—En South Bend, pensaba que de mayor sería una de esas chicas que les caen muy bien a los chicos, pero con las que no salen nunca. Pensaba que no era lo bastante guapa. Luego, al venir a Ault, ni siquiera hice amistad con ningún chico, para empezar. Este curso, sin embargo, viniste tú y pensé: «eh, si Cross se enrolla contigo no debes de estar tan mal». Pero el tiempo fue pasando, y no dimos ningún paso más, así que empecé a pensar que quizá estaba equivocada desde el principio y que mi vida acabaría siendo lo contrario de lo que había querido. No era por mi aspecto (eso no es lo malo en mi caso), sino por mi personalidad. Pero ¿qué parte de mi personalidad? No tenía ni idea. Intenté determinar si era solo un elemento aislado o el conjunto, qué podía hacer para arreglarlo o si podía convencerte de alguna manera. Y entonces volví a pensar que quizá sí era por mi aspecto. Igual tenía razón al principio. Pero nunca lo averigüé. Claro que no. Aunque me pasé todo el curso dándole vueltas. Y si te digo ahora todo esto es porque quiero que sepas que, en toda mi vida, nadie me había hecho sentir tan mal como tú.
¿Fue lastimero decírselo? ¿Era todo cierto? Ya no importa. Eso es lo que dije. Y luego añadí:
—Bien, imagino que ahora es cuando me marcho. —Y me dirigí hacia la puerta.
—¡Lee! —gritó él.
No sé si debería haberme dado la vuelta. El caso es que no lo hice y que él no vino tras de mí ni volvió a gritar mi nombre.
Descolgué el teléfono de la residencia. Me puse encima de una pierna la tarjeta de visita de Angie Varizi y la miré mientras marcaba. En la otra pierna, dejé el montón de monedas de 25 centavos con las que iba a pagar la llamada. Después de dos tonos, respondió una voz conocida:
—Aquí Angie Varizi, de The New York Times.
—Hola, soy Lee Fiora —dije yo.
No respondió.
—De Ault —aclaré.
—Claro… Claro. Me alegra oírte, Lee. Perdona el despiste. Ando con un millón de cosas en la cabeza.
Abrí la boca, pero todavía no tenía muy claro qué quería decir.
—¿Quieres más ejemplares del periódico? —preguntó.
—No, está bien.
—¿Te puedo ayudar en algo?
—El artículo. —Me interrumpí—. ¿Por qué no me dijo que sería así? Pensaba que esas cosas solo le servirían de contexto.
—Lee, a menos que me digas expresamente que estás contando algo off the record, puedo utilizar cualquier cosa que me digas en una entrevista. —Le oí decir a otra persona «Puedes dejarlo ahí» y luego volvió a hablar conmigo—: ¿Te están haciendo pasarlo mal?
No respondí.
—¿Es tu problema o el suyo?
—Queda menos de una semana para la graduación —dije—, y soy la persona que ha aireado los trapos sucios del colegio.
(Había aireado los trapos sucios del colegio y había dejado pruebas. Todavía sigue habiendo pruebas. Basta con ir a una biblioteca y buscar la microficha del mes y del año en que me gradué).
—Vives en una comunidad cerrada —dijo—, pero a mí me han llegado comentarios buenísimos del artículo, incluso de graduados de otros internados. Puede que ahora estés molesta, pero seguro que, dentro de un tiempo, te parecerá que has hecho lo correcto. Deberías sentirte orgullosa.
Al oírla, me di cuenta de que había sido una tontería llamarla. Había pensado que diría algo que mejorara las cosas.
—Tus compañeros estarán a la defensiva —dijo—. Es duro para cualquiera, sobre todo para los privilegiados, verse con objetividad. Te contaré una cosa. Yo estudié en Harvard. Cuando estaba en primero, compartía habitación con una chica que se compró un abrigo de lana muy bonito, con el cuello de terciopelo. El caso es que en menos de una semana.
Sonó la voz robotizada de la compañía de teléfono pidiendo que insertara 90 centavos. Angie seguía hablando; quizá ella no oyera la voz. Yo aún tenía un montón de monedas, pero me quedé escuchando sin mover un dedo, hasta que se desconectó la llamada.
El miércoles, había una cena especial para profesores y alumnos de cuarto con la que nos iban a dar la bienvenida a la asociación de antiguos alumnos. Antes de ir, me desplomé en el sofá cama de nuestra habitación, ya vestida para la cena, pero totalmente paralizada.
—No vamos ni a discutirlo. Tú sígueme y no lo pienses más —dijo Martha.
De camino a la terraza del refectorio, tuve que contenerme para no estrujarle el brazo a Martha. Al principio, no estuvo mal. Casi conseguí pensar que era un evento más, con mi dosis habitual de timidez. Pero entonces, cuando estábamos en la cola del bufé, le oí decir a Hunter Jergenson: «… pues debería haberse largado. Nadie la ha obligado a estar aquí. No es que…». Sally Bishop le dio un golpecito en la espalda y se interrumpió. «¿Qué pasa?», dijo Hunter y se dio la vuelta. Nos miramos a los ojos. Habían publicado el artículo hacía tres días, pero parecía que, en lugar de calmarse las cosas, cada vez se hablaba más del tema. Había oído que el señor Byden había recibido un millón de llamadas de antiguos alumnos, que en Admisiones no paraban de llamar chicos que estaban matriculados para el año siguiente pero que habían cambiado de idea y que el lunes el señor Corning había dedicado la segunda hora a debatir sobre el artículo en lugar de a repasar.
En cuanto tuvimos nuestra comida, Martha y yo nos fuimos a sentar a un murete de piedra. Después de comer, fuimos a tirar a la basura los platos de plástico y, al pasar a su lado, Horton Kinnelly nos dijo:
—Vas a ir a la Universidad de Michigan, ¿verdad, Lee?
Asentí con la cabeza.
—Eso me parecía —dijo, y siguió andando.
Miré a Martha.
—¿Qué ha sido eso? ¿Cree que me he metido con Ault porque no he conseguido entrar en una universidad mejor?
—Lee, no merece la pena pensar en esas cosas.
—Me vuelvo a la habitación.
