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TOTALITARISMO Y DEMOCRACIA
El último tramo del franquismo está repleto de casos de favoritismo hacia el Real Madrid. En contra de lo que cabría imaginar, la etapa de apoyos más continuados y decisivos no se produjo en los tiempos de totalitarismo, censura previa y represión más crudos, sino cuando el régimen empezaba a abrirse por sus costuras y el incipiente empuje de unos medios de comunicación predemocráticos resquebrajaba poco a poco los diques de la censura informativa. Esta etapa, la de los años setenta, es una de las de máximo esplendor del Madrid en Liga: ganó cinco campeonatos de diez, por dos del Atlético de Madrid, uno del Valencia y uno del Barcelona. En cambio, en la Copa de Europa el equipo blanco se encontraba inmerso en una travesía del desierto que duró treinta y un largos años.
«La democracia en el mundo del fútbol no existe. El mundo del fútbol se rige por unas leyes, unas normas y unos reglamentos predemocráticos, cuando no claramente antidemocráticos, con una justicia deportiva determinada, con unas sanciones endogámicas.» La afirmación corresponde a Jaume Sobrequés, historiador y miembro de las últimas juntas directivas de Josep Lluís Núñez, que señala los «poderes deportivamente mafiosos de la época: Televisión Española y la Federación Española».
El apoyo federativo al Real Madrid no se manifestó solamente sobre el césped, con arbitrajes completamente condicionados por la política de premios y castigos establecida por José Plaza hasta 1970 y, en una segunda etapa, a partir de 1975, después de ser repescado en sus funciones por Pablo Porta. También se manifestó, por ejemplo, con el veto federativo del fichaje del jugador Carlos María Heredia por el Barça y con el subsiguiente estallido de la crisis de los llamados jugadores oriundos. Durante largos años, los clubes españoles burlaban la prohibición de contratar a extranjeros aportando supuestas pruebas del origen español de antepasados lejanos de los jugadores deseados, principalmente de Sudamérica y Centroamérica. Al tratarse la decisión final de un acto arbitrario tomado en el despacho del presidente de la Federación, que era donde se decidía si se daban por buenas o no las argumentaciones y documentos aportados por el club, no cabía más que esperar obedientemente una resolución en un sentido u otro.
El presidente Montal siguió el camino emprendido por muchos otros clubes españoles: la contratación de oriundos. Con este objeto, viajó a Argentina junto con el miembro de la junta Josep Lluís Vilaseca. Allí se interesaron por Bianchi, jugador que no podía acreditar ningún parentesco con españoles y que acabó enrolado, entre otros equipos, en el Paris Saint-Germain y, mucho más tarde, ya como entrenador, en el Atlético de Madrid. Después, se interesaron por Heredia y Bernardo Cos, pero la Federación Española —bajo el mandato del exjugador madridista Luis Pérez-Payá— paralizó ambos expedientes. Mientras tanto, Real Madrid, Atlético de Madrid y Zaragoza habían incorporado a sus filas, sin ninguna traba administrativa, a jugadores sudamericanos como Martín, Pérez, Santos Ovejero, Fleitas, Anzarda, Gómez Vila, Mas, Ramón Heredia, Guerini, Ayala, Arrúa, Diarte, Benegas, Blanco, Adorno, César Britos, Maldonado, Mendieta, Ocampos, Valdez o Viberti, entre muchos otros. Hasta un total de sesenta futbolistas sudamericanos se beneficiaron de la flexibilidad en el reglamento de los oriundos, y en todos los casos, salvo en los tres mencionados del Barça, no hubo inconvenientes legales a su incorporación a equipos españoles. El fichaje de Roberto Martínez por el Real Madrid fue el que levantó las protestas, tras obtener el pasaporte español a raíz de una fulgurante intervención del Ministerio de Asuntos Exteriores. No solamente el Barcelona, también la Real Sociedad, a través de su presidente José Luis Orbegozo, levantaron el estandarte de la indignación.
