PUEBLERINO.
INVIERNO DE TERCERO

La ambulancia llevó a Sin-Jun a urgencias a primera hora de la noche, más o menos cuando empezaba la cena de gala. De hecho, Tig Oltman y Daphne Cook —dos chicas de segundo que vivían en su misma residencia— se toparon con ella cuando iban hacia el refectorio. Justo cuando abrían la puerta para salir de la residencia, Sin-Jun apareció tambaleándose y cayó desplomada al suelo, mascullando algo ininteligible y con el brazo apretado con fuerza sobre el abdomen, como si llevara un montón de piedras o de granos de maíz recogidos en la camisa y no quisiera que se le cayeran.

Era miércoles y después de la cena había organizada una charla para todos los alumnos (a cargo de la coreógrafa negra de una compañía de danza). La señora Morino, responsable de la residencia de Sin-Jun, nos salió al paso cuando Martha y yo nos disponíamos a entrar en el salón de actos. Este es el momento que siempre recuerdo cuando pienso en lo que sucedió, incluso en todo lo que quedaba de aquel invierno —estábamos a finales de febrero—. Iba hablando alegremente con Martha sobre cualquier tontería y atenta a Cross Sugarman, que caminaba unos pasos por delante, para ver dónde se sentaban él y sus amigos y colocarnos cerca de ellos, aunque no demasiado, para que no se notara que lo habíamos hecho a propósito. La señora Morino vino directamente hacia nosotras y, a pesar de que nos saludó con la mano (¿para qué iba a saludarnos a solo unos pasos si nunca nos había dado clase ni entrenado, y casi no la conocíamos?), me sobresalté cuando se detuvo frente a nosotras y me agarró las manos.

—No sé cómo decirte esto —dijo.

Sentí miedo. Empecé a repasar febrilmente mis meteduras de pata recientes y me sentí aliviada —un alivio que pronto me resultó bochornoso y desalmado— cuando la señora Morino dijo:

Sin-Jun está en el hospital. Se ha tomado unas pastillas. Los médicos han tenido que hacerle un lavado de estómago. Ahora está estable… Acabo de estar con ella, pero aún está muy delicada.

—¿Está enferma? —Miré a través de las puertas. Cross había desaparecido en el salón de actos, ya se había sentado casi todo el mundo y las luces empezaban a apagarse. Volví a mirar a la señora Morino, me sorprendía que nos hiciera llegar tarde a la charla.

—Se ha tomado unas pastillas —dijo, pero yo seguía sin entenderlo, creo que fue más por la idea concreta que tenía de Sin-Jun que por ingenuidad, aunque también puede que fuera una mezcla de las dos cosas.

—Lo ha hecho a propósito, Lee —dijo Martha, que se dio cuenta de que no lo estaba entendiendo.

—Me gustaría que vinieras al hospital —dijo la señora Morino—. Está un poco mareada, pero le vendrá bien ver otra cara conocida.

¿Que Sin-Jun había tomado pastillas «a propósito»? ¿Que había intentado suicidarse? La idea, más que impactante, me parecía inconcebible. Sin-Jun ni siquiera era infeliz; desde luego, no iba a suicidarse.

Tragué saliva.

—¿Viene también Martha?

—Por esta noche, no —dijo la señora Morino—. No quiero que Sin-Jun se agobie. Lo entiendes, ¿verdad, Martha? Tú ya puedes ir dentro si quieres. —La señora Morino señaló con un gesto de la cabeza hacia el salón de actos—. Lee, nosotras nos marchamos. Tengo el coche aparcado justo a la puerta.

Echó a andar por el pasillo y la acompañé. Miré hacia atrás y vi que Martha seguía en la puerta del salón de actos, desconcertada y desencajada. Nos miramos a los ojos, levantó la mano para decir adiós y fui su reflejo: la saludé igual de desconcertada.

En los diez años siguientes, la coreógrafa que habló aquella noche se fue haciendo cada vez más conocida a nivel nacional (su compañía solía tratar cuestiones políticas, en especial raciales) y tuve la ocasión de leer varios artículos sobre ella en diversas publicaciones. Siempre que veía su nombre sentía exactamente el mismo vértigo que entonces, cuando me dijeron que Sin-Jun se había tomado esas pastillas, esa sensación única mezcla de descubrimiento y de aturdimiento que se adueña de ti cuando te dan una mala noticia, pero aún no conoces los detalles.

La señora Morino tenía una ranchera de color azul oscuro. El salpicadero iba plagado de pegatinas ambientadoras, y el asiento estaba lleno de arriba abajo de pelos de perro. La señora Morino daba clase de geometría y el señor Morino, de historia de América (ninguno de los dos me había dado clase) y tenían tres hijos. No sabía cómo se llamaban, el mayor tendría seis años y, a veces, aparecían en el comedor, llorando, comiendo Cheerios o revolcándose por el suelo. La señora Morino tenía sintonizada una emisora de música clásica a un volumen tan bajo que solo se escuchaba cuando dejábamos de hablar. Como era de noche, solo podía intuir el paso de campos y bosques al otro lado del cristal.

—Una pregunta —dijo la señora Morino—: ¿alguna vez viste a Sin-Jun deprimida cuando vivíais juntas?

—Creo que no.

—¿Alguna vez dijo algo de autolesionarse?

—No.

—¿Le preocupaba alguna cosa?

Intenté recordar si la había visto llorar y recordé una sola vez, por la nota de un examen de inglés. Me acerqué a su mesa, le di unas palmaditas en la espalda y pude ver la nota, escrita en azul en la parte de arriba de la hoja: un notable bajo, ni en inglés ni en ninguna otra asignatura sacaba yo más nota. Aunque estoy muy segura de que Sin-Jun no me lo había contado, sabía que antes de venir a Ault fue la primera chica de Corea en ganar un campeonato nacional de ciencias y matemáticas.

—Le preocupaban las notas —le dije a la señora Morino—, pero, aparte de eso, nada.

Sin-Jun y yo no intimamos demasiado, ni siquiera cuando compartíamos habitación. Aun así, cuando vives con alguien es inevitable llegar a conocerlo. Cuando Sin-Jun se despertaba por la mañana, con su negro pelo suelto y revuelto, y la cara pálida, era imposible hablar con ella más de quince minutos; su aperitivo favorito eran unos guisantes secos y picantes que iban metidos en bolsitas de aluminio, o cualquier cosa que llevara caramelo; tenía pavor a las serpientes, aunque fuera en fotografía; y la persona a la que más quería en el mundo era su hermana Eunjee, que tenía cuatro años menos que ella y que aún vivía con sus padres en Seúl. Sin embargo, me dije, quizá todo eso no era más que información y no conocimiento de verdad. Además, desde que habíamos dejado de ser compañeras de habitación hacía dos años, cada vez habíamos coincidido menos. En segundo, Sin-Jun pasó a compartir habitación con Clara O’Hallahan, y yo, con Martha. Ni siquiera estábamos en la misma residencia.

—¿Ha habido algún cambio últimamente en la vida de Sin-Jun? —preguntó la señora Morino—. Con su familia, o aquí en Ault.

—Creo que no.

—¿Y algún problema con los profesores, o con otros alumnos?

—¿No lo sabría mejor Clara que yo? —¿Estaba dando a entender que yo era una mala amiga? ¿Es que era una mala amiga?

—En teoría, sí —dijo la señora Morino—, pero Clara está bastante afectada. Fue con Sin-Jun en la ambulancia y sigue con ella.

No había mucho más que decir. No parecía oportuno empezar una charla trivial, y estaba claro que no podía responder a sus preguntas. Durante el viaje, tan pronto pensaba en lo raro que era estar en el coche de la señora Morino como en Sin-Jun. La señora Morino estaba convencida de que había tomado a propósito muchas pastillas (aspirinas, al parecer); por lo que sabía, no había barajado otra posibilidad. Mientras pensaba en eso, me distrajo la realidad física, la señorita Morino que iba sentada a mi lado: ¿de dónde era? ¿A qué edad se habría casado con el señor Morino? Por su aspecto y por la edad de sus hijos, estaría a punto de cumplir los cuarenta. Mientras hacía cálculos, volví a pensar en Sin-Jun. ¿Había dicho o hecho algo alguna vez que apuntara al suicidio? ¿Lo habría hecho para llamar la atención? Nunca me había dado esa impresión.

Intenté recordar cuándo la había visto por última vez, con un gesto tan rutinario como cuando te pones a pensar en cómo ibas vestida el día de antes o qué hubo de cena. En el hospital, pasamos por la entrada principal, unas puertas automáticas de cristal bajo un porche de entrada cubierto bien iluminado. Era un hospital pequeño de solo tres plantas y parecía acogedor (seguramente, si Sin-Jun hubiera estado en grave peligro la habrían enviado a Boston en helicóptero).

Dentro, la luz blanca y brillante se reflejaba en el suelo de linóleo también de color blanco. Nos registramos en un mostrador de la primera planta y subimos en ascensor hasta la tercera, atravesamos unas puertas dobles y pasamos por delante del puesto de enfermería. Nada más cruzar la puerta, oí un gemido, como de locura, ¿acaso estábamos en el Pabellón de Psiquiatría? Entonces fue cuando asimilé de verdad todo lo que había dicho la señora Morino. Sin-Jun había intentado suicidarse y estaba en el hospital. No es que hasta entonces creyera que me había mentido, era solo que no podía creer que todo eso hubiera pasado o, más bien, que estuviera pasando. Siempre había sido incapaz de reconocer los grandes momentos, los momentos importantes, porque nunca daban la sensación de ser grandes ni importantes. Mientras suceden, a ti te entran ganas de ir al baño, o te pica el brazo o te lo dicen de una forma que te resulta exagerada o melodramática y tienes que reprimir una sonrisilla. Tienes una idea de cómo deberían ser esas situaciones (ante todo, imponentes), y no lo son. Pero entonces miras atrás, y fue eso; sucedió.

Casi todas las puertas estaban abiertas y al pasar por las habitaciones se escuchaban risas enlatadas y las voces chillonas de la televisión. Entonces, lo recordé: el viernes anterior. Aquel día hablé con Sin-Jun por última vez. Habíamos ido a almorzar juntas después de química y estuvimos hablando sobre las vacaciones de primavera, que iban a ser en marzo. Me dijo que se quedaría con una tía suya en San Diego. No hubo nada que me llamara la atención en la conversación, ninguna mirada ni nada raro en el tono de voz. ¿Ya lo estaría planeando entonces o lo de las pastillas había sido un acto impulsivo? Y volvió la pregunta: ¿por qué? ¿No tenía una vida perfecta? No era popular, pero tenía amigas… Era impensable que le cayera mal a nadie. Y, encima de todo eso, le iba bien en los estudios. Su inglés seguía siendo sorprendentemente tosco, pero no tenía problemas para comunicarse con nadie. Y sus padres, por lo que vi cuando íbamos a primero, eran buenas personas y, aunque no lo fueran, estaban muy lejos. ¿Podría ser eso? ¿Podría ser la distancia? ¿O es que echaba de menos a su hermana? Pero eso tampoco tenía sentido: no te tomas pastillas por echar de menos a nadie.

Entramos en la habitación y encontramos a Sin-Jun en la cama, con la cabecera elevada, de forma que estaba casi sentada. Tenía la mirada fija al frente, sin ninguna expresión en particular y llevaba puesta una bata de hospital de color azul claro. Como me había advertido la señora Morino, tenía la piel alrededor de la boca manchada de negro, por el carbón con el que los médicos le habían vaciado el estómago.