—Pero los de tercero van a venir a cantar. —Martha intentaba que la mirase a los ojos—. ¿Quieres que vaya contigo?
Claro que quería que viniera conmigo. Y también quería, lo mismo que antes de venir a Ault, ser otra persona. Quería ser una persona capaz de quedarse allí para oír cantar a los de tercero.
—Tú quédate —dije.
Al llegar al final de la terraza, la señora Stanchak, mi asesora, me salió al paso.
—Creo que has sido muy valiente —dijo ella, y me eché a llorar. Podía oír a todo el mundo hablando y riendo. Era una agradable tarde de comienzos de junio. La señora Stanchak me cogió entre sus brazos y yo me apreté contra ella, sollozando.
Había llorado muchas veces en Ault, pero nunca delante de tanta gente. Tenía los ojos cerrados y me dio miedo no poder abrirlos de nuevo. Entonces, sentí otro par de manos en la espalda y una voz conocida que me dijo:
—Salgamos de aquí.
Mientras bajábamos por la escalinata de la terraza y avanzábamos hacia la residencia, me di cuenta de que quien iba a mi lado, agarrándome por los hombros, era Darden Pittard. Solo lo constaté. Estaba demasiado desconsolada para ponerme a pensar en lo extraño que era. Acepté sin más su presencia y luego me di cuenta de que ese fue uno de los momentos en los que supe lo que se sentía al dejar que las cosas sucedieran sin más, sin pararse uno a analizarlas.
En el arco que daba al patio de la residencia, seguía llorando a borbotones y se me sacudían los hombros.
—¿Quieres seguir andando? —dijo Darden—. Sigamos andando. —Dejamos atrás las residencias y, en el edificio de las clases, nos sentamos juntos en los escalones de la entrada. Al otro lado de la glorieta, nuestros compañeros seguían disfrutando de los postres en la terraza—. Solo es cuestión de tiempo —dijo Darden—. Pero todo irá bien. Pronto te pondrás bien.
Al rato, dejé de llorar. Se me pasó por la cabeza (nunca había pensado eso de un chico de mi edad) que Darden sería un buen padre. Vimos salir a los de tercero de las residencias y de la biblioteca, y poner rumbo a la terraza.
—Quería armar lío —dijo Darden.
Tardé un poco en saber a qué se refería.
—La culpa no es de ella. —Fue lo primero que dije en quince minutos y lo dije con la voz ronca—. Si no le dices a un periodista que algo es off the record, puede publicar lo que quiera.
—Me da igual. Venía con sus ideas fijas. De mí quería que fuera un chico negro enfadado. Nos había encasillado a todos antes de poner un pie en la clase de Fletcher.
—Pero tú no estás enfadado. —Lo miré fijamente—. ¿Verdad?
—No más que la mayoría.
—Entonces, ¿por qué caí yo en su trampa y tú no?
—Porque tú eres blanca.
Lo miré para ver si estaba bromeando. No me dio ningún indicio.
—Los negros que vivimos en un mundo de blancos aprendemos a no bajar la guardia —dijo—. Aprendes a no llamar la atención. —La única vez que había oído a alguien mencionar algo sobre su raza, incluido el propio Darden, fue a la señorita Moray en segundo, cuando él, Dede y Aspeth metieron la pata con la sátira del Tío Tom—. Lo diré de otra manera. No llamas la atención a menos que haya algún motivo, y más vale que sea bueno, porque, en cuanto lo haces, se acabó: pasas a ser alguien que busca problemas y ya no hay forma de cambiarlo.
—Pero, entonces, lo contrario también debe de ser cierto —dije—. Ahora mismo, el señor Byden debe de adorarte. Seguro que quiere hacerte miembro del Consejo.
Darden se echó a reír.
—¿Te ha dicho algo? A mí no me ha comentado nada —le pregunté.
—Solo de pasada —dijo Darden—. Nada importante.
—Seguro que está muy enfadado conmigo. —La verdad es que me sorprendía que el señor Byden no me hubiera dicho nada. Al salir del pase de lista el lunes, nos miramos a los ojos, pero apartó sin más la mirada.
—Si te remuerde la conciencia, escríbele una carta este verano —dijo Darden—. Por ahora, deja que pase el tiempo.
Los de tercero se habían reunido ya en la terraza.
—No quiero que te pierdas la canción por mi culpa —dije.
—Podré superarlo —dijo Darden.
Entonces sonó la música. No nos llegaban las palabras, pero sí el sonido del piano y de las voces. Parecía que estaban mucho más lejos de lo que en realidad estaban.
—Es increíble que vayamos a graduarnos —dije yo.
—Yo ya tengo ganas. —Sonrió y me pareció que lo hacía con pena. No sabía mucho de él.
Dejamos de hablar y nos quedamos escuchando la música, cuya letra no conseguíamos descifrar. Cuando terminó la canción, los alumnos de cuarto cogieron unos globos blancos, se acercaron a la glorieta y los soltaron todos al mismo tiempo. Había empezado a anochecer y los globos salieron volando como docenas y docenas de diminutas lunas resplandecientes. Se quedaron casi todos sobre el césped, con la mirada hacia el cielo, observando los globos hasta que desaparecieron. No fue el último año en que se soltaron globos, pero sí dejó de hacerse dos años después. Lo hicieron porque era malo para el medio ambiente, algo que no puedo discutir, al menos no de forma convincente. Sin embargo, los globos eran tan bonitos… No digo que deberían haber mantenido la tradición, solo que era muy bonito. Y, por lo que parece, también dejaron de hacer muchas otras cosas. Como si mis compañeros de curso y yo hubiéramos marcado el final de algo. Nosotros seguíamos escuchando música de los sesenta y setenta, pero los chicos un poco más pequeños, incluidos mis hermanos, tenían otra música, una música propia. Y lo mismo pasaba con la ropa. En cuarto, llevaba vestidos de flores que me llegaban por debajo de la rodilla. Algunos iban ceñidos a la cintura con un cinturón de tela, otros tenían mangas de farol, cuello de encaje o cuello babero con solapas de pana. Los llevaba todo el mundo, incluso las guapas. Poco después de acabar la universidad, doné todos esos vestidos y me costó imaginar quién los cogería (la abuela de alguien, quizá). Por entonces, las adolescentes llevaban minifaldas, jerséis y faldas entalladas y camisetas muy muy ajustadas. Y luego vino la tecnología. Imagino que ya existía el correo electrónico cuando yo estaba en Ault, pero no había oído hablar de ello. Tampoco teníamos contestador, porque no teníamos teléfono en la habitación ni, mucho menos, había nadie con teléfono móvil. Al recordar ahora que en toda la residencia solo había un teléfono público y que, cuando llamaban nuestros padres, o no contestaba nadie o daba comunicando, casi es como si hubieran sido los años cincuenta. Ya sé que el mundo siempre está cambiando. Pero es como si en nuestro caso hubiera cambiado demasiado rápido.
