ningún padre debería ver algo así. —Aunque éramos de tercero, Rufina, María y yo seguíamos jugando de reservas.

—Es primera vez que tus padres vienen, ¿verdad? —dijo Sin-Jun.

—Si no contamos cuando me trajeron, sí —dije, aunque esa vez solo vino mi padre.

—Colega —dijo Nick—, yo estoy feliz de que no vengan mis padres. Mi hermano va a Overfield y allí también es el fin de semana de visita.

—¿Es que prefieren estar con tu hermano? —preguntó Rufina.

—El motivo oficial es que es su primer año fuera y que es la primera visita. A mí no me molesta. —Sonrió—. En serio.

Se echaron todos a reír y yo también (en el tiempo que llevaba en Ault, había comprendido que no reaccionar en una situación en la que todos los demás reaccionaban era un gesto hostil, como si reclamaras atención), pero estaba sorprendida. ¿No tenía Nick mala conciencia?, ¿no era acaso una traición ofender a personas cercanas delante de otras que no lo eran? En las series de televisión y en las películas, era completamente normal tener diferencias poco importantes con los padres (los hombres no tenían ganas de ir a casa de sus padres por Navidad, y las mujeres discutían con su madre al planificar la boda), pero esas situaciones no tenían nada que ver con mi vivencia. Yo conocía muy bien a mis padres, todas sus cosas: el sonido de su coche al entrar en casa, el olor del enjuague bucal de mi madre, su albornoz rojo, la marca de su queso fresco favorito y la forma en que mi padre decía el abecedario eructando o subía por las escaleras con uno de mis hermanos debajo de cada brazo. ¿Cómo iba yo a hablar de mis padres tan a la ligera, a no ser que no estuviera pensando en ellos sino en unos «mamá» y «papá» abstractos?

—¿Sabéis qué es lo que más me gusta del fin de semana de visita? —dijo María—. Que la comida está mucho más buena. No como esto… —Señaló los espaguetis bañados en salsa marinera aguada que tenía en el plato—. Mañana, sin embargo, estará todo para chuparse los dedos.

Rufina resopló.

—Y así los padres se irán diciendo «Es una maravilla cómo cuidan en Ault a los niños. Qué contenta estoy de haber enviado allí al pequeño Teddy». —Rufina lo había dicho dando un toque estirado al acento que ya tenía y el resultado era divertido; pensé que, si la imitación hubiera sido mía, habría sonado a resentida. Luego, recuperó la voz normal y le dijo a María—: ¿Crees que volverán a hacer esos brownies? Qué ricos estaban.

—Estuvimos en el té del señor Byden —explicó María.

—Hasta que nos echaron por ir con vaqueros —añadió Rufina, se miraron y empezaron a reír.

Yo, claro está, nunca había ido al té. Era para recibir a los padres, y los míos nunca habían estado en el centro. Aunque no era amiga de Rufina ni de María, sentía por ellas una especie de admiración mezclada con perplejidad, porque no parecía importarles lo más mínimo lo que pensaran los demás de ellas. No se sentían en deuda con Ault ni con lo que el colegio les regalaba (las dos estaban becadas, ¿y no eran las becas, en esencia, un regalo?) ni se rendían a sus convenciones. Pero ellas eran dos y yo solo una, y sola no se podía ser irreverente, no de verdad. Además, mientras que yo podía pasar desapercibida, su origen racial sellaba de forma definitiva su estatus de marginadas.

—Oye —dijo Nick—. Mi hermano me ha enviado este CD de Pink Floyd. ¿Queréis que vayamos a oírlo al pabellón multiusos?

—Por qué no —dijo María.

—¿Y tú? —Nick miró a Rufina y se me pasó por la cabeza si le gustaría. Por supuesto, no querría salir con ella (los chicos de Ault casi nunca salían con chicas de minorías y, si lo hacían, siempre era una pareja de empollón y chica asiática o india, nunca negra o latina y, jamás de los jamases, el chico era un minibanquero), pero quizá le parecía guapa y eso explicaría qué hacía con nosotras. Porque la verdad es que era bastante raro que Nick Chafee estuviera con un grupo de chicas como ese. Aunque sus padres no vinieran de visita, debería estar en el Red Barn Inn con algún amigo y sus padres.

—¿Te apetece, chica[9]? —preguntó María y le dio un golpecito a Rufina en el brazo.

—¡Au! —dijo ella. María le dio otro golpecito y Rufina dijo—: Vale ya o te denunciaré por abuso habitacional.

Se echó a reír con la boca abierta. Rio tan alto y de forma tan desproporcionada que me di cuenta de que debía de ser feliz. No lo había advertido, no sabía desde cuándo lo era, ni si era un estado pasajero o permanente. ¿Le gustaba estar en Ault? Dejando a un lado sus constantes quejas, ¿se sentía unida a este lugar? Me asaltó la imagen de un viaje que hicimos juntas en autobús cuando íbamos a primero, a la vuelta de un partido. Estábamos a principios de noviembre, el día estaba nublado y, como el marcador había ido muy reñido (desde el segundo tiempo, Ault iba perdiendo por solo un gol), la entrenadora nos había dejado a unas cuantas en el banquillo todo el partido. Al principio hablábamos un poco y animábamos al equipo, nos levantábamos, íbamos a dar una vueltecita y estirábamos para calentar por si nos hacían salir al campo, pero al rato hacía tanto frío que nos quedamos sentadas sin movernos, apretujadas (también estaban ahí María y un par de chicas más) y sin decir nada. Cuando terminó el partido, me dio igual que hubiéramos perdido. En el autobús de vuelta, sin quitarme la ropa de deporte, me senté junto a Rufina, y el cuerpo, que tenía aterido, empezó a descongelarse. Mientras recorríamos la autopista, enmarcada a cada lado por árboles desnudos y bajo el cielo blanquecino, conseguí entregarme a aquel instante, a aquel preciso intervalo de tiempo. En cuanto llegara al colegio, tendría que debatirme primero entre el caos del vestuario (aunque no había jugado y no me hacía falta ducharme, no quería llamar la atención) y entre el caos del comedor; luego, en la residencia, tendría que matar el tiempo en blanco hasta acostarme. Allí no tendría un momento de calma ni un respiro como aquí, donde lo único que tenía que hacer era esperar a llegar. En mi habitación era responsable de mí misma y debía tomar decisiones. Así que apoyé la cabeza sobre el reposacabezas del asiento y escuché los sonidos del autobús, el chisporroteo de la radio del conductor, las voces de las pocas chicas que no iban durmiendo o leyendo, y el zumbido de una canción irreconocible que sonaba en un walkman. En aquel momento, el autobús me pareció el mejor lugar donde podía estar; no era un lugar fantástico, no es que estuviera disfrutando, pero me habría costado imaginar algo mejor. Y, entonces, sentí un temblor a mi lado, me giré y vi que Rufina estaba llorando en silencio. Iba mirando por la ventanilla y solo podía verle parte del lado izquierdo de la cara, que llevaba rojo y manchado de maquillaje (cuando llegó a Ault, Rufina llevaba mucho maquillaje, incluso durante los partidos, máscara y delineador negro o morado). Tenía la mano derecha cerrada en un puño, la sostenía delante de la boca y sollozaba. ¿Cuánto tiempo llevaría llorando? ¿Debía decir algo o fingir que no me había dado cuenta?

Me giré hacia el otro lado y miré por el pasillo. Nadie más lo había notado. Oí a Rufina sorber los mocos y, sin pensar, le toqué el brazo con la punta de los dedos. «¿Quieres que llame a la señorita Barrett?».

Sacudió la cabeza.

«¿Quieres un pañuelo?». En realidad, era una servilleta que había sacado de la mochila que tenía a los pies. La había utilizado para comer un sándwich de pavo en el viaje de ida y estaba llena de migas y de manchas de mostaza.

Apartó el puño de la boca, tragó saliva, se volvió hacia mí y me tendió la mano, con la palma hacia arriba. Nos miramos a los ojos y la noté tan triste que deseé que la servilleta estuviera limpia. Echó la cabeza hacia delante, se sonó la nariz y volvió a mirar por la ventanilla. Estábamos atravesando un bosque de árboles de hoja perenne, a las sombras del ocaso, y dijo: «Solo quiero saber si esto va a ser siempre así».

No era lo que había esperado. Para empezar, no esperaba que su voz sonara tan firme, pero sí esperaba que fuera más concreta sobre lo que la afligía, algo como «Echo de menos a mi novio» (me habían dicho que Rufina salía con alguien en San Diego, un chico mayor, que estaba en el Ejército) o «No entiendo por qué no nos ha sacado a jugar la señorita Barrett». ¿Qué podía contestar a lo que me había dicho? O no tenía ni idea de lo que estaba hablando o lo había entendido exactamente. Entre esas dos opciones, quería creer en la segunda, pero si era así no podía hacer más preguntas: si le pedía que se explicase un poco mejor, significaba que no había entendido nada de nada.

Tomé aire. «No», dije. «Creo que no».

Esperé, pero ninguna de las dos dijimos nada más. Ella continuaba mirando por la ventanilla, seguí su mirada y vi que había empezado a nevar.

Habían pasado dos años desde aquello; Rufina apenas se maquillaba y no llevaba el pelo recogido en una coleta como entonces sino suelto, hablaba mucho y de forma desenfadada, incluso delante de chicos como Nick. Me pregunté si también yo había cambiado desde primero. Si lo había hecho, no me había ido tan bien como a ella: era menos ingenua y estaba menos tensa, sí, pero también había engordado —cinco kilos en dos años— y mi personalidad parecía estar ya más o menos definida. Al comienzo, como pasaba tanto tiempo sola, pensaba que podía parecer peculiar e imaginativa; ahora, sin embargo, era una chica más, ni guapa ni fea, que pasaba casi todo el tiempo con su compañera de habitación —también completamente normal—, que no salía con chicos, que no sobresalía en ningún deporte ni en los estudios y que no hacía cosas prohibidas, como fumar o escaparse de la residencia por la noche. Ahora yo era del montón, y Rufina, feliz. Además, era muy atractiva —o bien antes no tenía esas curvas ni esa piel sedosa, o no me había fijado—. Me pregunté si ahora que era tan guapa tendría la sensación de estar perdiendo el tiempo en Ault, de estar atrapada en Massachusetts.

—Deberías pasarte —le decía Nick a Rufina, y luego se dirigió a Sin-Jun y a mí—: Vosotras también.

—No tenemos nada mejor que hacer —le dijo María a Rufina.

—Yo tengo que estudiar —dijo Rufina, y eso sí que me llamó la atención. Era como si Nick fuera detrás de ella y ella lo rechazara. Aunque él no podía ir detrás de ella de verdad, claro.

—Yo también —dije y me levanté. Nick había sido sorprendentemente amable, pero me costaba creer que en realidad quisiera que fuera con ellos al pabellón—. Que os divirtáis —dije, intentando que sonara cordial.