Pero no fue ella la que reclamó nuestra atención, sino Clara, de la que emanaba el gemido que oímos nada más pasar por la puerta. Clara estaba llorando sin control, como una niña. Tenía la cara con marcas rojas, le caían las lágrimas por toda la cara, le moqueaba la nariz, tenía la boca abierta con hilillos de baba entre los labios y dejaba salir un llanto sin palabras, un alarido a veces sostenido y a veces interrumpido por jadeos entrecortados, tan grotesco como cautivador. Estaba sentada en una silla a la derecha de la cama de Sin-Jun, echada hacia delante y con las dos manos apoyadas al borde del colchón. Como el colchón estaba casi treinta centímetros más alto que la silla, era como si le estuviera rezando suplicante a Sin-Jun, que parecía ignorarla por completo.

—¡Mirad a quién he traído! —gritó la señora Morino por encima del ruido. Me agarró por el hombro y sonrió generosamente.

—¡Hola! —grité yo.

Sin-Jun no nos miró.

No supe si abrazarla o no. Me acerqué a ella, puse una mano sobre el colchón, junto a sus pies, y por fin me miró.

—Hola, Lee —dijo con la voz cansada, pero sin más expresión, ni avergonzada, ni arrepentida, ni triste.

—Me alegra verte —dije. Sin-Jun no había alzado la voz y pude oírla bien, pero, aun así, me sentía como impelida a gritar.

Al parecer, la señora Morino tenía la misma sensación.

—Vuelvo corriendo al colegio —dijo a voz en grito mientras le acariciaba a Clara la espalda—. Tengo que echar a dormir a los niños. Lee y Clara, cuando el señor Morino me traiga para pasar la noche con Sin-Jun, os llevará a las dos a casa. ¿Os parece?

No dijimos nada.

—Estaréis de vuelta en la residencia a tiempo para la recogida —dijo la señora Morino—. Sin-Jun, queremos que te pongas bien. ¿Puedes hacerlo por nosotras?

Cuando la señora Morino se hubo ido, Clara dejó de llorar y estuvo sollozando un poco, como para recuperar el aliento. Sentí el mismo alivio que cuando un bebé para de berrear, pero la misma angustia también, sabiendo que eso no era el final sino un paréntesis.

—¿Cuánto tiempo lleváis aquí? —pregunté.

—No lo sé —dijo Clara, con la voz temblorosa y alargando las palabras.

Quise preguntar «¿Y cuánto tiempo llevas llorando?». Estar tan descompuesta me pareció agotador, y Clara estaba rellenita… Estaba claro que no podría mantener ese esfuerzo indefinidamente.

Volví a mirar a Sin-Jun. Me miró a los ojos y casi me asusté. Me miró tan desesperanzada y tan agotada que casi pareció despreciarme. Se me ocurrió que podría haberla subestimado. Quizá no la había creído capaz de tener una opinión o de estar insatisfecha… de ser como yo. En cualquier caso, no podía hacer nada por ella. Seguía sin creer que hubiera querido morir de verdad, pero, aun así, se había tomado esas pastillas; así pues, no le faltaba la voluntad necesaria.

—Me quedaré aquí a pasar la noche —anunció Clara—. No me lo podréis impedir.

Por primera vez desde que había llegado, Sin-Jun se volvió hacia ella y le dijo:

—No quedas en hospital.

—No te queda otra. No me marcharé a ningún sitio.

—El señor Morino vendrá a llevarnos a la recogida —dije.

—¿A la recogida? —Clara se me quedó mirando—. Sin-Jun ha estado a punto de morir hoy, ¿y a ti lo único que te importa es la recogida?

Sin-Jun no reaccionó de ninguna manera a la referencia directa a la muerte (totalmente inadecuada, en mi opinión).

Sin-Jun, ¿tú quieres que nos quedemos? —pregunté.

—Quiero dormir —dijo Sin-Jun y miró a Clara—. Vuelve a colegio.

—¡No! No me voy a ir. Voy a llamar a los Morino ahora mismo para decirles que me quedo. Pediré que me pongan una cama supletoria, como la señora Morino. Me quedo. ¿Me oyes? —Se puso de pie y empezó a ir hacia la puerta, pesada y melodramáticamente, como si esperara que Sin-Jun fuera a saltar de la cama para impedírselo.

Yo estaba a los pies de la cama, casi junto a la puerta, y cuando Clara se acercó, me eché para atrás. Iba tambaleándose y farfullando, y no quería que me tocara.

Cuando se marchó, la habitación parecía un remanso de paz. Estaba aliviada, pero también temerosa por quedarme a solas con Sin-Jun. Me senté en la silla de Clara —ya me levantaría cuando volviera— y nos quedamos las dos calladas hasta que, por fin, dije:

Sin-Jun, ¿te arrepientes de haber venido a Ault?

Se encogió de hombros.

—No estás obligada, ¿verdad? Si les dijeras a tus padres que no quieres estar aquí, no te obligarían a quedarte.

—No tengo que decir nada a padres. Señora Morino llama ya y padre viene mañana.

Aunque no había pensado en ello, era lógico que intervinieran los padres. De hecho, me sorprendió un poco que la señora Morino nos dejara solas y sin adultos, aunque fuera por poco tiempo. ¿Cómo íbamos a saber nosotras qué hacer?

—Clara está muy mal, ¿no? —dije, y enseguida añadí—: Estamos todos muy preocupados por ti, Sin Jun.

Pensé que sonaba como si estuviera leyendo una tarjeta postal. Pero vi que a Sin-Jun se le llenaban los ojos de lágrimas. Al parpadear se le deslizaron por los párpados.

—Ay, Dios —dije—. Lo siento.

Sacudió la cabeza.

—¿Sin-Jun?

Abrió la boca, pero no dijo nada y no supe si debía arrancarle las palabras o impedir que hablara. Siempre tenía la sensación de que quería enterarme de algún secreto o que sucediera algo —quería que mi vida arrancara de una vez—, pero, en los raros momentos en los que parecía que algo podría cambiar de verdad, me entraba el pánico.

—No te hace falta decir nada —dije—. Pero te traeré algo de agua.

Se secó los ojos con las manos.

—Seguro que tienes sed —dije, y salí corriendo de la habitación. Mientras yo buscaba un vaso de plástico (me lo dieron en el puesto de enfermería) y lo llenaba en una fuente, Clara volvió a la habitación. Dejé el vaso en la mesita que había junto a la cama de Sin-Jun y vi que ya había otro, medio vacío y con una pajita.

—¿Ha dicho el señor Morino que puedes quedarte? —le pregunté a Clara.

—Claro, ¿y por qué no? —Clara parecía algo recompuesta. Al menos ya no estaba derramando líquidos por todos los orificios de la cara y Sin-Jun también había dejado de llorar.

Miré la hora. Eran las ocho y media y la recogida iba a ser a las diez. Aún faltaba por lo menos una hora para que llegaran los Morino.

—Debería bajar —dije—. No quiero hacerles esperar.

Ni Clara ni Sin-Jun me estaban prestando atención.

—No voy a dejarte sola —estaba diciendo Clara, y noté que era solo cuestión de tiempo que volvieran a abrirse las compuertas.

Sin-Jun, espero que te mejores —dije—. ¿Vale? Yo. —Me acerqué a la cama y la abracé. No me devolvió el abrazo, y entre mis brazos me pareció ingrávida y quebradiza—. Hasta luego —dije—. ¿Vale? Nos vemos.

—Hasta luego, Lee —dijo por fin.

No me despedí de Clara y ella tampoco me dijo nada cuando me marché.

Estaba tan desesperada por marcharme de aquel hospital que, en cuanto llegué a la primera planta y a pesar de todo el tiempo que debía esperar, fui directamente al porche y me quedé allí con los brazos cruzados, mirando hacia el aparcamiento. El colegio estaba a ocho kilómetros, pero si no hubiera estado tan oscuro, habría echado a andar.

No había cogido el monedero ni llevaba dinero encima. Si hubiera tenido dinero, me habría sacado un refresco de cola. Luego pensé que, si Sin-Jun no quería morir, ¿es que quería acabar aquí? Lo de las pastillas debía de haber sido algo impulsivo, cuestión de «esto no; cualquier cosa salvo este momento».

Así que Sin-Jun también. Jamás lo habría sospechado. No es que hubiera podido cambiar las cosas de haber sido así. Después de todo, no podías hablar de estos asuntos con nadie. ¿Cómo ibas a explicarle a otro cómo te sentías? Podías disfrazar las cosas, pero siempre llegaba un momento en el que la luz cambiaba o el tiempo se volvía lento (los domingos sobre todo y también los sábados por la tarde, si no tenías partido) y entonces veías que no eran nada en realidad. No eran más que algo interminable, siempre lo mismo, y conseguir o no algo no marcaba diferencia alguna. ¿Qué te quedaba entonces? La habitación insoportablemente conocida en la que vivías, tu cuerpo y esa cara tan horribles, y el desdén de los demás, su indiferencia y la impresión que les causarías si intentaras explicarte, entre rara y aburrida, ni siquiera original. ¿Por qué sus vidas eran tan fáciles? ¿Por qué había que demostrarles las cosas o convencerles de algo, y no al revés? Además, que lo intentaras no quería decir que lo fueras a conseguir.

¿De qué hablábamos en las cenas? De profesores, de películas o de las vacaciones de primavera. No hacías otra cosa que socializar y relacionarte. Y las cosas que decías, el camino de la capilla al edificio de las clases, la mochila, los exámenes… no eran más que un puente con el que salvar lo que sentías de verdad. Se trataba de aprender a ignorar lo que quedaba por debajo. Estaba bien si encontrabas a alguien como tú, pero debías aceptar que nadie podía hacer nada que te hiciera sentir mejor. Curiosamente, los intentos de suicidio me parecían ingenuos (no había pensado así en primero pero sí lo hacía dos años después). No conseguían nada y solo ponían en marcha un drama que con toda seguridad no podía sostenerse en el tiempo. En la línea de llegada siempre estaba tu vida normal, de la que nadie más podía librarte.

Alguien se acercó a la máquina de refrescos y deseé que se fuera. Se dio la vuelta, me saludó con un «Hola» y yo asentí sin sonreír.

—¿Estás bien? —dijo. Era un hombre joven y llevaba una niña pequeña en brazos.

—Sí, estoy bien.

—Pareces preocupada por algo.

No respondí.

—No quiero molestarte —dijo enseguida él. Y añadió—: No me has reconocido, ¿verdad? Perdona, debería haber. Espera. —Llevaba una camisa de franela de manga larga y una camiseta blanca con cuello de pico debajo. De entre las dos, sacó una tarjeta de plástico que llevaba colgada de un cordón al cuello. Me la enseñó mientras con la otra mano agarraba a la niña, que nos observaba impasible, y una lata cerrada de Pepsi.

Estaba a un par de metros y tuve que ponerme de pie y echarme hacia delante para leer la tarjeta. Estuve a punto de no levantarme, pero lo hice, más por curiosidad que por cortesía, y me alegré de haberlo hecho. «Colegio Ault», se leía en la tarjeta. Tenía sobreimpreso el escudo de Ault y, en una esquina, había una foto de carné donde salía él sonriendo y con la barbilla levantada, como si hubiera estado bromeando con el fotógrafo. Por debajo de la foto, decía: «David Bardo, Dpto. de Alimentación».