—Darden —dije. Los globos habían desaparecido hacía rato y nuestros compañeros empezaban a marcharse. Allí sentada con él, me sentía intocable, protegida del juicio de los demás y del efecto del tiempo (mientras Darden estuviera a mi lado, seguiríamos en Ault, el futuro aún no había empezado), pero sabía que debía dejarlo marchar—. ¿Habías oído alguna vez que Cros Sugarman y yo, que nosotros…?
Lo dije en parte porque quería conocer la respuesta y en parte para que no se marchara todavía.
—Había oído algo —dijo—. Pero no mucho.
—¿Habías oído que nosotros estábamos…? ¿Qué habías oído?
(Qué discreto era Darden y qué inoportuna e insaciable era yo).
—Que os habíais estado viendo. Algo así. Yo no me preocuparía por eso.
No podía corregirlo. Si le decía que no era eso lo que quería oír para consolarme, sino justo lo contrario, haría sombra al hecho de que hasta ese momento me había comprendido a la perfección.
—De todas formas —dijo Darden—, eso fue hace meses. Además, solo un idiota se cree todo lo que se dice aquí.
¿Quería decir que estaba dispuesto a actuar como si no fuera cierto? ¿O solo me daba a entender que ya podíamos terminar la conversación? Seguramente, lo segundo.
Nos levantamos.
—¿Estás bien? —dijo.
Asentí con la cabeza y me abrazó. Era el tipo de abrazo que se daría con Aspeth al salir de la biblioteca para ir a la recogida. Un abrazo afectuoso, pero de usar y tirar. En mi caso, sin embargo, era el primer abrazo que me daba un chico en Ault, aparte de Cross.
—Siento haber metido la pata —dejé escapar.
Sacudió la cabeza. No dijo que no hubiera metido la pata. Seguro que pensaba que sí. Y, por supuesto, seguro que había sido él quien le dijo a Angie Varizi (sin crueldad, tan solo como constatación) que yo no era popular.
—Ya lo sé. —Fue lo que dijo.
Martha vino a buscarme a la biblioteca. Como la gente se pasaba el día al aire libre, yo iba a esconderme a la biblioteca cuando ya no soportaba más estar en la habitación. Los de cuarto no teníamos exámenes, así que no había nada que hacer. Solo quedaba el día de la graduación y, después, una semana en la que iríamos de fiesta en fiesta entre Dedham, Lyme y Locust Valley. Eso marcaba el final de Ault y, como no podía hacer otra cosa, tenía la intención de no perderme nada.
Los últimos días habían sido soleados e interminables. Me daba miedo cruzarme con alguien y me sentía desolada al pensar en Cross. Me pasaba casi todo el tiempo intentando hacer las maletas, aunque sin mucho éxito. Siempre a final de curso, cuando teníamos que quitar los pósteres, desmontar el sofá cama de Martha y meter los libros en cajas que luego guardábamos en el sótano, me deprimía. La habitación se quedaba vacía, y las paredes, blancas. Ello me hacía pensar en lo efímera que era nuestra vida en Ault. Esta vez, sin embargo, doblaba un par de jerséis y, nada más meterlos en una caja, salía de la habitación, miraba por la ventana y, si todo estaba despejado, salía corriendo a toda velocidad, dejaba atrás la capilla y el refectorio, y me metía directamente en la sala de la hemeroteca. A veces, cuando estaba leyendo ya algún artículo, levantaba la mirada y me decía: «Lo he echado todo a perder». En todo el tiempo que había pasado en Ault, había tenido siempre la sensación de que tenía cosas que ocultar y por las que disculparme. Pero no había sido así y ahora me daba cuenta. Curiosamente, fue como si hubiera intuido desde el principio lo que iba a suceder con The New York Times, como si supiera cómo iba a terminar todo.
Cuando entró en la hemeroteca, Martha iba sin resuello, como si hubiera venido corriendo.
—Hazme hueco —dijo.
Estaba sentada en el suelo, con la espalda apoyada en la pared. Me moví hacia un lado para que se sentara a mi lado.
—Ya sabes que la capilla de mañana es la última del curso, ¿verdad? —dijo.
Asentí.
—Al parecer, algunos de cuarto querían que alguien diera una charla para desmentir lo que has dicho tú en el artículo. Creo que han encontrado a alguien.
—¿A quién?
—Eso es lo que no sé. Dicen por ahí que buscaban a alguien de alguna minoría, o algún blanco con beca.
—Pues buena suerte. ¿Y quiénes lo han organizado?
—Eso tampoco lo sé.
La miré fijamente.
—Bueno, ¿tú qué crees? —dijo—. Horton Kinnelly y Doug Miles.
—¿Y ahora es cuando dices que debería ir? Para hacerme más fuerte, o algo así.
—Para eso no. Pero sí creo que deberías ir porque es la última capilla.
—Martha, no creo que vaya ni la mitad de la promoción.
—Yo no creo eso. —Sacudió la cabeza—. La gente se está poniendo sentimental.
—Todos no. Tú no —dije, pensando en Darden.
—Ja, tú espera. Seguro que en la graduación no pararé de llorar.
Nos quedamos calladas. Afuera se oía a alguien serrando madera. Junto a la capilla, el personal de mantenimiento estaba montando el escenario para la graduación. La ceremonia iba a ser al aire libre, así que estaban todos obsesionados por que siguiera haciendo tan buen tiempo como hasta ahora. Con toda sinceridad, a mí me daba igual. De hecho, una parte de mí habría sonreído por dentro si hubiera llovido y hubiéramos tenido que trasladarnos al gimnasio.