Aún hoy me pregunto de dónde había sacado la idea de que, para hacer algo con otras personas, los demás deben querer muy mucho que vayas y que cualquier cosa por su parte que no sea un entusiasmo rayano en la histeria quiere decir que sobras. Es más, ¿de dónde había sacado la idea de que estar de sobra importe algo? A veces, pienso en todas las oportunidades que dejé pasar (ir a hacerme la manicura a la ciudad, ver la tele en otra residencia o participar en una batalla de bolas de nieve). Me había acostumbrado tanto a rechazar invitaciones que luego me pareció que quedaría raro si empezaba a aceptarlas. Una vez en segundo, Dede estaba organizando un grupo de gente para ir a comer fuera antes del baile de primavera. Iba recorriendo la mesa con la mirada, nos señalaba y contaba, pero, al llegar adonde estaba yo, dijo: «Vale, tú no. Tú nunca vas a ninguna fiesta». Y era verdad, pero sí habría ido a un restaurante, me habría puesto un vestido, me habría subido al autobús, me habría sentado con mis compañeros en una enorme mesa redonda con una servilleta roja y gigante sobre las piernas, habría bebido Sprite con una pajita y habría comido panecillos calientes, carne asada y postre. Todo eso habría estado bien, pero ¿cómo podía haberlo explicado en el momento en que Dede me descartó?

Y había algo más, otro motivo, para no ir al pabellón con Nick. Por entonces pensaba que, si habías pasado un buen rato con alguien, lo mejor era dejar que pasara el máximo tiempo posible antes de volver a ver a ese alguien, para no echar a perder el primer encuentro. Supongamos que el miércoles había una charla después de la cena y que tu compañera de habitación y tú empezabais a hablar animadamente con los dos chicos que se habían sentado a vuestro lado. Supongamos que la charla resultaba tan aburrida que os pasabais todo el rato hablando en voz baja y bromeando, y que, al terminar, os separabais los cuatro.

Supongamos que luego, unos cuarenta minutos más tarde, estabas mirando las fichas de la biblioteca, esta vez sola y sin el escudo de tu compañera, y te encontrabas con uno de los chicos, también sin su amigo… ¿Qué se suponía que debíais hacer entonces? Probablemente, saludaros con un pequeño movimiento de cabeza resultaría algo frío, confirmaría que lo que habíais compartido en la clase había sido algo excepcional y que habíais retomado vuestro papel habitual. Pero si eso era frío, pararse a hablar era peor. Te sentirías obligada a alargar la jocosidad de antes, solo que ahora, sin orador del que hacer bromas, estaríais los dos solos, con unas sonrisas excesivas, buscando desesperadamente la ocurrencia con la que poner punto y final a la conversación. Pero ¿y si aún os volvíais a cruzar luego en algún pasillo de la biblioteca? ¡No habría palabras para algo así!

Tenía tanto miedo que, después de pasar un rato agradable con otra persona, pasaba mucho tiempo escondida, normalmente en mi habitación. Además, ese miedo seguía ciertas reglas de una precisión casi matemática. La primera: cuanto menos conocías a la otra persona, mayor era la presión para ser ingeniosa o encantadora en el segundo encuentro si así es como habías sido en el primero. Lo importante era reforzar esa primera impresión. En segundo lugar, cuanto menos tiempo hubiera pasado entre el primer encuentro y el segundo, mayor era la presión —de ahí la agonía del supuesto postcharla—. Por último, a mejor encuentro, mayor presión. Muchas veces, empezaba a angustiarme antes de que terminase el encuentro (solo quería que acabase mientras seguíamos pasándolo bien, antes de que se torcieran las cosas).

Cuando me alejaba ya de la mesa, Rufina gritó por detrás:

—¡Que te diviertas con tus padres!

Mis padres. Me había olvidado de ellos. Fui hacia la cocina, dejé la bandeja y los cubiertos, y sentí un nudo en el estómago. Desde que me dijeron que iban a venir, había pensado mucho en la visita y en las cosas del colegio que les enseñaría, pero ahora, que estaban a punto de llegar, su presencia inminente me parecía una interrupción, una molestia incluso. No es que no me gustara pasar tiempo con ellos, pero por fin empezaba a sentirme a gusto en Ault. ¿No lo demostraban acaso cenas como la que acababa de tener? Había ido sola al comedor y, aunque Nick estaba allí, había participado en la conversación y comido espaguetis (durante mi primer año en Ault no me había atrevido a comer pasta en público). ¿No eran esos grandes avances? Sin querer, se me pasó por la cabeza que ese yo, el yo de Ault para quien comer espaguetis en público era una osadía, podía desconcertar a mis padres. Cuando iba a sexto de primaria, en South Bend, gané la medalla de oro en un concurso de comer tartas en el carnaval de la escuela. Me zampé la tarta sin manos, levanté en alto un trofeo de plástico de color dorado, vomité en una papelera y nada más vomitar me monté en una atracción llamada «Cambio de sentido» con mi amiga Kelli Robard y nos pusimos a dar vueltas y más vueltas. Desde entonces había cambiado mucho; yo era otra persona. Y, sin importar lo que pensaran mis padres, este yo, el yo de Ault, se había convertido en mi yo real.

Fuera estaba oscuro y hacía frío. Las estrellas eran lucecitas blancas, y la luna brillaba en lo alto casi llena. El pronóstico para los próximos dos días era de un agradable tiempo de finales de octubre, soleado, pero no caluroso, y el campus lucía hojas de oro y rojo. Todos los cursos, el tiempo había sido igual de perfecto para el fin de semana de visitas y a mí me resultaba lo más natural del mundo. Ault se parecía a las personas que siempre consiguen lo que quieren.

No tenía nada en contra de esta suerte del centro; muy al contrario, me sentía agradecida de ser una de sus habitantes. Aunque personalmente no siempre conseguía lo que quería, sí formaba parte del universo privilegiado de Ault; conocía las palabras de paso y su saludo secreto. Puede que nunca me hubiera sentido tan parte de ese lugar como aquella tarde, y no sé si en ese momento me di cuenta —más adelante sí me resultó evidente—, pero que sucediera entonces no fue ninguna coincidencia. Fue porque mis padres iban a venir y porque sabía que ellos no formaban parte de todo aquello. Creo que a veces todo se reduce al contraste: solo cuando caes enferma te preguntas por qué no has valorado la salud en todos los meses que has estado en plena forma.

Al principio me senté en los escalones de piedra de la puerta de entrada del ala norte del edificio de la escuela, porque mis padres entrarían por el portón que quedaba a unos cincuenta metros. Habían dicho que llegarían a eso de las nueve. A las seis de la mañana, cuando aún estaba en la cama, sonó el teléfono de la sala común y bajé a toda velocidad las escaleras para contestar, porque sabía que solo ellos podían llamar tan temprano. Acababan de pasar por Pittsfield, Nueva York, dijo mi madre, papá había ido a por un café, estaban deseando verme.

Llevaba una falda plisada de algodón de color beis que me llegaba por la rodilla y que dejaba pasar el frío de los escalones, un jersey de lana de color azul y mocasines sin medias; estaba leyendo el manual de física, o más bien lo sostenía sobre las piernas. Habían cancelado las clases del sábado y a esas horas no había casi nadie despierto. La mañana era fresca y soleada, y el rocío cubría la glorieta de hierba y los campos de deporte que había más allá de los edificios. Pensé en todas las cosas que podría hacer si no fueran a acudir mis padres, como salir a correr o ir de pícnic (por supuesto, me estaba engañando a mí misma: no me gustaba correr y jamás haría un pícnic. ¿Qué haría, ir a la ciudad y comprarme una barra de pan?).

Intenté imaginar qué esperarían mis padres del fin de semana. Iba a dar un paseo con ellos por el colegio y sabía que mi madre querría conocer a Martha. Mi padre era más complicado. Me parecía mucho más fácil adentrarme en su mundo (pasar el rato en su tienda, ayudarle a barrer el patio por la tarde o llevarle una cerveza del frigorífico mientras veía el partido; durante años, Joseph y yo nos peleamos por abrir la botella) que confiar en que él pusiera un pie en el mío. Cuando estaba en el colegio, no solíamos hablar por teléfono ni por carta. Solo me había escrito una vez desde que estaba en Ault —tres veces si contaba las postales de Pascua que firmaban todos—, mientras que mi madre me escribía una carta más o menos cada quince días. Eran unas cartas llenas de cotilleos y muy aburridas («La semana pasada me encontré con la señora Nielsen y Bree en el centro comercial, me preguntaron por ti. Bree me dijo que este año le da matemáticas Pertoski (¿?) y que es muy duro. Yo le dije que no me sonaba que te hubiera dado clase») y cuando recogía del buzón un sobre con su nombre no solía abrirlo inmediatamente. A veces incluso encontraba cartas que llevaban tres o cuatro días sin abrir en la cartera. Pero, en cuanto las abría, las leía muy atenta y las guardaba todas. Me parecía mal y me hubiera puesto muy triste tirar a la basura un trozo de papel escrito por mi madre.

En cuanto a las cartas que les escribía yo a mis padres y a muchos de los comentarios que les hacía por teléfono, eran mentira. Venir a Ault había sido idea mía, yo misma había rellenado las solicitudes con la vieja máquina de escribir de mi madre y lo único con lo que habían ayudado mis padres era con los formularios de financiación. Por eso, cuando no solo me aceptaron en varios centros, sino que también me ofrecieron becas —la más generosa, la de Ault—, no tuve más opción que aceptarlo. Si al final no iba, ¿para qué me había tomado tantas molestias? Además, estuvo claro desde el principio que para mis padres ir a un internado era más una «oportunidad» que una idea realmente buena. Por todo esto, nunca podría mostrarles mi infelicidad, ni al principio, cuando era más intensa, ni más tarde, cuando se había suavizado y había pasado a ser algo cotidiano. Aunque creía que me gustaba Ault, mi padre seguía preguntando de cuando en cuando: «¿Por qué no vuelves a casa y vas al Marvin Thompson?» o, cuando le dije lo del apodo: «¿Aún no te has hartado de esos cacachusetts?». Quizá, al fin y al cabo, no fuera infeliz del todo si estaba tan resuelta a quedarme.

A las nueve menos diez, se me ocurrió que tal vez mis padres no verían esa puerta, que pasarían directamente a la siguiente y que acabarían perdidos por el colegio en mi busca. Me los imaginaba como a Hansel y Gretel adentrándose en el bosque, y me vi llamada a protegerlos. Bajé corriendo los escalones y me apresuré hacia el otro portón. Esta vez, me planté directamente delante, para que no pudieran pasar sin que los viera. A no ser, claro está, que hubieran entrado ya y, totalmente desorientados, estuvieran llamando a la puerta de una residencia de chicos en ese preciso instante.

