—Date prisa; papá está esperando.

—Dijo a las diez y cuarto.

—Son las diez y cuarto pasadas.

—¿Y qué te parece que estoy haciendo? No seas pesada.

—Que te den por ahí —dije, y el otro chico abrió los ojos de par en par. ¿Me había portado como mi padre? No, Joseph y yo estábamos al mismo nivel, no le estaba acosando. Era una discusión normal y corriente.

Joseph se dirigió a su amigo.

—¿Quieres que te acerquemos?

—No, iré con Matt.

—Vale. Hasta luego.

Cuando el otro chico no podía oírnos, le dije:

—No deberías haberle ofrecido venir. Ya sabes de qué humor está papa. ¿Dónde vive ese chico?

—En Larkwood.

—Eso está a veinte minutos de casa.

—Para empezar, son diez. No me sorprende que no lo sepas: ni siquiera vives aquí. Y en segundo lugar, los Petrash me llevan siempre a todas partes. Les debemos un montón de favores.

—¿Que les debemos un montón de favores? —repetí—. ¿Qué pasa? ¿Has estado viendo películas de la mafia?

Al salir afuera, se adelantó un poco, así que llegó antes al coche y abrió la puerta del asiento delantero.

—No te sientes ahí —dije.

—¿Y por qué no? —Se metió dentro—. Hola, papá. Perdona por llegar tarde. —Lo oí decir.

Dio un golpecito en el cristal de su ventanilla, me miró y dijo moviendo los labios: «Entra».

Yo sacudí la cabeza y él bajó la ventanilla.

—Papá dice que te sientes atrás —dijo—. Te estás portando como una tonta.

Se me pasó por la cabeza echar a andar, llamar a un taxi y pedirle al conductor que me llevara directamente al aeropuerto. Pero no podía hacerlo: no tenía el monedero, ni el billete de avión, ni la ropa y los libros que debía llevarme a Ault. Abrí la puerta de atrás y me subí al coche. Seguía furiosa.

—¿Es que no podías abrir la puerta de atrás? —dijo mi padre. Lo dijo burlón y sarcástico; al parecer, ya no estaba de mal humor.

—Joseph no debería ir delante —dije yo.

—Es lo justo —dijo Joseph sin mirarme—. Tú has venido aquí sentada a la ida.

—Claro, en el viaje de ida para buscarte, caraculo.

—Oh, ¿es que papá necesitaba ayuda para conducir? Seguro que le has ayudado mucho. Me han dicho que conduces muy bien. —Se rio (la gracia estaba en que, aunque había cumplido los diecisiete en junio, aún no tenía carné) y mi padre también se rio.

—Mira, Lío —dijo mi padre—. Cuando lleguemos a casa, aparcaré, Joseph y yo nos bajaremos del coche y tú podrás ponerte aquí delante todo el tiempo que quieras.

Se rieron a carcajadas y yo los odié. Los odié porque pensaban que podían burlarse de mí e insultarme, porque sacaban lo peor de mí y porque todo eso me resultaba tan familiar y tan auténtico que mi vida en Ault parecía una mentira. Esto era yo: una persona insignificante, furiosa e impotente. ¿Cómo es que me importaba siquiera quién se sentara delante?

No dije nada en todo el trayecto. Ellos hablaron sobre la fiesta de cumpleaños (Joseph les contaba muchas más cosas a mis padres que yo), y la conversación derivó luego hacia el equipo de baloncesto del instituto rival del de Joseph. Hablaban de chicos que se me habían olvidado o a los que nunca había llegado a conocer. A mitad de camino, mi padre miró por el retrovisor, nos miramos a los ojos (desvié la mirada inmediatamente) y dijo:

—Joseph, he de reconocer que tu hermana nunca había estado tan ingeniosa en ninguna conversación.

Se echaron los dos a reír, sobre todo mi hermano.

Al llegar, bajé del coche sin darle tiempo a apagar el motor, di un portazo y entré en la casa. En mi habitación, me quité el abrigo y me metí en la cama sin desvestirme, sin lavarme los dientes ni la cara, y lloré de pura rabia. Sin gemidos atragantados, sino con largos silencios interrumpidos por estallidos de llanto. Mi madre llamó unos quince minutos más tarde, dijo mi nombre en voz muy baja y yo me hice la dormida. Abrió la puerta, pero no entró en la habitación.

—Buenas noches, cariño —dijo. Seguramente supiera que me estaba haciendo la dormida.

Estaba claro por qué era como era. En esta familia, podían reírse de ti en cualquier momento, el humor de alguien (el de mi padre) siempre estaba a punto de cambiar y nunca podías relajarte ni bajar la guardia. Sus burlas eran tan cándidas como hirientes, y podían ser sobre cualquier cosa. Por eso, no era de extrañar que nunca quisiera que Cross me viera desnuda.

Los odiaba porque pensaban que era como ellos, y eso significaba que, si tenían razón, me había traicionado a mí misma y, si se equivocaban, los había traicionado a ellos.

Creo que empecé a pensar seriamente en las flores de San Valentín meses antes (incluso en segundo y tercero, cada año me preguntaba si habría alguna probabilidad, aunque fuera la más remota del mundo, de que Cross me regalara una y, al parecer, nunca la había habido), pero después de las vacaciones de invierno el tema se convirtió en una auténtica obsesión.

Todos los años recibía un clavel rosa (amistad) de Sin-Jun y un clavel blanco (admirador secreto) de Martha, con sus correspondientes notas. La de Martha decía, con su inconfundible letra, algo así como: «De tu fogoso hombre misterioso». En segundo también me regalaron claveles de color rosa Dede (y me arrepentí de no haberle regalado uno yo también) y la señorita Prosek, una de las pocas profesoras que participaban en el intercambio de flores. Muchos no ocultaban su desaprobación. Nunca me habían regalado una rosa, que significaba (por supuesto) amor y que costaba 3 dólares frente al dólar y medio de los claveles. La venta de flores la organizaba para recaudar fondos el CSA, el Comité Social de Ault. Cada año, al frente del club estaban las chicas más monas de tercero, que se encargaban de organizar las fiestas y el Carnaval de primavera. Y ahí residía precisamente la debilidad más previsible y más estimulante del intercambio de flores: las chicas del CSA leían todas las notas. Todo pasaba por sus manos y, cuanto más cerca se encontraba el receptor o el remitente de su círculo social, más interés ponían por esa flor en particular. Así pues, no había de verdad ningún secreto al enviar un clavel de admirador secreto.

A eso de la medianoche del 13 al 14 de febrero, los miembros del CSA (tenían permiso para saltarse la recogida, ¡tenían trabajo que hacer!) dejaban las flores en las residencias, metidas en enormes cestas de color marrón. Allí estaban las flores, en medio de la sala común, frescas y esplendorosas, como los alimentos en los refrigeradores de un supermercado, con las notas puestas alrededor de los tallos de forma que no pudieras abrir una nota que no estuviera dirigida a ti para leer lo que decía. La idea era dejar listas las flores para la mañana siguiente. La realidad era que, a las doce y cuarto como tarde, las cestas ya estaban hechas un revoltijo. Solía ser obra de alguien como Dede, alguien que no sabía cuántas flores le iban a llegar y no podía contener la impaciencia. Por el contrario, alguien como Aspeth entraría tranquilamente en la sala común justo antes de ir a la capilla para recoger su botín. Era imposible saber si esperaba tanto para que todo el mundo viera cuántas flores le habían dado o porque realmente le daba igual. En primero, Aspeth había recibido seis claveles rosas, once claveles blancos y dieciséis rosas rojas, doce de ellas de un chico de segundo llamado Andy Kreeger que nunca había hablado con Aspeth (pensé que seguiría recordando esos números cuando ya se me hubiera olvidado la fecha de la batalla de Waterloo o el punto de ebullición del mercurio).

A principios de febrero de cuarto, estaba tan obsesionada por la entrega de flores que me sorprendió recibir el formulario para hacer mi pedido en el momento en el que, excepcionalmente, había dejado de pensar en ella. Con el formulario en la mano, me sentí como si me hubieran pillado con las manos en la masa, como si no fuera un formulario en blanco como el de todo el mundo, sino que estuviera ya rellenado y a la vista de todos. Lo metí a toda prisa en la mochila.

Esa noche, en la habitación, Martha dijo:

—Te juro que es como si fuera la última vez que voy a hacer esto. ¿A ti no te pasa?

—Supongo —dije, y después de una pausa—: ¿Crees que debería enviarle una flor a Cross?

—Si quieres…

Mientras intentaba aclarar cuál sería mi siguiente idea (este tema me bloqueaba y no me dejaba pensar), Martha dijo:

—Yo sí.

—¿El qué? ¿Vas a enviarle una flor a Cross?

Asintió.

—¿De qué color?

Empezó a reír.

—Roja, por supuesto. Lee, ¿en qué estás pensando?

No me hizo gracia. ¿Cómo es que no se daba cuenta?

—Entonces, ¿vas a enviarle una de color rosa?

—Si no quieres, no se la mando.

Así me desarmaba siempre, por lo franca y abierta que era. Me dejaba elegir a mí. Dejaba la decisión en mis manos.

—No, claro. Envíasela —dije—. Después de todo, trabajáis mucho juntos, sois amigos.

¿Cómo es que estaba alentándola sobre Cross? ¿Cómo habíamos llegado a ese punto? De pronto, no quise seguir teniendo esa conversación.

La noche del simulacro (fue también a principios de febrero), Cross y yo nos habíamos quedado dormidos. La sirena empezó a sonar a un volumen espantoso y abrí los ojos aterrorizada. Al principio, porque no sabía qué estaba pasando, y luego, porque lo supe. Cross ya había saltado de la cama y se estaba vistiendo. Entre la oscuridad no del todo cerrada vi cómo le rebotaba el pene. Tenía los muslos y el pecho totalmente blancos. Lo cierto es que nunca había mirado con detenimiento su cuerpo desnudo y que, incluso cuando había tenido oportunidad, había desviado la mirada (no tenía muy claro si quería ver un pene). Tampoco estaría mirando en ese momento si hubiera habido luz o si no estuviera sonando la alarma. Pude hacerlo precisamente por esas distracciones y porque él estaba distraído. Entonces, nos miramos y me dijo: «Levántate». Igual lo dijo gritando, pero apenas pude oírlo con la alarma de fondo. Me puse en pie. Ya iba en camisón. A veces, aunque a él no le gustaba, me lo volvía a poner después de hacerlo. Se abrochó los pantalones y se puso la camiseta y el jersey. Cogió el pomo de la puerta, se volvió hacia mí y gritó: «¡Vamos!». En el umbral, se quedó parado y miró en ambas direcciones. Hacia la derecha estaba la habitación de Martha y mía, otras dos habitaciones más, el cuarto de baño y una salida de emergencia que daba a no sabía dónde. Hacia la izquierda, más habitaciones y las escaleras que llevaban a la sala común. Tras él, miré hacia el pasillo. Sorprendentemente, todavía no había nadie. Cross salió a toda velocidad. Giró a la derecha, corrió pasillo abajo y empujó la puerta de la salida de emergencia. Pensé «¡Ay, Dios!», pero caí en la cuenta de que la alarma ya estaba sonando y que no iba a saltar. La puerta todavía no se había cerrado del todo cuando Diana Trueblood y Abby Sciver salieron de su habitación, con sudaderas de forro polar por encima del camisón.

Me sentí abandonada allí, en medio del pasillo. Me pareció muy desconsiderado que Cross hubiera salido corriendo de aquella forma, sin despedirse, sin darme un beso, sin siquiera pasarme un dedo por la mejilla o por el hombro.

Entretanto, el pasillo se había llenado de gente y, por detrás de las cabezas de Diana y de Abby, mi mirada se encontró con la de Martha. Salió de nuestra habitación, me vio, dio media vuelta y volvió a salir, esta vez con mi abrigo y mis zapatillas en la mano. Me los pasó y levantó las cejas (¿dónde está Cross?). Yo sacudí la cabeza (no nos han pillado).

Al salir afuera, el sonido de la sirena se oía amortiguado, como si la hubieran tapado con una manta. El aire estaba helado. Nos quedamos todas de pie a la entrada de la Elwyn, echando vaho al respirar; algunas chicas estaban descalzas y alguien echó una sudadera al suelo, para que se pusieran encima, apelotonadas. La señora Elwyn fue diciendo nuestros nombres y tachándolos de la lista. Las chicas se quejaban y soltaban tacos con la voz ronca, pero había buen ambiente. Los simulacros de incendio siempre tenían algo de festivo.

Había otros grupos igual que el nuestro a las puertas de otras residencias. Todas las residencias de este lado de la glorieta habían salido al patio. En algunas habitaciones seguían las luces encendidas y las persianas subidas, y se veían los pósteres colgados de las paredes y los jerséis saliendo de los cajones abiertos de las cómodas. Busqué a Cross entre los chicos que había a la puerta de la residencia de Barrow. Llevaba puesta su cazadora negra, así que había conseguido volver a su habitación y aún le había sobrado algo de tiempo. Estaba hablando con Devin y con unos cuantos chicos más, y por un momento no comprendí nada. ¿De verdad acabábamos de estar metidos en la misma cama? ¿Nos conocíamos siquiera? Lo tenía a poco más de diez metros, pero bien nos podía haber separado un lago de aguas profundas.

Casi me molestaba la rapidez con la que había desaparecido de la residencia. Se había escapado por solo unos segundos, pero lo había logrado, ese era el hecho. Y ahora era como si hubiera pasado toda la noche tranquilamente en su cama. Quería que hubiera estado tan desorientado como yo, que no se le hubiera ocurrido salir por la puerta de emergencia (solo a mí no se me habría ocurrido) y que hubiera bajado por las escaleras a mi lado, medio dormidos y esquivos los dos ante la mirada de todas las demás chicas. Luego, se habría escabullido hacia su residencia y tal vez no lo habría pillado ningún profesor, aunque tal vez quería que lo pillaran, que nos pillaran a los dos (no nos echarían porque infringir las normas de visita era una falta menor, pero se enteraría todo el mundo). Empezó a dolerme y cada vez me dolió más y más, como siempre pasa por la noche. Todo había sucedido demasiado rápido. Había pasado muy poco tiempo desde que se esfumara la oportunidad de que todo fuera distinto. Luego, después de volver a entrar, después de irme a dormir a la habitación con Martha y después de levantarme a la mañana siguiente, pensé que cuando todavía estábamos a las puertas de nuestras residencias no había sido demasiado tarde. Que podía haberme acercado, que podía haber buscado una excusa o montado una escena, que podía haberme puesto a llorar. Habría sido como cuando estás borracha, como esas veces en las que te sientes lo bastante bebida para hacer lo que quieres, pero aún te frena el sentido de lo que es racional o conveniente. Sin embargo, al día siguiente, ya de resaca, te das cuenta de que el alcohol te había dado una oportunidad que deberías haber aprovechado. Seguramente hubiera sido bochornoso, pero, al no dar el paso, dejaste escapar algo irrecuperable.