Trato discriminatorio
Ante el bloqueo que sufrió el caso de Heredia, la directiva azulgrana volvió a abrir el melón de la protesta política. Montal lamentaba en un comunicado distribuido a la prensa el 24 de noviembre de 1972 que «incomprensiblemente nos hallamos ahora en el caso Heredia, para el que ya no parecen ser suficientes los requisitos a que acabo de referirme. La legalización de la firma de nuestro canciller en Asunción (la misma que figura al pie del certificado de nacionalidad de la mayoría de oriundos que hoy juegan en España) es objeto, súbita e inesperadamente, de pesquisas e investigaciones sin precedentes hasta el momento».
El trato discriminatorio recibido por el Barça estaba a punto de provocar una nueva crisis institucional. En un arranque de genio, Montal decidió enviar a América Latina una comisión de abogados encabezada por Miquel Roca i Junyent. En la mayoría de los veinte casos que analizaron, los trámites para la nacionalización de los jugadores habían sido claramente adulterados. El celo de los hombres de Montal no solamente sirvió para corroborar el distinto rasero aplicado por las autoridades federativas a los jugadores pretendidos por el Barça, sino que destaparon una auténtica trama de corrupción con ramificaciones en tres ministerios del Gobierno español: Asuntos Exteriores, Gobernación y Justicia.
El informe concluía que «parecen existir igualmente notables indicios de que estas maquinaciones son conocidas por las autoridades españolas en un nivel general de sospecha, y en un nivel concreto en los casos de Adorno, Valdez, Viberti y otros…».29 Con todo este material sensible encima de la mesa, la junta barcelonista tuvo un dilema: denunciar y exponerse a un nuevo escándalo con imprevisibles consecuencias sobre el equipo o utilizar la vía diplomática para hacer una «voladura controlada» del caso. De las gestiones que realizó Montal ante las autoridades españolas del deporte surgió la nueva legislación, que permitía contratar a dos extranjeros por equipo. El Barça había perdido a Heredia durante una temporada entera, pero gracias a la investigación de los oriundos pudo poner en marcha la operación para contratar a Johan Cruyff, que a la postre sería el hombre que cambiaría la historia del club.
Falange y Opus Dei
Si en el aspecto de los oriundos el Real Madrid gozó de un trato claramente favorable, en otro asunto que se traía entre manos por aquellas fechas Santiago Bernabéu el resultado fue totalmente contrario a sus intereses. De hecho, fue un revés en toda regla del que el presidente blanco ya no se recuperó. El entorno del patriarca madridista vio en aquel episodio el inicio del declive físico y anímico de Bernabéu. El motivo de la polémica fue el rechazo de Franco al proyecto de construcción de la Torre Blanca, un gigante de setenta pisos, en los terrenos donde hoy se asienta el estadio Bernabéu. La operación especulativa que llevaba pareja la construcción de esta mole está detallada en otro capítulo, así como la oleada de indignación y críticas que provocó en la opinión pública, incluso en la capital. El propio Bernabéu dejó escrito en sus memorias:
Echa un ojito a los que se opusieron al proyecto y el que menos es un falangista valeroso, cuyo arrojo nos ha costado a los españoles un huevo y la clarita del otro; el que más, un meapilas del Opus —¡que Dios te pille confesado!, yo de esos no he tenido ni uno en mis juntas [afirmación incierta, puesto que al menos Gregorio Paunero lo era] y si alguno se coló fue vestido de lagarterana—; y los demás, políticos de tres al cuarto que se la cogen con papel de fumar, con más sangre en las entretelas de sus conciencias que el Luciano en su delantal. El Luciano era el puntillero en el matadero de mi pueblo. El resto se opuso por seguir la corriente, pero jamás he conocido tanta falta de palabra y mayor desvergüenza en el cumplimiento de los compromisos adquiridos. Me dio la sensación de que nos estaban esperando.30
Interesante descripción de un panorama humano, con falangistas impetuosos y opusdeístas retorcidos que Bernabéu conocía a la perfección, puesto que fueron los que le prestaron apoyo desde mediados de los cincuenta hasta principios de los setenta. Cuando dejaron de ayudarle, él se revolvió con rabia contra sus antiguos valedores. En la fecha en que Franco estudió la maqueta de la nueva Castellana, con el proyecto de nuevo estadio madridista en la zona de la ciudad deportiva, se rompió algo en la relación entre el Madrid y el caudillo. Ello no tuvo gran repercusión a nivel de la Federación, que continuó transmitiendo presión a los árbitros para que ejerciesen su labor en un sentido determinado. Pero el idilio entre la casa blanca y el palacio de El Pardo había terminado, y ya nunca más se recompuso.
