3 Buscando una alternativa
Javier finalizó la llamada a César. Su cuerpo seguía agitado ante la noticia. Sabía de antemano el final de aquella historia; sin embar-go, albergaba la esperanza de encontrarla viva. En el despacho, sobre su mesa, estaba el dossier de Esmeralda: la chica que había sido encontrada en la autovía, desnuda y con un alto grado de histeria. Ella indicó a los sanitarios que había sido agredida sexualmente, pero los informes no aclaraban nada de eso. También comentaba que la indujeron a tomar una sustancia que le hizo perder la memoria, aunque los análisis no dieron positivo en drogas. Javier sabía que era una pieza clave para llegar a la verdad, por eso ordenó su búsqueda. Tras recibir la información del contacto que tenía Jacob en comisaría, fijó como prioridad absoluta hallar a la joven y poner- la a salvo. Era la primera vez que una víctima había sobrevivido de las garras de Eduardo. Tenía la prueba, tenía la esperanza de poder meterlo entre rejas y arrastrar con él a todos aquellos que le seguían con fidelidad, pero hubiera sido tener mucha suerte. Tanta como cuando descubrieron, en las últimas palabras de un yonqui que deseaba expiar sus pecados, que el cabecilla de todo era Eduardo.
Cruzó los brazos por detrás de la cabeza y apoyó los pies sobre la mesa. Necesitaba calmarse para idear otro plan. Uno que le llevara hasta las personas que andaba buscando desde hacía ya dos décadas. Suspiró profundamente y cerró los ojos. El móvil vibró en el bolsillo del pantalón. Se dio prisa en mirar de quién se trataba. Al cerciorarse de que era un mensaje de Carmen, lo leyó con rapidez.
«No puedo dormir, ¿qué haces?».
Se quedó mirándolo durante unos instantes y por
fin dibujó una sonrisa en su cara.
«Estaba durmiendo, ¿tú no lo haces?». Le respondió.
«Lo hago cuando me dejan satisfecha. Pero hoy no he tenido
suerte...».
En ese momento la sonrisa se desvaneció como por arte de magia. No
le hizo gracia leer aquellas palabras, es más, intentó borrarlas lo
antes posible de su mente. No podía imaginarla en unos brazos que
no fueran los suyos, pero tampoco podía decirle que la amaba por
miedo a ponerla en peligro. Si algún día salía a la luz toda la
trama que ocultaba, los primeros perjudicados serían sus allegados,
y entre ellos estaría Carmen. «Quizás algún día sea yo quien te
deje satisfecha». Se dijo a la vez que pensaba qué responder en
aquellos momentos. En su interior, el Javier enamorado saldría
corriendo del despacho y estrecharía entre sus brazos a la mujer
que amaba. La besaría, la amaría y la volvería loca de deseo y
lujuria. Suspiró profundamente y sopesó qué contestar a tal
insinuación.
«Duerme, mañana tenemos mucho trabajo». Le escribió al
final.
«Vale, besos».
Apagó el móvil, lo puso sobre la mesa y se levantó del sillón. La
noche iba a ser bastante larga tras saber los ardientes deseos
nocturnos por los que pasaba Carmen e imaginarse cómo se
complacería. Intentó llegar hasta el ventanal para poder contemplar
las estrellas que le regalaría aquella magnífica noche pero no lo
consiguió. Antes de dar tres pasos hasta su objetivo comenzó a
sonar el móvil, el otro, por el contactaba con su buen amigo
César.
―¿Alguna novedad? ―preguntó intrigado.
―Buenas noches de nuevo, Javier. No, no hay nada nuevo
―respondió.
―¿Entonces?
―Necesito un favor. Quiero estar más tiempo con mi mujer y voy a
dejar la corporación ―explicó.
―César, sabes lo importante que eres para este grupo. Te pedi- ría
que reflexionaras sobre el tema. Date un tiempo, cuida de Elisa y
cuando tu vida vuelva a la normalidad, regresa con
nosotros.
―No creo que sea posible. Pero es bueno saber que puedo con- tar
contigo en cualquier momento.
―No lo dudes. ―Javier frunció el ceño cuando escuchó el deseo de
César. Aquello entorpecía mucho el proyecto. Si él se marchaba
debía reemplazarlo por alguien que estuviese a la altura de aquel
intrépido hombre, y no estaba seguro de poder
encontrarlo.