Mientras sonaba la alarma, hacía mucho frío y casi nadie llevaba abrigo. Algunas de las chicas se pusieron a aullar hacia el cielo, como si fueran lobos.

—Dejadnos entrar —gritó Isolde Haberny sin dirigirse a nadie en particular.

—Que se acabe esto ya, por favor —dijo Jean Kohlhepp, sin levantar la voz.

Ahora me digo: «Jean, mi querida Jean, tu deseo se ha cumplido». El simulacro de incendio ha terminado. Y también todo lo demás. ¿Cómo éramos tan quisquillosas con algo que iba a terminar tan pronto? Hoy, todo ha quedado atrás. Todo, hasta las partes aburridas, cuando nos estábamos congelando afuera y la mitad de las chicas estaban descalzas. Muy atrás.

Dos días después apareció en la recogida Hillary Tompkins, la Hillary cuyo saco de dormir me parecía mío a esas alturas, lleno hasta arriba del semen reseco de Cross. No le presté demasiada atención. Hillary no solía quedarse a pasar la noche en la residencia, pero al día siguiente había examen de química, así que supuse que se quedaría a estudiar.

Pero, entonces, levantó la mano para decir algo en los avisos y, cuando la señora Elwyn dijo su nombre, Hillary tomó la palabra:

—Ayer encontré unas bragas en mi habitación. Y no estaban limpias.

Las demás chicas se echaron a reír y, aunque Hillary también dibujó una sonrisa, estaba claro que estaba enfadada.

—Las he tirado a la basura —continuó—, así que, si son tuyas, te has quedado sin ellas. No tengo ni idea de cómo llegaron allí, pero intenta ser un poco más considerada y no dejes ropa interior mugrienta en la habitación de otra persona.

Gina Márquez, una chica de tercero bastante escandalosa, gritó: «¡Eso, escucha bien!», y empezó a aplaudir. Se le unieron casi todas las demás. Yo estaba completamente roja y me dolía un poco el pecho por la ansiedad. Miré a Martha, que no aplaudía ni sonreía. Pero tampoco me miraba, y en sus ojos no había rastro de comprensión. Martha era de esas personas que nunca se dejarían olvidada por ahí la ropa interior. Yo era de las personas que pensaban que nunca lo harían, pero acababan haciéndolo. La actitud de Martha parecía decir que el simulacro de incendio no servía de excusa.

—¿Era un tanga? —gritó Gina.

—Calma, señoritas —respondió la señora Elwyn.

No era un tanga. Eran unas bragas blancas con lunas y estrellas. Las lunas eran unas líneas de color azul, y las estrellas, pequeñas y amarillas.

Había decidido hacía tiempo que la víspera de San Valentín no saldría por la noche a rebuscar en la cesta de flores. Me echaría a dormir y recogería lo que hubiera por la mañana. Después de todo, una de cuarto no debía mostrarse impaciente.

Les había enviado claveles rosas a Martha, Sin-Jun y, al final, también a Cross. No podía correr el riesgo de enviarle un clavel blanco ni una rosa, pero tampoco podía dejar de enviarle algo. En la nota, había escrito: «¡Feliz San Valentín, Cross! Con cariño, Lee». Así esperaba calmar un poco las ganas de estar con él.

Y entonces, a las tres de la mañana, me desperté por cuarta vez entre sueños delirantes y repetitivos sobre las flores (que no me había enviado nada, que me había enviado flores pero que no encontraba dónde meterlas, que le había enviado una docena de rosas a Aspeth, todas de un tamaño monstruoso, un ramo de dos metros de altura…). Fui al baño y, cuando me estaba lavando las manos, me miré al espejo y supe que iba a hacer lo que en realidad llevaba planeando hacer mucho tiempo.

Las luces de la sala común estaban encendidas (como las del pasillo, no se apagaban nunca), pero todo estaba en silencio. Había dos cestas de plástico y, al verlas, se me aceleró el corazón. Qué angustioso era despejar por fin la duda que me rondaba desde hacía tanto tiempo. Me acerqué con las manos temblorosas. Miré alrededor, para comprobar que no había nadie al acecho. Me puse delante de las cestas y cogí una flor, luego otra, y otra más. Al principio, las cogía con delicadeza, para que no se notara que había estado buscando. Pero enseguida estaba rebuscando atropelladamente, apartando sin cuidado las que llevaban el nombre de otra. Para cuando encontré la primera flor con mi nombre, ya estaba totalmente descontrolada. Y, para colmo, la nota solo era de Martha (una rosa). No me molesté ni en abrirla, porque reconocí su letra. No había nada más para mí en toda la cesta.

Pasé a la segunda, que tenía la mitad de flores. Esta vez, miré primero las rosas. Entonces vi una con mi nombre escrito en mayúsculas con tinta azul, y me embargó la alegría, un estallido de euforia. Abrí la nota, me costó demasiado tiempo (en realidad, no tardé ni un segundo). Estaba emocionada, tiritando de gratitud y repitiendo en mi cabeza: «Por fin, por fin, por fin». Tan desbordantes eran los sentimientos que siguieron rebosando incluso unos instantes después de descubrir que la flor no era de Cross, sino de Aubrey (¿Aubrey? ¿Aubrey?). La felicidad que acababa de sentir todavía me hacía pensar: «Quizá Cross ya es mi novio, quizá me lo he ganado en estos meses; ha tardado un poco, pero se ha dado cuenta de lo que valgo», como de resaca. Sin embargo, en realidad ya había comprendido la verdad (era como cuando hacíamos series en baloncesto; en la última, ibas tan rápido por la pista que no podías parar directamente, aunque el ejercicio ya había terminado), así que también pensé: «¿Por qué narices me habrá enviado Aubrey una rosa?». Solo iba a segundo, y además era un chico, así que seguramente no entendía bien el significado de la entrega de flores. La nota decía: «Estás mejorando mucho en mates. ¡Sigue así! Aubrey».

Fue vergonzoso presenciar en soledad el auge y caída de mi propia alegría. Fue vergonzoso dar tanta importancia a cosas tan insignificantes. Y, aunque esa decepción fue ya considerable, seguí rebuscando entre las flores que aún quedaban y me desilusioné de nuevo al descubrir que Cross no me había enviado nada. Nadie me había enviado nada. Solo Martha y Aubrey, ni siquiera Sin-Jun. Como después de una borrachera, me habría gustado deshacer lo que acababa de suceder. Aunque los resultados fueran a ser los mismos y solo tuviera dos flores, ¿por qué no era capaz de levantarme por la mañana como una persona normal, recordar que era San Valentín, pasarme por la sala común camino del desayuno, recoger tranquilamente mis flores, ponerlas en agua en mi habitación y olvidarme de todo?

Y la cosa aún fue a peor. Por la mañana descubrí que Martha había recibido siete flores (antes de ser delegada, nunca le habían regalado más de cuatro) y una era de Cross. Las puso todas en un jarrón y no comentamos nada del asunto. Solo me dijo: «Tu nota era divertida», pero no me preguntó si Cross me había enviado alguna flor ni me dijo que a ella sí le había regalado una. Me enteré mirando yo misma las notas cuando ella no estaba en la habitación. Le había regalado un clavel rosa. Todas sus flores eran claveles rosas. Pero, aun así. Eso quería decir que no era que Cross no hubiera enviado flores, sino que no me las había enviado a mí.

A finales de febrero, Cross se lesionó el tobillo. Después de dejar atrás el Día de San Valentín sin nada más que un escueto «gracias por la flor», hubo un periodo de ocho días sin visitas. Cuando lo vi en el comedor la noche del octavo día, pasé a su lado sin tan siquiera mirarlo. No sé si quería mostrarle que estaba molesta o justo lo contrario, pero en cualquier caso funcionó. Esa misma noche me despertó, pasamos a la habitación de Hillary y no dijimos nada, ninguno de los dos, sobre su ausencia. No tenía la sensación de que tuviera algo que ver con el clavel que le había enviado. Estaba claro que el clavel no había tenido demasiada importancia, ni para bien ni para mal.

Me preguntaba si nuestra relación se estaba descompensando. No es que las cosas hubieran estado equilibradas en ningún momento (yo estaba enamorada de él, y él era impenetrable), pero esa falta de equilibrio había tenido su propia dinámica. Y siempre había estado claro.

Ahora, sin embargo, tenía la sensación de que debía retirarme un poco.

Había dejado de ir a tres partidos seguidos y por eso no estaba allí el día en que se rompió los ligamentos del tobillo. Estaban jugando contra el Armony, con un pívot que medía dos metros. Cross realizó una bandeja, le hicieron una falta (el pívot del Armony bloqueó el disparo) y cayó sobre el tobillo. Lo tuvieron que llevar al hospital, donde le vendaron el tobillo y le dieron unas muletas. A menos de tres semanas de las vacaciones de primavera, estaba claro que la temporada había terminado para él.

Solo me enteré a las horas, cuando fui recomponiendo lo sucedido a partir de fragmentos de una conversación en la cena. Y luego, por Martha, que se enteró de lo que había ocurrido por el señor Byden, porque tuvieron que aplazar una reunión de la Junta Disciplinaria que estaba programada para aquella noche. Al escuchar la conversación de la cena, lo primero que sentí fue miedo de que le hubiera pasado algo grave. Luego, cuando supe que no, pasé a apropiarme de lo sucedido (¿el accidente no era también algo mío?).

—¿Ya ha vuelto del hospital? —pregunté.

No había dicho nada en toda la conversación y solo me miraron las dos personas que tenía sentadas más cerca. Una era Dede, y la otra, John Brindley, que también había estado en el taxi en primero.

—Seguro que ya está en la residencia —dijo John—. ¿Te vas a pasar?

Me costó darme cuenta de que hablaba conmigo. Dada mi relación con Cross, era una pregunta completamente lógica. Pero dado que la relación era secreta, la pregunta no tenía ningún sentido. Por todos los dioses, ¿qué pintaba yo en la habitación de Cross Sugarman? Casi ni nos conocíamos.

—¿Y por qué iba a visitar ella a Sug? —preguntó Dede, y John nos miró a la una y a la otra.

«¿Qué has oído?», quise preguntar. Si hubiera sido un bufón de esos que se divierten haciendo insinuaciones, seguro que habría dejado escapar algo más. Pero John era un buen chico y puede que hiciera la pregunta sin estar pensando en nada más.

—No, por nada —dijo.

—Igual me paso —intenté decir yo como si nada. Noté la mirada de Dede clavada en mí y yo evité mirarla a ella.

Durante un rato después de la cena, tuve la intención de pasar a verlo. Con su pregunta, John me había dado permiso. Después de todo, la idea había sido suya. La visita empezaba a las nueve, así que a las 20:35 me lavé los dientes, me eché perfume, me miré al espejo y me senté a esperar en la mesa. ¿Cómo iba a pasarme a ver a Cross? A saber quién estaba allí (seguro que Devin). ¿Y si Cross estaba pasando el rato en la sala común? Puede que se hubiera pedido una pizza y que estuviera viendo la tele con más gente. Nadie entendería qué hacía yo allí.

Puede que no lo entendiera ni el propio Cross, así que, aunque no fuera grosero, podría actuar fríamente. O, al contrario, puede que intentara ser amable a toda costa y hacer como que no pasaba nada, para que yo estuviera cómoda. Sin embargo, verlo así de agobiado sería lo peor de todo. Además, al verme se quedaría de piedra. ¿Cómo iba a alegrarse? ¿Es que pensaba que podía ir allí, sentarme a su lado en el sofá y esperar a que me pasara el brazo por la espalda como si tal cosa? ¿En qué cabeza cabía, qué probabilidad había? Mínima, infinitesimal. Así que allí, sentada en la silla, me doblé hacia delante y apoyé la frente en las palmas de las manos. Querer estar con él era un tormento. Era un tormento tenerlo siempre tan cerca. Llevábamos todo el curso así, viviendo pegados, sabiendo que, si quisiera, podría acercarme a donde estaba y tocarlo. No tardaría ni un minuto. Pero, aun así, era imposible… y la idea me hacía perder la cabeza. No hay nada peor que enamorarse en un internado. La universidad es más grande y todo se diluye, y en la oficina os separáis al terminar la jornada.

Era insoportable saber que podía hacer algo que echara todo a perder. Que no podía confiar en mis impulsos. Solo quería que se hiciera de noche, que viniera a verme (ahora que iba con muletas, estaba claro que tardaría un tiempo en pasarse), que se echara encima de mí y poder dejar de desear todo lo que deseaba cuando no lo tenía cerca. Hoy en día, cuando pienso en Cross lo que más recuerdo es la espera, el confiar en que se presentase alguna oportunidad. No podía ir a su habitación, estaba decidido, lo que significaba que, para decirle lo preocupada que estaba por su lesión, tendría que salirle al encuentro en el pasillo cuando no hubiera mucha gente cerca, adivinar en fracciones de segundo de qué humor estaba y ajustar mi comportamiento en consecuencia, para que así todo fuera bien y pudiéramos seguir viéndonos.

Ahora me doy cuenta: dejé en sus manos todas las decisiones, aunque entonces no tenía esa sensación. Estaba convencida de que las decisiones eran suyas por naturaleza, de que había unas reglas que cumplir que eran tácitas e inquebrantables.

Fui a ver la obra con Martha. Cuando Cross salió a escena, nos echamos todos a reír. La obra era Hamlet y, al dejar de jugar al baloncesto, le dieron el papel de Fortimbrás que la señora Komaroff, la profesora de teatro, había suprimido hasta ese momento. Sin embargo, era imposible verlo como Fortimbrás; no era más que Cross Sugarman con muletas y con un abrigo de visón anticuado. En ese momento, llevaba nueve días sin pasar por mi habitación.