En aquel contexto de alejamiento entre el caudillo y el padrino blanco se produjo, curiosamente, el irregular acontecimiento de una goleada azulgrana en el campo del Madrid. El 17 de febrero de 1974 el conjunto blanco encajó un severo 0 a 5 en casa, y en muchos hogares se empezó a creer que algo estaba empezando a cambiar en España. En lo político, efectivamente, así era. Crecía el ansia democratizadora en todo el país e, incluso, en algunos sectores del propio régimen. Pero en lo futbolístico, la proeza de Johan Cruyff y los suyos fue poco más que un fogonazo aislado. El Madrid quedó octavo en aquella Liga, pero en la final de la Copa del Generalísimo casi le devolvió el bofetón al equipo azulgrana con otro sonoro 4 a 0 en el Vicente Calderón.
Los bofetones no se circunscribían al ámbito deportivo. Montal recuerda perfectamente el histórico día de 1972 en que la lengua catalana se oyó por primera vez en la megafonía del Camp Nou. Seguramente era la primera vez después de la guerra que esta lengua se empleaba en un acto público. El ministro de Gobernación, Tomás Garicano Goñi, sentado en el palco del estadio, le preguntó al presidente azulgrana por qué estaban utilizando el catalán, a lo que Montal respondió que así lo había decidido la última asamblea del club. La respuesta del ministro fue categórica: «La última asamblea del Barcelona fue el acto más anti 18 de julio que se recuerda, y tú tienes que ir con mucho cuidado, y si sigues así te lo diré en otro sitio y de otra manera». Durante unos meses más, el catalán dejó de escucharse en el Camp Nou.
El loco de Chamartín
Franco murió en noviembre de 1975, pero las polémicas deportivas no cejaron. Aquel mismo año, el Madrid sufrió el duro acoso de la justicia europea, indudablemente mucho más implacable con el equipo blanco que la Federación Española, después del incidente protagonizado en el Bernabéu por un espectador que, en un partido internacional, saltó al campo y agredió al árbitro Linemayer. El incidente, conocido como la agresión del Loco de Chamartín, se produjo al término de la semifinal entre Real Madrid y Bayern de Múnich, el coco europeo del conjunto blanco. Una acción así no tenía precedentes en Europa, y las autoridades de la UEFA decidieron intervenir con contundencia: excluyeron al club durante una temporada de todas las competiciones europeas, sancionaron con un partido a Amancio y multaron con mil francos suizos al club. En su portada del 8 de mayo del 76, el diario Abc titulaba: «Indignación general tras la injusta y excesiva sanción al Real Madrid». En sus páginas interiores, el presidente del Comité de Competición español, Julián Camacho, reconocía con una cierta dosis de ingenuidad que «la sanción al Real Madrid me ha causado profunda extrañeza. Según el reglamento español, solo habríamos multado al club».
El propio Pablo Porta, presidente de la Federación Española, aseguraba que «existe evidente desproporción entre la falta cometida y la sanción aplicada por el Comité disciplinario de la UEFA». Y, para apoyar dicho argumento, Porta se explayaba en rememorar los laureles del Madrid: «No han tenido en cuenta el historial del Real Madrid, cofundador de la Copa de Europa de Clubs Campeones de Liga, y participante en casi todas sus ediciones». Argumentos que, evidentemente, eran válidos de fronteras hacia dentro, pero no parecían ser muy pertinentes al norte de los Pirineos. El viaje de Saporta a Zúrich, en una certera misión diplomática más del vicepresidente blanco, sirvió para reducir el castigo de tres partidos de suspensión a jugar a una distancia superior a doscientos kilómetros de Madrid.