De igual forma, una parte de mí también se alegró al saber que quizá me reprendieran en público, de forma implícita o totalmente abierta. Parecía lo propio de Ault, exigir responsabilidades. En todos esos años, había salido demasiado bien parada.
—Menuda se ha armado, ¿eh? —dije.
Martha se quedó callada.
—Bueno, no es que haya sido pura casualidad —dijo por fin.
Me puse tensa. «Tú también no, Martha», pensé. Era más de lo que podía soportar. Aunque me di cuenta también de que nunca me había dicho algo como «No has hecho nada malo» o «No ha sido culpa tuya». En su lugar, se había limitado a decir: «No dejes que te afecte», que no había que confundir con un «Estoy de tu parte».
—¿Acaso sugieres que quería que pasara todo esto?
—Las cosas no son o blancas o negras.
Estaba sentada justo a mi lado y la odié un poco. No es que pensara que se equivocaba. Puede que intuyera cómo acabaría todo porque yo misma iba a provocarlo. Si no, ¿cómo es que después de pasar cuatro años enteros sin darme a conocer lo había hecho saltar todo por los aires a solo una semana del final? ¿Es posible que, en secreto, hubiera estado buscando la ocasión de decirle a todo Ault: «Aunque no hable, estoy pensando sin parar; tengo opiniones claras sobre este sitio y sobre todos vosotros»? Puede ser. Quizá lo había deseado, pero, de ser así, habría querido hacerlo a mi manera. Pensé que Angie Varizi me haría parecer elocuente y persuasiva, no amargada, aislada y vulnerable.
—¿Estás enfadada conmigo porque te he hecho quedar mal delante del señor Byden? —pregunté. La idea se me acababa de ocurrir en aquel instante—. ¿Fuiste tú la que le dijo que me entrevistaran para The New York Times?
Martha tardó en responder.
—No creo que haya que echarle la culpa a nadie. Ha pasado sin más. Yo tomé la decisión de recomendarte, él tomó la decisión de que lo hicieras y tú tomaste la decisión de decirle a esa mujer todo lo que le dijiste.
La idea era tan horrible que casi era inconcebible: Martha pensó que me estaba haciendo un favor. Quería portarse bien conmigo y darme la oportunidad de brillar que yo no había sido capaz de darme a mí misma. Sentí una culpabilidad rayana en la náusea, pero también me enfadé. En realidad nunca había estado tan furiosa. Por un lado, porque debería habérmelo dicho.
Seguramente, habría dicho lo mismo que dije, pero, al menos, lo habría hecho sabiendo que se suponía que debía elogiar el colegio. Pero también estaba furiosa porque me di cuenta de que, desde hacía días, meses quizá, había estado alimentando el resentimiento hacia ella. Y allí, en la biblioteca, supe en qué consistía exactamente y que nunca sería capaz de decirlo en voz alta. La odiaba porque en octubre había dicho que Cross jamás saldría conmigo. ¡Lo había hecho realidad! Si hubiera dicho que nos imaginaba juntos, puede que no hubiera pasado, pero, con aquellas palabras, selló el destino. No sabía hasta qué punto creía en ella, hasta qué punto confiaba ciegamente en lo que me decía. Me había quitado toda la esperanza. ¿Se puede perdonar algo así? Pero ¿cómo iba a decírselo? Era demasiado espantoso. No era raro que yo metiera la pata y que tuviera que pedirle perdón. En cambio, si era ella la que se había equivocado, nuestra amistad se desequilibraría. No iba a explicarle nada, puede que ni siquiera pudiera hacerlo, aunque quisiera. Mi error era público y obvio, mientras que el suyo era privado y subjetivo. Yo era la única testigo. Decidido: no le diría nada. Sería la Lee incompetente de siempre, la adorable Lee con sus imperfecciones, un golden retriever que no puede refrenar el impulso de tirarse de cabeza al agua y vuelve a casa con el pelo mojado y apestoso.
—Entonces, ¿tú crees que he traicionado al colegio? —dije, y noté que sonaba enfadada, aunque un enfado era algo que podíamos superar. Y, aunque el enfado estaba muy lejos de lo que en verdad sentía, Martha no se enteraría de la verdad.
—No he dicho eso.
—Pero se deja entrever. —(¿De verdad no iba a quedar nada a salvo? Ault era historia, Cross era historia, Martha era historia).
—Lo que creo es que le dijiste a la periodista lo que querías decir, ni más ni menos —contestó Martha.
—Martha, ¿es que te han lavado el cerebro por ser delegada? ¿Cuándo llegaste a la conclusión de que criticar a Ault iba en contra de la ley?
—Eso es justo lo que digo. Tenías críticas y las dejaste claras.
—¿Y ahora debo asumir las consecuencias?
Tardó bastante en responder.
—Sí, algo así —dijo por fin.
—Pero, entonces, ¿qué haces aquí? ¿Para qué me avisas de la charla de la capilla si es justo lo que merezco?
—Eres mi mejor amiga, Lee. Puede que no esté de acuerdo con tus decisiones, pero aun así me preocupo por ti.
«Pues sí que eres complicada», pensé. Pero no dije nada. Me acerqué las rodillas al pecho, las rodeé con los brazos y apoyé la frente sobre ellos.
—¿Estás llorando? —preguntó.
—No.
Martha me dio una palmadita en el hombro.
—Olvida lo que he dicho. Es solo que… No sé ni lo que digo.
—Es lo que piensas —dije yo.
—Sí, pero ¿qué más da lo que piense?
Levanté la cabeza y me quedé mirándola.
—No quiero que lo recuerdes así —dijo—. Solo porque termine así, quiero decir. El final no es lo que más importa.
No dije nada.
—Podrías recordar otras cosas como. Vale, ¿qué tal esto? Aquel sábado por la mañana, en primavera, cuando nos levantamos de madrugada, fuimos en bici a la ciudad y desayunamos en aquella cafetería al lado de la gasolinera. Los huevos estaban casi crudos, pero estaban riquísimos.
—Era tu cumpleaños —dije yo—. Por eso fuimos.