Jesse Middlestadt y Melodie Ryan interpretaban a Hamlet y Ofelia. Jesse estaba en cuarto y era un chico delgado, agitado y sonrojado de Cambridge. Era de esos que les caen bien a las chicas sin llegar a gustarles (a mí siempre me alegraba compartir mesa con él en el comedor, porque hablaba mucho y era divertido) y de los que también les caían bien a los chicos. Melodie iba a tercero, tenía el pelo rubio, largo y rizado, pico de viuda y enormes ojos azules. Sabía que les gustaba mucho a los chicos y al verla siempre recordaba que en primero había salido con uno de cuarto llamado Chris Pryce y que decían que habían tenido sexo anal. Nunca supe si lo habían hecho una vez o de manera habitual. En cualquier caso, cuando la vi aparecer en el escenario pensé: «¿Es que no duele?». Luego me pregunté si a ella también le gustaría o si solo lo había hecho para contentar a Chris.

Sobre el escenario, antes de que Ofelia se ahogara, Melodie y Jesse se besaron y yo sentí celos de ellos, porque gracias a sus papeles en la obra pudieran besarse con tanta naturalidad en público y porque habían pasado todas las semanas de ensayo sabiendo que ese beso llegaría. Cada día habían sabido que iban a tocar al otro y que era una realidad que dependía de algo ajeno a ellos. No importaba nada lo que hicieran o dejaran de hacer.

Me tendría que haber matriculado en teatro, me dije, pero también para eso era ya demasiado tarde.

El mismo día en que me rechazaron en Brown y me aceptaron en Mount Holyoke y en la Universidad de Michigan (a esas alturas ya me habían aceptado en Beloit y rechazado en Tufts, y aún faltaba por llegar el rechazo de la Wesleyana), al pasar corriendo por delante del aula del decano Fletcher, me di de bruces con Cross. Acababan de terminar todas las clases del día y estábamos solos.

—Hola —dijo—. Enhorabuena por lo de Michigan.

No tenía ni idea de cómo se había enterado.

—¿Vas a ir?

—Puede.

Sin duda, iba a ir, y el motivo era que la matrícula era mucho más barata que en una universidad privada y, además, me ofrecían una beca parcial, aunque de eso solo hablaría con la señora Stanchak y con mis padres. Mount Holyoke estaba más cerca de Boston, pero tampoco mucho, y a esas alturas ya sabía sin tener que admitirlo ante nadie, ni siquiera ante mí misma, que todo se estaba acabando. Las partes de Ault que no tenían nada que ver con Cross se estaban acabando y también las partes en las que estaba él. Y, si no era una chica con la que hablara delante de otras personas, desde luego no iba a ser una chica por la que cruzaría el estado ni a la que invitaría a su residencia de Harvard. Por todo eso, no le veía sentido a conversar con él sobre la universidad. Unas horas antes, cuando abrí las tres cartas, me había parecido lo más importante del mundo (por supuesto, lloré por Brown hasta cansarme), pero, con Cross delante, me pareció que aún quedaba todo muy lejos. Estábamos en marzo y seguíamos en Ault; las vidas que tuviéramos después parecían tan lejanas y extrañas como un bazar de Marruecos.

Señalé las muletas.

—¿Te duele?

—No mucho.

Por cómo lo dijo, pensé que debía de ser todo lo contrario. Lo dijo de buen humor. Me costaba imaginar a Cross quejándose de nada que le preocupara de verdad y, sinceramente, no sabía qué le preocupaba de verdad, aunque seguro que habría algo. Por primera vez, se me pasó por la cabeza que podía haber sido desconsiderada, incluso descuidada, por no haberle dicho nada en todo ese tiempo. Me vino a la memoria (¿por qué no había pensado en eso antes?) lo bien que se había portado conmigo cuando me desmayé en el centro comercial en nuestro primer curso.

—Siento mucho lo que te ha pasado —dije.

—No tienes la culpa.

—No, lo que digo…

—Ya sé lo que dices. Es una broma.

Me quedé mirándolo y, una vez más, me habría gustado decirle cuánto lo quería. Pero ¿cómo iba a decírselo a plena luz del día? De fuera llegaban los gritos de un chico y la respuesta a voces de otro. Eran las tres de la tarde, el momento de tranquilidad entre las clases y los entrenamientos. No puedo decir que me sorprendiera cuando señaló con la cabeza hacia el aula del decano Fletcher.

—¿Quieres que entremos?

Se me aceleró el pulso y sentí una presión en el estómago, mezcla de emoción y de angustia. En voz muy baja, le dije:

—Claro.

La puerta de la clase no estaba cerrada del todo y él la abrió con la muleta derecha y la cerró desde dentro de la misma forma. El día era gris y entraba luz de color gris por las ventanas. Cross no encendió las luces del techo. Era un aula con una mesa larga y rectangular. Sacó dos sillas de la mesa, puso una frente a la otra y, al verlo sentarse en una, pensé que la otra era para mí, hasta que lo vi poner el pie encima. Me puse a su lado, esperando instrucciones y me odié por mi nerviosismo y mi pasividad. ¿Dijo lo que dijo después porque sabía que yo quería que me dijeran qué hacer? ¿O ya lo tenía decidido antes de entrar en la clase?

En cualquier caso, le dije:

—¿Me siento encima de ti?

—Si quieres —respondió (por supuesto, nada más sentarme le pregunté: «¿Te hago daño?», y él respondió «Ninguno»).

Pensé que todo estaba bien, que solo quería tenerme entre sus brazos igual que yo quería tenerlo entre los míos, pero, cuando no llevábamos besándonos ni un minuto, murmuró:

—Estaría genial que me la chuparas ahora.

El suelo era de madera, tan duro que me dolieron las rodillas nada más apoyarlas. Además, no quería echarle todo el peso en los muslos porque… porque debía ser una experiencia placentera para él, así que tenía que disfrutarla al máximo. No tenía que preocuparse por cómo estuviera yo.

Y entonces no hubo ninguna duda: le vi el pene, lo estaba viendo en ese mismo momento. Me preocupaba tanto que no viera mi cuerpo que había pensado que él sentía lo mismo. Estaba claro que no era así. ¿Por qué a la gente no le daba vergüenza quitarse la ropa delante de otros? Con los pantalones de pana y los calzoncillos bajados no estaba ni remotamente atractivo. Más bien parecía que estuviera en el retrete. ¿Quién se sentaría al día siguiente en esa silla sin saber que el trasero desnudo de Cross había estado justo encima? ¿Lo que llevaba días echando de menos era ese peso caliente, amargo y contundente en la boca y la presión de su mano en la parte de atrás de mi cabeza? ¿Era eso lo que se me había negado?

Con un gruñido, la sacó de la boca y se me corrió encima del jersey (era un jersey de lana marrón con motivos trenzados). Cuando todavía estaba él medio ausente, me sequé el semen con la manga y pensé que le pediría a Martha que lo mandara a la tintorería con sus cosas. Me levanté y me separé un poco. Quería marcharme (en mi residencia él era siempre el que se marchaba y yo la que le habría hecho quedarse para siempre). La situación era tan incómoda que se me podría quedar grabada en la memoria. Si lo conseguía, jamás volvería a estar a su merced.

Se había subido los pantalones, pero todavía no se había abrochado el pantalón. Sin levantarse de la silla, me dijo: «Acércate». Yo sentía desconfianza y estaba enfadada, así que me acerqué indecisa. Entonces, me rodeó con los brazos por la cintura, hundió la cara entre mis pechos, me abrazó con fuerza y a mí se me llenaron los ojos de lágrimas. No pude hacer otra cosa que apoyar las manos sobre sus hombros y acariciarle el pelo. Él siempre me decía lo suave que era mi pelo, pero nunca le dije que el suyo también lo era.

Las vacaciones de primavera se parecieron bastante a la Navidad, salvo que ahora la casa se quedaba vacía durante el día porque mis hermanos ya no estaban de vacaciones. Me pasaba el día viendo la tele sin siquiera ducharme y, algunas veces, cuando más triste estaba, abría la guía de Ault de mis padres (seguro que nunca la habían usado para nada) y leía la entrada de Cross. Había hecho lo mismo tantas veces en el colegio que ver su dirección y su nombre impresos había perdido buena parte de su peso.

Cuando veía a algún amigo de la familia (lo que intentaba hacer lo menos posible), siempre me felicitaban por haber sido admitida en Michigan y, al darles las gracias, empezaba a interiorizar que iba a pasar allí los próximos cuatro años de mi vida. El sábado antes de volver a Ault, fui con mi madre a Ann Arbor, donde todavía estaban a bajo cero y el pavimento seguía helado. Dimos un paseo por el colegio y me compró una sudadera con capucha, aunque le dije que no me hacía falta. Volvimos a South Bend por la noche, porque mi padre nos dijo que podíamos quedarnos a dormir en un hotel si queríamos, pero no con su dinero.

Me llevó él al aeropuerto y yo, como siempre, me sentía muy aliviada por marcharme. Me abrazó junto al coche, me dio un billete de 5 dólares para comprar comida y se marchó. Después de facturar la maleta, me quedé llorando en la terminal. Cuando vas a un internado, siempre te estás separando de tu familia. No una vez, sino una tras otra. Tampoco es como cuando vas a la universidad, porque entonces ya eres mayor y casi es lo que se espera de ti. Lloré porque me sentía culpable y por lo autocomplaciente que era mi sentimiento de culpa. Hacía menos de veinte minutos que me había ido de casa, pero, al ver el escaparate de una tienda que vendía agua embotellada, tarjetas de cumpleaños y camisetas con la palabra Indiana en bonitos colores, los eché tanto de menos que estuve a punto de llamar a mi madre al trabajo para pedirle que viniera a esperar conmigo el avión. Se habría asustado, seguramente se habría puesto como una loca, pero habría venido. Sin embargo, si lo hubiera hecho, también se habría dado cuenta de lo que seguramente solo sospechaba: lo destrozada que estaba en realidad y lo engañados que habían estado esos cuatro años.

Estaría mejor en cuanto subiera al avión, y aún mejor, una vez en el colegio. Pero todavía seguía en la ciudad, y me parecía un error enorme haberme marchado de casa. Un error de juicio en el que todos habíamos caído.

La nota del despacho del director llegó más de un mes después de las vacaciones de primavera. Solo eran un par de frases y, aunque no parecía merecedora de tanto formalismo, iba escrita en el papel oficial del señor Byden, con el membrete de Ault: «Me gustaría tratar de un asunto con usted. Sea tan amable de pedirle una cita a la señora Dershey». Se me heló la sangre. Así era cuando te pillaban. Estaba claro: al final, me habían cogido. Y no tenía nada de romántico ni de intrépido. Eran las 12:50 de la tarde y estaba sola. Y yo que siempre había imaginado que nos pillarían a Cross y a mí juntos. Quizá se habían chivado de mí, pero no de Cross. Puede que alguna chica (Hillary Tompkins sería mi primera apuesta) dijera que me había visto con un chico no identificado.

Subí las escaleras para salir de la sala del correo y me dirigí directamente al despacho del señor Byden. Lo mejor sería saberlo cuanto antes para quedarme tranquila. Seguramente no iban a expulsarme. Pero necesitaba saberlo.

—Es por lo del artículo, ¿verdad? —dijo la señora Dershey cuando me vio.

Se levantó y llamó a la puerta del señor Byden. Yo miré por la ventana, con vistas directas a la glorieta. Justo al otro lado de la plazoleta, frente al edificio de las clases, estaba el refectorio. La gente estaba saliendo de almorzar. Me sentía exactamente igual que en tercero, cuando me enteré de que podían desbrozarme (tu vida podía arruinarse de un instante al otro y la sensación me resultaba familiar hasta la náusea). Vi a Martha caminando con Sin-Jun. Aunque no les vi la cara, reconocí la melena oscura de Sin-Jun y la camisa de Martha, una rosa con botones.

—Lee —dijo la señora Dershey—. Puede atenderte ahora, si quieres.

—Adelante, pase —dijo el señor Byden desde su escritorio—. No se preocupe. Terminaré una cosa antes de atenderla. No tardaré.

El señor Byden intentaba mostrarse cercano con los alumnos (en segundo se disfrazó de Papá Noel en el último pase de lista antes de Navidad y todas las primaveras impartía clase de ética como optativa), pero, aun así, me intimidaba y siempre había evitado tener una auténtica conversación con él. Sabía cómo me llamaba, porque se tomaba la molestia de memorizar los nombres de todos los nuevos alumnos en el primer mes de curso. Desde primero, siempre que nos habíamos cruzado por algún pasillo me había dicho: «Hola, Lee» o «Buenas noches, Lee». A veces, estuve tentada de decirle que podía olvidar mi nombre si quería, que podía aprovechar ese espacio en el cerebro para guardar el número de teléfono de algún antiguo alumno que estuviera forrado, por ejemplo.

Me senté en una silla con tapizado de brocado a rayas rojas y azules y brazos de madera. Había otra silla casi al lado y por detrás (eché un vistazo a su despacho mientras él seguía escribiendo) había un sofá, una mesa baja de madera de cerezo y varias sillas más. También había una chimenea con la repisa de mármol y, sobre ella, un retrato de Joñas Ault, de alrededor de 1860. Era la primera vez que estaba en el despacho del señor Byden, pero ya había visto el retrato en la guía del colegio. Joñas Ault, como nos recordaban todos los años en la capilla el Día del Fundador, había sido capitán de un ballenero, el rebelde hijo menor de una familia rica de Boston. Una noche antes de zarpar, su hija Elsa le rogó que se quedara con ella en casa, pero Ault no accedió a sus ruegos. Estando en alta mar con sus hombres, se encontraron con una tormenta tan horrible que Ault juró que, si conseguían regresar sanos y salvos, abandonaría la caza de ballenas. Sus hombres y él sobrevivieron, pero, al regresar a puerto, supo que Elsa había muerto tan solo tres días antes de escarlatina. En su memoria, fundó el Colegio Ault (no la Academia Ault, como decían mis padres; el nombre correcto era Colegio Ault). Aunque la historia tenía un cierto halo romántico que me gustaba, siempre me preguntaba por qué fundaría un colegio para chicos en recuerdo de su hija. De haber estado viva, habría tenido que esperar a cumplir 104 años para poder ir a clase.

—Estupendo —dijo el señor Byden—. Gracias por responder tan rápido. Si me lo permite, me gustaría hacerle un par de preguntas y explicarle por qué la he hecho venir. ¿Le parece bien?

—Claro —dije, y añadí—: Señor. —Aunque quería sonar respetuosa, al salir de mi boca creo que sonó sarcástico. En cambio, cuando lo decían los alumnos sureños, el «señor» y el «señora» sonaban de lo más natural del mundo.

—Vino usted en primero, ¿verdad?