Con la vuelta de Plaza a la presidencia del Comité Nacional de Árbitros, el fútbol español tuvo que asistir a nuevas polémicas protagonizadas por los colegiados. El propio Cruyff fue, en 1977, el detonante de otra crisis institucional que desembocó en una petición pública de democratización de la jerarquía federativa por parte de Montal. El caso estalló con la expulsión del astro holandés en un partido frente al Málaga en el Camp Nou al encararse este con el árbitro Melero Guaza. El colegiado afirmó que Cruyff le llamó «hijo de puta», mientras el expulsado sostuvo, en un careo posterior, que solamente había exclamado: «¡Manolo [Clares], marca ya!». Un nutrido grupo de espectadores saltó al césped, y uno de ellos agredió al colegiado, que tuvo que ser escoltado por la Policía Armada. Según el catastrofista relato de la prensa, «un grupo de aficionados saltó al césped y agredió al colegiado que a duras penas, protegido por jugadores y por fuerzas de la Policía Armada, pudo meterse en el túnel que da a los vestuarios. […] Después de un intenso despliegue de fuerzas, la serenidad volvió al estadio, donde las manchas de sangre eran visibles en las escaleras que conducen al vestuario y a la enfermería». Fuera del estadio se produjeron más incidentes y cargas policiales.
La prensa nacional pintó un panorama más propio de la Semana Trágica: «Un grupo comenzó a cantar Els Segadors y el público corrió hacia la salida […]. Instantes después era incendiado el autocar de Televisión Española, lanzaron piedras y la masa incontrolada, presa de la histeria colectiva, protagonizó escenas de violencia inusitada».31 La actuación del colegiado había estado trufada de decisiones muy discutidas por jugadores y público. El diario Abc, poco sospechoso de barcelonista, decía textualmente en su crónica posterior: «Tal vez la chispa no fue el gol del malaguista Esteban, logrado con la mano, ni los dos penaltis no sancionados en el área malaguista. Tal vez la chispa que prendió la mecha de los incidentes fue la expulsión de Cruyff».32
La prensa catalana advirtió de que la expulsión y posterior sanción de tres partidos a Cruyff podía repercutir negativamente en las aspiraciones ligueras del Barça, que era líder en aquel momento. Y así fue: el Atlético de Madrid se acabó adjudicando el campeonato con un punto más que el equipo catalán. Claramente, Melero Guaza no había tenido su noche más acertada. El Comité de Competición atendió a las protestas y citó al árbitro y a Cruyff para, a través de un careo, dilucidar qué había sucedido en realidad. Antes del encuentro entre ambos, el árbitro presentó su dimisión, al sentirse cuestionado por sus superiores.
Melero sigue lamentando hoy aquellos hechos y mantiene que «el careo no era necesario, ya que con la comparecencia a declarar de algunos jugadores del Málaga, el Comité ya tenía datos suficientes para poder dictaminar sin necesidad del careo». Para Melero, Plaza era una persona implacable: «Siempre nos machacaba y nos exigía imparcialidad total en el campo se tratase del equipo que fuera, y el que no lo hacía cumplía su castigo».
Porta, «ecuánime»
Un año después del ataque del Loco de Chamartín y de las protestas de Pablo Porta ante la sanción impuesta por la UEFA, la posibilidad de cerrar el Camp Nou por la agresión a Melero Guaza no le parecía tan descabellada al presidente de la Federación. En unas declaraciones posteriores a los hechos, Porta estuvo mucho más matizado que después del caso Linemayer: «Está en manos del Comité de Competición. En estos momentos están haciendo acopio de información. Yo prefiero no opinar. Está tan sensibilizado el mundo del fútbol que podría pensar cualquiera que mi opinión pudiera influenciar al Comité de Competición, […] y todos queremos y deseamos que actúe con entera libertad». Nada que ver con la seguridad con la que afirmaba, unos pocos meses antes, que por agredir a un colegiado nunca se había cerrado un estadio en España y que la justicia deportiva europea se había empleado con excesiva dureza. Una demostración más del distinto rasero con el que el falangista Porta enjuiciaba lo que ocurría en can Barça y en Chamartín.
La nueva denuncia de la junta barcelonista por el caso Melero Guaza refleja cuál era la situación de la Federación y del arbitraje dos años después de la muerte del dictador: «Interesa subrayar —decía la nota de la directiva— que el Fútbol Club Barcelona nunca ha puesto en duda la honorabilidad de los árbitros españoles. Antes al contrario, considera urgente reforzar al máximo su autoridad, tan menoscabada actualmente por las presiones subterráneas y coacciones ambientales de todo tipo a que se ve sometido. No puede haber jueces justos si no hay jueces independientes».