Pasé unos minutos apoyada contra una columna de ladrillo coronada por una bola de hormigón. Cuando había dejado de pensar en su visita, oí una bocina. Estaban a seis metros, a tres y directamente a mi lado en su —nuestro— Datsun polvoriento. Mi madre bajó la ventanilla del acompañante, mi padre dijo «Hola, holita» desde su asiento, mi madre sonrió generosamente y asomó la cabeza y los brazos; yo me acerqué, me incliné y mientras nos abrazábamos me sentí incómoda, con nuestras caras en contacto y la mejilla aplastada contra sus enormes gafas de plástico, hasta que recordé que era mi familia y que las normas de incomodidad habituales no valían para esa situación. «Lee, estás maravillosa», dijo mi madre; mi padre sonrió y dijo: «Yo no la veo tan guapa», a lo que mi madre repuso: «Ay, Terry».

Llegó un Saab plateado y se detuvo detrás del coche de mis padres, sin tocar el claxon.

—Deberíais apartaros —dije—. Voy a subir.

Abrí la puerta de atrás y al entrar sentí el olor a viaje en coche, un aire viciado y agrio. Sobre el asiento había una bolsa vacía de Burger King y varias latas de refresco tiradas por el suelo. No pude evitar compararlo con el tipo de comida que traían los padres de Martha cuando venían a visitarla desde Vermont: termos con sopa de verduras, pan blanco crujiente y macedonia de frutas que comían con la cubertería de plata de su casa. Tras el asiento iban encajadas las maletas de mis padres, dos enormes bultos de imitación de piel en color azul claro. De pronto me vi con mi hermano Joseph jugando a que las maletas eran cuevas, echábamos unas mantas por encima, nos metíamos dentro y dejábamos caer la tapa por encima de la cabeza, como si fuera el techo. El recuerdo me hizo sentir un extraño agotamiento, como si me quisiera blindar de lo que estaba por venir: todo lo que tenía que ver con mis padres, incluso su equipaje, me recordaba algo o me hacía sentir de alguna forma.

Mi padre aceleró y atravesamos las puertas de Ault. Habían pasado más de dos años desde que me había traído en primer curso. Quiso girar a la izquierda como había hecho la otra vez, pero le dije:

—Métete a la derecha, papá. Hay un aparcamiento detrás del refectorio.

En realidad, había otro aparcamiento a la izquierda, detrás del edificio de las clases, pero por allí pasaba más gente y podrían verme más alumnos saliendo del coche apestoso de mis padres. Ya había contado con abochornarme por el Datsun; era algo con lo que tenía que vivir sin dejar que se notara (como una novia que va camino del altar con picor en la nariz).

—Cariño, ¿cuál es tu residencia? —preguntó mi madre.

—No se ve desde aquí. Está al otro lado de ese arco.

—Qué bonito es todo. —Miró hacia atrás y sonrió. Supe que el cumplido iba dirigido a mí, como si el aspecto de Ault fuera cosa mía.

—Gira otra vez a la derecha —dije.

Al ser primera hora, todavía había muchos huecos libres. Mi padre aparcó en uno y apagó el contacto. Miró primero a mi madre y luego me miró a mí.

—¿Nos quedamos en el coche para ver si se nos queda pegado el trasero al asiento?

Normalmente me habría reído (en general, mi padre me hacía reír mucho), pero esta vez dije apresuradamente:

—Gracias por venir. Por conducir desde tan lejos.

—Cariño, estábamos deseando venir —dijo mi madre mientras bajábamos del coche—. No le hagas caso a papá. Ahora, lo primero es ir al baño y luego nos enseñas todo.

Entramos en el refectorio por la parte de atrás y los acompañé hasta los baños. Al llegar a la puerta del de mujeres, me angustié por haber dejado solo a mi padre, aunque fuera tan poco tiempo. Quizá debería haberme quedado con él en el pasillo porque de los dos era el que podía meterse en más líos (él podía provocarlos de algún modo, mientras que mi madre, en todo caso, se encontraría con ellos), pero yo también tenía que ir al baño. Además, ¿no era ridículo pensar en esas cosas? Seguí a mi madre y me metí en la cabina de al lado. Mientras yo estaba cubriendo la taza con papel higiénico, se tiró un pedo largo y sonoro, y empezó a orinar.

—Lee, ¿vamos a ver a Martha? —me preguntó desde su cabina.

—Había pensado dar un paseo por el colegio y luego pasar por la residencia, si queréis. A mediodía es el almuerzo, y el partido de fútbol, a las dos.

—Dime otra vez contra quién jugabais.

—El Gardiner.

—¿El Gardenias? ¿Como las flores?

—No, parecido: Gardiner.

—¿Y qué nombre es ese?

—No tengo ni idea, mamá. Es un instituto de Nuevo Hampshire. —No respondió. Como me sentí mal, añadí—: Será el apellido de alguien.

Tiró de la cadena (me había tenido que concentrar tanto para hablar con ella que aún no había empezado a orinar). Oí que se estaba lavando las manos y me dijo:

—Cariño, voy a buscar a papá. —Tal vez ella también estaba preocupada por haberlo dejado solo.

Cuando salí del baño, estaban los dos mirando unos dibujos de pasteles que había colgados de la pared.

—Cariño, ¿alguno de estos es tuyo? —preguntó mi madre—. ¿Te has lavado las manos?

—Claro.

—Tu madre tiene miedo de que cojas gérmenes WASP —dijo mi padre.

Era una broma de la familia. En casa, cuando volvíamos de la iglesia y mi madre nos decía a mis hermanos y a mí que nos laváramos las manos, mi padre decía: «Vuestra madre tiene miedo de que cojáis gérmenes católicos», pero esta versión me sorprendió: me sorprendió que mi padre supiera qué significaba WASP[10].

—Ay, para ya, Terry —dijo mi madre.

Me pregunté si ella también lo sabría.

—No hay ninguno mío —dije—. No hago dibujo este semestre.

Mis padres no eran de esos (como la madre de Conchita Maxwell) que se saben al dedillo todas las clases y las actividades de sus hijos.

—Os voy a enseñar dónde comemos. Es por aquí —dije.

Me siguieron hasta el comedor. Las ventanas llegaban hasta el techo (a casi quince metros) y la luz del sol entraba por los ventanales que daban al este. En el sur, dos escalones llevaban a una tarima sobre la que había una mesa larguísima (donde se sentaba el director en las cenas de gala, y los de cuarto, el resto del tiempo) y detrás de la mesa había colgado un blasón del colegio del tamaño de un bote de remos. El resto de pared estaba prácticamente cubierto de planchas de mármol con los nombres de todos los delegados de último curso desde 1882. En el aula magna del edificio de las clases había paneles de madera con los nombres de todos los alumnos que se habían graduado, pero esto era más especial: solo había unos pocos nombres, los habían tallado y luego los habían recubierto de oro. Las mesas ya estaban preparadas para el almuerzo, y el personal de cocina estaba doblando las servilletas a modo de abanicos. Me di la vuelta.

—Voy a enseñaros la capilla.

Mis padres no se movieron.

—Es como en nuestros vasos —dijo mi madre señalando la pared de detrás de la mesa del director.

—Sí, es el escudo del colegio. —Las primeras Navidades que pasé en Ault, les llevé a mis padres un juego de cuatro vasos de tubo de la tienda del colegio. Mi madre los sacaba para la cena cuando iba a visitarlos (como éramos cinco, uno siempre tenía un vaso distinto), pero dudaba que los usaran cuando no estaba allí.

—¿Y qué son las demás cosas que hay en la pared?

—Son las listas de los… —Mi madre no sabría qué era un delegado—. Son como los presidentes de cada curso —dije—. Ahí están los presidentes de cuarto de cada año.

—¿Podemos verlos?

La miré atónita.

—No os sonará ningún nombre.

—¿Y qué? —dijo mi padre.

Nos miramos.

—No digo que no podáis —dije—. Es que no entiendo para qué queréis hacerlo. —Mi padre siguió mirándome—. Vale —dije. Atravesé el comedor con ellos detrás.

Lo cierto es que reconocieron algunos nombres (claro que sí y claro que se me había olvidado). En concreto, tres: un graduado de los años treinta que había llegado a ser vicepresidente de los Estados Unidos, uno de los cincuenta que había sido director de la CIA y, a finales de los setenta, un actor de cine. Ya les había hablado antes de aquellos antiguos alumnos y de otros que no habían sido delegados de cuarto pero que se habían labrado un nombre. Para la gente de fuera, lo que hacía especial a Ault era la existencia de aquellos graduados famosos (y no, por ejemplo, las notas de los exámenes de admisión en la universidad de los alumnos actuales). En casa, lo que sabrían los amigos de mis padres sobre el sitio donde yo estudiaba no era dónde estaba ni cómo se llamaba, sino los nombres de los personajes famosos que habían estudiado allí.

Nos quedamos parados junto a la mesa del director, con las cabezas hacia arriba.

—El padre de una alumna es senador —dije. No supe muy bien por qué lo había dicho, puede que porque les interesaría y porque sabía que no había estado siendo muy agradable.

—¿Cómo se llama? —preguntó mi padre.

—Tunniff. Es de Oregón.

—No me importaría conocer a un senador este fin de semana.

Me giré hacia él, pero ya estaba mirando otra vez a la pared. Aunque seguramente sintió mi mirada, siguió con la expresión tranquila. No podía saber si estaba de broma, si lo decía porque sabía que iba a enfadarme o porque no tenía ni idea.

—Si queréis ver todo el colegio, deberíamos irnos —dije.

Fuimos paseando hasta la capilla, que estaba vacía, solo había alguien ensayando en el órgano. En la nave, nos quedamos mirando el techo abovedado a treinta metros (treinta y uno y medio, para ser exactos) y mi padre dijo: «Me pinchan y no sangro». En aquel momento, mientras miraban hacia lo alto, me parecieron más unos turistas por Europa que unos personajes de cuento de hadas (no es que hubiera estado en Europa, pero en Ault podías conocer la horterada propia de algunos fenómenos, aunque no conocieras los fenómenos en sí, como los turistas por Europa, los grupos de música a capela, las mujeres judías de mediana edad y voz desgañitada, los chándales de colores llamativos y las uñas de gel).

—¿Aquí vienes a rezar por tus pecados, Lío? —dijo mi padre.

—Si quieres rezo por los tuyos —dije—. Yo no peco nunca.

Sonrió y noté que a mí también se me dibujaba una sonrisa.

—¿Y por los de mamá? —preguntó.

—Ella tampoco peca —dije yo.

—Yo no peco —dijo mi madre al unísono.

—¿Lo ves? —dije—. Si las dos pensamos lo mismo, debe de ser cierto.

Au contraire —repuso mi padre—. Si lo que ha ocurrido esta mañana entre tu madre y el señor Burger King no era gula, que me convierta en mono ahora mismo.

—¡Si hasta me he dejado una tortita, Terry! —dijo mi madre.

—¿Sabes qué, papá? —dije—. No me había fijado en lo mono que eres.

—¿Y eso en qué te convierte a ti?

—Yo soy totalmente humana. —Y, bajando la voz, añadí—: Todos sabemos que mi verdadero padre es el señor Tonelli.

—Oh —dijo mi madre—. Sois de lo que no hay.

El señor Tonelli tenía algo más de ochenta años, y era el vecino de al lado de mis padres. Su esposa había muerto hacía unos años, pero, incluso cuando vivía, habíamos estado todos convencidos de que estaba enamorado de mi madre.

—¿Te has enterado de lo último? —dijo mi padre.

Sacudí la cabeza.

—Salieron juntos un día.

—Qué tontería. —Mi madre se había alejado unos pasos y estaba hojeando un cantoral.

—¿Adónde fueron?

—Pregúntale a ella.

—¿Adónde, mamá?

—El señor Tonelli tiene un glaucoma y no puede conducir, así que me pidió que lo acercara a por algo de cena al Jardín de Sichuan. Eso es todo.

—No es todo ni mucho menos. —Mi padre seguía sonriendo.

—Hubo un malentendido —dijo mi madre—. Pensé que quería ir a recoger algo de cena, pero en realidad quería cenar allí. No tuve más opción que quedarme, y él insistió en que me pidiera algo.

—Insistió —repitió mi padre—. Mientras, su marido y sus hijos estaban en casa esperando para cenar con ella, pero si el señor Tonelli insiste.

—Lee, me pedí unas gambas con judías negras que estaban riquísimas —dijo mi madre—. Ya sabes que no me gusta mucho el marisco, pero el señor Tonelli me lo recomendó y estaba verdaderamente delicioso.

—Mira cómo intenta cambiar de tema —dijo mi padre.

—¿Te dio un beso de despedida? —pregunté.

—Qué repelente —dijo mi madre—. Eres peor que papá.

Mi padre y yo sonreímos satisfechos. Me encantaba estar de broma y decir cochinadas con mi familia. Hablábamos de diarrea en la cena; si comían algo con ajo, mis hermanos me acercaban la cara e intentaban echarme el aliento a la boca; y, otra vez, echaron a Joseph del autobús por cantar una canción sobre el escroto, y a mi padre le hizo tanta gracia que le hizo escribir la letra (llevaba la música de la Marcha del Coronel Bogey: «El escroto es un pellejín, / el escroto, para el testiculín…»). Pero en Ault nunca hablaba de esas cosas (o en todo caso solo con Martha). Al parecer, en la familia de Martha nunca decían nada así. Incluso me dijo una vez que nunca había oído eructar a su madre. El comportamiento de mi familia parecía tan auténtico como indecoroso y era otra versión de mi yo, quizá el más real de todos, pero que intentaba ocultar a toda costa. Hacía un par de meses, Martha y yo habíamos almorzado en una mesa llena de chicos que se preguntaban por qué un compañero suyo siempre llegaba tarde al desayuno. Uno de ellos puso los dedos de la mano como si estuviera agarrando algo y sacudió la mano de arriba abajo. Otro, un tal Elliot, se volvió hacia donde estaba yo y dijo casi con amabilidad: «¿Sabes lo que está haciendo, Lee?». ¿Que si lo sabía? ¿Lo decía en serio? Me había criado en una casa donde mi padre les gritaba de una planta a otra a mis hermanos de seis y trece años: «¡Dejad de sacudírosla y bajad a cenar!». Pero cuando Elliot me preguntó, me ruboricé, como si incluso mi subconsciente participara de mi decoro fingido.

Mi padre chasqueó los dedos.

—¿Qué decís? ¿Movemos el culo?

Mi madre volvió a dejar el cantoral en el banco y nos dirigimos hacia la puerta. A la salida, nos dimos de bruces con Nancy Daley —una chica de cuarto esbelta y la capitana de los equipos de squash y de tenis— que llevaba a sus padres tras ella. Nos quedamos los seis parados, como en un cara a cara amistoso.

—Hola. Estos son mis padres —dije yo, y me dirigí a ellos—: Mamá, papá, esta es Nancy Daley.

Mi madre tendió la mano.

—Encantada de conocerte, Nancy.

Mi padre hizo lo mismo.

Me latía el corazón a mil por hora. Nunca había hablado con Nancy. Ni una sola vez. Solo los había presentado porque no sabía qué debía hacer; de pronto, con nuestros padres presentes, el protocolo de Ault resultaba absurdo, esto es, que pudieras convivir durante años y en un espacio tan pequeño con otras personas cuyos nombres y secretos sabías (en segundo, Nancy se había enrollado en el ala de música con Henry Thorpe, que ya estaba en cuarto, y mientras se estaban liando, Henry abrió la ventana de la clase, sacó la mano, cogió nieve, la metió dentro y se la echó a ella por el pecho), y que, aun así, podías (debías incluso, si no os habían presentado) cruzarte con ellos por el colegio sin decirles nada ni sonreírles, incluso evitando todo contacto visual. Por supuesto, ni Nancy ni yo habríamos dicho nada si nuestros padres no hubieran estado ahí. No era algo que me molestara, por muy absurdo que fuera, pero sabía que a mis padres les extrañaría y eso me aterrorizaba. (En realidad, sin embargo, ¿qué más daba que a mis padres les resultara raro? ¿Es que necesitaba contentarlos? Era a los de Ault a los que quería contentar).

Mi madre estaba saludando a los padres de Nancy. «Soy Linda Fiora», la oí decir, y la madre de Nancy respondió: «Yo soy Birdie Daley». Mi padre las imitó y añadió: «¿De dónde vienen?».

—De Princeton —dijo la madre de Nancy. Llevaba una falda de seda marrón con estampado de cachemira y una chaqueta de punto con jersey a juego. El señor Daley vestía traje. Mis padres iban mejor vestidos que de costumbre. Mi padre llevaba pantalones de color caqui y un blazer del mismo color (que iban a juego, pero no formaban parte del mismo conjunto), y mi madre, un jersey de cuello alto de color rojo y un pichi de pana gris. Por teléfono, le había contado a mi madre lo elegantes que venían casi todos los padres. Lo dije titubeando y no fui capaz de pedirle que hicieran lo mismo, pero me había entendido.

—Nosotros somos de South Bend, en Indiana —dijo mi padre—. Acabamos de llegar hace una hora, estamos como locos de estar aquí.

Los Daley rieron. Los padres, porque Nancy sonrió sin muchas ganas.

—¿Tú también vas a tercero? —preguntó mi madre a Nancy.

Nancy sacudió la cabeza.

—A cuarto.

—Ay, vaya —dijo mi madre, como si una alumna de cuarto fuera algo tan extraordinario como una perla negra o una rana verde en peligro de extinción.

—Deberíamos irnos —dije rotunda—. Hasta luego.

No miré a Nancy y confié en que eso sirviera para dejarle claro que el encuentro había sido estrictamente aleatorio y que jamás intentaría hablar con ella, es más, que, para compensar ese paso en falso, procuraría evitarla a toda costa de ahí en adelante.

—Que disfruten del fin de semana —se escuchó decir al señor Daley.

Una vez fuera, me di cuenta de que llevaba a mi madre cogida del brazo y tiraba de ella. Solté la mano, eché un vistazo a la glorieta y a los demás edificios (había gente por todas partes) y me horrorizó tener que llevar a cabo la visita, por no hablar de lo que quedaba de fin de semana. Se marcharían al día siguiente después del brunch, solo quedaban veintidós horas y pasarían casi todo ese tiempo en el motel. Eso dejaba doce horas. ¡Pero doce horas eran una eternidad! Si nos fuéramos del colegio, sería otra cosa. Si fuéramos a Boston, por ejemplo, todo iría como la seda, podríamos visitar el acuario, pasear por el Freedom Trail o ir a un restaurante a comer crema de almejas. Hasta dejaría que mi madre nos hiciera una foto sentados a la mesa.

Pero estábamos en Ault. Lo mejor era atenerse al programa.

—¿Martha estará allí? —preguntó mi madre de camino a la residencia.

—Supongo que sí.

—¿Y sus padres?

—Llegaron ayer, así que estarán en el hotel.

—¿Dónde se hospedan?

Tardé en responder.

—No lo sé.

—El padre de Martha es médico, ¿verdad?

—No, es abogado.

—¿Y por qué pensaba yo que era médico?

—No lo sé. —Otra mentira. Lo había confundido con el padre de Dede.

—Nos tienes que presentar a los padres de Martha en el almuerzo. Quiero darles las gracias por lo bien que se han portado contigo.

No respondí. Preguntaba, se esforzaba por ser amable. ¿No se daba cuenta de que a los del este les daba igual todo eso? Con ellos, la amabilidad por sí sola no servía de nada. Habíamos hablado sobre esto mismo durante las vacaciones de Navidad del curso pasado. Yo estaba en la mesa de la cocina leyendo el periódico y ella, en el fregadero, lavando las ollas con los guantes de goma puestos. Quería saber si en Massachusetts la gente no era tan amable como en casa. Le dije que eso era un estereotipo pero que, como casi todos los estereotipos, tenía algo de verdad (la frase se la había oído decir textualmente a un chico de cuarto, el jefe del equipo de debate, en una cena de gala en la que habíamos compartido mesa). Luego le dije que no me molestaba mucho, que te acababas acostumbrando. Me sentí lista y adulta. No estábamos comentando que los Martzer habían pintado la casa ni que Bree Nielsen había engordado y que estaba irreconocible. Estaba hablando con mi madre y no sobre chismorreos, sino sobre una idea, un concepto. De camino a la residencia, me pregunté si ella también recordaría nuestra conversación.

Llamé a la puerta de la habitación por si Martha se estaba cambiando de ropa. «Adelante», la oí decir, pero sin darme tiempo a coger el pomo, mi madre se puso delante de mí, con las gafas puestas en la punta de la nariz, y empezó a examinar las fotografías que habíamos pegado en la puerta. Las señaló y tocó esa en que salíamos las dos metidas en una piscina, asomando solo los hombros y la cabeza fuera del agua.

—¿Dónde es esto?

—En casa de Martha.

—¿Cuándo has estado tú allí que hiciera calor?

—Este año, justo antes de empezar el curso.

—Ese no es tu traje de baño de rayas, ¿verdad?

—Es uno que me dejó Martha.

—Ya decía yo que no me parecía el de rayas, pero.

—Adelante —volvió a decir Martha desde dentro.

—Un segundo —respondí y miré a mi madre—. ¿Alguna pregunta más?

No fui sarcástica… no del todo. Pero abrió los ojos de par en par, como si la hubiera ofendido.

—Debe de estar bien tener una piscina —dijo mi padre. Lo dijo igual que había dicho que no le importaría conocer a un senador, y mi irritación se convirtió en auténtico enfado.

Abrí la puerta. Martha estaba sentada en el sofá cama, doblando la ropa de la colada y dejándola sobre el baúl que nos servía de mesa. Cuando entramos en la habitación, se puso en pie. Antes de que entraran mis padres, abrí las aletas de la nariz y entorné los ojos. Martha convirtió su sonrisa en un gesto de bienvenida para mis padres y vino hacia nosotros con los brazos abiertos.

—Por fin nos conocemos —dijo. Les estrechó la mano y les preguntó por el viaje y si les estaba gustando Ault.

—Es precioso —dijo mi madre.

Martha asintió.

—A veces me parece increíble estar viviendo en un lugar tan bonito y tengo que pellizcarme. —¿Sería verdad? Yo me sentía así, pero Martha estaba más acostumbrada que yo a estar en lugares de lujo. Igual estaba siendo educada, pero educada de verdad, no lo mínimo imprescindible por cumplir, como Nancy Daley.

—Martha, Lee nos ha dicho que te han elegido para la Junta Disciplinaria —dijo mi madre—. Menudo honor.

—Gracias —dijo Martha.

—No la han elegido. La ha nombrado directamente el director —dije yo.

—Eso quería decir —dijo mi madre—. Es fantástico. Tu padre estará muy orgulloso.

Nos quedamos unos segundos callados.

—¿No vino él también a Ault? —dijo mi madre, pero empezó a titubear—. Pensaba que.

—No, no se equivoca. Vino aquí —dijo Martha.

¿Cómo sabía eso mi madre? ¿Cuándo se lo había dicho yo? ¿Y por qué se le había ocurrido mencionarlo? Al parecer, había heredado de ella esa tendencia a acumular información sobre otras personas, aunque yo al menos tenía cuidado de no restregársela luego por las narices.

—Es curioso —seguía diciendo Martha—, porque mi padre no lo pasó muy bien aquí. Por entonces, eran solo chicos e imagino que se gastarían muchas novatadas. Cuando me puse a buscar internado, mi padre no quería que viniera, pero al final, cómo no, fue el colegio que más me gustó.

—Me alegra saber que Lío no es la única que desobedece a sus padres —dijo mi padre.

Martha rio.

—¿Lío? —repitió—. No me lo habías contado. —Y se dirigió a mi padre—: No me imagino a Lee desobedeciendo a nadie.

—Entonces es que no tienes mucha imaginación, Martha.

Rio con ganas. Casi era peor que a Martha le cayeran bien mis padres que lo contrario. Si le caían bien, me pasaría lo que quedaba de fin de semana esperando el momento en que esa imagen positiva se resquebrajara. No es que quisiera que se resquebrajara, no tenía nada en contra de mis padres, pero si les caían bien a mis compañeros, Martha incluida, lo más seguro es que fuera así porque les parecerían «refrescantes» o puede que «auténticos» (era evidente ya, al verla hablar con ellos). Lo que les gustaría de ellos es que fueran desaliñados, que mi padre utilizara expresiones curiosas y que hubieran venido en coche desde Indiana. Pero si los veían así, como a dos criaturas entrañables, pronto se decepcionarían. Mi padre, en especial, tenía ideas y deseos claros, no era como el corderito de una granja escuela que cualquiera pueda acercarse a acariciar.

—Martha, tú no juegas al fútbol, ¿verdad? —dijo mi madre.

Martha sacudió la cabeza.

Hockey sobre hierba.

—Eso me parecía. ¿También juegas esta tarde?

—Hoy todos tenemos partido —dije yo.

—¿El partido de Martha es a la misma hora que el tuyo, Lee? Ay, Martha, nos encantaría verte «en acción» —añadió mi madre, haciendo el gesto de las comillas con los dedos.

—Qué amable —dijo Martha. No me imaginaba a sus padres diciendo que vendrían a verme jugar a mí, mucho menos a los diez minutos de conocerme—. Mi partido es a las dos y media. Lee, ¿cuándo juegas tú?

—Más o menos a esa hora. En la otra punta del colegio. Lo siento, mamá, no podrás ver a Martha a menos que prefieras verla a ella que verme a mí.

—Mira, no es mala idea —dijo mi padre.

—Señor Fiora —dijo Martha—, no sea malo. —Estaba claro que le caía bien. Había que salir de aquella habitación lo antes posible.

Mi padre estaba apoyado en el pico de mi mesa, hojeando una revista femenina.

—Qué alegría ver cómo hincas los codos, Lee. Ah, qué tenemos aquí. —Dio la vuelta a la revista para que todas pudiéramos verlo. El titular a dos páginas en rojo decía: «¡Oh, sí! Cómo tener el mejor orgasmo de la historia».

—Qué bruto eres, papá —dije—. Deja la revista.

—¿Bruto? ¿De quién es la revista? —Estaba sonriendo y pensé que ahí era cuando se torcían las cosas, cuando Martha descubriría que mi padre era un pervertido (no es que lo fuera de verdad, pero se lo parecería).

—Vamos al edificio de las clases —dije—. Venga.

—¿Te aburres en la cama? —leyó mi padre—. A todas nos ha pasado. Los primeros meses son la caña, pero enseguida…

—Papá —dije yo—. Ya basta.

—… Pero enseguida te acuestas con pijama y él empieza a quitarse los pelillos de la nariz delante de ti. Afróntalo.

—Yo me voy —dije, abrí la puerta de un tirón (ni siquiera podía mirar a Martha) y oí a mi madre decir: «Terry, quiere enseñarnos el resto del colegio. Martha, tendrás que disculparnos». Se cerró la puerta. Me apoyé en la pared, con los brazos cruzados, y los esperé. Cuando salieron, mi padre puso cara de niño travieso, como si hubiera hecho algo inadecuado pero adorable. Me di la vuelta y eché a andar.

—¿Qué? —dijo, y luego le dijo a mi madre—: No es para tanto. La revista era suya.

Seguí andando unos pasos por delante de ellos. Bajamos las escaleras, atravesamos la sala común y volvimos afuera. Sabía que mi madre iba por detrás a toda prisa, intentando alcanzarme.

—Lee, Martha es un encanto. Sé que me lo has dicho ya, pero no me acuerdo, ¿tiene hermanos? —dijo por detrás de mí.

—Tiene un hermano.

—¿Es pequeño o más mayor?

—Mamá, ¿a quién le importa?

—Bueno, Lee, a mí me importa —dijo mi madre con ternura.

—No hables así a tu madre —dijo mi padre, sin rastro de ternura.

Giré la cabeza.

—No me hables tú así.

—¿Qué has dicho?

La terraza que había delante del edificio de las clases, a unos cuarenta metros, estaba llena de gente —hombres con blazers de color azul, una mujer con un traje de lana de tartán rosa y otra con un sombrero de paja verde y un ala enorme—. A esa distancia, las voces de los demás padres llegaban como el rumor de un cóctel.

—¿Lee? —dijo mi padre. Su voz sonó fría y cortante, pero por debajo de aquella frialdad (conocía muy bien a mi padre) estaba alterado. Típico de él, no le importaba ni dónde ni cuándo. ¿Que quería dejarme las cosas claras? ¿Aquí, delante de toda esa gente? Claro, sin problema.

—Nada —dije.

Se quedó callado unos segundos.

—Nada, claro. Ya lo veo —dijo, algo más sosegado.

En la terraza, mi padre fue a recoger los cartelitos con sus nombres y yo me quedé con mi madre junto a la mesa de los refrescos. Cogió un bollito de canela y zumo de naranja.

—¿De verdad que no quieres? —Me ofreció el vaso de plástico por tercera vez—. Está recién exprimido.

Recorrimos el edificio de las clases prácticamente sin abrir la boca. Vimos el aula magna con sus filas y filas de pupitres, algunas clases y el auditorio para las charlas de los ponentes invitados (Martin Luther King, Jr. había visitado Ault, algo que las guías se esforzaban en decir a los solicitantes, aunque no se esforzaban tanto en decir que, cuando vino, no había matriculado ni un solo alumno negro). Mi madre me hacía preguntas y yo le respondía sin ser escueta ni extenderme. Yo iba pensando en otras cosas. Primero, en el partido de fútbol, seguro que la señorita Barrett nos sacaba a jugar a todas. Y luego, en Cross Sugarman. Por supuesto, no había dejado de estar colada por él la tarde en que le corté el pelo a Aspeth. Pasé veinticuatro horas convencida de que ya no me gustaba, hasta que me crucé con él en el comedor y volvió a gustarme exactamente tanto como antes. El día anterior había visto a Cross con sus padres. Llevaba chaqueta y corbata. Nuestras miradas se cruzaron y él levantó un poco la barbilla para saludar, algo que no hacía normalmente. Pensé que lo había hecho por sus padres y que su presencia nos acercaba o resaltaba lo que teníamos en común —que los dos éramos alumnos de Ault y que todos esos adultos grandes y bien vestidos que pululaban por el colegio, no—.

—¿Así que aquí es donde terminan mis cartas? —dijo mi padre en la sala del correo y supe que me había perdonado o, al menos, que estaba dispuesto a fingirlo.

—Casi no me caben —dije—. Tendría que pedir otro buzón.

—Mientras no te cobren un plus —dijo mi padre.

Y llegó la hora de comer. Fuimos a toda prisa al comedor, que esta vez estaba a rebosar. El señor Byden dijo unas palabras, los padres rieron, el reverendo Orch bendijo la mesa y todos nos sentamos. Había pollo asado, ensalada de pasta con aceitunas negras y pimiento rojo, y panecillos. Mis padres, sentado uno a cada lado, empezaron a devorarlo.

—¿No tienes hambre? —preguntó mi madre.

—Sí, sí. —Comí un poco de pasta, blanda y aceitosa.

Para alivio mío, no vimos a Martha y sus padres cuando estábamos buscando mesa. Vi unos huecos en una mesa ocupada por dos chicos de primero con gafas y sus padres. Luego, se unió a nosotros la señora Hopewell, una profesora de dibujo que tenía el pelo fino y revuelto, los ojos llorosos y que solía llevar una bata llena de manchas de pintura sobre la ropa (ahora llevaba puesto un vestido con estampado de batik). Decían de ella que fumaba hierba con su marido, un carpintero que no daba clases en Ault y que tampoco había venido al almuerzo. La señora Hopewell era controlable. La mesa era controlable (estaba contenta de haber acabado con gente que me daba igual).

Mientras mis padres conversaban con los padres de los chicos (se llamaban Cordy y Hans y uno de ellos, aunque no recuerdo cuál, era un genio de las matemáticas), examiné el comedor hasta que di con Cross. Sus padres y él compartían mesa con su compañero Devin, los padres de Devin, el reverendo Orch y el doctor Stanchak, el director del Departamento de Latín y Griego.

—Tss —chistó mi padre y se puso las manos alrededor de la boca—. ¿Ese es el senador? A las dos en punto. —Señaló con la cabeza hacia la mesa que teníamos a la derecha—. El tipo con la nariz de borrachín.

—Por Dios, papá.

No susurraba, ni siquiera se esforzó por decirlo en voz baja.

—¿He acertado? Ese parece un auténtico lameculos —dijo riendo.

—No tengo ni idea de quién es ese —dije—. Pero Robin Tunniff no está en esa mesa, así que no creo que sea su padre.

—Entonces, ¿dónde está?

Eché un vistazo a las mesas que teníamos delante (los Sugarman y el reverendo Orch reían afablemente), luego me giré y miré hacia las mesas que quedaban al otro lado.

—No lo sé —dije.

—¿Lo juras?

Lo miré a los ojos, porque esta vez sí podía.

—Claro, te lo juro.

Cuando nos levantamos para coger el postre de la mesa donde solían estar las ensaladas (y que ahora estaba repleta de brownies, galletas y con una jarra de café a cada extremo), vi a Robin y a un hombre completamente anodino a su lado, con una corbata estampada con banderitas de los Estados Unidos. Estaba sola con mi padre (mi madre se había acabado mi plato de pasta y estaba llena) y me pareció que sería cruel por mi parte negarle el espectáculo. Sería el gesto con el que le demostraría que no era una mala hija, la concesión que le haría ese fin de semana.

—Papá —susurré y le di un codazo.

Se estaba echando leche al café y se le cayó un poco en el platito.

—Eh, cuidado —dijo.

—No —dije yo—. Rápido. Eso de lo que hablábamos… nariz borrachina. Pero este es el de verdad. —Miré hacia el padre de Robin Tunniff y noté que mi padre me seguía la mirada—. La corbata —dije.

—Ya lo veo.

Nos quedamos callados en medio de todo el alboroto con la mirada fija en el senador Tunniff, y en ese instante me invadió el amor por mi padre. Esa era una de las mejores cosas de mi familia, que todos teníamos la clave para descifrar al otro.

Entonces, dejó la taza y el platito y avanzó hacia la otra punta de la mesa a grandes pasos. Sin darme cuenta, escapó a mi alcance y ya no podía agarrarle por la chaqueta, aunque seguramente tampoco lo habría hecho. «Mierda», dije. Una madre que había a mi lado me miró, pero no me dijo nada. Eché a andar y me detuve a unos pasos de él.

—… Un gran admirador suyo. —Le oí decir. Y ahí estaban los dos estrechándose la mano, mi padre y el senador.

Tenía a mi padre de espaldas. Solo podía ver la cara del senador y a Robin, estupefacta entre ambos. El senador parecía verdaderamente encantador. Estuvieron hablando medio minuto, luego se estrecharon las manos de nuevo y mi padre le puso la mano en el antebrazo. El senador rio y yo deseé no haber venido nunca a Ault, o ser otra persona o, al menos, poder perder el sentido, pero sin llamar la atención, nada de desmayarme y caerme redonda al suelo, solo desvanecerme en el aire.

Cuando se separó del senador, mi padre estuvo a punto de caérseme encima. Estaba exultante y como en otro mundo. ¿Y si realmente le había gustado conocerlo? ¿Y si no intentaba enfadarme ni abochornarme? Apuntó con el pulgar hacia atrás.

—Un buen tipo.

Me quedé sin palabras. Al menos ahí. Lo mejor sería dejar en suspenso mi enfado hasta que volviéramos a estar solos.

—Vuelvo a la mesa —dije.

—Cogeré mi café. Llévale un brownie a tu madre, ¿quieres?

—No quiere nada.

—Confía en mí: querrá un brownie. —Soltó una risita y pensé que quizá mi padre no me entendía en absoluto, porque, si lo hiciera, se sentiría mal. Si lo había hecho a propósito, debería sentirse mal.

Cuando volvimos a la mesa, los padres de Cordy se estaban levantando para irse y la señora Hopewell y los padres de Hans ya se habían marchado. No supe si los padres de Cordy nos habían estado esperando a mi padre y a mí, o si se habrían ido de todas formas, si habrían dejado a mi madre sola en la mesa, mirando a su alrededor con los ojos abiertos como platos. En aquel momento, los odié a todos: a los alumnos y a los profesores, por su indiferencia; a los padres, por su desconsideración; y a mi propia familia, por demandar una amabilidad que no les llegaba.

El comedor fue vaciándose mientras comíamos el postre. Mi padre partió una galleta de caramelo por la mitad y la mojó en el café.

—Cuéntale a tu madre lo de mi nuevo amigo.

—Cuéntaselo tú.

—¿Quién? —dijo mi madre—. ¿De quién habláis?

—Papá acaba de asaltar al padre de Robin.

Mi madre no entendía nada.

—¿Recuerdas que el padre de una chica es senador? —dije—. Bueno, pues papá se le ha acercado y se ha puesto a hablar con él.

—Tú me has dicho quién era —dijo mi padre. Todavía parecía contento.

—No lo habría hecho de saber que ibas a molestarle.

—¿Molestarle? Lee, por el amor de Dios, es un cargo público. Le gusta conocer a gente.

—¡Tú no puedes saber qué le gusta! —grité—. No lo conoces de nada. Ni siquiera sabías quién era. Viene aquí para pasar un fin de semana normal con la familia, pero vas tú y pretendes.

—Cálmate un poco. —Ya no estaba contento. Se volvió hacia mi madre y le dijo, como si yo no estuviera presente—: Es un tipo realmente simpático. Nada hipócrita.

Mi madre asintió. Al verlos a los dos, me puse tensa.

—Estás loco. —Intenté parecer tranquila.

Mi padre me miró.

—¿Qué has dicho?

—Que estás loco. Solo has hablado con él unos segundos y ahora te refieres a él como si fuerais amigos de toda la vida. Pero ¿por qué te importa? ¿Crees que puedes presumir por haber hablado con él?

—No sé adónde quieres llegar —dijo mi padre mientras mojaba la otra media galleta en el café.

Había cogido aire para seguir hablando, pero lo miré y perdí las fuerzas, como si algo me estuviera arrancando de ese instante. Él me miraba expectante, con la galleta a unos centímetros de la taza de café, mientras la parte de debajo de la galleta, empapada y oscura, empezaba a descomponerse, amenazando con caerse al líquido que tenía debajo. Me pareció desgarrador e insoportable que él no lo entendiera y yo sí. Me pareció desgarrador que le gustara el sabor de una galleta de caramelo empapada de café, que le pareciera algo especial. Esos pequeños premios que nos damos… puede que no haya nada más triste.

No pensaba de verdad que estuviera loco. Pero, mientras intentara convencerle de que se portaba como si lo estuviera, nuestros papeles estarían perfectamente definidos e inamovibles, y eso me resultaba tranquilizador. Lo peor sería verlo como lo que era: un hombre de treinta y nueve años, con sus virtudes y sus flaquezas, que intentaba abrirse camino de la única forma que sabía.

—Solo me parece que. —(¿Qué me parecía en realidad?)—. Es como pedirle un autógrafo a alguien —dije y noté que ya no parecía indignada—. Solo eso. ¿Para qué sirve? No entiendo por qué lo hace la gente.

—Tal vez no —dijo mi padre—. Pero tienes que reconocer que mucha gente no estaría de acuerdo contigo.

—El hijo de los Orschmidt tiene una colección enorme de autógrafos —dijo mi madre—. Sharon me dijo que el verano pasado estuvieron en Los Ángeles y que consiguió uno de… ¿cómo se llama? Lee, tú lo sabrás, es una gran estrella. Ay, se me dan fatal los nombres, pero Sharon dijo que el actor habló con ellos como si fuera lo más normal del mundo.

Nos quedamos los tres callados.

—Dime —dije por fin—, ¿el señor Orschmidt todavía lleva peluca? —Ahí estaba. Había cedido.

—Lee, no está bien decir eso —dijo mi madre—. El señor Orschmidt es un hombre muy agradable.

—Que lleve peluca no significa que no sea agradable —dije.

—Cariño, los hombres llevan peluquín, pero creo que no le gustaría que hablásemos de esto. En nuestros tiempos, no se hablaba de las intimidades de nadie.

—En aquellos tiempos, cuando tu madre era una niña y los dinosaurios poblaban la tierra —dijo mi padre—. ¿Verdad, Linda? —Siempre era lo mismo: superábamos el momento pisoteando a mi madre, como si se hubiera tendido a nuestros pies para ayudarnos a salvar un río de aguas bravas.

—Ay, dejadlo ya —dijo ella. Pero estábamos bien. Estábamos bien y habíamos pasado a la otra orilla.

Cuando quedaban cuatro minutos para que terminara el primer tiempo, la señorita Barrett me hizo salir por Norie Cleeham (era defensa) y volvió a sacarme a los cuatro minutos de comenzar el segundo tiempo. En el tiempo que pasé en el campo, el Gardiner marcó dos goles.

Me senté junto a María en el banco.

—¿Dónde están tus padres? —dijo.

Señalé al otro lado del campo. Algunos padres se habían traído mantas o sillas plegables, pero los míos estaban sentados sobre el suelo. Seguramente mi padre estaría arrancando hojitas de hierba y silbando con ellas. Hubo un tiempo en que ese truco me dejaba maravillada.

—Uy —dijo María—. Mamá y Papá Fiora. Seguro que están muy contentos.

—Puede ser.

—Sí, qué contentos están. Estarán diciendo «Cariño, ¿has visto cómo se ha encarado Lee con la chica del número veinte? Qué orgullosa estoy de Lee». —Si el comentario lo hubiera hecho cualquier otra persona, habría sonado a burla, pero María jugaba aún peor que yo. Ella también era defensa y en el campo se movía con toda la calma del mundo. A veces, si la delantera del otro equipo le llevaba mucha ventaja, se paraba del todo para observar el gol, como si fuera una espectadora más. Eso sacaba a la señorita Barrett de sus casillas. Entonces, preguntó—: ¿Vas a ir a cenar con tus padres?

Asentí. Cuando mi madre me había dicho: «Papá y yo queremos llevarte a algún sitio bonito», les dije de ir a un restaurante chino porque sabía que con «bonito» no se refería a un sitio como el Red Barn Inn.

—Harás muy bien —dijo María—. Salid del colegio.

—¿Quieres venir? —pregunté. Lo solté sin pensar, solo porque me pareció que era lo que estaba buscando. Y también porque (seguro que estaba mal pensarlo, pero sería cierto) creí que a ella también le parecía bonito ir a un restaurante chino.

—Claro —dijo—. ¿Y Rufina? —Rufina estaba jugando de mediocampista en ese preciso momento, con la coleta rebotando al correr.

—Sí, claro —dije.

—Anda, mira —dijo María—. Te están saludando.

Así era: los dos. Pensé que les gustarían María y Rufina, y también les gustaría que invitara a unas amigas. Haría sentir generoso a mi padre. Siempre me animaban a que invitara a otras chicas a casa. Levanté la mano y les devolví el saludo.

Por la tarde, acompañé a mis padres hasta el motel. Habíamos perdido siete a dos y hacia el final del partido tuve la sensación de que la entrenadora del Gardiner le había dicho a su equipo que no siguieran marcando goles. Sería un gesto correcto y típico de internado, dado que los padres estaban viendo el partido.

Mi madre y yo nos quedamos en el coche mientras mi padre hacía el registro. Iban a pasar la noche en el Raymond TraveLodge, que les había buscado semanas antes en las páginas amarillas. La habitación les costaba treinta y nueve dólares, aunque el motel no podía garantizar que se tratara de una habitación de no fumadores.

—Has jugado muy bien —dijo mi madre.

Me reí desde el asiento de atrás. Seguía llevando puesto el uniforme, y el pelo, recogido en una coleta.

—¿Qué? Es verdad —dijo mi madre y rio también—. ¡Claro que sí!

—¿Qué gol de los que ha marcado el Gardiner mientras estaba yo en el campo te ha gustado más? ¿El primero o el segundo?

—Las chicas del otro equipo eran enormes —dijo mi madre—. ¿Qué podía hacer contra ellas mi delicada Lee?

Nos quedamos calladas, un silencio tranquilo y cómodo. Ahora que ya habíamos superado el almuerzo y el partido, tenía la sensación de que todo podía salir bien.

—Ay, mira. —Mi madre dio un golpecito en su ventanilla, que estaba subida—. ¿No son preciosos? —A unos metros, había dos petirrojos dando saltitos sobre el tejado de un cobertizo—. Es como si fueran a dar una fiesta y estuvieran esperando a los invitados.

—Pero les preocupa que no venga nadie.

—Oh, pero mira. —Un gorrión aterrizó sobre el tejado—. Acaba de llegar el primer invitado —dijo mi madre. Sentía debilidad por los animales. Si íbamos por la autopista y pasábamos por delante de caballos o vacas, nos daba un codazo a mis hermanos o a mí para que nos fijásemos. Hacía lo mismo cuando pasábamos junto a algún río o sobre un puente, sobre todo, si yo iba leyendo en ese momento.

—Lee, papá y yo estamos muy contentos de estar en Ault —dijo.

Justo en ese momento, mi padre salió de recepción. Por la forma en que tenía puestos los labios, me pareció que iba silbando.

—Yo también —dije.

Cuando llamé a su puerta, María y Rufina ya estaban arregladas. Rufina llevaba una falda y un jersey, y María, pantalones negros y una camisa. Un par de minutos antes me había quitado por fin la indumentaria de fútbol y me había puesto unos vaqueros sin pasar por la ducha. En mi habitación, encontré una nota de Martha: «¡Mis padres quieren conocer a los tuyos! ¿Dónde estáis? ¡¡Llámame al Sheraton esta noche!!». Mis padres estaban esperando en el coche, arrugué la nota y la tiré.

—Estáis muy guapas —les dije a María y Rufina—. Pero, chicas, no vamos a ir a. —Quizá habían imaginado que las invitaba al Red Barn Inn—. Solo vamos al Golden Wok —dije—. ¿Os parece bien?

Se miraron entre ellas y luego, a mí.

—Claro. Suena genial —dijo María. Estaba claro que pensaban que íbamos a ir al Red Barn Inn.

En el coche, mi madre les preguntó de dónde eran y si les gustaba estar en Ault.

—No mucho —dijo Rufina y se echó a reír.

—¿Por qué no? —preguntó mi madre.

—Es muy esnob —contestó Rufina—. Está lleno de esnobs.

¿Cómo lo hacía para salir siempre con la queja más obvia del mundo, sobre todo después de volverse tan guapa? (Para colmo, acabaría yendo a Dartmouth, y María, a Brown. Esto no lo sabía en ese momento, claro está, pero solo me hubiera dejado aún más perpleja: ¿qué más da todo lo demás cuando eres guapa y vas a una universidad de la Ivy League?).

—Estoy de acuerdo —dijo mi padre—. Hoy he visto a un tipo, pobrecillo, creía que se había hecho daño en el cuello. Pero no, era solo que miraba a todos los demás por encima del hombro.

—En serio —dijo Rufina—, los hijos son aún peor que los padres.

—Nada como heredar un montón de dinero para hacerte creer que de verdad lo mereces —dijo mi padre.

Me puse en tensión. Con solo oír la palabra dinero se me ponía la piel de gallina. Además, lo más seguro es que mi padre hubiera oído esa frase en un sermón de la iglesia o que la hubiera tomado prestada del Reader’s Digest.

Pero Rufina solo contestó:

—Exacto.

—Dime, María, ¿y a ti? —preguntó mi madre—. ¿Te gusta Ault?

—A veces sí, y a veces no —dijo María—. Depende del día.

—¿Habéis estado en el almuerzo? —preguntó mi padre—. Era como una orgía de piojos, ¿eh?

Se rieron a carcajadas y yo miré por la ventanilla. ¿A qué venían todas esas tonterías? Nadie esperaba algo así de unos padres.

—¿Qué es lo de la orgía de piojos? —dijo María.

—Díselo, Lío. —Vi a mi padre sonreír en el retrovisor.

—Lo dice cuando hay mucha gente en algún sitio —dije yo.

—Es muy gracioso —dijo Rufina—. Tengo que recordarlo.

En el restaurante, Rufina se pidió gambas con salsa de langosta y para compensar, aunque no estaba segura de que mi padre supiera que lo hacía por eso, yo me pedí verduras salteadas. Rufina y María se pidieron refrescos para beber, algo que no solíamos hacer en nuestra familia (siempre pedíamos agua en los restaurantes), pero no hubiera sido justo recriminárselo: casi todo el mundo bebe refrescos cuando va a un restaurante. Cuando llegaron las galletas de la suerte, fuimos leyéndolas en voz alta: «Te encantan el deporte, los caballos y el juego, pero sin excesos», «Tu encantadora sonrisa será tu protección», «¡Vas a ser el mejor!». La cena no había acabado en desastre y habíamos estado todos a gusto, aunque invitarlas había sido un error, porque me había obligado a estar todo el rato en guardia, expectante.

Al volver al colegio, fuimos a dejarlas en su residencia. María bajó del coche, pero Rufina se quedó en su asiento.

—La cena ha estado muy rica —dijo, y se dio unos golpecitos en la barriga.

—Ha sido un placer conocerte —dijo mi madre.

Rufina me miró, luego miró a mi padre, a mi madre y a mí otra vez.

—Supongo. Imagino que irán a pasar la noche en el Sheraton, ¿verdad?

—¿Dónde? —dijo mi padre.

—Pensaba que. —Rufina hizo una pausa—. Es que había quedado con Nick allí.

¿Nick? ¿Nick Chafee? Y, como siempre hacía cuando más sorprendida estaba, me esforcé al máximo por parecer relajada.

—Podemos acercarte. Mis padres no se alojan allí, pero no hay problema.

—¿Alguien quiere decirme de qué va todo esto? —dijo mi padre.

—Rufina quiere que la acerquemos a un hotel —dije. Volví a mirarla a ella —. No pasa nada. Podemos llevarte.

—Espera un segundo —dijo mi padre—. ¿De qué hotel estamos hablando y quién es ese tal Nick?

Rufina quiso decir algo, pero la interrumpí.

—Necesita ir al Sheraton, donde se alojan casi todos los padres. Nick es de nuestro curso, pero no van a quedarse en la misma habitación ni nada de eso, ¿verdad, Rufina?

Rufina me dio la razón. Claro que iba a pasar la noche con Nick.

Mis padres se volvieron a mirarnos y mi padre echó el brazo por encima del asiento. María había desaparecido entre las sombras.

—¿Y se supone que tengo que creérmelo? —dijo mi padre. No parecía enfadado, pero sí empezaba a estar molesto.

—Es cierto —dijo Rufina—. Voy a quedarme con un grupo de amigas de Lee y mías.

—¿No necesitas permiso para salir del colegio?

—He presentado una solicitud en el despacho del decano esta mañana.

—Papá —dije—. No eres su padre. Llévala allí. No es asunto tuyo.

—¿Que no es asunto mío?

Ahí es cuando me habría bajado yo del coche si hubiera sido Rufina. Me llevaran o no, no habría querido estar cerca de una familia enfrascada en una discusión. Pero Rufina no era yo. Rufina iba a ir al Sheraton, se iba a emborrachar a más no poder, probablemente, y se enrollaría con Nick Chafee. Y, como esa era la recompensa, nuestra pelea no era más que un embrollo que aguantar estoicamente. Yo nunca me había enrollado con nadie, ni me había emborrachado ni nada parecido, pero sabía que, cuando te gustaba un chico, todas las adversidades cotidianas se volvían diminutas y perdían su importancia. Ibas por ahí cargando con la esperanza de volver a verlo y la reavivabas en cuanto te aburrías o te ponías nerviosa, como el preciado recuerdo de algo bueno.

—Me pregunto desde cuándo eres tú quien decide qué es asunto mío —dijo mi padre.

Ahora no, pensé. ¿No se daba cuenta de que no se trataba de nosotros? Tan solo éramos la nave que llevaría a Rufina hasta los brazos del chico que la aguardaba al otro lado de la noche.

—Terry. —Mi madre sacudió la cabeza con dulzura. Le dijo algo moviendo los labios. Creo que «Luego». Ella sí sabía cuál era nuestro cometido.

—En mi coche diré lo que quiera —dijo mi padre, pero, mientras lo iba diciendo, metió una marcha y arrancó. Aún no sé si se rindió a mí, a Rufina o a mi madre.

Cuando estábamos otra vez en la carretera, le dije:

—Está en la 90. ¿Sabes salir a la 90?

Mi padre no dijo nada.

—Papá lo sabe, porque vinimos por ahí —dijo mi madre.

Me dije que podría haber sido peor si hubiéramos tenido que parar en una gasolinera a preguntar.

Durante lo que quedaba de viaje, que fueron casi veinte minutos, nadie dijo una sola palabra. En la oscuridad del coche y en la oscuridad de la autopista, podíamos estar en cualquier sitio que no fuera Massachusetts, mi padre, mi madre, yo y esa chica tan guapa que había en el otro asiento (pasé un minuto entero sin conseguir recordar su nombre). ¿Qué estaba haciendo con nosotros? Era lógico que los demás estuviéramos juntos en ese coche, pero su presencia era extraña y desconcertante.

Luego volví a centrarme (Rufina, claro). Así que Nick y ella estaban liados. ¿Cómo es que no me había dado cuenta? Al parecer, la belleza podía a la raza. ¿Es que me equivocaba del todo con lo que pensaba sobre las parejas de Ault? ¿O había observado bien, pero había confundido las pautas con reglas? Siempre podía haber excepciones, eso estaba claro. A veces (más a menudo que no, aunque no dejó de sorprenderme hasta que no fui algo mayor), las cosas eran lo que parecían. Ves a un chico y una chica coqueteando y luego resulta que están juntos. Solo a mí podría impactarme la noticia.

Dejamos a Rufina y desapareció por unas enormes puertas de cristal automáticas tras las que podían verse una alfombra de color rosado, una mesa con un enorme jarrón y docenas de flores y por encima de las flores un candelabro. Nos marchamos y tampoco nadie dijo nada en el viaje de vuelta.

Mi padre detuvo el coche a la entrada del campus, pero dejó los faros encendidos. Eran casi las once de la noche, la hora de la recogida del sábado, aunque ese día muy pocos alumnos iban a dormir en las residencias.

Mi padre dejó las manos sobre el volante.

—Mañana no… —empezó a decir, pero como había estado callado tanto tiempo, le tembló un poco la voz al volver a hablar. Se aclaró la garganta—. Mañana no voy a ir ni a la capilla ni al brunch —dijo—. Nos vemos en Navidad, Lee.

—¿Estás de broma? —dije.

—¡Terry! —dijo mi madre.

—No es ninguna broma. —No nos miró a ninguna de las dos.

—Pero, cariño, ¿por qué…? —empezó a decir mi madre.

—No me merezco este trato. —La interrumpió—. Por parte de nadie, pero muchísimo menos por parte de mi hija de dieciséis años.

—Yo no… dije, pero tampoco me dejó seguir. Seguramente había preparado lo que iba a decir durante el viaje. Su voz sonaba firme, furiosa y controlada al mismo tiempo.

—No sé qué ha pasado contigo, Lee, pero tengo una cosa clara: eres una decepción. Eres egoísta y superficial, y no nos respetas ni a mí ni a tu madre. Me avergüenzo de ti. —«Ni a tu madre ni a mí», pensé yo. Eso es lo que pensé en ese momento—. Cuando viniste a Ault —siguió diciendo mi padre—, pensé que un sitio así estaría lleno de mocosos pretenciosos, pero me dije: «Me alegro de que Lee tenga la cabeza bien puesta sobre los hombros». Pues me equivoqué. Ahora lo tengo claro. Fue un error dejarte venir. Puede que tu madre lo vea de otra forma, pero no he conducido dieciocho horas para esto.

Nadie dijo nada, mi madre sacó un pañuelo y se sonó la nariz. A veces, cuando mi madre lloraba me hacía llorar a mí también. Esta vez no quería que sucediera por nada del mundo.

Tragué saliva. Pude haber dicho muchas cosas en ese momento, pero la que elegí fue:

—Yo no os pedí que vinierais.

—¡Lee! —Mi madre estaba angustiada.

De pronto, mi padre se soltó el cinturón de seguridad, abrió su puerta, se bajó del coche y abrió también mi puerta.

—Baja —rugió—. Ahora mismo.

—No.

—Te he dicho que bajes de mi coche.

—También es el coche de mamá.

Me miró con furia y sacudió la cabeza. Al parecer, me despreciaba tanto que no tenía palabras.

—Vale —dije. Bajé, me crucé de brazos y me quedé mirándolo—. Puedes decirme lo horrible que soy. Pero quizá deberías pensar en tu comportamiento. Te parece divertidísimo abochornarme y decir tonterías delante de mis amigas, y, cuando me enfado, actúas como si no hubieras hecho nada.

—¿Abochornarte? ¿Así es como se llama ahora a invitar a esas chicas a cenar?

—Ah, ya entiendo. Tú nos llevas de cena y yo tengo que pasar por alto cómo te comportas el resto del tiempo.

—No sabía que te había pedido que pasaras nada por alto. Tengo treinta y nueve años y estoy bastante contento con mi manera de ser, Lee. Y eso es muchísimo más de lo que puedo decir de ti. Ante todo, hay una cosa por la que no siento necesidad alguna, y es pedirte disculpas.

—Me alegro por ti —dije yo—. Felicidades.

Y entonces (no recuerdo haberlo visto venir, tan solo estar aturdida porque hubiera pasado), levantó la mano derecha y me dio una bofetada. Noté la mano caliente, luego mi cara ardía y se me llenaron las mejillas de lágrimas, pero solo de dolor. Y lo que hice yo antes de mirar a mi padre a los ojos, antes de decir nada y de llevarme la mano a la mandíbula y a la mejilla, fue echar un vistazo alrededor. Estábamos cerca de la capilla y a unos diez metros, iluminado al pasar por debajo de una farola, estaba un compañero de curso llamado Jeff Oltiss. Nos miramos. No pude verle la expresión desde tan lejos, pero creí notar cierta comprensión. No conocía bien a Jeff (habíamos ido juntos a inglés de segundo con la señorita Moray; eso era todo) y no volví a hablar con él después de esto. Durante todo el tiempo que pasé en Ault, no fue más que la persona que había visto cómo me pegó mi padre. Si me encontrara hoy con él en San Francisco o en Nueva York, podría estar casado y con hijos, y ser astrofísico o contable, pero para mí no sería más que la persona que vio cómo me abofeteó mi padre. Por entonces, cuando aún estábamos en Ault y nos cruzábamos en el comedor o en el gimnasio, no nos hablábamos ni nos saludábamos, pero notaba una complicidad fugaz entre nosotros. Lo sabía.

Dejé de mirarlo y me volví hacia mi padre.

—Eres gilipollas —dije. Estaba llorando.

—Y tú eres una pequeña cabrona desagradecida. —Cerró la puerta de atrás de una patada y se metió por la de delante (antes de que cerrara la puerta, oí la voz de mi madre, pero no entendí lo que dijo) e hizo rugir el motor. Luego, se marcharon.

Para llegar a mi residencia, tenía que seguir a Jeff por el arco que daba al patio. Pero en lugar de eso, caminé en dirección contraria, hacia la glorieta. Allí, en medio de la enorme explanada de césped rodeada de árboles, miré hacia los enormes edificios en los que solo había encendidas algunas luces y luego, a las estrellas. Ahí afuera, en la glorieta, no me encontraba mal. Cuando estuviera dentro, con luz, rodeada de muebles, revistas, almohadones y marcos de fotos, la cosa cambiaría.

El teléfono sonó a primera hora de la mañana y fue como si hubiera estado esperando esa llamada. Bajé de la cama de un salto, corrí escaleras abajo y abrí la puerta de la cabina de un tirón.

—Lee —dijo mi madre, pero estaba llorando tanto que no podía ni hablar.

—Mamá —dije yo—. Mamá, lo siento mucho. Quiero que volváis.

—Papá está devolviendo las llaves —dijo. Tomó aire varias veces—. Quiere salir temprano. Lee, recuerda que te quiere mucho y que está muy orgulloso de ti. Espero que lo sepas.

—Mamá. —La mandíbula me empezó a temblar y las comisuras de los labios se me tensaron.

—Estábamos muy ilusionados con el fin de semana. Siento mucho que haya terminado así.

—Mamá, no es culpa tuya. Mamá, por favor. No llores. —Pero yo también estaba llorando. No sé si se daría cuenta con su propio llanto—. ¿Por qué no vuelves tú? —dije—. Aunque papá no venga. Te gustará el oficio.

—Lee, no puedo. Quiere ponerse en marcha enseguida. Lo que quiero que hagas tú es llamarlo en unos días y decirle que lo sientes. Ya sé que él también se ha equivocado y que no debería haberte pegado. Me da mucha pena. —Volvía a tener la respiración entrecortada.

—No pasa nada —dije—. No me hizo daño. De verdad, mamá. No me hizo daño.

—Tengo que irme, Lee. Te quiero, ¿de acuerdo? Te quiero. —Colgó y yo me quedé con el teléfono en la mano, sin escuchar nada. Volví a la habitación y en el despertador de Martha vi que todavía no eran las seis y media.

Cuando alguna vez hemos recordado lo que pasó (en nuestra familia nunca ha sucedido nada que no acabe convertido antes o después en chiste o anécdota), lo llamábamos el «fin de semana del infierno» y nunca quedó claro quién había sido más atroz, si mi padre o yo. En la versión de mi madre, todo comienza cuando Lee está hojeando una de esas revistas de cotilleos que tanto le gustan y papá empieza a tomarle el pelo, ya sabes cómo pueden calentarse las cosas entre dos personas tan irascibles como ellos. Además, mi madre no dejó nunca de preguntar por Rufina y por María, tanto por carta como en las conversaciones. Las llamaba «las latinas» o «la del novio y la otra».

Fue la última vez que mi padre me pegó (de pequeña me había dado algún cachete, pero solo cuando mis hermanos y yo nos habíamos pasado completamente de la raya o si estábamos siendo muy desobedientes) y marcó el comienzo de un largo periodo de tiempo durante el que no lloré delante de mis padres.

Cuando estaba en la universidad, siempre tenía teléfono en mi habitación y mi padre solía llamarme (creo que no soportaba el sistema de teléfono de pago público de Ault). Si saltaba el contestador, muchas veces no dejaba un mensaje, sino que decía alguna frase sin sentido o contaba algún chiste («¿Qué le dice un pez a otro?» o, para Halloween: «Lee, ¿cuál es el colmo de un vampiro?»). A mis compañeras, claro está, les parecía muy divertido. Más tarde, cuando ya había terminado la universidad, se compró un teléfono móvil y me llamaba todos los días. Siempre le cogía el teléfono, incluso en el trabajo, aunque tuviera cosas que hacer, y siempre dejaba que fuera él quien terminara la conversación. No es que pensara que podía redimirme por aquel fin de semana, o por haber ido a Ault en primer lugar. (¿Cómo iba a saber yo a los trece años que tenía toda la vida para separarme de mi familia? Quizá por haber ido a Ault me convertí en el tipo de persona que siempre está lejos, primero por estudios y luego por trabajo). No, no es que pensara que podía redimirme, pero sí pensaba que merecía ver que lo intentaba, que se lo debía. En cuanto a mi madre, nunca me castigó por ello ni me lo recriminó. Y precisamente por ello, porque a diferencia de mi padre nunca quiso nada a cambio, jamás podré devolverle todo lo que le debo. Es un océano, un planeta entero.

En una visita a mis padres, mientras curioseaba en la habitación de mi hermano Tim, me llamó la atención un cartelito que tenía colgado en el tablón de corcho, un rectángulo de color crema con un enorme lazo rojo en la esquina de arriba y el blasón de Ault a la izquierda. «Timothy John Fiora», decía, y debajo: «hermano de Lee». Después de mi nombre, se leía el año de mi graduación. Cuando escribieron la fecha, quedaban casi dos años para que llegara. Cuando yo la vi, había quedado diez años atrás y el propio Tim había terminado el instituto y ya había empezado la diplomatura. Lo que me sorprendió fue que el nombre de mi hermano no llevara su letra, sino la de mi padre. Cuando fue a buscar los de ellos dos, debió de coger un cartelito de más, de escribir el nombre de Tim (y seguramente el de Joseph) y de dárselo a mi madre para llevárselos a Indiana. ¿O los llevaría todo el sábado metidos en el bolsillo de su blazer caqui teniendo cuidado de que no se doblaran al sentarse? ¿Y en el viaje de vuelta los dejó en un sitio donde estuvieran bien protegidos, en el salpicadero quizá o en el asiento de al lado? Más tarde me enteré de que hicieron todo el viaje del tirón y de que mi padre condujo todo el trayecto. Habían pensado hacer una parada cerca de Erie, pero mi madre se quedó dormida y él decidió seguir adelante. Poco después de medianoche, mi madre se despertó sobresaltada. El motor estaba apagado y mi padre, a su lado, crujía los nudillos y miraba por la ventanilla.

—¿Dónde estamos? —preguntó mi madre.

—En casa —le dijo él.