No era la pregunta que esperaba. Asentí.

—¿Cómo describiría su experiencia en Ault? En términos generales. Recuerde que no estoy buscando ninguna respuesta en concreto.

Sabía que eso no era nunca así.

—Me gusta estar aquí —dije, mientras pensaba: «Que no me eche. Ojalá no me haya pillado».

—Dígame, ¿qué es lo que más le ha gustado?

Miré por la ventana y vi a varios alumnos de cuarto tumbados en la glorieta. También estaban ahí Martha y Sin-Jun. Llevaba haciendo mucho calor desde las vacaciones de primavera, y casi siempre había gente de cuarto tumbada o sentada en grupos en la glorieta. Era como si se fueran relevando para que siempre hubiera alguien allí, en una gran empresa colectiva. Yo no me había pasado ni una sola vez: habría sido como presumir de perder el tiempo. No me importaba quedarme sentada en la habitación sin hacer nada, escuchando música o mirando un punto fijo en la pared. Sin embargo, en mi cabeza, perder el tiempo sola no era tanto perder el tiempo como mantener a raya la desesperación.

Volví a mirar al señor Byden. Cross había sido lo mejor de Ault; en ese momento lo vi claro.

—Lo que más me ha gustado de Ault han sido los amigos —dije.

—La convivencia en las residencias es muy especial, ¿verdad? —dijo el señor Byden—. Se forjan lazos muy estrechos.

—Además, Martha y yo hemos compartido habitación tres años. Es muy bonito.

—Lo sé todo sobre usted y Martha, puede creerme. He oído cosas fantásticas acerca de las dos.

«¿Y quién se las ha contado?», pensé.

—¿Y qué tal las clases? —dijo el señor Byden—. Tuvo algún problemilla con matemáticas para el cálculo, ¿verdad?

Me volvió a entrar pánico. Quizá por eso estaba allí, quizá habían descubierto después de tantos meses que había copiado. Sin embargo, el señor Byden sonreía, con una expresión que parecía decir: «Menudo tostón las mates, ¿eh?».

—Este año voy mucho mejor —dije—. Mis notas han subido.

—Y va a ir a la Universidad de Michigan, si no me equivoco.

Asentí.

—Es un buen centro —dijo—. Una de las mejores universidades públicas, sin duda alguna.

Sonreí sin decir nada. Fuera de Ault podías fingir alegría por ir a la Universidad de Michigan e incluso, según con quién te comparases, sentirte feliz de verdad. Pero el señor Byden y yo sabíamos que, estando en Ault, no era ninguna suerte.

—¿Se siente preparada para ir a la universidad? —preguntó el señor Byden.

—Sí, sin duda. He recibido una educación excelente. —Era completamente cierto.

—¿Cuáles han sido sus asignaturas favoritas?

—Historia de tercero con el decano Fletcher me gustó mucho. También historia de segundo, con el señor Corning. Ah, y también me ha gustado ciencia ambiental. Me dio clase la señora McNally. Todos los profesores son muy buenos, en serio. Es a mí a quien a veces no se me ha dado bien algo.

El señor Byden se echó a reír.

—Nadie es perfecto, ¿verdad? Pero sé que, a su manera, también ha aportado mucho a nuestro colegio.

¿Qué narices quería de mí?

—Iré directo al grano. The New York Times quiere publicar un artículo sobre el colegio.

—Caramba.

—Bueno, sin duda es una gran oportunidad. No obstante, tener la atención de los medios siempre es un arma de doble filo. Conviene abordarlo con cautela, sobre todo en estos tiempos; la opinión pública no está precisamente enamorada de los internados. El Times es un diario de primera, por supuesto, pero a veces los medios tienden a reforzar los estereotipos existentes, en lugar de tomarse la molestia de contar la realidad. ¿Sabe a qué me refiero?

—Creo que sí.

—En Ault, estamos todos muy orgullosos de nuestro colegio y cuando el Times venga a hacer sus entrevistas, queremos que hablen con alumnos que reflejen ese orgullo. No estoy diciendo, y perdóneme la expresión, que vayamos a dictarle lo que debe decir. Lo que buscamos son alumnos que puedan dar una imagen del colegio que se ajuste a la verdad. Lo que quiero preguntarle es si podría ser una de esos alumnos.

—Oh —dije yo—. Claro que sí.

—Fenomenal. Por lo que he entendido, el motivo del artículo es mostrar la transformación de los internados estadounidenses. Ault representará a otros centros como Overfield, Hartwell Academy, St. Francis y demás. Lo que intentan transmitir es que nuestros colegios ya no son cotos cerrados para los hijos de los ricos y poderosos. Tenemos chicas, tenemos negros, tenemos hispanos… A pesar de su reputación, los internados son un fiel reflejo de la sociedad del país.

—Entonces, ¿yo hablaré como chica?

—Como chica o como representante de cualquiera de los grupos a los que pertenece.

Me pregunté si pensaba que las apariencias engañan y que, en realidad, era de la tribu de los apalaches o algo así.

—¿Tengo que decir algo en especial?

El señor Byden sonrió. Aún pienso a veces en aquella sonrisa.

—La verdad, solamente —dijo.

Cross solo había venido a verme una vez desde las vacaciones de primavera, unas dos semanas antes de mi conversación con el señor Byden. Cuando volví al colegio después de las vacaciones, lo estuve esperando desde la primera noche, porque era lo que me habría gustado. Todo el tiempo me olvidaba de que no bastaba con querer algo para que sucediera. A medida que pasaban los días, lo esperaba menos y pensaba más en él. Lo primero que pensaba al abrir los ojos por la mañana era que había pasado otra noche más sin que viniera. A lo largo del día, estaba atenta a todo lo que hacía. Ya no iba con muletas, y en el desayuno, o en la capilla si se había saltado el desayuno, o en el pase de lista si se había saltado la capilla (esto no podía saltárselo porque lo hacía él junto con Martha), me fijaba en qué ropa llevaba puesta, para luego, a lo largo del día, estar al acecho de esa camisa roja y blanca o del chaleco negro de forro polar. Era como si su ropa prestara carácter a la jornada. No hablaba con él jamás, pero me tranquilizaba verlo. Si en el almuerzo estaba a dos mesas de la mía, al menos sabía que no estaba en el hangar de remo haciéndolo con Aspeth.

Al principio, había tenido miedo de que Cross aprovechara las vacaciones de primavera para cortar la relación y no volver a pasarse por mi habitación. Por tanto, si se pasaba después, sería extremadamente tranquilizador y supondría que habría más de una visita. Pero entonces vino y sentí que, a pesar de lo que había pensado, las cosas no estaban bien. Nos habíamos distanciado: lo noté al instante. Yo estaba excesivamente atenta, y él, distante. Lo hicimos, tardó mucho en llegar (nunca había tardado tanto) y, nada más terminar, me di cuenta de que quería marcharse. Aun así, no lo hizo y nos quedamos dormidos. Al rato, noté que me estaba sacudiendo para despedirse. Ya estaba vestido, aunque eran poco más de las tres. Pensé que no debería haberme quedado dormida o que, al menos, debería haberme despertado con él para detenerlo antes de que bajara de la cama. No convenciéndolo con palabras, claro está, sino distrayéndolo físicamente, dándole un motivo para quedarse.

Se inclinó hacia mí, con una mano apoyada sobre mi hombro. Doblé el brazo, le cogí la mano y él me dejó hacerlo. Luego, me dio un apretón y se soltó.

—Aún es pronto —le dije. No susurré, pero al estar medio dormida soné quejumbrosa.

—Me tengo que ir. —No dijo nada más. No me dio ningún motivo.

Mi cabeza empezó a llenarse de preguntas, cada vez más clamorosas. «¿Dónde has estado? ¿Qué he hecho? ¿Vas a volver? Por favor, vuelve porque creo que no podré soportarlo si no vuelves». ¿Esta visita había sido de prueba y mi comportamiento no le había gustado?

—¿Todo bien? —dijo. Tiró hacia arriba del saco de dormir para taparme los hombros y me dio una palmadita en el brazo.

Claro que nada estaba bien. Aun así se marchó y, cuando me quedé sola, pensé en todas las veces que me había preguntado si las cosas no iban bien entre nosotros, si le estaba dejando de gustar o si ya no le interesaba. Cada una de esas veces, había refrenado el impulso de preguntarle y me había sentido orgullosa, porque preguntar no habría hecho sino precipitar el final. Y también porque (eso lo entiendo ahora) no hacía falta preguntar. Cuando algo se terminaba, lo sabías.

La periodista de The New York Times se llamaba Angela Varizi. Había imaginado que vendría un cincuentón, macilento, medio calvo y con un traje oscuro, pero al entrar en el aula del decano Fletcher, donde estaba entrevistando a los alumnos, vi a una mujer que no llegaría a los treinta. Estaba sentada al extremo de la mesa y, cuando se levantó para darme la mano, vi que llevaba puestos unos vaqueros (en contra de las normas de vestuario del colegio), botas camperas y una camisa blanca. Llevaba el pelo recogido en una coleta y tenía las palas separadas. No era guapa, ni mucho menos, pero había algo directo y vivo en su rostro (no parecía que le preocupara en absoluto no ser guapa). Al darle la mano, me la estrechó con fuerza.

Estaba faltando a segunda hora para la entrevista. El señor Byden nos había enviado una nota con los horarios, así que sabía que acababa de hablar con Mario Balmaceda, un chico de tercero, y que luego se entrevistaría con Darden Pittard.

—Siéntate —dijo Angela Varizi.

Por un instante me vi chupándosela a Cross en esa misma clase y noté un vuelco en el estómago, aunque no sabría decir si fue de repugnancia o de deseo. Me senté en el lado de la mesa opuesto al que habíamos ocupado aquel día.

—¿Va a venir alguien más? —pregunté—. No digo alumnos, sino algún profesor, no vaya a ser que meta la pata.

Angela Varizi se echó a reír.

—¿Sueles meter la pata?

—A veces.

—Me caes bien —dijo—. Y la respuesta es no. O bien la dirección confía mucho en todos vosotros u os han seleccionado para que no hable con ningún insatisfecho. Bueno, empecemos con el asunto. Vas a cuarto, ¿verdad? ¿Has estado aquí los cuatro años?

—Sí.

—Refréscame la memoria. ¿De dónde eres?

—De South Bend, Indiana.

—Vale. Estoy viendo a tanta gente que ya empiezo a liarme un poco. Ahora te recuerdo.

¿Quién le había dado a Angela Varizi mis datos? ¿Y qué le habrían dicho exactamente?

—Vas a ir a la Universidad de Michigan, ¿verdad? Enhorabuena.

—Bueno, me presenté a Brown, pero casi suspendí matemáticas para el cálculo el año pasado, así que ya sabía que no me iban a coger.

Asintió con la cabeza y apuntó algo en su cuaderno.

—¿Está apuntando eso? ¿Ya ha empezado la entrevista?

—Lee, siempre que hables con una reportera, considéralo una entrevista.

—Creía que los periodistas utilizaban grabadoras.

—Algunos, pero muchos de los que trabajamos para diarios no lo hacemos. Los plazos de entrega son tan apretados que no tenemos tiempo para transcribir las cintas.

—Perdón por hacer tantas preguntas —dije.

—Pregunta todo lo que quieras. Y puedes llamarme Angie, por cierto. Ahora te preguntaré yo. ¿Qué les parece a tus padres que vayas a la Universidad de Michigan?

—Están contentos. Estaré mucho más cerca de casa.

—¿Han estudiado en Michigan también ellos?

—No. Mi padre fue a Western Indiana, y mi madre empezó la universidad, pero se casaron y no pudo terminar.

—¿A qué se dedican tus padres?

Tardé en responder.

—Siento volver a interrumpir, pero no entiendo qué tiene que ver el trabajo de mis padres con este artículo.

—Mira, esto funciona así: nosotras hablamos un ratito, sin más. Cuando se publique el artículo, verás que aparece alguna cita tuya. Tú te preguntarás, ¿y por qué no ha recogido Angie mis agudas reflexiones sobre tal o cual cosa? Es que muchas de las cosas que te pregunto solo son para tener un contexto. No todo sale expresamente en el artículo, pero lo nutre… si no, suena muy pretencioso.

—Mi madre es contable en una compañía de seguros, y mi padre se dedica a las ventas.

—¿Y qué es lo que vende? —Angie miraba hacia abajo y estaba escribiendo de nuevo. Hablaba en un tono neutro, como si fuera a responder lo mismo, dijera lo que dijera yo.

—Colchones —dije—. Vende colchones.

Ningún gritito ahogado, ni nada de llevarse la mano al pecho.

—¿Y trabaja en una cadena o en un pequeño comercio?

—Es una franquicia. Es el dueño.

—Vale. Háblame de tus hermanos.

—Mi hermano Joseph tiene catorce años, y mi hermano Tim, siete.

—¿También van a ir a un internado?

—No creo. Joe ya tiene la edad que tenía yo cuando vine aquí. Además, no es algo muy normal en el sitio de donde yo vengo.

—Entonces, ¿por qué viniste tú?

Había elaborado dos respuestas habituales para esta pregunta, que modificaba en función del interlocutor.

—Es mucho mejor que el instituto público al que iba en South Bend —dije—. Los recursos son extraordinarios, desde la calidad del profesorado hasta el tamaño de las clases. Además, recibes una atención muy personalizada, y todo el mundo está muy motivado. —Mientras lo decía, imaginaba que esas serían las palabras que citaría Angie. Desde luego, era lo más elocuente que había dicho hasta el momento—. El otro motivo es que a los trece años tenía una idea bastante infantil de lo que eran los internados. Los había visto en los programas de la tele y en la revista Seventeen, y me parecían sitios llenos de glamur. Por eso empecé a buscar uno. A mis padres les pareció muy raro desde el principio, pero, cuando me admitieron, me dejaron venir.

—¿Así sin más? ¿No te hizo falta nada más para convencerlos?

—No, no me hizo falta. Pero la vecina de al lado, la señora Gruber, que es la mejor amiga de mi madre, es profesora de primaria y le pareció una oportunidad fantástica y apoyó mi elección. Al final, mis padres me dejaron decidir a mí.

—¿Con solo trece años?

Asentí con la cabeza.

—No está mal. Debías de ser más madura que yo a tu edad. Deja que te haga otra pregunta. No es ningún secreto que los internados son terriblemente caros.

Noté que me sonrojaba y que se me aceleraba el pulso. No había pensado que me hiciera esa pregunta. Sencillamente, resultaba demasiado… obvia.

