No intercambiamos una palabra. Creo que le hubiera gustado, pero no le di pie y a medida que pasaban los minutos noté que se iba apaciguando, que se iba acomodando en el arrullo de su propio silencio. Le corté el pelo por detrás, por la derecha, por la izquierda y me aseguré de que estuviera muy bien cortado por delante. Le cepillé todo el pelo una vez más, para ver si había algún mechón más largo que el resto. Dieron las 21:45. Luego, las 21:50 y oí que la gente volvía a la residencia para la recogida de las diez. ¿En qué estaría pensando la señorita Moray mientras le cortaba el pelo? Tenía veintidós años (de esto me enteré más tarde, porque en marzo nos compró magdalenas para celebrar su vigésimo tercer cumpleaños) y su mente era un universo que yo aún no era capaz de concebir.

Con el tiempo sí que pude. Entendí que estaba en una etapa claramente identificable de su vida. Era una mujer joven que se había mudado sola a la otra punta del país y que debía de tener muy presentes todos esos factores: que era joven, que era mujer y que estaba sola. Su felicidad, si es que era feliz (no tengo ni idea de si lo era), debía de ser muy endeble. Por eso hoy, al mirar atrás, estoy casi segura de que se compró el broche ella misma. Si fue así, fue el gesto de una persona con la firme decisión de darlo todo. Pasé muchas tardes mirándolo abrochado en sus camisas abotonadas o en sus jerséis de cuello alto, con ella de pie en la pizarra o sentada al otro extremo de la mesa, y se me ocurrieron mil y un sitios de donde podía haberlo sacado, pero esa opción jamás se me pasó por la cabeza. Habría sido insoportablemente deprimente, me habría dado una gran lástima (que el esfuerzo denodado me pareciera tan triste, como si no hubiera pena mayor en el mundo, habla, claro está, de lo joven que era yo entonces) y quizá me habría hecho sentir una simpatía sincera y permanente, en lugar de remordimientos de conciencia pasajeros.

Cuando el corte estuvo terminado, la señorita Moray se miró desde todos los ángulos posibles en el espejo.

—Está fantástico, Lee. Ahora entiendo todo el alboroto —dijo.

Antes de marcharse, nos quedamos frente a frente en el pasillo, a la puerta del baño, y me dijo:

—En serio, no sé cómo darte las gracias.

Me di cuenta de que estuvo a punto de abrazarme y yo rogué al cielo para que no lo hiciera.

No querría volver a verla, ni querría disculparme, ni tampoco darle las gracias. No creo que dejara una huella perdurable en mi vida, como se supone que hacen los grandes profesores. Sin embargo, hay algo suyo que todavía me persigue: puede que su mezcla de bravuconería y sinceridad, o el no saber lo que fue de ella (por lo que sé, no mantuvo contacto con nadie de Ault después de marcharse) o quizá sus errores, que fueron muchos.

Por el corte de pelo me puso un diez, como sabía que iba a hacer desde el principio.