—Es verdad. Se me había olvidado.
—Cumplías dieciséis —dije.
Otra vez el silencio y el sonido de la sierra.
—Nuestra vida en Ault fue exactamente como aquella mañana —dijo Martha.
Lo vergonzoso fue que fui a buscarlo por segunda vez. Tercera en realidad, si contamos la vez que fui a su habitación por la noche, pero solo estaba Devin. Hasta esa semana, no había estado nunca en su habitación, y entonces fui dos veces en cuatro días. Atravesé la sala común y llegué al final del pasillo a última hora de la tarde, justo antes de la cena. Estuve a punto de tropezar con Mario Balmaceda, que salía del baño y se me quedó mirando perplejo. No me paré a disculparme ni a explicarle nada. Al final del pasillo, llamé a la puerta (aún no habían quitado el póster del jugador de baloncesto) y abrí sin esperar a que respondieran. No había nadie. Afuera todavía había luz, la habitación estaba casi a oscuras y sobre un baúl de plástico blanco que había junto a las camas sonaba el tictac de un despertador.
Al imaginarme la escena, lo había visto leyendo en la cama. Se incorporaría al verme entrar, yo me subiría en su regazo y lo rodearía entre mis brazos y piernas. Al principio, lloraría y él me acariciaría el pelo, me susurraría palabras tiernas, pero, por supuesto, la cosa pronto se volvería sexual. Sería voraz, nos clavaríamos las uñas y nos morderíamos, y tendríamos los dos exactamente las mismas ganas. Quizá se la chupara, arrodillada sobre su alfombra mugrienta, y solo llevaría puesta una camiseta, sin nada por debajo. Me atraparía entre sus piernas y me hundiría los talones en las nalgas. Haría que se retorciera.
Pero él no estaba y, allí parada en medio de su habitación, observando objetos completamente desconocidos para mí (ni siquiera sabía cuál era su cama), comprendí lo absurdo que había sido pensar (o esperar siquiera) que fuera a sentirse como yo, que me estuviera esperando. Pasé de sentirme decepcionada por su ausencia a aterrada por que apareciera y me pillara ahí. Le parecería una «psicópata» (sin duda utilizaría esa palabra, o se la dirían a él), tan desquiciante como las chicas que no paran de llorar, pero agresiva, además.
No me estaba esperando y tampoco me estaba buscando. Mentiría si dijera que solo quería verlo para quitarme el mal sabor de boca de nuestro último encuentro. Aunque sí era uno de los motivos. ¿Era un disparate pensar que él pudiera querer lo mismo? Ahora me parece que sí, que mi impulso fue puramente femenino y que la respuesta masculina (quizá, sencillamente, la respuesta más objetiva) era aceptar que, a pesar de lo desafortunado y exagerado de nuestro último encuentro, había servido para dejar claras nuestras posturas. Vernos otra vez no sería más que pura repetición y no llegaríamos a nada nuevo.
Cerré la puerta y salí corriendo por el pasillo. De vuelta en la residencia, tardé varios minutos en recuperar el aliento. Y, entonces, me di cuenta de que no había pasado nada. ¿De qué me estaba recuperando? Estaba sola en la habitación, el ventilador zumbaba junto a la ventana y el cuarto estaba desbaratado con cajas a medio llenar. «Se acabó», me dije. «Lo de Cross se ha terminado». Lo dije en voz alta. Puede que al final consiguiera dejar de hacerme ilusiones.
La persona que iba a hablar en la capilla siempre se sentaba a la izquierda del capellán. A la mañana siguiente, el sitio estaba ocupado por Conchita Maxwell. Mentiría si dijera que me sorprendió verla. Cuando subió las escalerillas del púlpito, me fijé en que llevaba una falda de lino de color negro y una blusa blanca. Hacía tiempo que ya no se vestía tan excéntrica y se había dejado crecer el pelo. Se aclaró la garganta y dijo al micrófono:
—El artículo que apareció el domingo pasado en las páginas de The New York Times ha sembrado el dolor, el enfado y la confusión entre muchos miembros de nuestra comunidad. Yo soy una de esas personas. Como estadounidense y mexicana que soy, el artículo me escandalizó. No refleja de modo alguno mi experiencia de cuatro años en este lugar que ahora considero mi hogar.
Al principio, sentí aversión, pero a medida que escuchaba me fui entristeciendo. Luego, ni siquiera eso. No sentí más que indiferencia. El discurso, excesivamente retórico y no muy bien escrito, me recordaba a un trabajo de clase de historia sobre un tema que no te interesa demasiado y, sin darme cuenta, dejé de prestar atención. Me puse a pensar en cuando estábamos las dos en primero y le enseñaba a montar en bici detrás de la enfermería. Qué lejos quedaba todo aquello y qué lejos me sentía de ella. No habíamos hablado en todo el curso. Cuando nos graduásemos, nos distanciaríamos por completo y la distancia sería física y definitiva; tal vez no volveríamos a hablar nunca. Pero ahora mismo me parecía imposible. En Ault, habíamos pasado tanto tiempo todos juntos que había empezado a pensar que la vida se construía a base de acumular, que nada se borraba. Sin embargo, ahora entendía que, a medida que fueran pasando los años, el tiempo que Conchita y yo habíamos compartido juntas, como el tiempo que pasé con mis demás compañeros, tendría cada vez menos importancia, hasta acabar siendo poco más que un telón de fondo de nuestras vidas reales. Dentro de unos años, mi yo futuro, una Lee que todavía no era capaz de imaginar, buscará en alguna fiesta una anécdota que contar y recordará aquella vez en que la madre de una chica del internado nos llevó a un restaurante y el guardaespaldas de la familia se sentó en la mesa de al lado. Al contarlo, no sentirá nostalgia ni arrepentimiento. En realidad, no sentirá nada más que el deseo de que a los demás les parezca divertido.