—¿Cuánto cuesta Ault? ¿22 000 al año? —siguió diciendo Angie—. ¿Cuánto pesó ese precio en la decisión de tus padres?

Tenía las mejillas al rojo vivo.

—¿Te hace sentir incómoda esa pregunta? —dijo Angie.

—Aquí no. —Me interrumpí—. Aquí no se habla de dinero.

—Negando la mayor, ¿no?

—Exacto —dije—. La gente tiene tanto dinero que no hace falta ni mencionarlo.

—¿Notas alguna diferencia entre la gente con dinero y la gente que no lo tiene?

—La verdad es que no. No utilizamos dinero en metálico para nada. Para los libros o para coger el autobús de Boston, tan solo tienes que rellenar una tarjeta con tu número de alumno.

—¿Y tus padres pagan la factura?

—Eso es.

Nos miramos a los ojos. Ella quería que le dijera algo que ya sabía. Y yo aún no sabía que no por el mero hecho de saber lo que espera de ti alguien mayor y con más poder que tú tienes que acceder a dárselo.

—En mi caso es distinto —dije—. El caso es que yo estoy con beca.

En cuatro años, las únicas personas con las que había hablado de esto eran la señora Barinsky, que trabajaba en Admisiones y en el Departamento Financiero, y con la señora Stanchak. Ni siquiera lo había hablado con Martha. Suponía que Martha lo sabía, pero no porque se lo hubiera dicho yo.

—Mis padres pagan mis gastos —continué—, pero creo que este curso solo han pagado 4000 dólares de matrícula.

—Vale. —Angie asintió varias veces y volví a sentirme confundida. Estaba casi segura de que ya sabía todo eso—. Es un gran honor para ti.

—Por lo que sé, en el colegio se arrepienten de haberme admitido. En la escuela sacaba muy buenas notas, pero, desde que vine aquí, he tenido algunos problemas.

—¿No estabas bien preparada?

—No es eso. Creo que dejé de creer en mí. Aquí era tan… normal. Nadie esperaba de mí nada extraordinario.

—Me gustaría profundizar un poco más en la cuestión de la ayuda económica. Lamento mucho que no te entusiasme hablar sobre el tema, pero ayúdame un poco. ¿Tienes la sensación de que los profesores muestran favoritismo por los alumnos con más dinero?

—No, no del todo.

—¿No del todo?

—Hay un profesor bastante joven que siempre es muy amable con unos chicos de mi curso que fueron al mismo colegio de Nueva York antes de venir aquí. Los llamamos los minibanqueros y son todos muy… bueno, bastante ricos. Ese profesor los lleva al McDonald’s en coche y una vez los llevó a un partido de los Patriots. Nos pareció muy raro porque no se enteró casi nadie hasta tiempo después. Sin embargo, no creo que sea simpático con ellos porque sean ricos. Los conoce porque fue el entrenador de fútbol de casi todos.

—¿Por qué los llamáis los minibanqueros?

—Porque sus padres trabajan en bancos o, si no es así, al menos lo parece.

—¿Iría con mayúscula y con guion?

Me quedé mirándola boquiabierta.

—¿Va a poner eso en el artículo? No, por favor.

—Vamos a seguir hablando, a ver qué más se nos ocurre. Te contaré algo: yo hice la carrera en Harvard.

Recordé que le había dicho que me habían rechazado en Brown y me dio vergüenza.

—Has dicho que no hay diferencias entre los alumnos que tienen dinero y los que no lo tienen, pero eso no cuadra con mi experiencia —dijo—. Vengo de una familia de clase obrera de Nueva Jersey, y en la universidad tuve que pedir un montón de préstamos. Los chicos de Harvard, sobre todo los que venían de internados, tenían una actitud hacia el dinero que nunca había visto. En primero, mi compañera de habitación se compró un abrigo de lana negro con el cuello de terciopelo. Era muy bonito. Yo no me fijaba mucho en la ropa, pero deseaba ese abrigo. Una semana después de comprarlo, lo perdió. Se lo dejó olvidado en el tren. ¿Y sabes qué hizo?

Sacudí la cabeza.

—Volvió a la tienda y se compró otro. Así de sencillo. Pero lo raro fue que, para pincharla un poco, le dije algo así como que podía pedirle dinero a papá, y se puso furiosa conmigo. Tardé mucho tiempo en entender que solo estaba descargando su mala conciencia conmigo.

Miré por la ventana. La luz del sol atravesaba las ramas de un haya cercana.

Cuando volvió a hablar, lo hizo con un tono mucho más suave.

—¿Te suena esa historia?

—Una vez, cuando estaba en segundo… —dije, pero me interrumpí.

—Adelante. Lee, aunque no te lo parezca, es muy importante.

—En segundo, tuve una profesora de inglés que no le caía muy bien a la gente. Un día, salía de clase con otras chicas y una de ellas dijo que era CMB. Iban hablando de su ropa.

—¿Qué significa «CMB»?

—Yo tampoco lo sabía, así que le pregunté a mi compañera de habitación. Ella nunca diría algo así, así que se sintió bastante incómoda al oírlo. Dijo que no estaba segura al cien por cien, pero que creía que significaba «clase media baja».

Martha sí lo sabía. Me di cuenta de que le daba vergüenza explicármelo a mí. Cuando le conté por qué se lo preguntaba me dijo que Aspeth era insoportable.

—Es increíble —dijo Angie.

—No es que sean demasiado esnobs; es que su idea de lo que es normal. También me estoy acordando de otra cosa, no sé por qué. Si no tienes partido, los sábados puedes ir en autobús a Boston. Antes de salir del colegio, el decano sube al autobús y nos dice que fuera del colegio también hay que seguir las normas. Al regresar por la noche, siempre registra un par de mochilas al azar. Un día, el año pasado, estaba dando una vuelta en Faneuil Hall. Faltaba poco tiempo para que nos viniera a recoger el autobús y me encontré con unas chicas de mi residencia. Entramos en una tienda de ropa y una de ellas empezó a coger ropa de las perchas y a llevarla directamente a la caja, sin probársela, así que le pregunté a otra: «¿No se la prueba para ver si le vale?», y me respondió: «Solo está comprando cosas para tapar las botellas de alcohol». Bueno, no dijo alcohol, pero se refería a eso. Creo que se debió de gastar 100 dólares en ropa.

Angie sacudió la cabeza.

—¿Qué clase de alcohol había comprado?

—Seguro que vodka. Ese es con el que huele tanto el aliento, ¿verdad?

—Imagino que tú no bebes.

—No.

—¿Crees que al tener una beca te esfuerzas más en cumplir las normas del colegio?

Pensé en Cross y me sentí algo herida. ¿Qué pensaba ella que era cumplir las normas? Sin embargo, respondí:

—Puede ser.

—¿Y los demás becados? ¿Beben o fuman ellos?

—No pienso en la gente como becados o no becados.

—¿No sabes quién recibe ayuda y quién no?

—Lo sabes, pero no se habla de ello.

—Entonces, ¿cómo lo sabes?

—Lo sabes al ver las habitaciones, si tienen minicadena, si las chicas tienen colcha de flores o marcos de plata. Por la calidad de las cosas. Y la ropa, claro. Todos se piden ropa de los mismos catálogos y luego ves a un montón de gente con el mismo jersey y sabes exactamente cuánto les ha costado. También hay otras cosas; por ejemplo, si utilizan el servicio de lavandería o bajan a las lavadoras. Ah, y los deportes, según cuánto cueste el equipo. El hockey sobre hielo, por ejemplo, es un deporte carísimo, mientras que el baloncesto, no.

—¿Puedo suponer que tú no tienes una colcha de flores ni marcos de plata?

—Yo tengo colcha de flores. —La pedí por mi cumpleaños en primero. Y, en cuanto a los marcos, como con todo lo demás, Martha me servía de pantalla—. Hay otra cosa. Seguramente la mejor pista para saber quién recibe ayuda económica y quién no sea la raza. Nadie habla de ello, pero todo el mundo sabe que es más probable que las personas de ciertas minorías estén becadas.

—¿Qué minorías?

No supe qué responder.

—Ya se lo imaginará.

—No voy a ofenderme, Lee.

—Bueno, negros y latinos. Sobre todo, eso. La gente de otras minorías, como asiáticos e indios, no suelen tener becas, pero los negros y los latinos, sí.

—Entonces, ¿cómo sabes si un alumno blanco tiene una beca?

—No creo que sean muchos —dije—, que seamos.

Por un momento, no se me ocurrió nadie de cuarto aparte de mí, hasta que recordé a Scott LaRosa, que era de Portland y el capitán del equipo de hockey sobre hielo masculino. Scott tenía la cara pálida y carnosa y acento de Maine. También era alto y seguro de sí mismo. No se me ocurrió nadie más de la promoción.

—¿Por qué crees que hay tan pocos alumnos blancos con beca?

—Porque no aportamos diversidad al centro. Además, ya hay muchos chicos blancos con padres que sí pueden pagar.

—Parece que suelas sentirte excluida.

Hubo un tiempo en que esa observación me habría llenado los ojos de lágrimas (ella sabía lo que era sentirse excluida); en cambio, ahora me pareció una parte más de nuestra conversación. Además, aunque yo le caía bien a Angie Varizi, no estaba muy segura de que ella también a mí.

—Por supuesto que me he sentido excluida en ocasiones. Pero era de esperar, ¿no? —Sonreí—. Soy una doña nadie de Indiana.

—Cuando vuelves a casa, ¿te sientes distinta a tu familia?

Al otro lado de la ventana, se levantó la brisa y escuché el susurro de las hojas del haya.

—Sería un poco deprimente, ¿no? —dije. Me quedé callada y luego añadí—: ¿Recuerda que cuando me preguntó por qué vine a Ault le di dos razones? Bueno, hay otra más que no mencioné. Es algo difícil de explicar, pero seguramente sea el principal motivo. —Tomé aire—. Cuando tenía diez años, estuvimos de vacaciones en Florida. Era una ocasión importante, porque mis padres no habían estado allí nunca. Era verano y fuimos en coche. Estuvimos en la bahía de Tampa. Un día debíamos de haber salido de excursión en coche o quizá nos perdiéramos, no lo sé. El caso es que terminamos en un barrio de casas enormes. No era una urbanización nueva; eran casas que parecían antiguas. Muchas tenían la fachada de tablillas blancas, ventanales que daban a la bahía, porches con balancines, enormes parcelas de césped verde, y palmeras. Delante de una casa, un chico y una chica, que debían de ser hermanos, jugaban al fútbol. Miré a mi padre (yo tenía esa edad en la que no sabes cuál es realmente la diferencia entre 1000 dólares y un millón) y le dije: «Deberíamos comprar una casa de estas». Me parecían muy bonitas y pensé que seríamos felices en una. (Recuerdo que iba sentada en el asiento de delante con mi padre. Mamá iba detrás con mis hermanos porque Tim era todavía un bebé. Me sentí muy unida a mi padre y me pareció que había tenido buena idea). Mi padre se echó a reír y dijo: «No, no. Lee, la gente como nosotros no vive en esas casas. Son para gente que tiene dinero en bancos suizos, cena caviar y manda a sus hijos a internados». —¿De verdad fue por eso? ¿De verdad por eso era quien era? ¿Por eso había venido a Ault? Quizá todo se reduzca a motivos nimios, a cambios insignificantes, a conversaciones que estuviste a punto de no tener nunca o de las que solo oíste una parte—. Yo le dije a papá: «¿Mandan a sus hijas a internados?».

—Caramba —dijo Angie.

—Dudo mucho que mis padres se acordaran de esa conversación cuando me presenté en Ault y en otros colegios. Y yo tampoco se la recordé, claro.

—Querías ascender socialmente —dijo Angie.

—No sé si yo lo diría así. Solo tenía diez años. —Sabía que estábamos llegando al final de la entrevista. En algunos momentos, se me había acelerado el pulso y me había puesto roja (hablar con ella era estimulante, como si llevara mucho tiempo esperando para decir todo aquello). Sin embargo, al recordarme en el coche con toda la familia, cuando ninguno sabíamos que me iba a ir de casa solo cuatro años después, me sentí triste y vacía.

—Mira, Lee —dijo Angie—. Me has dado información que me vendrá muy bien. No puedo agradecerte lo suficiente tu franqueza. —Me entregó su tarjeta de visita. La parte que decía The New York Times estaba con la misma letra que en el periódico—. Llámame si tienes alguna pregunta.

Cuando salí de la clase, me crucé con Darden Pittard en el pasillo.

—¿De qué va esto? —preguntó.

—Es bastante raro —dije yo.

—¿En el buen sentido o en el malo?

Cinco minutos antes, le habría dicho que en el buen sentido. Pero empezaba a sentirme mal. Le había contado muchas cosas sobre mí a Angie Varizi y no sabía muy bien por qué, quizá porque me había preguntado.

—No sé —dije—. Raro, sin más.

En el descanso entre tercera y cuarta hora, encontré a Martha junto al tablón de la sala de correo, que era nuestro punto de encuentro habitual. A nuestro lado, pasaban a toda velocidad otros alumnos.

—¿Cómo te ha ido? —dijo—. ¿Era simpático?

Abrió una barra de regaliz, la partió por la mitad y me ofreció una parte. Sacudí la cabeza.

—Era una mujer —dije—. Supongo que era simpática, sí, pero igual he hablado demasiado. Me preguntó muchas cosas sobre la matrícula y así. —Lo raro era que, cuanto más pensaba en ello, menos recordaba lo que había dicho.

—¿En serio? —Martha tenía la boca llena y eso le amortiguó la voz, pero arqueó las cejas y supe que estaba sorprendida. Tragó—. ¿Y por qué quería hablar de eso?

—Ni idea.

Nos quedamos mirando. Desde luego, Martha y yo deberíamos haber hablado en algún momento sobre las diferencias que había entre nosotras, pero no lo habíamos hecho y la conversación habría sido ya demasiado larga.

—Quizá eligió el tema sin más —dijo.

—¿Crees que debería preocuparme?

Martha sonrió.

—Qué va. Seguro que la tuya es la entrevista que más le ha gustado en todo el día.

Cuando algo se terminaba, lo sabías, no hacía falta preguntar, pero aun así… Aun así, podía pillarte por sorpresa, y tu visión de la realidad podía estar en desacuerdo con tus deseos. La noche del sábado, cuando estaba sentada al borde de la bañera en camiseta y pantalones cortos rasurándome las piernas, Martha entró en el baño.