En los meses anteriores al comunicado, Plaza se había visto envuelto en nuevas acusaciones de oscurantismo y manipulación por parte de alguno de sus «pupilos» más díscolos. Antonio Camacho inició una campaña para demostrar sus «cualidades de honradez y laboriosidad» al haberse filtrado desde la presidencia del Comité que podría haber actuado como intermediario para el cobro de sobornos. El colegiado demandó a un compañero suyo y a Plaza por haber levantado falsas acusaciones en su contra, y desde ese momento dejó de ver la bolita con su nombre en los sorteos arbitrales. En aquella época aparecieron otros nombres de árbitros relacionados con casos de presuntos sobornos: Medina Iglesias, Olavarría y Sánchez Arminio, quien desde 1993 es el presidente del Comité Técnico de Árbitros.
Democratización
En este ambiente enrarecido, la junta directiva presidida por Montal, en su comunicado posterior al caso Melero Guaza, pedía «una democratización de las estructuras federativas, con las participaciones razonablemente adecuadas de clubs de todas las categorías y de las distintas federaciones regionales, para devolver así al concepto de federación su auténtico sentido». Mucho menos diplomático que en la nota oficial, al ser preguntado por los periodistas, Montal no quiso morderse la lengua: «Hay que dar el asalto al centralismo, se tienen que propugnar elecciones generales a las autoridades federativas nacionales de igual manera que se hace con las regionales. Hay que hacer que la Federación sea el reflejo del espíritu democrático del país, que ya desde abajo se va introduciendo».33
Mientras en Barcelona las demandas de democratización en el mundo del fútbol se convertían ya en un clamor, en Madrid los intereses discurrían por otros derroteros. Después de treinta y cinco años sin celebrarse ni una elección presidencial en la casa blanca, era de suponer que tras la muerte del patriarca la masa social tuviera ganas, por fin, de expresar su opinión y de incidir en la nominación del heredero de Bernabéu. El propio Raimundo Saporta, convertido en presidente accidental de la entidad y convencido de no presentar su candidatura, expresó un deseo muy alejado de los vientos de libertad que soplaban en las calles de España: «Unas elecciones no son deseables, pero en caso de que se lleven a cabo, tanto la Directiva como un servidor apoyarán al vencedor. Es más: prefiero una proclamación automática del deseable único aspirante al puesto de presidente».
Al más puro estilo de la llamada democracia orgánica, la directiva madridista pretendía una transición lo más controlada posible hacia la sucesión de Bernabéu, para evitar unos comicios «como los del Barcelona». Al entender de los sectores más tradicionalistas del franquismo, bien presentes en la directiva madridista del momento, cualquier confrontación democrática de opiniones y proyectos distintos lo único que conseguía era debilitar a la entidad, y era mucho mejor tutelar la transición hacia la nueva realidad sin la incómoda consulta al socio. Como la «pax romana» del César o la «paz de los vencedores» de Franco, el objetivo era, según Saporta, conseguir «paz en el Real Madrid, paz de cara a los socios y peñas; paz de cara a los jugadores del equipo de fútbol […], paz para los empleados; paz para los banqueros del Banco Popular, de que la seriedad y honradez de siempre iban a continuar y que no había ninguna lucha interior; paz incluso para la UEFA, para poder ir y suprimir ese castigo que pesaba sobre el estadio Bernabéu».34
A causa de este contraste entre la cultura organizativa de los dos principales clubes de España, se acuñó, en aquella época, la expresión «el Real Madrid sigue una concepción totalitaria, mientras que el Barcelona mantiene una orientación democrática», que se atribuyó al presidente barcelonista Narcís de Carreras. Su hijo Lluís, en referencia a aquella etapa de transición en el club blanco, argumenta que «el socio del Real Madrid era un socio por adhesión, se adhería a la idea del Real Madrid pero era uno el que mandaba. El socio no tenía ni voz ni voto, sencillamente era un mandado. En cambio, en el Barcelona el socio era propietario del Barça —el que tiene un carnet de socio se considera propietario— y, al ser propietario, puede discutir las cosas del club. Es una concepción muy diferente: la orientación del Madrid era autoritaria, era un reflejo del régimen autoritario; el Barcelona era un reflejo de la forma de hacer de los catalanes, que es dialogar, discutir o criticarse».