―Debo irme, mi mujer me reclama. ―La voz apagada de su es- posa se
oyó tras la de él. Parecía tan débil, tan delicada, tan carente de
vitalidad, que a Javier se le hizo un nudo en la
garganta.
―Solo te pido que no me dejes colgado para la fiesta del vier- nes,
contaba contigo ―rogó.
―No te preocupes, estaré allí el viernes. Hasta luego,
Javier.
―Hasta pronto, César. Cuida de Elisa.
―Sí. ―Colgó.
Javier no fue capaz de conciliar el sueño. Los problemas llena- ban
su mente y las posibles resoluciones también. Por una parte, tenía
un caso esfumado en el que había puesto todas sus expectativas para
conseguir acceder hasta el bastardo que, de algún modo, lo llevaría
hasta el culpable de la muerte de su madre. Por otra parte estaba
la marcha de César y la represión hacia Carmen. Se llevó las manos
a la cabeza y se mantuvo así durante un tiempo. Debía construir
aquel puzle como fuera, no podía dejar que tantos años invertidos
se fueran al traste. Quizás con la llegada del alba encontraría
algo. «Necesito una copa». Pensó viendo pasar el tiempo tan
lentamente. Cogió las llaves de su coche, la chaqueta y dando un
profundo suspiro se marchó de la oficina.
Tras varias vueltas por la ciudad, encontró un pequeño bar abier - to. Aparcó y salió con decisión del vehículo. Sin lugar a dudas una copa le ayudaría a evadirse durante un tiempo de todo el caos mental que soportaba. Frente a la puerta del local, agachó la cabeza y entró.
Una vez en el interior, alzó la vista y suspiró. Por suerte para él no había demasiada gente en el lugar y podría estar tranquilo. Clavó su mirada sobre un hombre que estaba al final de la barra con la cabeza gacha. Llevaba una camisa a cuadros, unos vaqueros y unas botas con espuelas. Su mano agarraba con firmeza el vaso de licor y no movió ni un ápice su cuerpo al verle entrar. «Nada de conversación». Se dijo Javier que había pensado en ahuyentar sus problemas bajo la charla banal de algún borracho. Aquel tipo no parecía afable.
―Buenas noches. ¿Qué desea tomar? ―le saludó la
camarera con una preciosa sonrisa.
―Gin-Cola, por
favor ―respondió.
La muchacha se alejó para prepararle el combinado. Mientras, volvió
a dirigir la mirada hacia el único cliente del bar. A pesar de su
aspecto desaliñado y huraño, le daba la sensación de que bajo
aquella coraza había un hombre abatido. Quizás también vino a
ahogar sus problemas en alcohol. Javier resopló y se acordó de los
muchachos que trabajaban bajo sus órdenes. Lidiaban entre las
sombras una batalla que no era de su incumbencia a cambio de
dinero. De día eran unos simples vigilantes y al caer la noche, se
convertían en los luchadores más intrépidos e incansables que jamás
había visto. Intentaban proteger la ciudad, y a veces en casos como
los de hoy no llegaban a realizar su hazaña con éxito. Pero él los
catalogaba de héroes anónimos, porque ponían todo su empeño y
fuerza en mantener a salvo a la máxima cantidad de personas. La
camarera se acercó a Javier y le dejó la consumición sobre una
servilleta cuadrada. Antes de que pudiera darle las gracias, ella
se había alejado, con pasos gatunos, hasta el final de la barra
donde se encontraba el mu- chacho. Era obvio que la joven tenía en
mente pasar el resto de la noche entre los brazos de aquel
personaje; sin embargo, él ni la miró. Tenía su mirada fija en el
vaso y no se percató de que la joven se inclinaba con ahínco para
dejarle a la vista su suculento escote. De pronto, este golpeó con
fuerza la barra, sobresaltando a la muchacha que se apartó con
rapidez. El extraño se levantó del taburete y llevó su mano al
bolsillo del pantalón para coger con torpeza la cartera. Pero antes
de pagar la cuenta, una voz ronca apareció de entre la oscuridad.
Todos giraron la cabeza hacia unas bastas y feas cortinas que
separaban el almacen del resto del local.
―¿Algún problema, amigo? ―dijo aquella penetrante voz. Ja- vier
abrió los ojos y puso toda su atención en el hombre que comenzaba a
mover la tela.
―Ninguno ―respondió el muchacho apoyando los pies en el suelo y
girándose hacia el lugar de donde provenía la voz.