—Se me ocurrió que estarías aquí —dijo.

—Hola. ¿Ya ha terminado la fiesta?

—No, pero hacía mucho calor y me estaba aburriendo. Conoces a Aspeth, ¿verdad?

—¿Te refieres a la Aspeth con la que vamos a clase desde hace cuatro años?

Martha se mordió el labio.

—Se lleva bastante bien con Sug, ¿no?

—Martha, ¿qué estás intentando decirme?

—Han estado bailando juntos. Mucho.

Los nervios me subieron del estómago hacia el pecho.

—¿Es que normalmente no bailan juntos?

—Igual no me había fijado. Pero es que esta noche era distinto. No han bailado con nadie más. Luego, los vi en el bar. Él estaba apoyado en la barandilla y ella estaba recostada sobre él.

Conocía el bar y conocía la barandilla. Había pasado por el pabellón multiusos muchas veces, pero siempre de día, cuando todo estaba en silencio y desierto.

—¿Mirándolo a él?

—No, no. Estaban los dos mirando de frente. Creo que la tenía agarrada por la cintura. —Hasta aquel momento, Martha había estado apoyada en la pared de azulejos. Al decir esto, se acercó adonde estaba yo y se apoyó en la bañera, a mi lado—. Lo siento, pero me pareció que querrías saberlo.

Me miré las piernas a medio rasurar.

—Aspeth es tonta —dijo Martha.

Aspeth Montgomery podía ser muchas cosas, pero tonta no había sido nunca una de ellas.

Después de aquello, estuve al acecho. Y era verdad que Cross y Aspeth pasaban juntos mucho tiempo, pero no sabía si más de lo habitual. Estábamos a finales de mayo y, a medida que mejoraba el tiempo, cada vez había más gente de cuarto en la glorieta (después de comer, en las horas libres y los fines de semana). Más de una vez, pasé por allí como de casualidad y sin mirar al grupo, pero atenta a lo que decían. Un día le oí gritar a Aspeth: «¡Yo no!», y otra: «¡Qué asco!». ¿Por qué no me senté con ellos? Me habría gustado, pero habría tenido que acercarme y quedarme un momento de pie junto al círculo, habrían tenido que entornar los ojos para mirar hacia arriba, preguntándose qué hacía yo allí. Luego tendría que decir algo y elegir una postura para sentarme. Y habría sido todo insoportable. Para otras personas, todas estas decisiones no tenían ninguna importancia. En realidad, ni siquiera tenían que decidir nada. Pero yo nunca dejaba de dar vueltas a todas esas cosas.

No acababa de tener claro nada y me parecía que, al mantenerme alerta, me estaba protegiendo. Pero entonces, llegó el último número de La voz de Ault del curso. Las «Crónicas» incluían un editorial titulado «Sí a los pantalones cortos de tartán en clase» y, a su lado, las líneas «C. S. y M. R.: el terroncito de azúcar se deshace con una nueva melodía». Una vez al mes, repartían los ejemplares de La voz de Ault en el pase de lista. Siempre se armaba mucho jaleo, porque casi todo el mundo empezaba a leerlo en los avisos mientras los profesores nos decían que lo guardásemos. Yo también lo leía en el pase de lista, pero llevaba un tiempo sin leer las «Crónicas» en público, porque me aterraba (y puede que me ilusionara) que algún día hablaran de Cross y de mí, y que alguien me mirara justo cuando lo estuviera leyendo. Por eso, no leí la nota hasta la noche y, aunque al principio no la descifré del todo, sentí una nauseabunda mezcla de conmoción y aceptación. Estaba estupefacta, sí, pero no estaba sorprendida. Como era habitual, Martha no estaba conmigo (estaba en otra reunión) y no volvió a la residencia hasta la recogida. Cuando terminamos, le susurré:

—Tengo que hablar contigo.

En la habitación, le ofrecí el periódico.

—Mira esto.

Señalé el punto exacto y sus ojos se movieron por la página. Me pareció que tardó más tiempo en leerlo de lo normal.

—¿Quién es M. R.? —dijo por fin.

—Melodie Ryan. Cross hizo Hamlet con ella. No lo sabía, pero deben de haber. No sé. Lleva sin venir más de un mes, Martha —dije, y rompí a llorar.

Me dio unas palmaditas en la espalda.

—Tienen que ser ellos. Pero igual no, igual lo del terroncito de azúcar no va por Sugarman.

Martha puso cara de preocupación.

—No lo sé.

—¿Te ha dicho algo a ti? ¿Está saliendo con Melodie Ryan y lo sabe todo el mundo menos yo? ¿O es que está saliendo con Aspeth?

—Si Cross está saliendo con alguien, yo no me he enterado. Pero Lee, no te rompas. Las «Crónicas» no son más que boberías.

—Pero no suelen equivocarse. —Me sequé la nariz con el dorso de la mano—. ¿Te acuerdas de que hubo una sobre Katherine Pound y Alexander Héverd? Al principio nadie se lo creía y luego resultó que era verdad.

—Me creería que Melodie y Cross se han enrollado, pero no que estén juntos —dijo Martha.

Lloré todavía más desconsolada. Para mí, enrollarse y estar juntos era lo mismo. Al parecer, había convencido a Martha de que la nota de las «Crónicas» era verdad y no me había costado ningún esfuerzo.

—Tienes que hablar con Cross —dijo Martha—. Puedes preguntarle lo que quieras, tienes derecho a hacerlo, Lee. Además, ¿qué podrías perder ahora?

Sin embargo, al día siguiente era viernes y no me pareció adecuado ir a pedirle explicaciones a Cross el fin de semana. ¿Y si tenía la intención de salir con Melodie y los interrumpía? (Sí, estaba loca de atar y lo peor es que creo que volvería a hacer lo mismo si se diera el caso). Puede que le apeteciera pasar una noche romántica y le quitara las ganas. Odiaba la idea de convertirme en un grano en el culo, en una de esas chicas que siempre querían hablar. Desde luego, hablar con él era justo lo que quería hacer. Pero no pedirle explicaciones, convertirme en un lastre.

Sin embargo, más allá de todo eso, aquel no era un fin de semana cualquiera. Era el fin de semana en que iban a publicar el artículo de Angie Varizi en el Times. Me había advertido de que podían dejarlo fuera en el último momento, si hubiera alguna última noticia, pero, si todo era normal, saldría el domingo.

Al recordar aquellos días, siento una especie de temor retroactivo y de instinto de protección hacia mí misma, por lo desconsolada que estaba por Cross y por lo que me entristecía pensar en la graduación. Me siento como cuando ves una película en la que una adolescente se queda sola en casa, hay tormenta y se va la luz; o en la que una joven pareja, después de una bonita cena romántica, sale a la calle en medio de una tormenta de nieve y coge el coche para volver a casa por una carretera llena de curvas. Igual que les gritarías «¡Sal de casa, muchacha!» o «¡Parad el coche!», esto es lo que me gustaría decirle a mi yo de entonces: «Vete. Si te marchas ahora, no echarás a perder tu recuerdo de Ault. Creerás que tu relación con el colegio fue complicada, pero tendrás el consuelo de pensar que fueron injustos contigo, y no a la inversa».

A ratos, recordaba el artículo y luego, lo olvidaba. El domingo, Martha y yo nos despertamos hacia las ocho, algo temprano, pero no fue por eso. De camino al comedor, íbamos hablando sobre los zapatos que llevaríamos para la ceremonia de graduación, que iba a ser la semana siguiente. En Ault, no se vestía toga y birrete, sino un vestido blanco, y los chicos, pantalones de color blanco, americanas azul marino y canotier. Luego, nos acordamos de cuando Annice Roule se tropezó en las escaleras que subían al escenario al ir a recoger el diploma el curso pasado.

En el comedor estaban los alumnos de siempre, pero lo raro fue que estaban todos sentados en la misma mesa. Los de primero, segundo y tercero se habían sentado con los alumnos de cuarto con los que siempre nos sentábamos Martha y yo: Jonathan Trenga, Russell Woo, Doug Miles, Jamie Lorison, Jenny y Sally. Además, nadie hablaba. Tenían todos la cabeza hacia abajo y me di cuenta de que estaban leyendo.

—¿Están leyendo mi artículo? —le pregunté a Martha, y cuando estábamos a unos tres metros me di cuenta de que así era. Tenían un ejemplar cada dos o tres personas. «Madre mía», le oí decir a Jim Pintane, de tercero. Cuando llegamos a la mesa, algunos levantaron la mirada y luego la levantaron todos. Por un momento, se quedaron callados.

—Aquí está la tristemente célebre Lee Fiora —dijo por fin Doug Miles, con frialdad.

Toda la mesa me estaba mirando.

—Debo reconocer que no sabía que tuvieras unas opiniones tan extremas —dijo Jonathan, con un tono que no supe interpretar. No era hostil, pero tampoco amistoso.

—¿Qué dice? —pregunté muy despacio.

Nadie respondió.

—Esto es ridículo —dijo Martha y cogió uno de los ejemplares—. Vamos.

La seguí hasta otra mesa y Doug grito:

—Oye, Lee.

Me volví a mirarlo.

—¿No te han dicho nunca lo de que no tires piedras sobre tu propio tejado?

Nos sentamos en otra mesa, una al lado de la otra, sin siquiera coger comida. Me iba el corazón a mil por hora y me temblaban las manos. El ejemplar que había cogido estaba abierto por la segunda página del artículo, no por la primera. Martha volvió al principio. El artículo empezaba en la portada y vi el titular: «Los internados hablan de cambio, pero los alumnos cuentan otra historia». Por debajo, y en letra más pequeña, se leía: «Cuando ser blanco de clase media te convierte en marginado». El titular iba acompañado de una fotografía bastante rara de los hermanos Pittard, que no tenían nada de blancos, sentados en un sofá de la sala común de su residencia. Darden llevaba algo en las manos y su hermano Eli, que iba a primero, se estaba riendo. Pero el primer párrafo no hablaba de los Pittard, sino de mí:

Una de las pandillas del cuarto curso del Colegio Ault de Raymond (Massachusetts) son los llamados Mini-Banqueros, un grupo de chicos llamados así, como nos explicó Lee Fiora, «porque sus padres trabajan en bancos o, si no es así, al menos lo parece».

El nombre de la pandilla es, sin duda, una referencia muy indirecta al dinero, pero pocas más menciones le harán los alumnos de Ault. El colegio ofrece clases con pocos alumnos, campos deportivos perfectamente cuidados e instalaciones con todas las comodidades por 22 000 dólares al año, pero hablar de ese tema es tan tabú como en los demás centros de élite del noreste. Con ello, se crea un ambiente que, según apunta la señorita Fiora, favorece a los ricos a expensas de todos los demás, incluida ella misma. «Por supuesto que me he sentido excluida», afirmó la alumna que recibe una beca que cubre aproximadamente tres cuartas partes de la matrícula. «Soy una doña nadie de Indiana». La señorita Fiora es blanca, pero cree que la vida en Ault todavía es más complicada para los alumnos que no son blancos, especialmente afroamericanos e hispanos.

Y así seguía, más y más. Angie Varizi dejaba que me explayara sobre la raza (imagino que porque no lo había hecho nadie más; al menos nadie que no fuera blanco), que dijera que sospechaba que Ault se había arrepentido de darme la beca y que contara la anécdota sobre las chicas que se compraron ropa para esconder el alcohol. También me dejaba explicar cómo reconocer a los alumnos que estaban becados por las cosas que tenían o hacían. Y, por supuesto, me hacía contar la historia de la casa de Florida. A lo largo del artículo, mis comentarios iban intercalados por los calurosos elogios que habían hecho del centro el decano Fletcher, el señor Byden, una chica de segundo llamada Ginny Chu, Darden Pittard y algunos graduados recientes. Además, un alumno cuyo nombre no se recogía decía sobre mí: «No es la persona más popular de la promoción. No todo el mundo sabe sacar provecho de un lugar como este».

Solo he leído el artículo entero una vez y fue allí, en el comedor. Mientras leía, susurraba alguna que otra vez «Ay, Dios» y Martha me daba palmaditas en el hombro. Cuando terminé de leer, me cogió del brazo.

Había armado un lío tan gordo (¿yo era la única responsable?) que no era capaz de asimilarlo ni de medirlo. La persona que era en aquel momento, la persona en la que me había convertido aquel artículo, era justo lo contrario de la persona que llevaba intentando ser desde hacía cuatro años. Era el peor error que podía haber cometido.

—Vale —dijo Martha—. Nos queda una semana y luego nos marcharemos de aquí para siempre. Vamos a seguir como si nada. Que se vuelvan todos locos si quieren. Y, desde luego, lo harán. Pero eso no es problema nuestro.

—Voy a volver a la habitación.

—Escúchame —dijo—. Vamos a desayunar.

En la cocina, fuimos a por unas bandejas, llenamos los vasos de leche y zumo y cogimos unos platos de humeantes tortitas. Me devoraba la mala conciencia. Pensaba que me había portado como una imbécil. ¿Por qué narices le había contado mis secretos a Angie Varizi? ¿Qué pensaba que iba a pasar? Siempre hacía lo mismo. En el momento, no me daba cuenta de lo que estaba pasando (que estaba cavando mi propia tumba y que la única que iba a sacar algo bueno era Angie). Cada una de las líneas de aquel artículo era una humillación. Estar becada era malo, ser infeliz era aún peor y admitir cualquiera de las dos cosas era lo peor del mundo. Me había ido de la lengua, eso es lo que había pasado. ¿Por qué no era capaz de cagarla como una persona normal y corriente? ¿Por qué no me habían pillado fumando hierba una semana antes de la graduación? ¿O nadando en pelotas en la piscina del gimnasio? Pero yo no, yo tenía que contarle mis quejas con carga política a una periodista de The New York Times. Y eso era de muy mal gusto.

Cuando llevamos las bandejas al comedor, pasamos por delante de tres chicas de primero. No sabía cómo se llamaban y normalmente ni las habría mirado al pasar. Sin embargo, aquella vez, no pude evitar mirarlas a los ojos. Quería saber si habían leído ya el artículo por su expresión. Pero sus caras no me dijeron nada. En aquel instante, sentí lo que seguí sintiendo hasta el momento de graduarme. Por un lado, la sospecha, que no la certidumbre, de que los demás me despreciaban y de que ese desprecio estaba justificado. Por el otro, la sensación de que quizá ni siquiera me dedicaran un solo pensamiento, después de todo.