—Lo siento —dije—. Me suena, pero es que no. —Me callé.

—Trabajo en la cocina.

—Ah, sí; es verdad.

Y era cierto que me sonaba, de esa forma imprecisa en que te suena alguien a quien nunca has prestado atención. Me dio vergüenza lo cortante que había sido con él. No me costaba ser grosera con los desconocidos, sobre todo si me abordaban en un lugar público, pero jamás lo habría sido con alguien que trabajara en Ault. Quien no conozca un internado podría pensar lo contrario, que los alumnos tratan con altanería a los conserjes o al personal de Secretaría, pero no es ni mucho menos así: en los últimos cinco años, los de cuarto habían dedicado el anuario dos veces a Will Koomber, el jefe de los jardineros y una especie de figura de culto. Will era un hombre negro de unos sesenta años nacido en Alabama. Decían que iba fumado todo el día y eso no hacía más que crecer el mito. Era especialmente popular entre los chicos y no era raro verlos por donde estaba Will echando el abono y oírles decir cosas como «¿Cómo está su esposa, Will?» o «Hay que estar siempre atento a la poli, ¿eh?». La verdad es que siempre que oía esas conversaciones me ponía nerviosa (los cumplidos me parecían algo falsos y creía que en cualquier momento podrían decir algo ofensivo, y que Will podría responder, o querer responder sin poder hacerlo), pero también pensaba que Will y los chicos de Ault se llevaban bien de verdad. Yo era la que le daba demasiadas vueltas a la relación, no ellos. Cada vez que me cruzaba con Will, sobre todo si iba sola, me regalaba alguna frase en tercera persona («Pues sí que lleva prisa» o «Qué falda tan bonita lleva hoy»), y yo bajaba la cabeza sonriendo para mostrarle mi gratitud por hablar también conmigo, y no solo con los chicos deportistas y las chicas guapas.

Pero el personal de cocina era otra cosa. Al parecer, no los conocía casi nadie, al menos yo no. Cuando estaba en el comedor, me limitaba a decidir qué iba a comer y dónde sentarme, y no prestaba mucha atención a lo que quedaba fuera de mi entorno. Allí, delante de David Bardo, intentando recordar a las personas que trabajaban en la cocina, no pude más que dar con grupos genéricos, del tipo: mujeres de veintitantos y mujeres de cincuenta (en mi cerebro, todas las mujeres de ambos grupos tenían los ojos azules y el pelo claro recogido con redecillas o debajo de un gorro blanco, todas tenían sobrepeso y antebrazos blancos y rechonchos). En una sala llena de vapor contigua a la cocina, estaban los adolescentes friegaplatos. Solían escuchar heavy metal a todo volumen y, siempre que dejaba los platos sucios en la cinta, me sorprendía que pudieran poner esa música y a semejante volumen. Casi todos aquellos chicos eran flacos, tenían la piel estropeada y el pelo rapado. Uno de ellos estaba muy gordo, con las mejillas tan infladas que le achinaban los ojos. El jefe de cocina (sabías quién era porque llevaba uno de esos sombreros altos) parecía haber cumplido los cuarenta y tenía barba rubia. A veces se ponía al final de la cola de la cafetería, nada más pasar los entrantes, detrás de la vitrina de cristal, haciendo comentarios que parecían las sugerencias que haría el camarero de un restaurante fino, aunque su tono siempre tenía un deje hostil: «Esta noche debería probar el lenguado» o «Sería una auténtica pena no comerse ese timbal de berenjena» (por supuesto, nadie quería lenguado ni timbal de berenjena; lo que queríamos todos eran perritos calientes y queso gratinado).

Y, además de todos ellos, al parecer, estaba David Bardo. Tendría unos veinte años y no era especialmente alto (mediría uno setenta y cinco), pero tenía el pecho y los hombros anchos. Era moreno, y su cara, rojiza, con barba de algunos días. Parecía una de esas personas que van a jugar al hockey sobre hielo a un estanque helado o que tienen un camión y saben arreglarlo si se avería.

—Sí, te he reconocido nada más verte —decía—. Te he visto y he dicho, mira, a esa la conozco, va al colegio. ¿Estás en segundo?

—En tercero.

—Ah, vale, porque llevas allí desde que entré a trabajar, y eso fue en enero del año pasado. ¿De dónde eres?

—De Indiana.

—Vaya, qué lejos. Pero también hay gente de California, ¿verdad?

—Puede ser.

—No estaría mal ir a California alguna vez. Tengo un amigo que se marchó a Santa Cruz y no quiere volver. ¿Has estado alguna vez?

—No. —No sé bien por qué, pero deseé haberlo hecho, deseé ser todo lo que ese tipo imaginaba que era un alumno de Ault, para empezar, alguien viajado.

—Estoy pensando en ir este verano. Puede que en julio o en agosto. Hacer un viaje por carretera y pasar algunas semanas por ahí.

Aunque no tenía nada que decir, intenté parecer interesada.

—¿Alguna vez has cruzado el país en coche?

Sacudí la cabeza.

—Yo sí —dijo de pronto la niña, y David Bardo y yo nos echamos a reír. La niña tendría unos dos años, el pelo rubio y revuelto, y pendientes en forma de corazón.

—¿Te gusta viajar en coche? —le pregunté—. ¿Vas a ir a California con tu papá?

—No, no —dijo David Bardo—. Kaley no es mi hija. No eres mi hija, ¿verdad, peque? —La miró y le acarició la mejilla con el pulgar, luego volvió a mirarme a mí—. Es mi sobrina. Su mamá tiene algunos problemas de asma.

Debió de cambiarme la expresión de la cara.

—No, se encuentra bien —dijo—. Le han dado algo para respirar y está descansando. ¿Verdad, Kaley? ¿A que mamá está descansando? Le pasa un par de veces al año.

Pero no fue el asma lo que me hizo reaccionar así, sino saber que la niña no era hija suya y la sospecha repentina de que ese chico tenía una edad más parecida a la mía de lo que había pensado en un primer momento. Pensé que podía parecerle que estaba coqueteando con él y me puse muy nerviosa. Tenía que poner punto y final a esa conversación.

—¿Qué haces en el hospital? —dijo—. Si puedo preguntar.

Me acordé de Sin-Jun, dos plantas más arriba, echada en la cama con su camisón azul.

—No tienes que decirlo si no quieres —añadió.

—He venido a ver a una amiga que está enferma.

—Vaya, lo siento. —David Bardo sonrió sin separar los labios, una sonrisa de lástima, y se le marcaron unas arruguitas cerca de los ojos—. Los hospitales son un asco, ¿verdad? Oye, ¿necesitas que te lleve al colegio?

—Los Morino. Unos profesores van a venir a buscarme. Pero gracias.

Miré por la ventana (no podía ver mucho más allá de la entrada iluminada) y noté que David Bardo me estaba observando. Me volví hacia él y nos quedamos callados unos segundos. Entonces, puede que solo por terminar ese silencio, dije algo así como «Esto, debería…» y señalé hacia donde había estado sentada (una silla vacía rodeada por más sillas vacías), como si algo allí demandara mi atención.

—Claro. Me ha gustado conocerte. Aunque no nos hemos presentado de verdad, ¿no? Soy Dave —dijo, y me tendió la mano.

A las diez y veinte (esto es, veinte minutos después de la recogida), los Morino seguían sin hacer acto de presencia. Fui a buscar una cabina, pero, cuando la tuve delante, recordé que no llevaba dinero, ni tarjeta prepago (en la residencia siempre llamaba a casa a cobro revertido o iba echando monedas de veinticinco centavos) y, desde luego, no iba a subir a pedirles unas monedas a Clara y a Sin-Jun. Me acerqué al mostrador de recepción para preguntar si podía usar el teléfono, pero una mujer con una trenza de raíz rubia casi blanca me dijo que había una cabina en el vestíbulo.

—Ya lo sé —dije—. Pero no llevo dinero encima. Le prometo que no tardaré mucho.

Sacudió la cabeza.

—No está permitido hacer llamadas.

La mujer dejó de mirarme y se puso a escribir algo. Y, aunque no tenía ni la menor idea de qué podía hacer, curiosamente su falta de cooperación me tranquilizó. Cuando una situación pasaba a estar absolutamente fuera de mi control, cuando había agotado todas las posibilidades, quedaba totalmente libre de culpa.

Volví a la sala de espera y, de camino a las sillas, vi a David Bardo —Dave—, con su sobrina y una mujer que supuse que sería su hermana. La hermana era delgada, tenía el pelo largo y castaño, y vestía vaqueros y una camisa de franela parecida a la de Dave. Me pareció que la niña se había quedado dormida en los brazos de su tío y llevaba la cabeza caída hacia un lado.

Cuando estuvimos cerca, Dave sonrió.

—¿Aún por aquí?

Asentí.

Se detuvo y yo también, pero su hermana siguió adelante.

—¿Está todo bien? —dijo.

En serio, ¿qué iba a hacer? ¿Pasar toda la noche en el hospital? No tenía culpa de nada, era cierto, pero eso no hacía menos lamentable tener que dormir en la sala de espera.

—Habías dicho que podías acercarme al colegio, ¿verdad? —dije—. Bueno, si no te importa, quiero decir, si no es mucha molestia.

A él la situación parecía hacerle cierta gracia, y yo me sentía tan cohibida como en nuestra primera conversación, con una mezcla de incomodidad (¿qué miraba él con tanta atención?, ¿acaso llevaba una mancha de boli en la mejilla?, ¿había alguien por detrás haciendo muecas?) y halago. Me sentía halagada porque me estaba prestando atención, sabía que para él no era una chica equis, sino yo, alguien en concreto.

—Claro, si necesitas que te lleve no hay problema —dijo—. Oye, Lynn.

Su hermana se dio la vuelta. Iba muy despacio, así que no se había alejado más que un par de metros.

—Espera —dijo—. Tenemos otra pasajera. Te presento a Lee. Lee, esta es mi hermana Lynn.

—Hola. —No supe si debía darle la mano y, mientras dudaba, volvió a girarse y siguió andando.

En el aparcamiento, Dave sentó a la pequeña en su sillita, esta se despertó y gimoteó con los ojos medio cerrados.

—Hola, Kaley —dijo Dave con voz suave, como canturreando—. No pasa nada, peque. Todo está bien.

A Kaley dejaron de temblarle los labios, cerró otra vez los ojos y se llevó el pulgar a la boca. Dave miró hacia atrás (él estaba junto a la puerta de atrás, y yo, a su espalda), nos miramos, me guiñó el ojo y levantó el pulgar.

—Mejor que cualquier piruleta.

Se dio la vuelta, abrochó el cinturón de Kaley y, mientras me daba la espalda, estuve a punto de sonreír con suficiencia. Pero, por favor, ¿a quién le iba a sonreír yo en un aparcamiento de hospital en medio de la noche? ¿A quién iba a darle yo a entender que un guiño era una cursilada siempre y en todos los casos?

Miré hacia la hermana de Dave, que estaba a unos pasos del coche, y me quedé atónita al verla fumando. Nos miramos las dos. Dio una calada larga, tiró el cigarrillo al suelo y lo aplastó con el pie. Entonces, se acercó al coche y abrió la otra puerta de atrás.

—Espera —dije—. Ya me siento yo atrás, puedes ponerte tú delante.

—Da igual —dijo y se metió dentro.

