. !2 !en marcha.
― ¡Adelante! ―voceó César a sus compañeros. En el mismo momento en el que supo en qué consistía la misión, tuvo la corazonada de que aquello pasaría.
― ¿Hacia dónde? ―le preguntó Jacob intrigado.
Desde la posi-ción en la que se encontraba no podía distinguir
nada.
―¡Allí! ―César salió de su escondrijo y señaló un gran bulto que
había en el banco más alejado del parque.
―¡Joder, no! ―exclamó Álex corriendo a la desesperada.
En cuestión de segundos los tres se encontraban parados frente a un
banco donde permanecía inmóvil la muchacha que debían hallar. Ya no
podría hablar sobre su agresor, este la había hecho callar sin
ningún tipo de escrúpulos.
―¡Hijos de puta! ―gritó Jacob―. ¡La han matado! ―Se llevó las manos
a la cabeza y comenzó a deambular de un lado para otro.
―Descansa en paz. ―Álex se acercó al cuerpo inerte y la observó
unos instantes sin parpadear. No daba crédito a lo que estaba
contemplando. Aquella joven había sido aniquilada sin
compasión.
―He de informar. Tengo que decirle al jefe que el objetivo ha sido
localizado. ―César se llevó la mano al bolsillo y cogió el móvil
azul con el que contactaba con su superior―. Hemos hallado a la
mujer. No... No. Efectivamente, la han matado. No. Claro, saldremos
de inmediato. Por ahora creemos que todo está despejado. Sí, es
raro que no anden por aquí los agentes. Por supuesto, Jacob hablará
con su contacto en la policía. Está revisando los alrededores pero
creo que no encontrará nada. Entendido. Sí. Perfecto. Saludos.
―Colgó.
―¿Qué dice? ―preguntó Álex intrigado.
―Sigue maldiciendo en inglés. Creo que en el fondo albergaba la
esperanza de encontrarla viva. ―César observó de nuevo a la
muchacha y amusgó los ojos. Se acercó despacio y vio unas marcas
casi imperceptibles alrededor de las muñecas y tobillos de la
chica. Tal vez la torturaron antes de aniquilarla. Quizás necesita-
ban estar seguros de que ella no había desvelado nada a nadie, y
que con toda seguridad su secreto se lo llevaría a la
tumba.
―No veo nada. ―Apareció Jacob después de examinar la
zona.
―Era de esperar. ―Álex se acercó al joven y le echó la mano sobre
el hombro―. ¿Te encuentras mejor? ―No le gustaba verlo tan abatido.
No le gustaba nada.
―No me agrada ver esto... ―Se dejó abrazar. Pero cuando pen- só lo
que estaba sucediendo se apartó. No podía dejarse tocar por él,
necesitaba mantenerse alejado de su compañero.
―Debemos irnos, el jefe quiere que dejemos todo tal cual ―co- mentó
César observando la reacción de Jacob.
―¿Y vamos a dejarla así? ―recriminó el joven.
―Acatamos órdenes, ¿recuerdas? ―dijo Álex algo enfadado por el
rechazo del que había sido objeto.
―Dejemos la discusión matrimonial y salgamos de aquí. Nadie puede
percatarse de nuestra presencia. ―César miró por última vez a la
muchacha y comenzó a alejarse. Sus compañeros le siguieron
enmudecidos. Tenían que mantener el mismo patrón de actuación;
intervenir y desaparecer. Era la única forma de permanecer
invisibles y poder trabajar a sus anchas.
―¿Alguien se apunta a una copa? ―preguntó Álex tras llegar todos al
final de la calle―. Esta noche necesitaré al menos un par de
ellas.
―No puedo, tengo que ir al hospital. Mi mujer se debilita mu- cho
después de la quimioy quiero estar a su
lado ―les explicó César transmitiendo en sus palabras el terrible
dolor por el que estaba pasando.
―Lo siento, compañero. Espero que al final todo termine bien. ―Álex
le extendió la mano para despedirlo.
―Eso espero porque de lo contrario... no sé qué va a ser de mí.
―Re- sopló apenado.
―Seguro que todo saldrá bien, es una mujer muy fuerte ―le consoló
Jacob ofreciéndole también su mano.
―Gracias chicos. Hasta la próxima. ―César caminó hacia su co- che y
se marchó.