Me había dado cuenta de que para Ault era un asunto muy importante. Al mismo tiempo, sin embargo, para la mayoría de los alumnos era algo que afectaba a otra persona, pero no a ellos. Solo era personal para mí. Puede que cuando regresaran a casa en verano alguien les preguntara «¿De verdad es tan esnob tu colegio?» o «¿Esa chica era de verdad tan desgraciada?»; sin embargo, no sería más que un tema de conversación como cualquiera y no parte de su vida.

El domingo por la noche, me fui a la cama sin cenar (no quería seguir consciente) y a la una y cuarto, cuando ya me había despertado ocho o nueve veces y no aguantaba más, me levanté, me puse una camiseta y un pantalón de chándal y salí de la habitación dejando a Martha roncando apaciblemente. Había estado lloviendo todo el día, y el patio estaba oscuro y reflejaba la luz como un espejo. Podría haber ido por el sótano, que era el camino habitual de Cross, pero no me daba del todo miedo que me pillaran. Siempre había creído que las circunstancias extremas te protegen de los peligros ordinarios y, aunque sabía que mi creencia no era racional, seguía sin tener pruebas de lo contrario.

Al principio me pareció que la sala común de la residencia de Cross estaba vacía. Pero cuando la puerta se cerró a mi espalda, del sillón que había frente al televisor asomó una cabeza. Era Monty Harr, de primero. El televisor estaba en silencio y Monty tenía la cara macilenta.

—¿Dónde está la habitación de Cross? —pregunté.

Se me quedó mirando perplejo.

—Cross Sugarman —dije—. ¿Cuál es su habitación?

—La última habitación del pasillo, a la izquierda —dijo Monty por fin, y se quedó frotándose los ojos mientras ya me alejaba.

Había un póster de un jugador de baloncesto colgado en la puerta, un tipo de uniforme verde saltando en el aire con una multitud desenfocada tras él. Llamé, pero no respondió nadie, giré el pomo y abrí la puerta. La luz de la habitación estaba encendida y había alguien en el escritorio. Como estaba buscando a Cross, al principio me pareció que sería él, pero, cuando se dio la vuelta, vi que era Devin, su compañero de habitación. En los últimos cuatro años, Devin había pasado de ser un chico delgaducho a estar casi gordo. Tenía el pelo rubio, los ojos oscuros y la nariz chata.

La bravuconería, o lo que fuera que me había hecho atravesar el patio, se tambaleó.

—Hola —dije en voz baja. Eché un vistazo por la habitación. Las dos camas estaban sin hacer y la luz salía de una lámpara de escritorio y de una lámpara de lava que había en la repisa de la ventana. Devin estaba solo.

Dibujó una sonrisa.

—Vaya, la mujer del día.

—Devin, por favor. —Intenté recordar si habíamos vuelto a hablar desde que lo asesiné en primero. No mucho, pero ¿no éramos seres humanos los dos? ¿No le bastaba verme tan desesperada para sentir piedad de mí, aunque solo fuera esa única vez?

—Por favor, ¿qué? —dijo—. No tengo ni idea de dónde está, si es lo que me preguntas. De todas formas, ¿no es muy tarde para que una jovencita vaya sola por ahí?

—Ya sé qué hora es.

—Después del artículo de hoy, yo intentaría no darle a Byden motivos para que me expulsara.

—No te expulsan por incumplir las visitas una vez —dije.

—Perdona. —Devin sonrió con sorna—. Había olvidado que nunca habías incumplido las visitas.

—Que te follen —dije. Puede que mi error fuera que empeoraba las cosas de forma irremediable.

—Iba a desearte lo mismo, pero creo que mi compañero de habitación ya se ha ocupado de eso.

Cuando me di la vuelta para marcharme, Devin dijo:

—Una pregunta.

Me paré en el umbral (por supuesto).

—¿Eres pescado o queso?

No tenía ni la menor idea de lo que hablaba.

—Tienes que ser una de las dos cosas —dijo—. ¿Tú cuál crees?

Me quedé mirándolo.

—Es para la lista. Estamos haciendo una lista y lo comprobamos todo dos veces. —Como lo dijo arrastrando las palabras, se me pasó por la cabeza que podía estar borracho o colocado. Abrió el cajón del escritorio mientras decía—: Eres una de las que nos faltan de cuarto. Y tu compañera de habitación también, curiosamente. Estaría genial poder matar dos pájaros de un tiro esta noche.

Sacó del cajón una guía del colegio manoseada. La abrió, le dio la vuelta y me la pasó. Estaba abierta por la página con las listas de cursos y, en los huecos entre los apellidos y la ciudad (por ejemplo, entre «Deirdre Danielle Schwartz» y «Scarsdale, Nueva York»), ponía en letras mayúsculas escritas con rotulador rojo: «PESCADO». No ponía «PESCADO» en todos los nombres. En algunos ponía «QUESO». Y no siempre en rojo: algunas veces la palabra venía escrita en negro o con bolígrafo azul. Además, el distintivo no aparecía junto a todos los nombres. Solo junto a los nombres de algunas chicas y de ningún chico. Pasé la mirada del catálogo a Devin. No entendía lo que estaba leyendo, pero sentía curiosidad. Vi que Aspeth era «QUESO». Horton Kinnelly también era «QUESO», y Hillary Tompkins, «PESCADO».

Por fin (no porque quisiera que me lo explicara, creo, sino porque se frustró al ver que no entendía nada), Devin dijo:

—Es vuestro sabor. Cada chica sabe de una manera o de la otra. ¿Lo pillas?

Me surgió una pregunta, pero se me ocurrió la respuesta sin necesidad de formularla: «Al besarlas, no. Eso no es». Al comprender lo que era la lista, tuve ganas de lanzar la guía por los aires. El problema era que seguía sintiendo curiosidad. La lista tenía un interés tan… extraño. Quizá yo también tenía algo así, en un universo paralelo.

—¿Desde cuándo la estás haciendo? —pregunté.

—Oh, yo no soy el único. No, por Dios. Personalmente, soy partidario de que es mejor recibir que dar, si sabes a lo que me refiero. Esto es un esfuerzo colectivo que se transmite de generación en generación. Por supuesto, se renueva cada año.

—Una tradición con clase.

—Mira. —Entornó los ojos—. Antes de que empieces a echar humo, quizá te interese saber quién es el custodio este curso.

No dije nada.

—¿No me crees? —preguntó y, por la forma en que lo dijo, queriendo que lo desafiara, supe que estaba diciendo la verdad—. Dado que él es el custodio, me parece muy poco generoso por su parte no completar ciertos huecos. Pero ahí reside la paradoja.

—Quizá respete la privacidad de la gente —dije, y Devin rio de una forma tan espontánea que tuve la sensación de que no lo hizo para torturarme.

—Sug el galante. Así es como lo ves, ¿no? Es genial. Un clásico.

Me tenía que marchar. Esta vez de verdad. No sacaba nada quedándome allí.

—Las cosas como son. —Esta vez, sonó a auténtica admiración—. Nadie ha dominado el juego aquí en Ault como Cross Sugarman. Casi resulta obsceno.

«Márchate, Lee», me decía por dentro, pero pregunté:

—¿Qué quieres decir?

—Que hay que reconocerle el mérito, así de sencillo. Saca buenas notas, le dan cargos, consigue a las chicas y, sobre todo, se le respeta. Seguro que casi ni lo conoces.

Quizá había estado esperando a eso: una ofensa que fuera incontestablemente cierta.

—Eres tonto del culo —dije y salí al pasillo, cerrando la puerta al salir.

Mis padres consiguieron hablar conmigo a la mañana siguiente. Me habían estado llamando desde el domingo, pero, cuando alguien venía a la habitación a avisarme de la llamada, le pedía que les dijera que no estaba. Iba un poco en contra de las normas tácitas de la residencia, porque le obligaba a bajar otra vez a la sala común, pero nadie se negó a hacerlo. Notaba que la gente me trataba con algo de deferencia debido a mi turbia fama por el artículo del Times. Al terminar la capilla del domingo, que me salté por segunda vez, todo el mundo lo sabía ya. No salí de la residencia en todo el día, pero podía verlo en las caras de las demás chicas.

—¿He sido la comidilla en el almuerzo? —le pregunté a Martha.

—Más o menos —dijo Martha, que fue más considerado que decir un sí rotundo.

Para conseguir hablar conmigo, mis padres optaron por llamar el lunes a las siete menos diez de la mañana. Abby Sciver llamó a nuestra puerta, nos despertó y, por su cara, supuse que también acababa de despertarse, imagino que al oír sonar el teléfono.

—Es tu padre, Lee —dijo y, sencillamente, era demasiado temprano para darle ningún mensaje o para que mi padre fuera a creer que estaba haciendo otra cosa.

No solo estaba él. Él estaba en un teléfono, y mi madre, en el otro.

—¿Qué cojones es esto? —dijo él.

—Lee, no te sientas como una doña nadie, ojalá supieras lo especial que eres —dijo mi madre al mismo tiempo.

—Mamá. Yo no. No es que. Por favor, ¿no estáis exagerando un poco?

—Solo te quiero hacer una pregunta —dijo mi padre—. ¿Por qué nos has estado mintiendo estos cuatro años?

—Cálmate, Terry —dijo mi madre.

—Me calmaré cuando me responda.

—No he mentido —dije yo.

—Nos pediste muchos sacrificios por tu educación y no nos importó hacerlos. Te pagamos libros y billetes de avión. ¿Por qué piensas que lo hicimos? Te lo diré: porque nos dijiste que merecía la pena. Nos dijiste que te encantaba vivir en una residencia e ir a esas clases tan fabulosas. Y ahora vas y dices que no, que es una desgracia, mirad cómo me tratan en el colegio. He tenido todo tipo de oportunidades, pero, eh, no era eso lo que quería. ¿Te digo la verdad, Lee? No tengo ni repajolera idea de qué es lo que quieres.

Mientras lo escuchaba, no conseguía averiguar qué era lo que más lo enfadaba. En Ault, estaban enfadados conmigo por hacer comentarios desagradables ante la opinión pública. Pero el descontento de mi padre era personal, eso estaba claro.

—Papá y yo sabemos que tienes muchas amigas —dijo mi madre—. Por el amor de Dios, Martha es la presidenta de vuestro curso, y está loquita contigo. Y también está Sin-Jun, y las latinas.

—Mamá, no hace falta que nombres a todas mis amigas.

—Pero Lee, lo que ha escrito esa mujer no es verdad. Se lo he estado diciendo a papá. No es culpa tuya si has confiado en la periodista. Es lo que el director te dijo que hicieras.

—¿Y se supone que tenemos que ir a la graduación la semana que viene? —dijo mi padre—. ¿Quieres que faltemos al trabajo y que los chicos no vayan a clase para ir allí a que nos digan «Nunca hemos apoyado a su hija, pero, eh, gracias por los cheques»? ¿Sabes cuántas ganas tengo? Ninguna. Gracias, pero no.

Mi padre nunca entendió, y nunca me esforcé demasiado por explicárselo, que los cheques que enviaban eran insignificantes, prácticamente algo simbólico. Creo que estaba realmente convencido de que, si me sacaba de Ault, el señor Byden tendría que poner en venta el Mercedes.

—Entonces, ¿no vais a venir a la graduación? —pregunté.

—Claro que vamos a ir —dijo mi madre.

—Tienes suerte de que se termine ya —dijo mi padre—, porque tú no ibas a volver. No te volvía a enviar allí ni loco.

—Lee, tú piensa en lo bien que estarás el año que viene en la universidad, más cerquita de casa. El instituto ha sido una gran aventura y ahora podrás decir: «Bueno, al final no se estaba tan mal en casa».

Por primera vez, hubo silencio al otro lado de la línea.

—¿Os han dicho algo sobre el artículo? —pregunté. ¿Qué amigos de la familia leerían The New York Times?

—La señora Petrash nos dijo que su madre los llamó a primera hora de ayer —dijo mi madre—. Así fue como nos enteramos. Ya sabes, esa mujer tiene más de ochenta años, pero tiene la vista de un lince. Terry, ¿quién más ha dejado un mensaje?

—No he oído ningún mensaje. Pero con todo el respeto, Linda, ahora mismo me la refanfinfla que Edith Petrash vea como un lince.

—¿Qué quieres que haga, papá? —No estaba peleando con él; no estaba enfadada. En todo caso, estaba avergonzada.

Sabía (y por eso había evitado responder al teléfono) que les había fallado. Mi padre tenía razón: les había mentido. Pero la mentira no era la auténtica ofensa. Les había fallado por mi incapacidad para mantener la mentira. Los tres habíamos hecho un trato (si me dejáis marchar, haré como que ha sido buena idea) y había incumplido el acuerdo. Al final, tuve que lamentar mucho más la traición a mis padres que la traición a Ault.

—Deja de deslumbrarte de esa manera por sandeces —dijo mi padre.

—Lo que papá quiere decir es que ser rico no te hace mejor persona.

—Buena suerte si piensas que va a creerlo, Linda. —Le oí decir a papá—. ¿Acaso crees que doña Lee va a escuchar a los simplones de sus padres? —Y entonces añadió con el tono de voz que más me desagradaba de él—: Siento mucho que no podamos pagarte un caserón con palmeras, Lee. Siento que te haya tocado esta familia, menuda desgracia.

En el pase de lista, localicé a Cross; llevaba un polo de color azul marino, pero a la brillante luz del sol, con su energía descarnada, siempre me bloqueaba. Decidí que me acercaría a hablar con él después de la cena de gala, pero no lo vi. La semana anterior habían elegido ya a los nuevos delegados de comedor para el curso siguiente (qué rápido pasabas a ser cosa del pasado, antes incluso de graduarte; durante un breve lapso de tiempo, el colegio había sido todo tuyo, solo por estar en cuarto, pero dejaba de serlo de la noche a la mañana, así sin más) y Cross debía de haberse saltado la cena, ahora que podía. Cuando estábamos saliendo todos del comedor, me acerqué a Devin y le di un golpecito en el hombro. Se dio la vuelta.

—¿Dónde está? —le pregunté.

Devin me miró con desdén.

—Lo último que supe de él es que iba a lanzar un par de canastas.

Me acerqué al gimnasio. La luz del atardecer era amarilla y el aire olía a hierba cortada. Aunque pensé que Devin podía haberme tomado el pelo y que iba a encontrar el gimnasio cerrado, la puerta se abrió al tirar de ella. Mientras subía las escaleras que llevaban a la cancha de baloncesto, oí una pelota rebotando contra el suelo.