Dave cerró la puerta del lado de Kaley (el coche era un Chevy Nova marrón claro con techo de vinilo marrón oscuro y las llantas de atrás oxidadas) y me abrió la puerta del acompañante. El coche de al lado estaba tan cerca que yo no podía subir al coche con Dave delante. Nos quedamos mirando, frente a frente.

—¿Me aparto? —pregunté.

—Buena idea.

—¿Hacia ahí? —Señalé hacia atrás.

—Hacia aquí. —Me agarró por los hombros y me empujó (con suavidad, y solo con las manos) hacia el otro coche. Se deslizó por mi lado y se volvió a mirarme.

—¿Todo bien?

Solo tenía que responder «sí» o «bien», pero me quedé callada. Estaba aturdida. Quería volver al instante en que me tenía agarrada por los hombros y estaba tan pegado a mí. Quería que estuviéramos solos nosotros dos, sin hermana ni sobrina. Y así, quizá, me echaría hacia delante, él inclinaría su cabeza hacia la mía o apretaría su cuerpo contra el mío. Estaría duro, fuerte y caliente, y, cuando le agarrara los brazos, mis dedos se verían pequeños y finos, como los dedos de una chica con novio.

Tragué saliva.

—Sí, bien —dije.

En el coche, estuvo manipulando la calefacción hasta que, desde el asiento de atrás, dijo su hermana:

—Ya te he dicho que no funciona.

—Solo estoy probando.

—Lenny va a arreglarlo este fin de semana, pero, si no paras de tocarlo, vas a estropearlo más.

Mientras decía esas palabras, salió un chorro de aire por las salidas del salpicadero.

—¡Ja! —gritó Dave—. ¡Milagro!

—Lo que sería un milagro es que hicieras caso alguna vez.

—Pero ¿lo he arreglado o no? —La miró por el retrovisor. No parecía estar atacando, solo bromeando. Se dirigió hacia mí—: Tus profesores te han dado plantón, ¿eh? Eso no está bien.

—Tienen un montón de niños. Igual han tenido lío en casa.

—Dime, ¿te gusta el colegio?

Creo que era la pregunta más complicada que podían hacerme. No sabía qué responder sin tener que contar toda mi vida.

—Claro —dije.

—La gente está bien.

No sabía si me preguntaba o lo estaba afirmando.

—Algunos —dije.

Se echó a reír.

—Hay una chica… —dijo, y me dio un vuelco el corazón, me iba a confesar que le gustaba alguien—. Es rubia, con el pelo un poco rizado. Diría que es. —Sacudió la cabeza—. No la aguanta nadie. Se planta ahí «alante» y no para de quejarse de la comida. ¿Es que no se da cuenta de que la oímos? ¿Hola? No estamos sordos.

Me reí para que no se notara lo que había pensado al oír el «alante». Seguramente lo había dicho a propósito, pero no lo tenía claro.

—Pero casi todos estáis bien —siguió diciendo Dave—. Lynn también ha trabajado en el colegio.

—¿De verdad? —dije—. ¿Cuándo…? —Me volví a mirarla, pero vi que ella y Kaley estaban dormidas.

Dave también miró hacia atrás.

—Está agotada —dijo—. No es fácil cuidar sola a Kaley. Bueno, en fin, Lynn me consiguió el trabajo. Les habló bien de mí. Seguramente pasaré ahí un par de años, al menos hasta que me gradúe.

—¿Vas al instituto o a la universidad?

—Mujer, te has pasado.

—¿A la universidad?

—¿Es que aparento quince años?

—No. —Me costó esfuerzo decir lo que dije a continuación, porque suponía admitir algo que no me gustaba admitir («te he estado mirando, te he estado prestando atención, tú también eres alguien en concreto para mí»), porque me comprometía—. No aparentas quince años —dije en voz baja.

—¿Cuántos años crees que tengo?

No supe qué decir.

—¿Veinte?

—Veintiuno. Y sí, voy al East Rock State, en Rivertown.

Asentí como si hubiera oído ese nombre alguna vez.

—Estoy pensando coger la rama de ADE, para no cerrarme puertas. Después, creo que iré a la Universidad de Fairfield. Ese es el plan.

—¿Para el posgrado?

—Para la licenciatura. En East Rock me dan la diplomatura y luego convalidaré los créditos.

—Ah, vale. —No es que no conociera los grados técnicos (mis primos estudiaban eso) pero no estaba acostumbrada a oír hablar de ellos en Ault.

—¿Dónde irás tú? —me dijo—. ¿A Harvard?

—Sí, claro.

—Seguro que eres lista. De las que sacan sobresaliente en todo.

—Lo más probable es que vaya a. —Me interrumpí. Cuando Martha y yo sacábamos mala nota en algún examen, decíamos: «Quizá debería ir enviando ya mi solicitud a la Universidad de Massachusetts», pero ahora mismo nombrar la Universidad de Massachusetts como el último recurso sería mala idea—. Quizá vaya a una escuela para perros —dije animadamente.

—¿Qué? —Dave se volvió a mirarme.

—Una escuela de adiestramiento —dije.

—¿Tienes perro?

—No, no. «Yo» soy el perro.

Volvió a mirarme, con una mirada que recordé siempre, mucho después de aquella noche y mucho después de marcharme de Ault. Estaba confundido y asimilando lo que acababa de descubrir: que tenía delante a una chica que decía que era un perro, aunque fuera de broma. Fue una buena lección para mí. Aún tardé mucho tiempo en dejar de insultarme de forma indiscriminada, y nunca dejé de hacerlo del todo… pero, aun así, fue una buena lección.

Sin embargo, en ese momento, lo único que dijo fue:

—Así que el perro, ¿eh?

Como sabía que había metido la pata y quería cambiar de tema lo antes posible, dije:

—No diría nada si tu hermana estuviera despierta, pero creo que no sale aire caliente por la rejilla.

Sostuvo la palma de la mano delante.

—¿Esto no es caliente?

—Prueba en este de aquí.

Sin soltar el volante con la mano izquierda, se echó hacia mí. Puso la mano delante de la salida de aire de mi lado, con el brazo por encima de mis piernas y la cabeza a solo unos centímetros de la mía. Si quisiera, podría haberle tocado el pelo.

—Mierda —dijo, y volvió a incorporarse (cuando se echó sobre mí no me preocupó ni por un segundo que diera un volantazo, parecía totalmente de fiar, no un atolondrado que pudiera tener un accidente; y, en caso de tenerlo, sabría mantener la calma, nada de entrar en pánico). Empezó a girar los botones y dijo—: Al menos, sé de qué parte estás. Quieres protegerme de Lynn, ¿eh?

—Eso parece.

—Debes de tener frío, ¿verdad?

—Estoy bien.

—Si quieres. —Titubeó durante una fracción de segundo y luego señaló con la cabeza el asiento que había entre los dos—. Si quieres puedes ponerte esos guantes.

—Oh. —Como siempre, mi instinto fue decir que no educadamente, pero él cogió uno de los guantes y me lo pasó. Era enorme, acolchado y de nailon, un guante para ir a cortar leña en medio de una tormenta de nieve. Me lo puse.

—¿Ves? —dijo Dave—. Mejor ahora, ¿verdad?

Llevar su guante era un gesto tan íntimo y tan extraño que me sentí cohibida. Apenas podía hablar, mucho menos hablar sobre llevar el guante, y fui incapaz de ponerme el otro.

—Es impermeable —dijo.

Yo estaba tan desesperada por cambiar de tema que dejé escapar:

—¿Te parece raro que la gente vaya a un internado?

—Depende, imagino —dijo—. Irse de casa tan joven. Yo casi no sabía vestirme solo cuando empecé el instituto.

—En mi clase hay un par que tampoco saben —dije, pero cuando Dave rio (a carcajadas) pensé en mis compañeros de curso; la mayoría vestían de forma impecable, y yo me sabía de memoria toda su ropa por verlos un día tras otro. En Ault no podía quitarme de encima la sensación de que no conocía mucho a los chicos de mi promoción, pero aquí, en el coche de Dave Bardo, me resultaban tan familiares como mis hermanos.

Ya habíamos atravesado la ciudad y estábamos bajando la colina que daba al campus. Al otro lado del parabrisas podía ver ya el campanario de la capilla. Tendría que haberle dicho por qué puerta entrar y dónde dejarme, pero no quería sacar el tema, igual que no había querido hablar sobre el guante. Al hacerlo, habría centrado demasiado la atención en lo que estaba pasando.

Entró por la puerta del sur y se metió al aparcamiento del refectorio. Incluso puso el freno de mano antes de decir:

—Ay, espera, ¿dónde está tu residencia? Te llevaré.

—Aquí está bien —dije—. Muchas gracias. —Ya había cogido la manija.

—¿Seguro?

—Sí, seguro. Gracias. —Bajé del coche—. Nos vemos, gracias.

Sonrió.

—Eres muy amable.

Sería una hipócrita si dijera que no me di cuenta de que llevaba su guante hasta que estaba en la otra punta del campus y ya era tarde para volver atrás.

La señora Morino vino a hablar conmigo cuando la recogida estaba a punto de terminar.

—Siento lo de la otra noche —me dijo.

Para entonces, la responsable de mi residencia, la señora Elwyn, ya me había dicho que no se habían olvidado de mí. Al hablar con Clara, la señora Morino entendió que yo también quería quedarme a pasar la noche, así que no volvió al hospital hasta pasadas las once.

—No pasa nada —dije—. ¿Cómo se encuentra Sin-Jun?

—Ya casi ha vuelto a ser la de antes. De hecho, me preguntaba si querrías pasarte a verla esta tarde y ayudar a su padre a traerla aquí, a la enfermería.

¿Quién iba a vigilarla para que no lo intentara de nuevo? ¿Una enfermera?

—Aún no sabemos si se quedará en Ault —dijo la señora Morino—. El señor Byden, sus padres y yo misma hablaremos con ella. Pero, hasta entonces, sería fantástico si pudieras pasarte por su habitación y prepararle una bolsa con algunas cosas.

—¿No sabría mejor Clara qué cosas coger?

La señora Morino suspiró.

—Está claro que no lo sabes, pero Clara y Sin-Jun no se llevan muy bien últimamente.

No me sorprendió demasiado. En primero, cuando Clara también vivía en la residencia de Broussard, yo había intentado evitarla desde el primer momento. No había sido porque fuera evidente que ella nunca llegaría a ser popular o, al menos, no solo por eso. Es que me sacaba de quicio. Tenía la piel muy blanca y el pelo rubio oscuro, cortado a media melena y con un flequillo tupido. Era gruesa, sobre todo en el pecho y los muslos, y le encantaba llevar pantalones vaqueros desteñidos muy ceñidos o faldas de tubo largas hasta los pies. Daba la sensación de vivir en el país de las piruletas, y de ser indolente y conformista. Y cada uno de esos rasgos me sacaba de quicio. Pero no creía que muchos más pensaran lo mismo. Era de ese tipo de personas de las que cualquiera diría: «No le haría daño a una mosca». Creo que lo que más me molestaba de ella era que se hiciera pasar por insegura, cuando en realidad no lo era.