Dama Beltrán
Cuando el compañero desapareció, Álex se giró hacia Jacob y lo miró entristecido. Desde un tiempo atrás evitaba cualquier situación en la que pudiesen estar más de tres minutos a solas y eso comenzaba a sacarle de quicio. Sabía con exactitud la agonía en la que se encontraba, pero no había nadie mejor que él mismo para ayudarle a superarlo. Sin embargo, el muchacho rehusaba cualquier roce, cualquier tacto que pudiese interpretar como una caricia. Él podía indicarle cuál era la mejor forma de encontrar su camino. Deseaba hacérselo fácil para que no pasara por la tortura mental por la que pasó él. Nacido en un seno militar, con un padre rayando el nazismo y una madre acérrima del catolicismo, la homosexualidad era una lacra que había que exterminar porque si no, podía expandirse como una enfermedad viral. No le fue fácil entenderse a sí mismo. No le fue fácil aceptarse. En más de una ocasión intentó reprimir su verdadero yo y jactarse de lo que no era, pero tan solo llenó de más penurias su vida. Era tanta su desdicha que decidió quitarse la vida. Pero apareció un hombre que se lo impidiría a base de una buena sesión de puñetazos. Fue una discusión tonta, él salía al callejón para fumarse su último cigarrillo y tropezó sin querer con un extraño que deseaba entrar al bar por la puerta trasera. Le informó de que no era el camino adecuado para acceder al local aunque el individuo hizo caso omiso e intentó apartarlo con violencia. Él le respondió de la misma forma y se vio enzarzado en una dura pelea. «¿Luchas contra mi entrada o contra lo que ocultas?», le preguntó aquel hombre tras darse por vencido. Álex cerró sus ojos en aquel momento y sopesó la pregunta. «¿Tanto se me nota?», pensó en aquel instante. Agachó su puño, alzado para asestar otro golpe, y dándose la vuelta lo dejó allí tirado. En efecto, aquel desconocido había pagado su furia interior.
Poco después César se puso en contacto con él para darle una oportunidad laboral y pensó que era un “ahora o nunca”. No obstante, quiso mantener su condición apartada del ámbito profesional. Pero el amor no comprende situaciones o tiempo y allí estaba, intentando allanarle el camino al hombre que amaba a pesar de que este rehusaba su ayuda. Respiró hondo e intentó cambiar la expresión de su cara. No quería mostrar compasión, porque no era motivo para compadecerse sino para aceptarse.
― ¿¡Me puedes decir qué cojones te pasa!? ―le
gritó al mismo tiempo que le golpeaba el hombro derecho con el
dorso de la mano.
―¿A mí? ―Jacob arqueó sus espesas cejas rubias.
―¡A ti, sí, a ti! ―Se aproximó al muchacho tanto que sus narices
podían rozarse ante el más leve movimiento―. ¿Me puedes decir qué
te he hecho?
―¿Sobre qué? ―preguntó al mismo tiempo que ponía distancia entre
ellos. Necesitaba con urgencia hacer desaparecer aquella
proximidad. Él no podía descubrir que su corazón palpitaba con
rapidez ante su presencia y su sexo reaccionaba con libertad. ¿Cómo
se sentiría su compañero si descubriese que estaba enamorado de él?
No quería ser herido por amor y mucho menos mantener una posible
relación dentro del trabajo.
―¿¡Pero me estás escuchando!? ―gritó de nuevo al verlo abs- traído
en sus pensamientos―. ¡Vete a la mierda! Tú sabrás qué quieres
hacer con tu vida.
―Buenas noches, Álex. ―Se giró sin mirarlo e intentó alejarse, pero
justo en ese instante Álex le atrapó del brazo y lo atrajo ha- cia
él. Sus rostros quedaron a escasos milímetros y el aliento de uno
alimentaba el cuerpo del otro. Jacob pensó que había fallecido
porque no sentía el latido de su corazón. Alzó la mirada y observó
la furia que reflejaba Álex en su rostro. Aquellos enormes ojos
marrones lo miraban con desesperación. Pudo palpar levemente sus
labios cuando ambos tomaban aire para respirar. Por un instante,
deseó cerrar los ojos y dejarse llevar por sus sentimientos, que le
gritaban con fuerza que lo besara. Sin embargo, la mente de Jacob
no proyectó imágenes de un beso apasionado sino algo completamente
diferente: Tras el beso, Álex lo miraría con asco y repulsión. No
podía dejarse llevar y destrozar algo tan bello como la amistad que
había nacido entre ellos durante aquel tiempo. Así que se echó
hacia atrás y desenredando aquel fuerte amarre que los unía, corrió
sin decir una palabra y sin mirar atrás. Necesitaba huir de sus
sentimientos, de su amor... de su condición.
Álex quiso seguirlo. Deseaba atraparlo entre sus brazos y besarlo
con tanta pasión como la que había notado en el instante en el que
ambas bocas se rozaron. Pero no podía volver a forzar una situación
parecida hasta que el muchacho estuviese preparado, porque en lugar
de amor, hallaría odio. Posó sus grandes manos sobre su rapada
cabeza y se dijo a sí mismo que una borrachera le vendría bien.
Miró a su alrededor y encontró un pequeño bar al final de la calle,
las luces indicaban que estaba abierto. Enarcó las cejas y sin más
titubeos se dirigió hacia él. Esa noche volvería a ahogar sus penas
con whisky.