Estaba solo. Me quedé unos segundos parada en el umbral de la puerta, como una vez debió de estar él en el umbral de mi habitación, sin que nadie lo viera. Subió haciendo regates por la pista y disparó desde la línea de tres puntos. La pelota cayó en la red y empecé a aplaudir.

Recogió la pelota y levantó la mirada.

—Eh, hola.

Vino hacia mí, con la cara roja, con gotas de sudor en la frente y corriéndole a chorro por el cuello, los brazos y también las piernas. Yo llevaba una falda de algodón y una blusa de lino, pero habría dado cualquier cosa por un abrazo. Por supuesto, no iba a dármelo. Todavía había luz fuera, no estábamos acostados y tenía una pelota en la mano. Además, llevaba sin tocarme más de seis semanas.

—Anoche pasé a verte —dije.

—Sí, me lo dijo Devin. Siento que no coincidiéramos. —Nos quedamos mirándonos y creo que se dio cuenta de que esperaba algo más—. Estaba en la habitación de Thad y Rob —añadió. Nunca le había oído mentir, pero parecía mucho más probable y dolorosamente lógico que en realidad estuviera con Melodie Ryan.

Y, entonces, no pude evitarlo (en realidad, habría querido entrar con cuidado en la conversación y no parecer alterada) y pregunté:

—¿Has leído las «Crónicas»?

Muchas veces había pensado que mis marcos de referencia no les decían nada a otras personas, pero Cross respondió:

—Sí, las he visto.

—¿Y bien?

—Los que escriben La Voz de Ault no son más que unos fracasados.

Miré hacia el suelo, observando las líneas y los cuadrados que había pintados en la reluciente madera.

—Pero ¿es verdad? —dije, con la voz entrecortada. No quería echarme a llorar delante de Cross, porque las chicas que lloran (sobre todo las chicas que lloran en las «charlas») son de lo más ordinario—. ¿Es tu novia?

—Yo no tengo novia —dijo Cross.

Parpadeé algunas veces (no había caído ninguna lágrima) y dije:

—Claro. Qué tonta soy.

No dijo nada y comprendí que, si quería decirle algo, tenía que decirlo abiertamente. No iba a arrancármelo él.

Pero saberlo no me sirvió de nada. No lograba articular palabra, porque lo que quería decir estaba tan escondido dentro de mí como las entrañas, y lo único que conseguía sacar de la boca era el aliento entrecortado.

—Supongo que la gran pregunta es si soy queso o pescado —dije al final.

—Ay, Dios.

—No, en serio. Siento curiosidad. —Intenté parecer sincera.

—Devin es gilipollas —dijo Cross—. No te enfades por lo que él te diga; es perder el tiempo.

—Si es tan gilipollas, ¿por qué compartes la habitación con él?

—Antes no era así. Ahora está amargado porque va a ir a Trinity.

Así que Cross también había tenido problemas con su compañero de habitación este curso. Podríamos haber compartido nuestras penas. Seguro que había muchas más cosas del día a día de las que podríamos haber hablado de haberlo sabido. De lo que fastidiaba hacer cola para ducharse por la mañana, por ejemplo.

—De todos modos, eso no son más que tonterías —dijo Cross—. Es de esas cosas que dice la gente cuando está en la residencia, para alardear.

—Pero tú eres el custodio de la lista.

—¿El qué?

—Devin me dijo…

—Lee, Devin está tarado. No sé ya cómo decírtelo. —Ni siquiera al decir esto se le veía enfadado. No había hecho el esfuerzo que hubiera sido necesario para enfadarse y me dio la sensación de que lo único que quería era volver a lanzar canastas—. En serio, no entiendo de qué va esta conversación.

Supe que no tendría otra oportunidad y eso aún hizo más difícil (no más fácil) decir lo que quería.

—Es que no entiendo qué estabas haciendo conmigo —dije—. Todo ese tiempo, me refiero. A veces, trato de verlo desde tu punto de vista, pero ni aun así lo comprendo. Vienes a nuestra habitación, completamente borracho. No sé si sabías que estaba colada por ti o fue pura casualidad. No tengo ni idea, pero da igual; el caso es que yo no tengo ni idea de nada, pero hago todo lo que puedo para colaborar. Me derrito con que solo me pongas un dedo encima. Al final nos enrollamos, vale, bien. Pero vas tú y vuelves. Eso es lo que no tiene sentido. Dios te libre de decirme una sola palabra en la cena alguna vez, pero luego sigues viniendo todo el curso.

En realidad, no había sido todo el curso, solo hasta poco después de las vacaciones de primavera. Además, ¿acaso no podía sincerarme con él precisamente porque había dejado de venir? Tenía la sensación de estar intentando salvar algo que estaba totalmente perdido.

Cross cambió de mano la pelota y la apoyó en la cadera derecha.

—Dicho así lo de la cena, es como si hubiera querido esconder algo.

—Ya, ¿y?

—¿Lo estás diciendo en serio? Lee, la gente sabía que… gue. —Creo que estaba dudando en decir «nosotros»—. Sabían que había algo —dijo por fin—. Estás loca si piensas que no lo sabía nadie. Además, fuiste tú la que puso las condiciones. No lo puedes negar.

—¿De qué estás hablando?

—Dijiste que no se lo dijéramos a nadie y que no me darías un beso en el desayuno. No tuve la sensación de que quisieras salir con alguien.

—¿Por eso no me enviaste una flor el Día de San Valentín? ¿Porque te dije que no me enviaras flores? ¿Fue por eso?

—Eso es justo lo que me dijiste.

—Jamás habrías querido salir conmigo —dije.

Se le tensaron los músculos de la mandíbula. Había dado en el blanco.

—No habrías querido —dije yo—. Estoy segura.

—Debe de estar bien estar tan segura de todo.

Tuve al mismo tiempo, por una parte, el impulso de no llevarle la contraria (de no negar su comentario y dejarlo como estaba, sin réplica, para poder aferrarme después a todo lo que implicaba) y, por otra, el impulso de destruir lo que había dicho por la mentira que era.

—Yo no estoy segura de todo —dije—. Pero sí de esto: jamás habrías querido ser mi novio.

Nos quedamos mirándonos bastante tiempo.

—Sí, puede que tengas razón —dijo finalmente él sin acritud.

Me eché a llorar. (Cada vez que recordaba esa conversación, al llegar a esa parte siempre me echaba a llorar, una y otra vez. Y tampoco me sentía mejor al recordar que había sido yo la que le había forzado a admitirlo).

—Lee —dijo, suplicándome—. Lee, fue. Había muchas cosas bonitas. Tú eras muy divertida. Esa era una de ellas.

Me sequé las lágrimas.

—Eras. Puede que te suene un poco raro, pero eras muy metódica. Era como si esperaras que volviera y lo prepararas todo muy bien para cuando llegara el momento.

¿Que había sido metódica?

—En la universidad te encontrarás mejor —dijo.

Lo miré perpleja.

—Creo que eres ese tipo de persona; solo digo eso.

—¿Lo dices por lo del Times?

—No. Bueno, no exactamente. No es que me haya sorprendido nada de lo que has dicho.

Hablar con él sobre algo que no éramos nosotros dos o si volvería a tocarme alguna vez me parecía una pérdida de tiempo. Aun así, sentía curiosidad.

—El error en sí no fue expresar lo que piensas —me dijo—. El error fue contarlo en The New York Times en lugar de escribir un editorial en La Voz de Ault o de dar una charla en la capilla. En el Times, solo les das argumentos a los que piensan que los colegios privados son el mal absoluto, y eso no hará que cambie nada en el colegio.

—¿Es que tú crees que las cosas deberían cambiar?

—Algunas sí, desde luego. En conjunto, Ault lo hace bastante bien, pero siempre se puede mejorar. —Claro que pensaba así, ¡un punto de vista muy ecuánime!

—¿Te horrorizó que le contara todas esas cosas a una periodista? —pregunté.

—Lo único que digo es que podrías haber elegido otro sitio para contarlo, una vía más directa quizá. Y que me parece bien que vayas a ir a una universidad grande y menos conformista que Ault. Y con eso no digo que seas tan rara como crees que eres. —(Qué giro tan extraño había adoptado la conversación y qué cosas tan curiosas estaban saliendo de la boca de Cross)—. Confundes ser rara con pasar tiempo a solas. No obstante, cualquiera que tenga interés por algo pasará tiempo a solas. A mí me pasa con el baloncesto. Mira lo que estoy haciendo ahora mismo. A Norie Cleehan le pasa con la cerámica, y a Horton, con el ballet. Podría darte veinte ejemplos más. Cuando quieres ser bueno en algo, tienes que practicar y, normalmente, se practica solo. No debería parecerte raro querer estar tiempo a solas.

«Pero yo no practico nada», pensé. O, si practico algo, ¿el qué es?

—Además —continuó—, y con esto vuelvo al artículo, si tienes la sensación de que existen diferencias entre tú y otras personas, tú decides hasta dónde te molestan. Por supuesto, no siempre es así, pero muchas veces sí. Hasta Devin me dice cosas como «eh, Moisés» o «ya está el usurero», pero a mí me da igual. ¿De qué me serviría enfadarme? Lo dice sin pensar.

—Un momento —dije yo—. ¿Eres judío?

—Por parte de padre. Técnicamente es la mitad que no cuenta, pero con un apellido como Sugarman.

—¿Sugarman es un apellido judío?

—Es la adaptación al inglés de Zuckerman.

¿Que Cross era judío? Jamás se me habría ocurrido. Es que era tan popular… y el delegado de cuarto (¿lo sabría más gente?, ¿por eso le había gustado a Dede desde el principio?).

—Yo solo digo que. —Suavizó el tono—. Solo digo que las cosas serían más fáciles si te dieras cuenta de una vez de que no eres rara o si, por lo menos, decidieras que ser rara no es nada malo.

El gimnasio estaba en silencio. Me sentía tan halagada y tan avergonzada al mismo tiempo que no podía mirarlo a los ojos.

Tragó saliva y luego (había tenido la pelota apoyada en la cadera todo ese tiempo) se agachó y dejó la pelota en el suelo. Cuando se incorporó de nuevo, me llamó por mi nombre, «Lee» y, cuando me atreví a mirarlo, vi que me observaba con el deseo de un depredador y con absoluta ternura a la vez (no me parece exagerado decir que, desde entonces, me he pasado la vida buscando una mirada como aquella y que no he vuelto a encontrar un equilibrio así entre ambas cosas; quizá no se vuelva a dar después del instituto). En aquel momento, yo quería justo lo que él quisiera, fuera lo que fuera, aunque al mismo tiempo me daba un miedo terrible. Así que crucé los brazos y dije:

—Tengo que pensar en eso.

Nada más decirlo, noté que había sonado sarcástico y no hice nada por corregir esa impresión. Supongo que quise que sonara así, porque no había nada más aterrador que una cosa: que me conociera (después de todo, me conocía) y que nos besáramos conociéndonos el uno al otro.

(Por eso también sé que no eran más que palabras y palabras, pura palabrería, y que, en esencia, no significaban nada. Él me decía cosas como «No habría salido contigo» o «Todo se acabó por esto y por esto», y yo le respondía otras como «Por eso no: por esto otro», pero, aun así, me habría besado en cualquier momento y a pesar de todo. Cuando todo iba bien y cuando todo podría haber ido bien otra vez, nuestra relación giró únicamente en torno a la irrelevancia de las palabras. Sientes lo que sientes y actúas como actúas. Más allá no hay nada. Desde que el mundo es mundo, ¿alguien se ha dejado convencer alguna vez por un argumento bien razonado?).

Después de cruzarme de brazos y de hablar con ese tono tan horrible, su postura (estaba ligeramente inclinado hacia mí) cambió. Soltó aire por la nariz y también se cruzó de brazos.

—Vale, pues —dijo—. Hazlo.

Aún no era tarde. (¡Claro que no era tarde! Sin embargo, era difícil pensar que aún quisiera besarme únicamente porque había estado a punto de besarme tan solo medio minuto antes. Mira qué fácil había sido convencerlo. Quizá lo había malinterpretado). No, no era tarde, pero, como me pasó en el simulacro de incendio, a mí me dio esa sensación. Y, al decidir que la oportunidad se había esfumado, arrastrándome desamparada entre sus aguas, abrí las compuertas del sarcasmo.

—Bueno, pero basta de hablar sobre mí —dije—. ¿Qué hay de Melodie? ¿Es queso o pescado?

—Por el amor de Dios, Lee.

—¿No somos amigos? Tú y yo. Los amigos se cuentan sus cosas. Aunque tú nunca me has contado nada. No me parece justo.

—No seas así.

—Así, ¿cómo? —Me eché a reír, un estallido corto y amargo—. ¿Que no sea como soy? Acabas de elogiar lo divertida y metódica que soy.

—Tú haz lo que quieras, pero no metas a Melodie en esto.

Me dolió que para él lo importante fuera ella; no yo.

—Así que lo admites. Estáis. Bueno, si no estás saliendo con ella oficialmente, no sé cómo decirlo. ¿Follando? O, dado que estoy hablando de Melodie, ¿debería decir que le das por el culo?

—Esto es ridículo. —Volvió a coger la pelota de baloncesto y echó a andar hacia la canasta. Mirando hacia atrás, añadió—: Imagino que nunca has hablado con ella, pero es muy simpática.

—Tienes razón —dije yo—. Nunca he hablado con ella. —Verlo marcharse fue, con mucho, lo peor que me había pasado en toda la conversación. Levanté la voz—. No puedo valorar si es simpática o no, pero sí me parece atractiva. Puede que incluso lo bastante atractiva como para dejarte ver con ella en público.

Había empezado a regatear delante de la canasta, dándome la espalda. Se paró y se dio la vuelta (vi que se estaba mordiendo el labio), tiró la pelota contra la puerta por la que había entrado yo en el gimnasio y me miró fijamente.

—¿Quieres saberlo? —gritó—. ¿De verdad lo quieres saber? ¡A pescado! ¡A eso sabes!

La puerta contra la que había lanzado la pelota seguía retumbando. Solo se oía eso en todo el gimnasio.

—No puedo creer que lo hayas dicho.

—¡Me lo preguntaste tú!

—Imagino que sí… dije y me di cuenta de que estaba aturdida.

—Lee —dijo él—. Yo no quería.

Sacudí la cabeza para que se callara. Estaba a punto de echarme a llorar otra vez, pero aún no y quería aprovechar bien el tiempo que me quedaba. Con un hilillo de voz, dije: