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EL JUEGO SUCIO
SE TRASLADA AL CÉSPED
La presión política sobre el F. C. Barcelona por la tendencia demócrata y catalanista de buena parte de sus juntas directivas desde finales de los años sesenta era un hecho. El régimen no relajó su férreo control de los medios, sino que moduló la forma de ejercerlo a través de la Ley de Prensa e Imprenta de 1966, la «Ley Fraga». La implacable censura previa que siguió al caso Di Stéfano, con la prohibición absoluta de informar de ningún aspecto relacionado con el jugador que no fuese estrictamente deportivo, dejó paso a ciertas rendijas por las que algunos profesionales de la pluma con agallas pudieron deslizar mensajes encriptados para buenos entendedores. Lo mismo ocurrió en el Barcelona, donde alguna corriente renovadora pretendía incorporar ya elementos críticos con el régimen y favorables a la apertura democrática y la recuperación de los derechos nacionales de Cataluña. Nos adentramos pues en un panorama en el que, de forma gradual pero imparable, el Barcelona se asimilaba con la oposición al régimen y el Real Madrid seguía encarnando los valores tradicionales del franquismo.
La final de la Copa del Generalísimo de 1968 fue el escenario de una anécdota que sintetiza perfectamente el escenario político-deportivo. El Barça ganó el trofeo por un gol en propia puerta de Zunzunegui. El resultado desató la ira del público del Bernabéu, que inundó el césped con botellas de cristal. Después de que un cariacontecido Franco le entregase la copa al capitán azulgrana, José Antonio Zaldúa, la esposa del todopoderoso —y muy madridista— ministro de Gobernación, Camilo Alonso Vega, no pudo contener la rabia y le trasladó a Bernabéu un sentido lamento: «Santiago, hemos perdido, ¡qué desgracia!». La señora, aturdida por el dolor de la derrota, no reparó en que la estaba escuchando el presidente azulgrana, Narcís de Carreras. Y Alonso Vega la recondujo como pudo: «Hay que felicitar a De Carreras», apelando a su mínimo sentido del fair play. Pero la señora Alonso no estaba ese día para concesiones y, dirigiéndose al presidente del Barça, le espetó: «Le felicito porque Barcelona también es España, ¿no?». A lo que De Carreras, desarmado, no pudo responder otra cosa que «¡Senyora, no fotem!».
Mientras el presidente De Carreras vivía esta escena de vodevil en la zona noble del estadio, en las gradas, justo detrás de la portería donde Zunzunegui se marcó el autogol, estaba su hijo Francesc con unos amigos. Habían venido de Barcelona a ver el partido y llevaban gorros y bufandas con los colores azulgranas. Una vez terminado el encuentro, y en un ambiente de hostilidad y frustración por el resultado adverso, parte del público que estaba alrededor empezó a increparlos, primero, y a perseguirlos después. A la carrera, llegaron hasta la posición de un agente de la Policía Armada, al cual pidieron protección. Este los introdujo por una puerta que, casualmente, comunicaba con el vestuario visitante, y allí fueron atendidos por el portero suplente del Barça, que logró sacarles sanos y salvos del estadio. Una anécdota que demuestra que, cuando se pierde, los tópicos sobre el señorío y el pundonor se van —como en cualquier otra afición— por el desagüe de la rabia y las más bajas pasiones.
El espontáneo no fotem de De Carreras era una respuesta que podría sintetizar muy bien la reacción de los sectores antifranquistas catalanes moderados ante las habituales bravuconadas provenientes de las fuerzas más inmovilistas del régimen. Y en esta ocasión también fue la respuesta a los sectores aledaños al franquismo, que a veces se sumaban a la fiesta del anticatalanismo, como ocurrió con Santiago Bernabéu y las ya referidas declaraciones sobre su amor a Cataluña «a pesar de los catalanes». Dicha frase provocó, en la capital, reacciones en dos sentidos diferentes. Algunos, como el periodista Fieldepeña en el diario Ya, sugirieron que el Madrid no debía apartarse de la línea que había seguido hasta entonces: «El deporte se enorgullece de unir y no de separar, y creo que de lo que el Madrid se siente más orgulloso en los últimos años es de haber contribuido a romper el cerco internacional que hace cuatro o cinco lustros se puso a nuestra nación por sus enemigos, hasta ser, como se ha reconocido oficialmente, un gran embajador extraordinario. Este es el camino». El presidente madridista no recogió el guante, porque se negó a rectificar, y las turbulentas aguas del fútbol fueron a agitar las aguas de la política.
Los agentes de la Brigada Social del Cuerpo Superior de Policía recogían en sus informes el malestar que poblaba las calles de Cataluña ante la afrenta de Bernabéu:
Parece mentira […] que Don Santiago Bernabéu no haya calibrado la ofensa que sus frases podrían representar, dando motivo con ligereza, a herir los sentimientos de un pueblo tan susceptible como es el catalán. Por otra parte resulta obvio decir que, en los medios catalanistas y desafectos, las indiscreciones del Sr. Bernabéu se utilizan como plataforma regionalista, por entender, por conveniencia a sus fines proselitistas, que los conceptos vertidos expresan claramente el «odio que los españoles tienen a los catalanes».26
En este enrarecido clima se llegó, un año más tarde, al partido de vuelta de la semifinal de la Copa del Generalísimo en el Camp Nou. Era necesario contextualizar el partido para entender la reacción del público barcelonista ante la acción sancionada por el árbitro Emilio Guruceta Muro, un penalti cometido uno o dos metros fuera del área del Barça y que echaba por tierra las aspiraciones azulgranas de remontar la eliminatoria. Ignacio Zoco, defensa del Real Madrid, recuerda que el penalti «fue clarísimamente fuera del área. Me di cuenta perfectamente». En cambio, el entonces presidente madridista, Santiago Bernabéu, no tuvo ninguna duda —o eso dijo— de que había sido «un penalti como una catedral».
El propio José Plaza, presidente del Comité de Árbitros, admitió estando ya retirado que «luego, al verlo, [me di cuenta de que] se equivocó; no miró al línea y pitó penalti cuando se comprobó que esa falta había sido fuera del área». La reacción del público fue furibunda: dejaron 5 bancos quemados, 169 asientos rotos, 69 butacas de tribuna arrancadas, 11 cristales y una puerta rotos y 5 altavoces destrozados. Zoco tiene muy presente aquel día: «Fue muy desagradable ir hasta el aeropuerto, las pasamos canutas. Nos tuvo que llevar la Guardia Civil escoltados por delante, por los costados y por detrás hasta la escalerilla del avión. Fue una cosa terrible».
La indignación por la actuación arbitral no se circunscribió al ámbito barcelonista. El diario Zaragoza Deportiva tituló «Guruceta lava más blanco»27 y denunció en la crónica del partido que «el Barcelona fue secuestrado por el silbato dictador de quien por fuera se vistió de negro, cuando por dentro iba de un blanco blanquísimo, que hacía palidecer de envidia a las firmas que producen detergentes». En el mismo sentido se posicionó el rotativo mallorquín Última Hora, para quien «venció el “Real… Decreto”».
Fútbol y política
Ya hemos analizado en otro capítulo («José Plaza Pedraz, el brazo ejecutor») el papel del presidente de los árbitros en las postrimerías del franquismo. Aquí se trata de analizar y poner en valor el caso Guruceta y su repercusión posterior en la historia del fútbol español y de las relaciones entre el Barcelona y el Real Madrid.
Según recuerda el periodista Antonio Franco, aquella semifinal de la Copa y su desgraciado desenlace fue «el momento en el que el Barça se reencontró con su historia anterior a la guerra civil».28 De los gritos contra Guruceta y contra el Madrid, se pasó a los de «policía asesina», a causa del amplio despliegue de agentes de la Policía Armada que reprimieron duramente la protesta y cargaron contra los asistentes dentro del estadio. Ahondando en esta politización de un momento deportivo, Manuel Vázquez Montalbán escribió en octubre de 1969 un famoso artículo bajo el expresivo título «Barça, Barça, Barça. Más allá del fútbol», en el que señalaba: «Este espectador catalán está muy castigado por la historia. En la supervivencia del Barça se ha consumado uno de los escasos salvamentos del naufragio. Es el Barça la única institución legal que une al hombre de la calle con la Cataluña que pudo haber sido y no fue». Después del polémico arbitraje de Guruceta, Vázquez Montalbán retomó su argumentación y fue algo más allá:
En Madrid, uno de cada tres ciudadanos ha dado (al menos dos veces en su vida) un golpe en una espalda principal y la han tuteado. Y pocas cosas alimentan tanto en este mundo como tutear las espaldas importantes. De este tuteo sale la tranquilidad con la que Santiago Bernabéu se despacha cuando le viene en gana, sin que para él se haya recurrido a la espada de Damocles del «atentar contra la unidad de los pueblos de España» cuando se imaginó las delicias de una Cataluña sin catalanes. De este tuteo sale también el respeto con el que los árbitros tratan al Real Madrid.
El creador del detective Carvalho concluía, con su afilada pluma, que «toda España se vuelve una penumbra cuando se trata de iluminar Madrid».
Con estos ejemplos queda claro que la polémica en caliente estaba abriendo paso a una marea de hondo calado político. Hubo, por parte del club azulgrana, una serie de protestas de una dureza inusitada, puesto que ninguna otra institución deportiva se había atrevido hasta aquellas fechas a elevar la voz con tanta claridad contra la jerarquía federativa. La directiva presidida por Agustí Montal remitió un telegrama a Juan Antonio Samaranch, a la sazón delegado nacional de Educación Física y Deportes, en el que le decía:
Ante la gravedad de los hechos ocurridos ayer en el estadio, que lesionan profundamente el deporte y culminan una continuidad de decisiones y actitudes federativas que vienen perjudicando de modo claro al Club de Fútbol Barcelona, nos permitimos rogarle que apoye el telegrama enviado y, en consecuencia, tome las medidas necesarias y convenientes para esclarecer de modo definitivo la anómala situación que viene manteniéndose.
La junta barcelonista disparaba por elevación y no se limitaba a condenar un mal arbitraje aislado, sino que lo enmarcaba en un contexto de acoso y derribo político al Barça.
Para muchos, en este momento fue cuando arraigó la tendencia enfermiza del barcelonista de ver sombras donde solo hay luz cegadora (y blanca), de sospechar de cualquier autoridad nombrada por alguien que se siente en un despacho en la capital. Independientemente de si acertaba o no, la directiva de Montal fue muy valiente al convertirse en pionera en la crítica pública a las autoridades franquistas. Nadie hasta entonces, y mucho menos una institución legal, se había atrevido a semejante afrenta. Lejos de amilanarse ante las advertencias de la Federación, la junta barcelonista se reunió unos días más tarde y emitió un comunicado en el que recordaba el caso del árbitro Antonio Rigo. Después de «una campaña exclusivamente destinada a coaccionar y desacreditar al árbitro Señor Rigo» por haber pitado numerosos partidos al Barcelona de forma ecuánime, los directivos azulgranas denunciaban que a este colegiado «le fue retirada la internacionalidad, se le redujo al silencio y el Colegio de Árbitros y la FEF no dijeron una sola palabra de cuáles fueron los motivos para tomar estas decisiones, dejando en el aire la duda, que es lo peor que puede suceder».
Y acto seguido, el Barça apuntaba a la diana del arbitraje y de su funcionamiento altamente jerarquizado: «Con esta actitud se perjudicó gravemente al Barcelona, ya que en el subconsciente de los árbitros existía y existe el temor de que cualquier actuación suya […] podría ser interpretada del mismo modo a como se hizo con el Sr. Rigo». Eduardo Inda coincide en este punto con la junta de Montal en que los colegiados son humanos y, por lo tanto, cuando arbitran no están únicamente centrados en los lances del juego: «Un árbitro no puede ser ajeno a quien manda y, como un juez, en su subconsciente, cuando tiene a un reo delante sabe perfectamente quién es y puede optar por tenerlo en cuenta o no».
Del ejemplo de Rigo, el comunicado de la junta barcelonista pasaba a una curiosa advertencia: «El Barcelona viene sufriendo, temporada tras temporada, y salvo rarísimas ocasiones, arbitrajes calamitosos que culminan con el del señor Guruceta, que es la gota que desbordó el vaso. De seguir así, llegaremos al callejón sin salida y a la conclusión que no existirán árbitros españoles, porque estarán todos recusados y entonces, tal vez, la Federación deberá solicitar árbitros extranjeros». De esta forma, quedaba claro que la protesta azulgrana no se limitaba a la acción puntual de Guruceta, sino que se extendía a todo el ámbito de la Federación, y llegaba a cuestionar el funcionamiento opaco y monolítico de esta.
La insinuación, aunque lejana, de que era necesario abrir de par en par las ventanas para dejar entrar aires democratizadores en las instituciones deportivas inquietó seriamente a las altas esferas. Las denuncias de la junta culé provocaron una inmediata reunión de urgencia de la cúpula deportiva: Juan Antonio Samaranch, José Luis Costa, presidente de la Federación Española, y Pablo Porta, de la catalana, estudiaron la situación. En aquel momento no trascendió nada de la cumbre, pero hoy sabemos lo que dijo Samaranch porque lo contó muchos años más tarde: «Se demostró que aquel hombre [Guruceta] se había equivocado. Ahora bien, si se equivocó de buena fe o de mala fe, eso es muy difícil de decir. […] Forcé a la Federación Española a que sancionase a Guruceta y dimitió el presidente del Comité de Árbitros [Plaza]; lo recuerdo perfectamente porque fue una equivocación de las que no se pueden comprender». Efectivamente, solamente se podía comprender si lo que hubo fue algo más que una simple equivocación.
¿Disculpas? de Guruceta
La reacción de Guruceta fue desconcertante. En un primer instante se negó a reconocer el error, y en declaraciones a su círculo de amistades afirmó que, en las mismas condiciones, hubiera vuelto a pitar penalti. Hasta quince años más tarde, el colegiado vasco no tuvo unas palabras que podían parecerse, aunque de lejos, a una petición de disculpas. Esta es la transcripción literal de sus declaraciones a TV3, efectuadas en 1985: «Si ellos creen que yo perjudiqué al Barcelona queriendo, que no es cierto, yo me equivoqué, para que ellos me puedan admitir, no por el hecho de que yo venga a pitar al Barcelona, que me gustaría, eso es evidente, si yo tengo que decirles que me disculpen, porque en aquel momento ellos entienden que yo perjudiqué intencionadamente al Barcelona, pues tengo que pedir disculpas». Independientemente de que la oratoria no fuese una de las virtudes que adornaban a Guruceta, hay que interpretar de estas palabras que estaba pidiendo disculpas porque parecía ser la única manera, a su entender, de volver a arbitrar al Barcelona. Parecía pues estar cumpliendo con una condición previa impuesta probablemente desde la cúpula de la Federación, porque aquel mismo año, poco tiempo después de estas manifestaciones, el Barça le levantó la recusación.
Hay que señalar que en 1985, cuando se produjeron estas declaraciones de Guruceta, hacía muy pocos meses que había abandonado la presidencia de la Federación, obligado por una argucia legal del Gobierno socialista, el falangista y destacado dirigente deportivo de las postrimerías del franquismo Pablo Porta Bussoms. Así pues, se puede afirmar que hasta que no desapareció de la esfera deportiva el último representante del franquismo, diez años después de la muerte del dictador, el árbitro vasco no se dignó o no se vio en la obligación de pedir disculpas —o algo parecido— a la afición barcelonista. En unas declaraciones posteriores, Guruceta insistió en su inocencia, pero anteponiendo de nuevo sus ganas de ser perdonado por la junta barcelonista para volver a arbitrar al Barça. Con su mismo estilo atropellado, el colegiado afirmó: «Yo es la espina que tengo, yo esa espina tengo que quitarla antes de que deje el arbitraje o antes de que me muera, quiero que toda la afición del Barcelona sepa que yo no perjudiqué queriendo al Barcelona».