Cuando Conchita terminó de hablar, hubo el acostumbrado momento de silencio (nunca se aplaudía después de una charla de capilla) y luego nos levantamos todos a cantar. Era el último oficio del curso con todo el colegio. Iba a haber otra capilla la mañana de la graduación, pero solo para los alumnos de cuarto y sus padres. Antes del desayuno siempre cantábamos «God be with you till we meet again», que Dios sea contigo hasta que volvamos a vernos, y lo mismo cantamos aquel día. Cantamos las cuatro estrofas al completo (en Ault siempre cantábamos todas las estrofas) y, al llegar a los versos «cuando los males te desconcierten, deja que te tome en Sus brazos», se me llenaron los ojos de lágrimas. Otra vez no, por favor. Pero entonces, miré a mi alrededor y me di cuenta de que lo que estaban sintiendo todos en aquel momento no tenía mucho que ver con la charla de Conchita y de que, al menos en ese sentido, no estaba sola: la capilla estaba llena de alumnos de cuarto llorando.
Y luego, llegó la graduación que, como cualquier otra ceremonia, acabó siendo decepcionante. Mi familia se alojó en el Raymond TraveLodge, el mismo hotel donde se habían alojado mis padres en otoño de segundo curso. Lo primero que me dijeron nada más vernos en el aparcamiento del colegio el sábado por la noche, antes de ir a cenar a casa del señor Byden, fue que Tim había evacuado de tal manera que el retrete se había atascado y les habían tenido que cambiar de habitación.
—Solo tiene siete años —empezó a gritar Joseph—. ¿Cómo puede un niño de siete años soltar una boñiga tan monumental?
Tim estaba completamente rojo y sonriendo como si hubiera hecho una hazaña y la modestia le impidiera adjudicársela. Mi padre me ignoró al principio, pero estaban pasando tantas cosas que no resultaba práctico seguir ignorándome, así que rebajó su grado de cabreo para pasar a hablarme en tono cortante. El domingo, en la graduación, el señor Byden me dio la mano con absoluta indiferencia (Joseph me dijo que papá había amenazado con abordar al señor Byden, pero yo supe que no lo haría). Mis padres y mis hermanos se sentaron junto a la familia de Martha en la ceremonia (por lo menos, mi madre cumplió su deseo de conocer al señor y la señora Porter) y se marcharon esa misma tarde, con el maletero lleno a explotar con las cosas que había ido acumulando en los últimos cuatro años.
Por la graduación, Tim me regaló un par de calcetines con estampado de sandías («Los ha elegido él», me susurró mi madre); Joseph, una cinta con un recopilatorio de música; y mis padres, 100 dólares de propina que me gasté la semana siguiente poniendo dinero para gasolina para ir a las fiestas (en los coches de Dede, Norie Cleehan y Colby, el novio de Martha). La última fiesta en la que estuve fue en Keene, Nuevo Hampshire. Colby acudió hasta allí en coche desde Burlington para recogernos a Martha y a mí. Después, me acercaron hasta el aeropuerto de Logan y ellos siguieron viaje hasta Vermont. Al abrazarlos a los dos (nunca había abrazado a Colby y no lo volví a ver en mi vida), sacar las maletas del maletero y comprobar que no me había dejado el billete de avión olvidado en el asiento, sentí unas ganas tremendas de que se largaran y de que todo acabara de una vez. Quería quedarme sola. Y, en cuanto se marcharon, lo estuve. Llevaba pantalones cortos y camiseta, y el aire acondicionado del aeropuerto y del avión estaba a temperatura glacial. En el vuelo a South Bend, estaba congelada y agotada por todo lo que había bebido y lo poco que había dormido en una semana, por haberme despedido de tanta gente y por la amistad vivida (esa semana, después de todo, solo unos pocos compañeros de curso se mostraron ariscos conmigo). Después de aterrizar, recoger mi equipaje y salir del edificio, donde me estaba esperando mi madre con Tim, sentí el latigazo del aire de bochorno y supe que Ault había quedado atrás. No tenía motivo para regresar, ningún motivo real. Desde ese momento, si alguna vez volvía, sería por pura elección.
Y claro que volví. Volví en el quinto y en el décimo aniversario. ¿Quieres saber qué fue de todos ellos? Por supuesto. Dede trabaja de abogada en Nueva York y, aunque con la edad ha ganado en modestia, tengo la sensación de que le va muy bien. El verano de segundo curso de la universidad, me llegó una tarjeta franqueada en Scarsdale. En el anverso se veía a Dede perfectamente conjuntada con un lookexageradamente universitario (falda plisada, chaleco de rombos, camisa, gafas de montura enorme y una pila de libros en los brazos). Debajo de la fotografía decía: «El problema de una sabelotodo…» y, al abrir la tarjeta, continuaba: «… es que mete la nariz en todo». Y, debajo, añadía: «¡Sí, por fin! Mi rinoplastia vio la luz el 19 de junio a las 16:37 h. Pesó cero kilos y unos pocos gramos. ¡Bienvenida al mundo!». Después de eso, Dede me cayó bien siempre y sin condiciones, como nunca me había caído en Ault. Ahora, la visito cada vez que viajo a Nueva York, cenamos juntas y hablamos de hombres. Me hace reír y no sé si es que ella se ha hecho más divertida o que en Ault yo no estaba dispuesta a reconocer que lo era.
Al igual que Dede, Aspeth Montgomery también vive en Nueva York, donde es dueña de una boutique de lujo, lo que me decepciona un poco. Cuando pienso en ello, me parece muy poca cosa. No me equivoqué con Darden (que también es abogado): se convirtió en miembro del Consejo de Ault a los veintiocho años. Sin-Jun, ya lo sabemos, vive con su novia en Seattle y es neurobióloga. Amy Dennaker, con la que compartí residencia en primero, es comentarista conservadora en la televisión. Aunque no suelo ver esos programas de debate político de los domingos por la mañana, cuando a veces lo hago, si estoy pasando la noche en un hotel, por ejemplo, la veo debatir con su traje de ejecutiva, muy pagada de sí misma. Me dijeron que la señorita Prosek y su guapo marido se divorciaron a los pocos años de graduarnos nosotros. Espero que lo dejara ella o, por lo menos, que fuera cosa de los dos. Básicamente, no me gustaría que la hubiera dejado él. Ya no da clase en Ault y no sé adónde habrá ido a parar. Rufina Sánchez y Nick Chafee se han casado. Se casaron dos años después de graduarse en Dartmouth y Duke, respectivamente. Me agobia (la parejita del instituto y todo eso) y al mismo tiempo me da envidia: debe de ser bonito terminar con alguien que sabe cómo eras de adolescente.