En la recogida, si te tocaba sentarte a su lado empezaba a hablar como si hubierais estado charlando antes y os hubiera interrumpido alguien, o como si acabaras de preguntarle algo. Lo hacía con todo el mundo, conmigo, con Aspeth, con Amy Dennaker, incluso con Madame Broussard. Lo más característico de sus historias era que nunca te daba el contexto y que tú, por miedo a darle una excusa para seguir hablando, jamás preguntabas. Por ejemplo, podía contarte algo que había pasado en clase: «No tenía ni idea de que hoy había control. Así que le pregunté a Shelly: “¿Había dicho el profesor que iba a haber control?”, y me dijo que no. Además, recuerdo perfectamente que a principio de curso nos dijo que no hacía controles sorpresa». Y, mientras hablaba, tú te preguntabas «¿Shelly? ¿Qué Shelly? ¿Es que hay alguien en Ault que se llame Shelly?».

Además, Clara tarareaba y canturreaba en alto y sin ningún complejo. Lo hacía mientras se lavaba la cara a tu lado antes de ir a la cama. No podía quitarme la idea de la cabeza de que buscaba algún tipo de respuesta, que elogiaras lo bien que cantaba o que te interesaras por la canción que estaba tarareando. O puede que quisiera parecer alegre y despreocupada. No obstante, de la misma forma que ese canturreo me resultaba agresivo, no dejaba de advertir cierta ingenuidad en ella. ¿Y si realmente cantaba por cantar? ¿Y si era alegre y despreocupada de verdad? Esa posibilidad la hacía más insufrible si cabe.

Aquella tarde, me encontré con ella en la puerta de la habitación que compartía con Sin-Jun. Llevaba una taza de té en la mano.

—He venido a coger las cosas de Sin-Jun —dije.

—¿Para qué? ¿Se va a casa? —Lo dijo agitada, y me dio la impresión de que iba a echarse a llorar allí mismo.

—La llevan a la enfermería. ¿No ha hablado contigo la señora Morino?

—Parece que no. —Prefería a la Clara sarcástica que a la Clara gimiente, aunque tampoco demasiado.

—Tengo que cogerle algo de ropa —dije—. ¿Puedo pasar?

Clara no contestó. Pero se puso delante de mí y abrió la puerta. La seguí. No tenían literas como Martha y yo, sino camas individuales con una mesita en medio. La colcha de Clara tenía unas enormes rosas de color rojo, melocotón y naranja, y la de Sin-Jun seguía siendo la de primero, de color azul con ribetes verdes. Pensé que la última vez que había estado ella en esa habitación fue la noche que se tomó las pastillas.

—¿Dónde está su bolsa de viaje? —pregunté.

Clara señaló bajo la cama sin moverse, así que tuve que agacharme yo a cogerla. Vale, iba a tener que hacerlo todo yo sola. Una vez de pie, abrí el cajón de la cómoda de Sin-Jun; supe que era suya porque reconocí sus cosas —la loción de manos coreana con un bebé dormido en la etiqueta y el perfume que olía a uva—. Mientras metía en la bolsa la ropa interior y las camisetas de Sin-Jun (había olvidado que no llevaba sujetador), notaba la mirada de Clara clavada en mí. Cuando cerré el cajón, me dijo:

—Te olvidas del pijama.

—¿Dónde está?

Clara volvió a abrir el cajón, sacó una camiseta gris y unos boxers a juego, y me los dio. Luego, volvió a echarse para atrás y se cruzó de brazos.

Fui abriendo un cajón tras otro, sin decir nada. También metí varios artículos de aseo en la bolsa.

—Se saldrá el champú y le manchará la ropa —dijo Clara—. Esas cosas hay que meterlas dentro de una bolsa de plástico.

—No voy muy lejos —dije. Eché un vistazo por la habitación, por si había algo más que pudiera hacerle falta a Sin-Jun, y me di cuenta de que debería haberle comprado algún regalo—. Bueno, creo que ya está —dije—. ¿Se te ocurre algo más?

Clara me observaba con recelo.

—No habías estado en nuestra habitación ni una sola vez en todo el curso.

—¿Y?

—Pues que no deberías hacer como si Sin-Jun y tú fuerais uña y carne. —No lo hago.

—Ha cambiado mucho desde que compartisteis habitación. Apuesto a que hay muchas cosas que no sabes de ella.

—Clara, la señora Morino me ha pedido que venga. ¿Qué querías? ¿Que hubiera dicho que no?

—Yo solo digo que estás siendo una falsa.

—Bueno, lamento mucho que pienses eso. —Una forma de hablar muy de Ault, diplomática en apariencia, pero completamente distante. Aun así, comprendía a Clara. ¿Cómo reaccionaría yo si Dede, por ejemplo, usurpara de repente mi papel en la vida de Martha? No es que hubiera tenido en ningún momento la intención de hacerlo con Sin-Jun, pero lo cierto es que había pasado.

—Espera —dijo Clara—. Dale esto. —Me lanzó un conejito de peluche blanco. No lo atrapé al vuelo y tuve que recogerlo del suelo—. Dile que no coma demasiados daiquiris de melocotón. Ella sabrá lo que significa.

Curiosamente, en aquel momento me identifiqué con Clara más que nunca. Tenía la cara roja y desencajada, y me miraba de frente. De su aspecto habitual, de aquella felicidad tan manifiesta, no quedaba ni rastro.

La señora Morino me había dicho que el señor Kim me estaría esperando en el edificio de las clases. Al llegar, vi una berlina de color crema aparcada delante. El señor Kim bajó del coche, colgó el teléfono móvil (fue el primero que vi en mi vida) y me dio la mano sin afectación. Lo había visto en otras dos ocasiones. La primera, el fin de semana de visita de primero, y la segunda, ese mismo año, cuando tuvo que ir a Boston por un viaje de negocios y se pasó por el colegio. Las dos veces fui con ellos a cenar, las dos veces, el señor Kim insistió para que me pidiera un filete, y yo, incapaz de encontrar un motivo para negarme, lo obedecí. El señor Kim sería unos cinco centímetros más bajo que yo y delgado, vestía siempre traje gris, camisa blanca sin corbata y una gabardina beis que no parecía abrigar demasiado. Tenía la piel oscura y empezaba a clarearle el pelo, sobre todo por la frente, donde solo tenía un par de mechones que parecían, y olían, como si se los hubiera peinado hacia atrás con gomina.

Los asientos del coche eran de cuero en tonos claros y la calefacción estaba encendida. Siempre me olvidaba de lo agradables que pueden ser las cosas caras. Salimos del colegio y pasamos varios minutos sin decir nada. Se me pasaban por la cabeza cosas que podía decir («¿qué tal el vuelo», «¿cuándo ha llegado?»), pero hacer esas preguntas sería evitar lo que nos ocupaba de verdad. Aun así, no iba a ser yo quien sacara el tema, eso lo tenía claro.

Al otro lado de la ventanilla, veía árboles sin hojas y esqueléticos y, a los lados de la carretera, había apilada nieve sucia de la semana anterior. Me gustaba lo desolador que era el invierno; era la estación del año en que estaba permitido ser desdichada. Si fuera a suicidarme, me dije, sería en verano.

—Si no te gustara Ault —empezó a decir el señor Kim (así que estaba pensando más o menos en lo mismo que yo)—, ¿dirías a padres?

—Igual no. No querría preocuparlos, porque no podrían hacer mucho por ayudarme.

Nos quedamos callados otro minuto. Luego, el señor Kim dijo:

—Pero sí contarías a profesor o director.

—Seguramente se lo contaría a mi compañera de habitación. —Admitir eso me pareció una traición a Sin-Jun.

El señor Kim no respondió y volvió a cernirse sobre nosotros el silencio de antes.

Cuando entró en el aparcamiento del hospital y aparcó el coche, dije animadamente:

—¿Los hospitales de Corea son como los de aquí?

—En ciudades grandes, sí. En pueblos, no tan modernos.

—Allí también es invierno, ¿verdad? ¿Las estaciones son las mismas que aquí?

—Sí —dijo—. Estaciones son las mismas.

Una vez dentro, nos registramos y subimos por el ascensor.

—¿Cuál es su estación favorita? —pregunté.

Guardó silencio, hasta que al final dijo:

—Cuando Sin-Jun era pequeña, llevamos una vez a fiesta. Casa de amigos tenía muchas ventanas. Durante cena, mujer de mi amigo dijo: «Mira». Sin-Jun estaba delante de ventana. Como estaba oscuro, Sin-Jun veía reflejo, pero no sabía que era ella. Pensaba que era otra niña. Saludó y niña saludó. Sonrió y niña sonrió. Baila y niña baila. Sin-Jun estaba muy contenta. —El señor Kim no parecía contento ni triste, solo desconcertado—. Estaba llena de gran felicidad —dijo.

El ascensor había llegado a la tercera planta, se había parado, había perdido un poco de altura y sabía que las puertas estaban a punto de abrirse. Los dos mirábamos hacia el frente. Los hombres adultos, los padres de otra gente, eran muy extraños. Normalmente no entendía bien a qué se dedicaban durante el día y, por supuesto, no tenía ni idea de qué se les podía pasar por la cabeza. Podían bromear contigo, hacerte preguntas o, incluso, ser tus entrenadores de fútbol en primaria, pero solo te prestaban atención de forma fugaz antes de volver a centrarse en las cosas verdaderamente importantes. Tú, por tu parte, querías que esa atención fuera fugaz porque lo contrario te daba repelús. Ahora, sin embargo, parecía ser al revés, como si el señor Kim quisiera algo de mí. Pero ¿qué iba a darle yo? El padre de otro chico podía hacerte una hamburguesa, inflarte la rueda de la bici, sacarte la maleta del coche, pero ¿qué podía hacer yo por este padre? ¿No era presuntuoso (presuponiendo que se sintiera de verdad necesitado y vulnerable) ofrecerle consuelo?

—Seguro que se pondrá bien —dije cuando se abrieron las puertas.

Sin embargo, Sin-Jun no parecía estar demasiado bien. Al salir del hospital, su padre quiso dejarle su gabardina (no había caído en cogerle un abrigo de la habitación), y Sin-Jun le dijo algo enfadada en coreano (fue el gesto más lleno de vida que le había visto hacer desde que se tomara las aspirinas). No se puso la gabardina, ni siquiera la cogió, así que el señor Kim se la echó sobre los hombros y me dijo:

—Quedas aquí con Sin-Jun y yo busco coche.

Cuando desapareció, Sin-Jun salió del porche de entrada y yo la acompañé.

—Creo que tu padre quiere que esperemos dentro.

Me miró con cara de pocos amigos.

—Necesito tomar aire.

No sabía cómo tratarla. Mi instinto era actuar como si estuviera enferma físicamente (hasta cierto punto, me sorprendió que estuviera ya vestida y esperándonos junto al puesto de enfermería, y que estuviera de pie y caminara a nuestro lado, en lugar de ir sentada en una silla de ruedas), pero había una parte de mí que no la consideraba enferma en absoluto. Quería agarrarla por los hombros, sacudirla y decirle que lo dejara ya. Su apatía me parecía ridícula, la parodia de una adolescente deprimida. Por supuesto, no iba a agarrarla, no tanto porque fuera inadecuado sino porque, en su nuevo yo, Sin-Jun me intimidaba. La imaginaba menospreciándome por dentro. Había hecho algo temerario y dramático, de lo que hablaba todo el mundo en el colegio. La psicóloga iba recorriendo las residencias, primero las de las chicas, para hablar con los alumnos en el pase de lista (Sin-Jun, la callada e inofensiva Sin-Jun, puso en marcha esas reuniones); además, los que sabían que había compartido habitación con ella se acercaban para preguntarme por lo sucedido. Las chicas, al menos, fingían preocupación («¿Está bien?» o «¡Es horrible!»), pero los comentarios de los chicos eran más fríos: «Menuda mierda. ¿Por qué lo ha hecho? ¿Siempre ha estado mal de la cabeza?». En cualquier caso, y esa era la clave, ni las chicas ni los chicos parecían indiferentes. Sin-Jun se había tomado pastillas y eso la hacía interesante. Se estaba convirtiendo, podía sentirlo, en un fenómeno, en otra historia más que sería contada. Ya no era un acto de desesperación, al menos no de desesperación penosa o sensiblera. Y ahora que gran parte de Ault veía a Sin-Jun con otros ojos (estaba claro que, aunque no hubiera vuelto al colegio todavía, podría sentir ese cambio de estatus; seguro que, cuando eres guay, eres mínimamente consciente de serlo desde el primer momento) me dio miedo parecerle una pringada.

—¿Te apetece jugar al gin rummy esta noche? —le dije.

Sin-Jun sacudió la cabeza.

—Mañana, si quieres —añadí (era una pringada; tenía motivos para pensarlo).

Estaba a unos pasos de mí, con la vista clavada en el aparcamiento, y no podía verle la cara.

—¿Te alegras de salir del hospital? —pregunté.

Se encogió de hombros.

—Te encontrabas mal, ¿verdad? ¿Aún estás mal o ya te encuentras mejor? —Pude preguntárselo gracias a que me estaba ignorando casi por completo. Para sentirme cómoda, solo podía haber una persona exteriorizando sus sentimientos en cada momento. Si ella hubiera estado llorando o abriéndome su corazón, yo me habría mostrado distante y habría intentado tranquilizarla sin demasiado entusiasmo.

—Estoy bien —dijo.

—Yo también he estado deprimida alguna vez.

Sin-Jun me miró de frente.

—¿Estás deprimida?

—Claro —dije.

Me sentí una mentirosa. Mis depresiones, si es que lo eran, habían sido siempre efímeras. Podía olvidarme de ellas pasando el rato con Martha, en la reunión de la capilla o incluso viendo la televisión (así que no podían ser para tanto).

—Hay cosas que me ponen muy triste —dije.

—¿Qué cosas?

—Ault es muy estresante —dije yo—. Hay mucha presión. —Estas eran las cosas de las que se quejaba todo el mundo y eran unas auténticas sandeces. En esos tres años no había pensado «Estoy sometida a mucha presión» ni una sola vez.

—Las notas —dijo Sin-Jun—. ¿Eso preocupa a ti?

—No tanto como deberían, creo.

Me miró perpleja, no supe si pensaba que estaba de broma o si no le hacía ninguna gracia. En ese instante, recordé un día de nuestra primera semana en Ault. Nos habíamos arreglado para la cena de gala mucho antes (cuando eres nueva en un sitio, siempre tienes mucho tiempo muerto), así que nos quedamos sentadas en la cama, esperando. Era aún tan pronto que me sentía intimidada incluso con Sin-Jun, porque todavía no había determinado las jerarquías que la clasificaban como inofensiva.

No recuerdo dónde estaba Dede (seguramente en la ducha), pero en la habitación solo se oía un ventilador y los ruidos del exterior. Ni siquiera me atrevía todavía a escuchar música, por si mis gustos sacaban a la luz algo humillante. Decidí lo que quería decirle a Sin-Jun, que era «Me gusta tu falda», ¡pero a veces hablar cuesta tanto! Es como dar un salto cuando estás quieta. Fui ensayando la frase en mi cabeza, para ver si le encontraba algún fallo.

Por fin, dije: «Llevas una falda muy bonita. Me gustan los lunares». Sonrió y lo hizo con una sonrisa tan apagada que me di cuenta de que no me había entendido.

«¿Sabes qué son los lunares?», pregunté. «Son los puntos, como… mira, esto de aquí». Me levanté y le señalé la falda. «Ahh», dijo, «lunares».

«Yo tengo calcetines de lunares», dije. Los saqué del cajón de mi cómoda y se los enseñé. «¿Lo ves?». «Muy excelentes», dijo, «gustan también».

Volví a sentarme en la cama, ya más animada, y dije: «Tu ropa es muy bonita». Había visto que Sin-Jun tenía un par de Levi’s y me había preguntado si ya los tendría en Seúl o si se los compraría para venir a Ault.

«Puedes preguntarme más palabras, si quieres», añadí. Así que a veces lo hacía (solían ser palabras que había oído pero que no sabía cómo se escribían para buscarlas en su diccionario coreano-inglés, como «ciempiés» o «procrastinación»); sin embargo, había muchas más veces que me sorprendía que sí conociera el significado de palabras como «piña», «sarcasmo» o «luna de miel». Me preguntaba si Ault sería mucho más duro para ella que para mí, porque para ella era un mundo totalmente extraño y no solo algo desconocido. O, al contrario, si al ser de otro mundo le sería todo más fácil. Quizá ella podía ver los dramas con distancia, incluso ignorarlos del todo.

En cambio, en aquel instante, ahí de pie en el aparcamiento del hospital, tuve claro que se tomaba su vida en Ault muy en serio, que no la veía como «los años en América» o «los años del instituto», sino como su vida, en todos los sentidos.

Sin-Jun —dije.

Se volvió a mirarme.

—Tengo que decirte una cosa. Es un mensaje de Clara. Dijo que no comieras demasiados daiquiris de melocotón.

Sin-Jun me miró atenta, como buscando algo en mí.

—Sabes lo que quiere decir, ¿verdad? —dije.

—Sí.

—No quiero ser entrometida, pero ¿qué pasa entre Clara y tú?

—No pasa nada.

—No digo que sea mala persona —dije—. Pero imagino que tiene que ser difícil vivir con ella.

Sin-Jun me cogió la mano y la apretó. El señor Kim había aparcado en frente de nosotras y estaba bajando del coche.

—No hablar más de esto —dijo Sin-Jun.

Cuando dejamos las cosas de Sin-Jun en la enfermería, el señor Kim dijo que nos iba a llevar a cenar al Red Barn Inn. Eran las cuatro y media de la tarde.

De camino, encendió un cigarrillo (en Ault no veías fumar a ningún adulto) y, al llegar al restaurante, pedimos tres filetes. El señor Kim se comió la mitad del suyo, Sin-Jun no comió casi nada y yo me terminé el mío, hasta no dejar nada más en el plato que grasa y hueso.

Al día siguiente, cuando el comedor se había quedado casi vacío, volví a entrar en la cocina. Llevaba el guante de Dave Bardo metido a presión en el bolsillo de los vaqueros.

—Perdone —le dije a una mujer joven que estaba cubriendo de celofán una bandeja llena de peras partidas por la mitad—. ¿Sabe si Dave Bardo está por ahí?

—Acaba de salir a tirar la basura. ¿Sabes dónde está el contenedor?

Cuando estaba a punto de salir de la cocina, la oí decir:

—Ahí mismo hay unas escaleras.

Señaló hacia una puerta de color rosa claro que no había visto nunca. Tenía una abertura redonda en la parte de arriba, protegida por una rejilla de alambre. Abrí la puerta y salí a unas escaleras con las paredes de ladrillos de color canela. Me recordaron a un gimnasio, y el olor también. Tuve la extraña sensación de no estar en Ault. Ningún otro sitio del colegio, ni siquiera el gimnasio, se parecía a esto.

Al final de las escaleras había otra puerta; la empujé y salí fuera, en medio de la noche invernal, sobre unos escalones de hormigón. Dave estaba abajo, en camiseta y delantal. Pude ver los músculos de sus brazos, el vello que le cubría los antebrazos (moreno, como el de un adulto, pero no me desagradó en absoluto).

—Hola —dije.

—Eh, ¿qué tal?

Al hablar, nos salía vaho por la boca.

—Te estaba buscando —dije.

—¿Y ha sido difícil encontrarme? —Sonrió, con esa sonrisa tranquila y como de expectación. Al verla supe que la había conservado en el recuerdo tal y como era.

Por supuesto, al decir eso no me ayudó a estar más tranquila.

—Toma —dije mientras sacaba el guante del bolsillo y se lo ofrecía.

Entornó los ojos. Había una lámpara en la esquina del tejado del refectorio y otra sobre la puerta de la que acababa de salir, pero no llegaba mucha luz y los objetos oscuros quedaban desdibujados.

—Es tu guante —dije—. Me lo llevé sin darme cuenta cuando me trajiste del hospital.

—No te preocupes. Me imaginé que me lo devolverías. ¿Qué tal todo?

—Bien.

—¿Solo bien?

No supe qué responder y dije:

—Hoy el puré de patatas estaba muy bueno, ¿sabes?

Se rio.

—Gracias.

—¿Se encuentra mejor tu hermana?

—Sí, ya está bien otra vez. Le digo que se tome las cosas con calma, pero ya sabes cómo es la vida de las madres solteras.

—Mi amiga también está mejor —dije—. Ayer tuve que volver al hospital para ayudar a su padre. Bueno, no sé, es una historia bastante larga. ¿No tienes frío sin abrigo?

—Estoy bien —dijo él—. Tú tampoco llevas abrigo.

—Pero llevo puesto un jersey. —Le enseñé un brazo agarrando el puño con los dedos, a modo de prueba.

—Bonito jersey —dijo—. ¿Es de cachemira? —Lo dijo bien pero como haciendo una gracia, como si nunca hubiera utilizado esa palabra. En realidad, el jersey era de lana acrílica, pero dio por supuesto que era rica (ya había tenido esa sensación y ahora estaba segura), una de las auténticas alumnas de Ault. Quizá eso explicara que me prestara atención.

—No sé de qué es —dije.

—Parece suave.

—Supongo.

Aún tenía el brazo estirado y, justo cuando iba a suceder, me di cuenta de que iba a tocarme, a mí o al jersey, y me sentí como si el sol brillara en mi interior. Sin duda, fue una sensación agradable, así que no sé por qué volví a retirar el brazo. Él pasó la mano por el hueco donde había estado la mía y yo me puse roja. Me costaba mirarlo. Cuando lo hice, vi que me estaba observando con curiosidad.

—Han dicho que igual nieva —dije en voz muy alta—. ¿Lo habías oído? Que nevaría esta noche, ya tarde.

Seguía mirándome.

—Menos mal que te he devuelto el guante —dije—. Por si lo necesitas para quitar la nieve de tu entrada. —Quise disculparme, decirle que lo sentía, pero es difícil rectificar con palabras algo que ha quedado implícito; normalmente, no hace sino empeorar las cosas—. No te molesto más, si quieres entrar —dije, pero no nos movimos.

—¿Sabes qué? —dijo por fin—. Ese puré de patatas no estaba bueno. El puré de esta noche estaba… malo de narices.

—A mí no me parece que estuviera tan malo.

—¿Has comido alguna vez puré de patatas de verdad?

¿Qué tenía que responder a eso?

—¿Has ido alguna vez a Chauncey’s? —me preguntó.

La verdad es que sí, en segundo. Por lo que recordaba, era un restaurante del montón… algo mejor que una cafetería, pero nada especial. Aun así, dije:

—Creo que no.

—Tenemos que ir.

—¿Ahora?

—Ahora no puedo, estoy trabajando.

—Claro, sí.

—¿Te apetece mañana? Mañana es sábado, ¿no?

—Creo que tengo deberes. —Ya estaba pensando demasiado. Lo que estaba pensando era que el sábado tenía un matiz que no tenía el viernes. El sábado por la mañana había clases, así que el viernes era día de colegio, pero el sábado era fin de semana en todos los sentidos. Si salía con Dave el sábado por la noche, sin duda, era una cita.

—¿Y el domingo? —dijo—. El domingo es mi día libre.

Lo único que necesitaba era tranquilizarme. Solo tenía que elegir las palabras que iba a decir a continuación, concentrarme en la tarea que tenía inmediatamente por delante y no rendirme a la sensación de que ese momento era una flor palpitante y monstruosa, una rosa geométrica verde y morada como las de los caleidoscopios.

—El domingo está bien —dije—. Si quieres quedamos aquí.

—¿En el aparcamiento?

—Mi residencia es difícil de encontrar —le expliqué—. Y son muy raros con lo de dejar pasar a chicos.

—Lo pillo. ¿Qué tal a las siete? ¿Te viene bien?

Asentí.

—Vas a comer el mejor puré de patatas de tu vida. Se han escrito poemas sobre ese puré.

«¿Los escribiste tú?», quise preguntarle, para buscarle con mis bromas. Pero estaba tan nerviosa que no pude, la flor giraba y giraba sin parar, así que dije: «Tengo que estudiar». Al bajar los escalones podría haberme caído en sus brazos, pero por entonces me parecía que había gestos con los que te comprometías, que eran vinculantes, así que me quedaban por aprender muchos trucos. Me puse de perfil para pasar a su lado sin que nos tocáramos.

Cuando hube pasado, se giró y me dio una palmadita en el hombro.

—Sé buena, Lee.

A mi yo de dieciséis años me gustaría haberle dicho que le respondiera «Lo intentaré» o «No haré nada que no harías tú». ¡Eso no sería comprometerse a nada! Sin embargo, lo que dije fue:

—Ya tienes tu guante otra vez.

Le conté a Martha lo que había pasado.

—¡Tienes una cita! —dijo a voz en grito y saltó de la silla para abrazarme.

—Pero es el domingo.

—¿Y qué? —Me señaló con el dedo y dijo canturreando—: Tienes una cita con Dave Bardo, tienes una cita con Dave Bardo.

Quería que parase. No es que tuviera miedo de que se gafaran las cosas, sino que sonaba raro. No me lo podía creer.

—Casi no lo conozco —dije.

—Y por eso vas a cenar con él, para conocerlo mejor.

—¿Por qué me habrá pedido salir?

—Lee, no puedo leerle la mente. Igual le pareces guapa, así de sencillo.

Me estremecí. Esa posibilidad no era ni mucho menos halagüeña, sino aterradora. Un chico podía pensar de mí muchas cosas sin equivocarse del todo, como que era simpática o de fiar o, quizá, interesante. No es que lo fuera siempre, pero había momentos en que era concebible. Pero pensar que era guapa era un error de base. Para empezar, no lo era y, además, no me cuidaba como lo hacían las chicas guapas. Tampoco era una de esas chicas que no son guapas pero que pasan por guapas con esfuerzo y dedicación. Si un chico creía que mi valor residía en mi aspecto, o estaba confundido por algún motivo y acabaría desengañándose o tenía el listón muy bajo. En el caso de Dave, lo que quería saber era si se había fijado en mí antes de verme aquella noche en el hospital o si se había interesado al hablar conmigo. Pero entonces ¿por qué se había fijado en mí antes?, ¿o por qué se había interesado después? ¿Era yo lo mejor a lo que podía aspirar?

—No tengo ni idea —dije. Me imaginé sentada a la mesa enfrente de Dave en el Chauncey’s, tirando el vaso al suelo al ir a coger el pan. Lo peor sería cuando él intentara tranquilizarme y me dijera que no pasaba nada. Por supuesto, la cosa no mejoraría si él también tiraba un vaso. No me serviría de consuelo que me dijera con dulzura y con una sonrisa solo para mí (de hecho, la dulzura y la sonrisa solo para mí eran la peor parte): «Es que yo también estoy nervioso» o «Yo tampoco sé lo que hago». Lo ideal sería que se limitara a hacer bien las cosas y a tener la boca cerrada.

—¿Qué te da miedo exactamente? —dijo Martha.

—Sí, ya lo sé, me estoy portando como una tonta.

—No, en serio. Respóndeme. ¿De qué tienes miedo?

Tenía miedo de que Dave hubiera escogido el Chauncey’s porque le pareciera bonito, cuando no lo era. Tenía miedo de que le contara a la camarera algo gracioso que en realidad estuviera dirigido a mí (mientras lo contara, yo me estaría preguntando cuándo llegaría la gracia y si, de no llegar, sería capaz de fingir una risa creíble así que, para no meter la pata y no saltarme el momento culminante, empezaría a reírme a mitad de la historia). Tenía miedo de tener la sensación de que se me estaba pelando la piel alrededor de la boca, a pesar de haberme dado crema hidratante antes de salir, y de que esa sensación pusiera en marcha otra conversación dentro de mi cabeza, un murmullo ininterrumpido que cada vez sonara más alto, en paralelo a la conversación real. Iría exigiéndome cada vez más atención, más, casi toda mi atención, hasta terminar con la cabeza vuelta de medio lado para que él no pudiera mirarme de frente y luego salir corriendo al baño para quedarme tranquila (como si a los treinta segundos de salir del baño no fuera a empezar otra vez con lo mismo). El problema era que me resultaba muy complicado estar a gusto con otra persona y que nada me garantizaba que mereciera la pena.

—En la primera cita siempre se pasan muchos nervios —dijo Martha—. Y, cuando llevéis saliendo seis meses, os reiréis al recordar cómo era todo cuando aún no os conocíais.

—¿Voy?

—Pues claro. Y ponte el jersey de cuello alto, porque te hace unas tetas enormes.

—Puaj —dije yo.

—Si mis tetas parecieran tan grandes como las tuyas con ese jersey, te lo quitaría. —Martha levantó las cejas de forma lasciva.

Que te gustara un chico era como cuando creías que querías saber algún secreto: era mejor cuando te rechazaban y te atormentaba la curiosidad o la soledad. En cambio, en cuanto sucedía algo, todo se tambaleaba. Era agotador tener que preocuparte por si se te pelaba la cara o tener que reírte por cosas que no te hacían gracia. En ese momento pensé que lo único que me apetecía de verdad era quedarme en la residencia, haciendo el tonto con Martha.

Martha se había marchado a la biblioteca y yo estaba estudiando álgebra (mejor dicho, hojeando las páginas del manual sin asimilar nada). Entonces, Adele Sheppard, de cuarto, asomó la cabeza en la habitación.

—Teléfono —dijo, volvió a desaparecer y cerró la puerta.

Me puse tensa. Mi familia no me llamaba los viernes. ¿Sería Dave para charlar un poco? (¿Acaso tendría el número de la residencia de Elwyn? No me pareció muy probable). Peor aún, ¿sería la señora Morino o una enfermera para decirme algo de Sin-Jun? (Que se habían equivocado al dejarla volver al colegio y que había encontrado una cuchilla o atado una sábana a una tubería del techo). Al coger el teléfono, escuché la voz de la propia Sin-Jun:

—Lee, quiero pedir favor. Me voy en domingo con padre.

—¿Para siempre?

—Igual sí.

—Vaya, lo siento… ¿O estás contenta?

—Igual mejor estoy en casa. ¿Puedes buscar pasaporte? Está en escritorio, cajón de centro. ¿Puedes ir?

—Sí, claro, ningún problema. ¿Lo necesitas ahora?

—Mañana está bien. Lee, tengo tripa muy gorda ahora. ¿Sabes por qué?

—No tienes la tripa gorda.

—Está llena de caramelos. He comido bolsa llena.

—Suena delicioso —dije y de pronto me di cuenta de cuánto echaba de menos a Sin-Jun, incluso en ese mismo instante.

Los sábados había muy poco tiempo entre el final de las clases y el comienzo de los partidos de la tarde, así que ese día no había un auténtico almuerzo, sino relleno para sándwiches, fruta y galletas. Podías comerlo allí o meterlo en una bolsa de papel y llevártelo al autobús. Ese día el partido era en casa, así que no tenía que darme prisa. Me preparé un sándwich de pavo y me senté con Dede, que jugaba al baloncesto conmigo, con Aspeth, que jugaba a squash, y con un par de chicos más. Ahí sentada, empecé a relajarme por la llegada inminente del fin de semana. Incluso me entraron ganas de jugar el partido (íbamos a enfrentarnos al Gordon y les habíamos ganado por más de veinte puntos en diciembre).

Estaba metiéndome una patata frita en la boca cuando noté una mano en la espalda, me giré (tranquilamente, suponiendo a nivel inconsciente que sería Martha o alguien sin importancia) y me quedé paralizada de miedo al ver que era Dave Bardo. Llevaba un delantal, tenía la cara roja y sudorosa, y le caían gotas de sudor por la frente.

—Lee —dijo—, escucha.

Estaba sentada entre Dede y Devin Billinger. Para ver a Dave tuve que girarme hacia la izquierda y estirar el cuello; Dede se había dado la vuelta hacia la derecha y también lo estaba mirando. Seguramente lo estuviera mirando (nos estuviera mirando) toda la mesa, pero no iba a comprobarlo.

—Lynn necesita el coche mañana —dijo—. ¿Podemos dejarlo para otro día?

Tardé un par de segundos en darme cuenta de que estaba esperando una respuesta.

—Está bien —dije, tragando saliva.

—Cualquier día de la semana que viene me va bien. Libro el martes y el jueves, pero, si tú no puedes, le diré a Sandy que me cambie el turno: me debe uno. Así que soy bastante flexible.

—Vale.

—¿Vale para qué noche?

—No. No lo sé. —Podía notar que mi voz sonaba embotada y apagada.

—¿Todo bien? —dijo—. ¿Estás…? —Se calló y recorrió la mesa con la mirada.

—Estoy bien —dije.

—Pues vale. Lo pillo. No quería interrumpir. Nos vemos, ¿vale, Lee? —dijo cuando volvió a mirarme y sonó sarcástico (la única vez que fue sarcástico).

Cuando se marchó, volví a girarme hacia la mesa. Sin mirar a nadie y con la mano temblorosa, cogí otra patata frita.

—¿Quién es tu novio? —dijo Aspeth.

—No es mi novio.

—¿Estás segura? A mí me parece que sí.

—Oh, sí —dijo Devin. Le estaba respondiendo a Aspeth, no a mí, pero la situación era insoportable.

Mis pensamientos iban a mil por hora. ¿Se enteraría más gente (Cross Sugarman compartía habitación con Devin)? ¿Qué pensarían? ¿Cómo especularían sobre la relación de Lee Fiora con el chico de cocina? Aunque la pregunta de verdad era: ¿cómo no me había dado cuenta de que iba a pasar esto? ¿Por qué había dado por sentado que Dave sabría que había que ser discretos?

—Por lo menos, dinos cómo se llama —dijo Aspeth. Me sentí febril, desesperada por que acabara ya.

—Este atún está rancio —dijo Dede a mi lado.

—¿No has visto el cartel? —dijo Devin—. Decía: «Consumir bajo su responsabilidad».

—Me parto y me mondo —dijo Dede—. Muy gracioso.

Más tarde, antes de comenzar el partido, Dede se me acercó en el vestuario y me preguntó si estaba saliendo con él. Cuando le dije que no, me respondió:

—Seguro que es majo, pero eres alumna de Ault. Tu vida está en este lugar, no en una bolera de Raymond o dondequiera que vayáis juntos. Igual te parezco esnob, pero solo digo la verdad. No creo que quieras separarte del resto de la promoción. —No dije nada—. Si sales con él, lo harás. No tengas ninguna duda de que todos dirán que estás saliendo con un pueblerino.

Eso es lo que Dede me dijo luego, en el vestuario. Pero en el comedor, fue ella quien cambió de tema. Sé que en ambas ocasiones (a veces pretendía lo contrario, pero Dede no era mala chica) estaba intentando ayudar. Aunque se equivocara, aunque solo se equivocara en una pequeña parte, no me estaba diciendo nada que yo no pensara ya.

Después del partido, volví a pasarme por la habitación de Sin-Jun y me alegré al comprobar que Clara no estaba. Encontré el pasaporte de Sin-Jun donde me había dicho y fui hacia la enfermería. Llevaba el pelo mojado y tenía frío; intenté no pensar en lo que había sucedido con Dave, centrarme en mi cuerpo, en el frío, en ir caminando entre árboles y edificios, bajo el cielo cada vez más oscuro de la tarde. Desde ese momento, me dije, pasaría por la vida de puntillas, sin dejar huella ni enredarme con nada. Cuando me marchara de un sitio, no dejaría rastro alguno.

En parte, me sentí aliviada de no tener que salir con Dave al día siguiente, ni nunca. En parte, me enfadé con él por haberse acercado con tanta gente delante y por haberme obligado a portarme mal con él (¿es que había imaginado que nos confabularíamos para encontrarnos siempre en secreto, por la noche y ocultos tras edificios?). En parte también, por supuesto, me sentí avergonzada. Pero mi vergüenza, a pesar de ser la mayor y más auténtica de todas mis emociones, era la que menos atención demandaba. Era como una enorme piedra que llevara atada al cuello y de la que jamás me desembarazaría.

Así que lo que más notaba era alivio. En aquella etapa de mi vida, no había final malo. Cuando algo terminaba, se acababan también los anhelos y las preocupaciones. Puede que me avergonzara de mis errores, que no parase de darles vueltas, pero la caja estaba sellada, la puerta, cerrada, y ya no estaba inmersa en medio de la confusión.

En la enfermería, me presenté ante la misma enfermera que había estado de guardia cuando fui con el señor Kim a dejar a Sin-Jun tres días antes.

—Sois buenas amigas —dijo la enfermera—. Es imposible que se sienta sola con tantas visitas.

Llamé a la puerta de Sin-Jun, giré el pomo y me quedé paralizada nada más entrar en la habitación. Estaban las dos en la cama, retorciéndose, clavándose las uñas y jadeando (iban completamente vestidas; si no lo hubieran estado, creo que me habría desmayado), y Clara estaba echada encima. Como era mucho más grande que Sin-Jun y yo jamás había hecho nada así con otra persona, lo primero que pensé fue que la estaba aplastando. Clara estaba chupándole el cuello a Sin-Jun y la agarraba con fuerza por la espalda; la cama se sacudía como si se estuvieran embistiendo. Durante mucho tiempo, pensé que el sexo siempre era así de frenético. Había pensado, si es que había pensado en eso alguna vez, que sería diferente ver a dos chicas que a un chico y una chica, pero no era así. En este punto, me gustaría poder decir que todos somos un poco voyeurs, pero quizá debería decir que yo lo soy, sin duda alguna. Me encantaba estar ahí mirando. ¿Quién lo habría pensado? Incluso con Clara, resultó que el sexo era sexi.

Clara se puso de rodillas, bajó la cara del cuello de Sin-Jun al pecho y del pecho al ombligo y, justo cuando levantó la camiseta de Sin-Jun y dejó su piel a la vista, Sin-Jun echó la cabeza a un lado, abrió los ojos, me descubrió mirando y se puso a gritar. Clara levantó la cabeza y se me quedaron las dos mirando. Sin-Jun, aterrorizada y furiosa, y Clara, desorientada.

—Lo siento —dije—. Perdón, yo solo.

—¡Aigo! —gritó Sin-Jun—. ¡Nagar-ra! ¡Fuera! ¡Fuera!

—Lo siento —dije otra vez. Dejé caer el pasaporte al suelo y salí corriendo al pasillo y fuera de la enfermería. «Qué raro», pensé, «cuando en primero le daba tantas vueltas a mi interés por Gates Medkowski, no tenía ni idea de que mi compañera de habitación no solo pensaba en besar a chicas, sino que lo hacía de verdad». Todas las veces que ese día pensé en Sin-Jun y Clara, y fueron muchas, era como si lo hubiera visto en una película, como si algo tan apasionado (¿de qué otra forma podía describirse?) jamás pudiera suceder en Ault.

No volví a ver a Sin-Jun antes de que se marchara con su padre y pensé que probablemente no iba a volver a verla, pero me equivocaba: regresó al otoño siguiente, para hacer cuarto. Ese verano, entre tercero y cuarto, recibí una carta suya, con la dirección de la casa de mis padres escrita con cuidada caligrafía en un sobre internacional de color azul claro. Mi madre me dijo que lo guardara en el álbum; al parecer, no recordaba que ya no coleccionaba recortes.

«Sabes que tengo relación amorosa con Clara, pero acabó», decía la carta. «No tendré habitación con Clara en año que viene. Espero que no digas a nadie».

Había firmado la carta como «Sin-Jun, tu amiga para siempre» y dibujado una sonrisa junto a su nombre. Cuando volvimos a vernos en septiembre, nuestra relación siguió siendo igual que había sido antes de que se tomara las aspirinas, es decir, seguimos tratándonos con cariño y sin hablar jamás de nada importante. Pero al tiempo (Sin-Jun fue una de las pocas compañeras con las que mantuve el contacto al terminar Ault), cuando ya había salido del armario y todo el mundo sabía que era lesbiana salvo sus padres (llevaba el pelo corto y de punta, y aros de plata en una oreja), me enteré de toda la historia. Ella había ido detrás de Clara. Estábamos en la terraza del apartamento de Seattle que Sin-Jun compartía con su novia Julie. Por entonces, Sin-Jun trabajaba en un laboratorio de investigación de neurobiología a las afueras de la ciudad. No hubo ningún punto de inflexión ni nos sinceramos en ningún momento; creo que, simplemente, fuimos madurando por nuestra cuenta, en la universidad y después con el paso del tiempo, y algunos temas no los tratamos, pero no porque fueran tabúes sino porque habían dejado de ser importantes.

—Pero ¿por qué Clara? —pregunté.

—Compartíamos habitación —dijo Sin-Jun—. Era muy cómodo.

Estuve a punto de echarme a reír. En ese momento, Clara ya estaba casada (fue una de las primeras de la promoción) e incluso tenía un hijo. Había conocido a su marido en la Universidad de Virginia. Al parecer, era de Virginia Occidental y se mudaron allí después de la boda para que él pudiera supervisar las minas de carbón de su familia. Se publicó una foto de los dos en el boletín trimestral de Ault. Clara salía con las tetas enormes, con un vestido largo y velo y a su lado había un tipo corpulento, de cabello claro y vestido de frac.

Sin-Jun me dijo que había sabido todo el tiempo que Clara era hetero, pero también sabía que era maleable y, cuanto más tiempo llevaban juntas (empezaron poco después de Navidad), más culpable se sentía. Sin embargo, cuando intentaba terminar la relación, Clara se ponía histérica.

—Decía que yo le gustaba mucho —dijo Sin-Jun—, pero creo que solo le gustaba el sexo.

Entonces sí me eché a reír (no pude evitarlo) y Sin-Jun se rio conmigo. Aun así, no pude dejar de sentir cierta admiración por Clara. No me parece que solo fuera tonta o calenturienta; creo que también fue valiente.

Yo no volví a hablar con Dave Bardo después de aquel almuerzo y lo evité durante todo el curso. Incluso evitaba que nuestras miradas se cruzaran, aunque tampoco me resultó muy complicado. Casi al final del semestre, por primavera, sentí algo de remordimiento o puede que sintiera ese remordimiento desde el principio y que solo se hiciera más intenso entonces. Empecé a mirarlo con disimulo detrás del mostrador. A comienzos de junio, empezó a estar bronceado (debía de pasar mucho tiempo al aire libre) y solía bromear con sus compañeros. Nunca me miraba y se me ocurrió que quizá por eso me había sido tan fácil evitarlo tantos meses. En cuarto, dejó de trabajar en Ault, aunque regresó su hermana Lynn. Quise preguntarle varias veces dónde había ido (quizá se había marchado a California y le había gustado tanto que se había quedado allí), pero me daba miedo tener que recordarle quién era yo.

Ahora creo que habría sido mejor si Dave hubiera sabido que tenía una beca. Puede que hubiera comprendido, aunque no lo aceptara, por qué me porté como lo hice (si Aspeth Montgomery hubiera salido con él, no hubiera pasado nada, podría haber tenido algo de irónico; pero el coche de mis padres solo era un poquito mejor que su Chevy Nova). Por supuesto, en aquel momento no me imaginaba tener una relación de verdad con ningún chico: pensaba que quedaba descartada solo por el hecho de ser yo.

Aunque nada de lo anterior justifica mi comportamiento. Me equivoqué, la cagué (no hay otra manera de decirlo). Pero aprendí mucho con Dave. Más tarde, después de todo lo que pasó entre Cross Sugarman y yo, pensé que con Dave había practicado para Cross. Me preparó, igual que Conchita me había preparado para tener una amistad con Martha. Hay personas a las que tratamos mal y así nos preparamos para tratar luego bien a otras. Puede parecer egoísta, pero estoy agradecida por esas relaciones y espero que haya justicia. Seguramente yo también, sin saberlo, habré servido para que otras personas practiquen.

También es posible que me equivoque de pleno al reducir a Dave a algo simplemente simbólico, como un paso previo a Cross. Puede que Dave merezca tener entidad propia y que todo debiera haber salido de una forma completamente diferente. Si su hermana no hubiera necesitado el coche aquel domingo y hubiéramos seguido adelante con nuestra cita… quizá eso fue lo que decidió todo. Había visualizado las mil y una formas en que la cena podía acabar en desastre, pero ¿y si en mi imaginación no solo estuviera la imagen etérea de la cita que fue un despropósito, sino también la de la cita que salió bien? Nos encontramos detrás del refectorio. Él lleva un jersey de lana, está tranquilo y charlamos de manera desenfadada. Se deshace en atenciones, me abre la puerta para entrar en el restaurante y no hace nada que me abochorne: no lleva demasiado perfume, no se resbala sobre el hielo en el aparcamiento y no me ofrece probar su postre con el tenedor. Aunque el restaurante no es elegante, la mesa está iluminada con velas. La luz centellea. La comida está buena. No hablamos demasiado ni demasiado poco, incluso reímos alguna vez. Una risa sincera. Me paso toda la noche pensando que lo más importante es si al final nos daremos un beso o no, sin comprender que lo realmente importante es que he entrado en ese mundo y que comprenderé mucho antes (en mi vida imaginaria que en la real) que las citas no son para tanto. Que las únicas alternativas no son la obsesión o la nada, el amor o el desinterés. Que también hay zonas de grises. En invierno, sobre todo, es agradable sin más arreglarte un poco y salir por ahí con alguien.