El árbitro Urízar Azpitarte también es de la opinión de que Guruceta, simplemente, se equivocó: «Guruceta lo llevó como una cruz, lo mismo que yo llevo lo del pisotón de Stoichkov, así de claro», sentencia. Y apunta que en esta profesión están todos expuestos al error humano: «Yo también me he equivocado, ¡joder si me he equivocado! La madre de Dios, ¡un montón de veces! Que luego lo he visto en la televisión y he dicho: pero ¿cómo has podido pitar eso? Pero no creas que lo haces con intención», precisa.
En la actualidad, con la perspectiva de los más de cuarenta años que han transcurrido, Agustí Montal tampoco cree que Guruceta pitase a sabiendas de que lo sucedido sobre el césped no había sido, ni de lejos, penalti: «Yo diría que de mala fe no, pero condicionado por el entorno y con la voluntad de mantenerse como árbitro, sí. La verdad es que para él era mucho más fácil no pitar el penalti, porque el Madrid ya nos había ganado por 2 a 0 en su campo y faltaba poco para terminar el partido». Efectivamente, el Madrid estaba clasificado para la final aunque no se hubiese señalado aquella pena máxima, a pesar de que en aquella fase del partido el Barça estaba apretando de lo lindo y el público creía en la posibilidad de una remontada.
Una vez más, las circunstancias «ambientales» fueron las que pesaron sobre el colegiado, según el expresidente azulgrana. De alguna forma, Guruceta tomó una decisión que él creía «segura», puesto que favorecía, ante la duda, a los intereses del equipo que sus jefes apoyaban. A pesar de todo, Montal considera que el caso Guruceta tuvo algún aspecto positivo para la junta que él presidía: «Pensándolo ahora, yo que era un chico jovencillo y que había sido elegido presidente con muy pocos votos, seguramente en contra de parte de los socios del Barça, aquel asunto nos reforzó a mí y a mi junta. Nos hizo fuertes, porque la gente se dio cuenta de que no nos trataban como a los demás y que nosotros lo denunciamos con mucha firmeza». Las autoridades franquistas vivieron con preocupación la reacción del club catalán y la repercusión social de unos comunicados de un incontestable contenido político y con tintes inequívocos de oposición democrática.
Ante el cariz que estaban tomando los acontecimientos, el enfrentamiento entre Barça y Madrid volvió a llegar a la esfera política más próxima al caudillo. Montal recuerda que la salida al caso Guruceta la pactó personalmente con el ministro secretario general del Movimiento, Torcuato Fernández-Miranda. El Barça fue objeto de una sanción de noventa mil pesetas, la multa más elevada posible; el jugador Eladio fue suspendido durante dos partidos, y se le abrió un expediente informativo a Montal por sus declaraciones posteriores al partido, en las que habló de «robo» al Barça y lamentó que «hace demasiado tiempo que el colegio de árbitros, la Federación y todos los organismos responsables están permitiendo cosas que no deben suceder en un campo de fútbol». También se pactó que el Comité de Árbitros sancionase a Guruceta con seis meses de inhabilitación, imposición que provocó la dimisión de Plaza. Según recuerda Montal, en su reunión con Fernández-Miranda este le «exigió que no hiciese ni dijese nada más, cosa que me daba la razón en el sentido de que no fue penalti».
Lo cierto es que de toda la crisis el Barça obtuvo el cese de Juan Antonio Samaranch al frente de la Delegación Nacional de Educación Física y Deportes y el nombramiento, en su lugar, del exgerente del Barça Joan Gich Bech de Careda, un 11 de septiembre de 1970. En la reunión con Fernández-Miranda, Montal obtuvo también un compromiso para que las designaciones arbitrales se hiciesen a partir de entonces por sorteo, y no por designación directa, a dedo, como hasta aquel momento. Un compromiso con fecha de caducidad, ya que en 1975 se abandonó el aséptico sorteo y se adoptó el novedoso sistema de la Comisión de Designación, donde el presidente del Comité Nacional, el presidente y el secretario del Comité de Competición tomaban una decisión colegiada sobre las personas que iban a vestir de negro cada semana. Al poco tiempo, a principios de los ochenta, Plaza consideró que el Comité de Competición no debía inmiscuirse en temas arbitrales y volvió a adoptar el sistema de ordeno y mando unilateral, anteponiendo su voluntad personal a cualquier otra consideración técnica.
Los casos puntuales y aislados en los que el Barcelona obtuvo beneficios políticos después de crisis deportivas —como el caso Guruceta— fueron retransmitidos con luz y taquígrafos tanto por los dirigentes azulgranas como por el régimen. Eran negociaciones en las que las autoridades franquistas pretendían desactivar focos de descontento que pudieran desembocar en movimientos de protesta más generalizados. Pero estos casos sirven también para dar una idea muy aproximada de la forma de actuar de los dirigentes españoles de la época. La forma de desbloquear conflictos o de obtener beneficios de situaciones determinadas eran las mismas que ponía en práctica de forma mucho más habitual —y sibilina— Raimundo Saporta en sus habituales visitas a El Pardo. Para tratar con el Barça, Franco delegaba en su ministro secretario general del Movimiento. Para tratar con el Madrid, lo hacía él en persona.
El caso Guruceta ejemplifica a la perfección el funcionamiento de los poderes políticos relacionados con el fútbol durante el franquismo. Una decisión arbitral que —siendo voluntaria o no— favorece claramente al Madrid genera un conato de rebelión que provoca a su vez la intervención de las autoridades, primero para reprimir y sancionar, y después para buscar una paz de despacho satisfactoria para la parte más perjudicada. Ello está en sintonía con la tesis de que, independientemente de la mala fe de los árbitros, lo más determinante eran los factores ambientales, burocráticos y jerárquicos, que orientaban las decisiones arbitrales y administrativas en un sentido determinado.
La sombra de la sospecha
Mucho después de morir en un desgraciado accidente de circulación en la autopista A-2 a la altura de Fraga, mientras se dirigía a arbitrar un encuentro en Pamplona, una información aparecida en Bélgica contribuyó a oscurecer la sombra de la sospecha que se cernía sobre Guruceta. En el año 1997, el presidente del Anderlecht, Constant Vanden Stock, incriminó al árbitro vasco en un caso de soborno, al reconocer bajo juramento que le había pagado unos tres millones de pesetas como «un préstamo sin intereses», con el objetivo de «evitar que el árbitro español nos pudiera perjudicar en el partido que jugábamos contra el Nottingham Forest en la temporada de 1984, caso de no ayudarle». Según declaró el presidente del equipo de Bruselas, un asesor suyo le repetía que «Guruceta tiene problemas económicos en sus negocios y podemos ayudarle, por el bien del Anderlecht». En aquel partido, los ingleses criticaron duramente la labor arbitral de Guruceta, y en particular un penalti inexistente que el colegiado señaló a favor de los belgas. El portero holandés del Nottingham Forest afirmó, después del partido, que «los belgas jugaron con doce».
El exárbitro Melero Guaza, que fue amigo de Guruceta, admite que este «tenía que trabajar muchas horas al día y viajar para poder mantener a su familia», pero sobre las acusaciones de Vanden Stock se muestra categórico: «No me lo creo. ¿Cree usted que si hubiese recibido ese dinero se hubiese tenido que esforzar tanto?». Y concluye: «Como siempre, asuntos para ensuciar el mundo del fútbol y del arbitraje». Lo cierto es que las declaraciones del presidente del Anderlecht se produjeron exactamente diez años después de la muerte de Guruceta, que no tuvo nunca la posibilidad de defenderse. Pero el efecto que tuvo el escándalo sobre la masa social barcelonista fue inequívoco, ya que certificó todas las sospechas alrededor de su actuación en la semifinal de Copa frente al Real Madrid. Probablemente nunca se sepa la verdad al cien por cien.