Una enorme figura apareció de entre aquellas sombras. Un gi- gante
que, oculto entre las toscas cortinas, observaba expectante a los
clientes que entraban en la pequeña taberna. Javier alzó la mi-
rada para intentar ver el rostro de aquel gigante. Un hombre con
uniforme de seguridad, que sonreía ante la idea de tener diversión
aquella noche.
―Pues si no tienes ningún problema, paga y lárgate ―le su- girió
sin apartar de su rostro la sonrisa―. Laura, dale la cuenta a este
cretino. Hoy estoy de buen humor y no tengo ganas de fastidiarme la
noche ―ordenó a la camarera.
El hombre de los vaqueros intentó sacar con torpeza el dinero de
los compartimentos de la cartera.
―Pago yo ―dijo Javier al notar el nerviosismo del muchacho. No
parecía tan terrorífico como el monstruo que había surgido de las
sombras. Y como el vigilante no paraba de sonreír, decidió salvar
al individuo de una batalla abocada al fracaso.
―Te ha salido un admirador, cielito ―dijo sarcásticamente el
gigante.
―No necesito la caridad de nadie ―explicó el joven clavando la
mirada en Javier.
―No es caridad, es comprensión. Seguro que has tenido un día duro y
no querrás complicarlo más.
―Sí, ha sido un día para olvidar ―comentó al pasar junto a Ja-
vier, mientras se dirigía hacia la salida―. Te debo una copa,
amigo.
―La próxima vez será ―afirmó.
El joven anduvo entre tambaleos hasta la puerta. La abrió y salió
de allí sin mirar atrás, dejando tras de sí el silencio de
nuevo.
―Me acabas de joder la noche. Ese tipo pedía a gritos unos buenos
azotes en el culo ―le dijo el vigilante a Javier con rostro
burlón.
―No creo que buscara pelea. Habrá tenido un mal día. ―Miró al
hombre de arriba a abajo. El chico no habría tenido ni la más
mínima posibilidad frente a él.
―Todos tenemos nuestras historias... ―susurró al mismo tiem- po que
se alejaba por el mismo lugar por el que había entrado.
―¿Cuál es la tuya? ―preguntó antes de que los abandonara. Si su
instinto no le fallaba, aquel monstruo pedía a gritos que lo
sacaran del lugar donde se encontraba. Quizás estaba allí de pasada
o tal vez no le quedaba más remedio. ¿Una vida destruida? ¿Desea-
ba encontrar algún día alguien que lo tumbara para siempre? No
sabía qué era con exactitud pero sin lugar a dudas, algo escondía.
Tal vez aquella noche no solo había salvado a un muerto viviente,
sino también había descubierto su próximo héroe.
―¿Vas a hacer una novela con ella? ―dijo mirándolo de
reojo.
―No.
―Pues entonces, te importa una mierda. ―Y caminó sin mirar atrás
hacia el almacén.
―Es buena gente... ―le dijo la camarera cuando el hombre vol- vió a
desaparecer.
―Claro. Lo he notado desde el primer instante. Ese hombre es lo más
parecido a una hermanita de la caridad ―comentó con
ironía.
―Lleva mucho tiempo enclaustrado entre estas cuatro paredes y no le
gusta lo que hace. Es un pájaro enjaulado, un exmilitar galardonado
que se sumergió en la bebida tras una etapa dura de su
vida.
―¿Sabes cómo se llama el elemento?
―Abel Segura. Es muy bueno en su trabajo. Durante este úl- timo año
no hemos tenido ni robos ni percances graves gracias a él. Sin
embargo, creo que si se queda mucho tiempo con nosotros, volverá a
recaer y se destruirá por completo. Es un hombre grande con un
corazón de flan, ¿me entiendes, verdad? ―Le guiñó un ojo mientras
se sirvía una cerveza.
―Te entiendo y pienso lo mismo que tú. Creo que ese hombre necesita
algo mejor. Muchas gracias por la información. ―Puso un billete en
la mesa, se levantó y caminó hacia la puerta.
―Espero verte otro día... ―comentó la camarera.
―Posiblemente ―contestó Javier cerrando la puerta.
Miró el reloj y pensó que ya era muy tarde para llamar a César y
comentarle sobre el próximo fichaje. Antes de que dejase la cor-
poración debía contratarlo. Tenía que esperar hasta el amanecer,
momento en el cual comenzaría a mover todos sus hilos para
conseguir que el tal Abel, formase parte de la corporación. Si
aceptaba, tendría un nuevo as en su manga.