No he vuelto a ver a Cross desde que nos graduamos. En la reunión por el quinto aniversario estaba viviendo en Hong Kong, donde trabajaba para una aseguradora estadounidense. Sí pensaba venir con motivo de los diez años (ahora vive en Boston), pero su mujer se puso de parto la noche anterior. Hace poco, Martha y su marido, que también viven en Boston, estuvieron cenando con Cross y su esposa. Martha me llamó nada más terminar y me dejó este mensaje en el contestador: «Lleva palos de golf en el maletero. No sé por qué te lo cuento, pero me parece el tipo de cosas que te gustaría saber». Sé qué aspecto tiene porque vi una foto de su boda en el boletín trimestral de Ault. Se está quedando calvo y es guapo, pero de otra forma. En la foto, lo reconocí porque sabía que era él y pude entrever sus antiguas facciones; sin embargo, si me hubiera cruzado con él en la calle, no estoy segura de que lo hubiera reconocido. Su mujer se llama Elizabeth Fairfield-Sugarman.
Martha es profesora titular de Filología Clásica y aspirante a catedrática. Fui dama de honor en su boda, pero lo cierto es que solo hablamos un par de veces al año y todavía nos vemos menos aún.
En cuanto a mí. Cross se equivocó y no me gustó demasiado la universidad. Al menos, los primeros años. Me parecía todo demasiado inabarcable y disperso. En tercero, me mudé a un apartamento con otra chica y dos chicos, aunque solo conocía a la chica, y no muy bien. Uno de los chicos no aparecía mucho por casa, pero el otro (Mark, de cuarto), Karen y yo cenábamos juntos casi todas las noches y luego nos quedábamos viendo la tele. Al mudarme con ellos, al principio me parecían CMB, pero enseguida dejé de pensar en eso. Mark me enseñó a cocinar, y aquel verano, semanas antes de que se marchara, estuvimos juntos. Así se convirtió en la segunda persona a la que besé y la segunda persona con la que me acosté. (En su día, había pensado que el primer chico con el que te liabas era una especie de iniciación y que, después de él, se activaba un interruptor y empezabas a quedar con gente sin parar; pero, al menos en mi caso, no fue así). Cuando Mark y yo nos besamos por primera vez, se lo conté a Karen, porque no tenía claro si me gustaba o no, y terminé sacando el tema de Cross. Iba a decirle que con él sí había estado segura desde el primer momento, pero, antes de que pudiera hablar, Karen dijo: «Un momento, ¿en serio estabas con un chico que se llamaba Cross Sugarman?». Se echó a reír: «¿Pero qué nombre es ese?».
En realidad, no me gustaba (no me gusta) mucho hablar de Ault. Tampoco me gusta leer el boletín trimestral, aunque siempre lo leo hasta el final. No obstante, si lo leo prestando atención de verdad, empiezo a recordar mi vida allí, a la gente con la que convivía y cómo me sentía, y me desmorono. Si alguien me pregunta alguna vez por el internado, se me acelera el pulso y siento la necesidad de contar y explicar cosas que realmente no le interesan. Cuando iba a segundo en la universidad y salía a relucir el tema, solo hacía comentarios superficiales del tipo de «Estaba bien», «Fue duro» o «Tuve suerte». Esas conversaciones eran una especie de lago que debía salvar. Mientras no profundizara y me quedara en la superficie, seguiría a flote. Sin embargo, a veces, me extendía y entonces me hundía en sus aguas gélidas y turbias. Allí abajo, no podía ver ni respirar y algo me arrastraba hacia el fondo. No obstante, lo peor no era sumergirme, sino tener que volver a la superficie, porque el presente era tan plácido que casi resultaba decepcionante. Desde que salí de Ault, no he vuelto a estar en ningún lugar en el que todo el mundo quiera lo mismo. Ni siquiera tengo claro qué quiero para mí, salvo una moneda única mundial, y a nadie le importa si al final consigues lo que buscas o no. Por mucho que en Ault tuviera a veces la sensación de no importarle a nadie, muchas otras, me sentía observada. Después de Ault, nadie volvió a prestarme atención.
Debo reconocer, eso sí, que tampoco me dedico a observar a los demás como en su día. Cuando me marché, no llevé conmigo esa vigilancia y nunca he prestado tanta atención a los demás ni a mí misma como cuando estaba allí. ¿Cómo era capaz de estar siempre tan atenta? Al pensar en Ault, suelo recordarme desdichada. No obstante, mi desdicha siempre estaba alerta y expectante, y aquella energía era muy parecida a la de la felicidad.
Al final, todo termina. A mí me han sucedido otras cosas (trabajo, posgrado, otro empleo) y siempre es posible elaborar un discurso que describa en qué ocupas tu día a día (los acontecimientos se suceden en un orden que puedes narrar). Aunque puede que en el momento no lo sientas así, suele ser reconfortante la claridad con que suceden las cosas. También puede ser angustioso, claro que sí, pero esa sencillez suele transmitir paz.
La noche de mi graduación en Ault, los padres de Phoebe Ordway organizaron una fiesta en un club de Back Bay de su propiedad. Mis padres ya se habían marchado a South Bend, pero a primera hora aún quedaban algunos padres, para la cena; me sorprendió ver a algunos chicos bebiendo despreocupadamente delante de ellos. Luego, los padres desaparecieron y nosotros seguimos bailando y llorando. Bebí cerveza, me emborraché por primera vez en mi vida y me pareció fantástico y temerario a partes iguales. Fantástico porque era como llevar puesta una capa de invisibilidad con la que podía observar a todo el mundo sin que ellos me vieran a mí. Cuando Martha se puso a bailar con Russell Woo (yo no bailé en ningún momento, por supuesto), me senté sola en una mesa para ocho, con una despreocupación absoluta. Sin embargo, también me pareció temerario: ¿qué iba a impedir que me acercara a Cross, que estaba en la barra con un grupo de personas, y hacer lo que tenía ganas de hacer? (En concreto: colgarme de su cuello, hundir la cara en su pecho y quedarme allí para siempre). Había tomado cuatro cervezas y, sin duda, estaba menos borracha de lo que pensaba: eso fue lo que me lo impidió.
Un poco antes de medianoche, Martha vino a decirme que estaba agotada y que quería marcharse. Yo estaba charlando con Dede, que iba como una cuba y me decía con extrema dulzura: «Siempre estabas triste y enfadada, desde primero. ¿Por qué estabas triste y enfadada? Si hubiera sabido que estabas becada, te podría haber prestado dinero. El año pasado saliste con el chico ese de la cocina, ¿verdad? Yo lo sé». No le estaba prestando demasiada atención (iba siguiendo con la mirada a Cross por toda la sala, se movía, bailaba, se marchaba, volvía, hablaba con Thad Maloney y luego se ponía con Darden). Me quedé en la fiesta para seguir observándolo. Aunque tenía que ir a dormir a casa de los tíos de Martha, en Somerville, no me marché con ella. Me pareció que, quizá, al ir borracha todo sería diferente, que Cross vendría a hablar conmigo en algún momento, a última hora. Pero, cuando el DJ hizo sonar «Stairway to Heaven» para dar por terminada la noche, Cross se puso a bailar con Horton Kinnelly. Cuando terminó la canción, siguieron los dos pegados, mientras Cross le acariciaba la espalda. Parecía incidental, pero sabía que había sido algo buscado. En los últimos cuatro minutos, habían actuado como una auténtica pareja y, aunque no se habían dirigido la palabra en toda la noche, me di cuenta de que, igual que yo había pasado horas acechando a Cross, él había estado acechando a Horton. Quizá desde hacía mucho más tiempo, quizá él también se había estado reservando algo para el final. Sin embargo, la diferencia entre Cross y yo era que él tomaba decisiones, cogía las riendas y cumplía sus planes. Yo no. Yo había esperado a que él hiciera algo y, al final, ni siquiera me había mirado. Y fue así durante toda la semana, aunque cada vez, con cada fiesta, me iba sorprendiendo menos, hasta que al final de la semana Cross y Horton ni siquiera esperaban a que fuera tarde y estuvieran borrachos. Los vi enrollarse por la tarde en una hamaca en casa de John Brindley y en la cocina de Emily Phillip, con Cross sentado en un taburete y Horton subida a horcajadas encima.
En casa de Emily (fue la última fiesta, la de Keene), abrí la nota en la que Aubrey me hacía su declaración de amor. Eran las tres y media de la mañana y encontré la tarjeta cuando estaba buscando el cepillo de dientes que llevaba en la mochila. En medio del descampado donde estaba aparcado el coche de Norie que llevaba mis cosas, me sentí profundamente conmovida, no solo por su dulzura sino también porque (aunque era de Aubrey, del canijo y remilgado Aubrey) significaba que el artículo del Times no me había convertido en una repudiada y que Cross Sugarman no era el único chico de Ault que había visto algo valioso en mí.
Sin embargo, antes de llegar ahí, cuando aún estábamos en la primera noche de la semana, en el club de Back Bay, y Martha me dijo que se marchaba, yo aún no comprendía que Cross y Horton estaban juntos y quise quedarme.
—Pero solo tengo una llave de casa de mi tía —dijo Martha—. ¿Cómo vas a entrar?
—Ya se me ocurrirá algo —dije.
—Tengo una habitación en el Hilton. Puedes venir —dijo Dede.
—Gracias —dije, y Martha me miró perpleja. Le dije—: Te llamaré por la mañana.
Terminé durmiendo con la ropa puesta y en la misma cama que Dan Ponce y Jenny Carter. Jenny durmió entre Dan y yo, mientras que Dede y Sohini Khurana durmieron en la otra cama. Apagamos la luz a las cuatro menos cuarto, yo me desperté a las siete y media y me marché directamente. No me encontraba tan mal como había imaginado (pensaba que no podría levantarme ni caminar), así que quizá el alcohol no me había afectado tanto después de todo, me dije.
Cogí el metro en Copley y fui hasta Park Street. Allí tenía que cambiar a la línea roja para llegar a casa de la tía de Martha, pero al llegar a la estación me desorienté (desde que estaba en Ault, solo había cogido el metro un par de veces) y fui de una planta a otra. En el nivel superior había mucha gente, todo era verde e iban todos con prisa. Allí no era, esa era la línea verde, de allí acababa de bajar. Volví a bajar las escaleras, aquella planta estaba un poco más tranquila, aunque no del todo. Allí de pie parada, con la misma ropa que había llevado toda la noche —zuecos, falda larga y blusa de manga corta—, miré hacia las vías y vi que se movía algo diminuto y luego otra vez, en otro sitio. La vía estaba llena de ratones, o puede que fueran ratas pequeñas, que se camuflaban con la gravilla.
Recordé que era lunes, hora punta (por eso la estación estaba tan llena). A mi alrededor, la gente iba corriendo de un lado a otro o se paraba en un punto fijo a esperar. Un hombre negro con camisa azul y traje negro con rayas blancas. Un adolescente blanco con auriculares, camiseta de tirantes y unos vaqueros que le quedaban grandes. Dos cuarentonas con coleta y uniforme de enfermera. Una mujer con media melena, flequillo, falda de seda y chaqueta a juego. Un tipo con un mono manchado de pintura. ¡Cuánta gente! ¡Eran muchísimos! Una abuela negra de la mano de un niño de unos seis años, tres blancos más con traje, una embarazada con camiseta. ¿Qué habría hecho toda esa gente los últimos cuatro años? Sus vidas no tenían nada que ver con Ault.
Es cierto que era mi primera resaca y que era tan inocente que aún no sabía lo que era una resaca, pero me admiró ver a toda esa gente a primera hora de la mañana, camino a sus reuniones, a sus recados o a sus obligaciones. Y eso era solo una estación de metro en un momento puntual. ¡Qué grande es el mundo! La conciencia que tuve en el momento de aquel descubrimiento se desvaneció casi por completo nada más subir al tren, pero ha ido volviendo en el transcurso de los años, e incluso ahora (que soy mucho mayor y mi vida es muy diferente) hay veces en que vuelvo a sentir lo maravillada que estaba aquella mañana.