21 tan solo un descuido...
Se enjugó las lágrimas que habían brotado al recordar la noche de la muerte de Elisa. Se levantó del suelo. Buscó en el armario algo de ropa que le pudiera servir a la chica. Llevaba tiempo sin escuchar los sollozos de Sara. Tal vez el baño la dejó tan re- lajada que se habría quedado dormida. Llevó la mano hasta la puerta para llamar su atención pero no lo hizo pensando que debía dejarla descansar un poco más. Caminó hacia su habitación para coger del armario algo de ropa limpia y unas toallas. Él también necesitaba darse un baño. Al regresar a la puerta, esta vez sí la golpeó.
―Sara. ¿Te falta mucho? ―Esperó una respuesta que no ob - tuvo―. ¿Sara? ―preguntó extrañado. Abatió la manilla de la puerta e intentó abrirla sin conseguirlo, ella había cerrado desde el interior―. ¡Sara! ¿Qué haces? ―gritó. Tiró la ropa al suelo y comenzó a golpear la puerta con su hombro para romper el cerrojo, pero no era suficiente. Se echó hacia atrás, hasta llegar a la barandilla, levantó la pierna y dio un gran impulso en el lugar donde se encontraba la cerradura. La puerta se desencajó del marco que la sostenía, desplomándose en el suelo. César fijó la vista en la bañera y corrió hacia ella. La chica flotaba en aquel líquido caliente que ya no era transparente sino rojo. Se había cortado las venas con unas tijeras que guardaba en un cajón del lavabo.
― ¡Por el amor de Dios! ―gritó mientras cogía una toalla y la ha- cía jirones para intentar cortar la hemorragia―. ¿Estás conmigo? ¿Sara? ¿Puedes oírme? ―Ella tan solo emitió unos débiles gemidos. Cogió la manta, la envolvió, la alzó en sus brazos y corrió hacia su coche. Ahora ya no tenía más remedio que llevarla al hospital.
Tumbó con delicadeza a Sara en el asiento de atrás y hacien - do rugir su coche, voló hacia el hospital, donde horas antes había estado con Abel. Ella estaría a salvo en aquel lugar. Los matones de Eduardo buscaban a un hombre, no a una mujer que había intentado suicidarse.
Minutos después aparcó en la puerta de emergencias. Una chi - ca con bata blanca estaba en la salida fumándose un cigarrillo. Cuando lo observó salir del coche con la mujer en brazos, tiró el pitillo al suelo y corrió a su encuentro.
― ¿Qué ha sucedido? ―preguntó la
enfermera.
―¡Se ha cortado las venas! ―comentaba mientras corría tras ella.
―¿Cuánto tiempo lleva desangrándose?
―No lo sé con exactitud.
―¿Antecedentes de suicidio? ―Seguía la enfermera inquirien-
do a la vez que lo llevaba hacia algún lugar
del hospital. ―¡No! ―respondió con rotundidad César.
―¿Alergias?
César no sabía qué responder. Apenas pensó en ello puesto
que una vez que le retirasen la prenda y observaran aquel cuerpo herido y marcado, pasaría en milésimas de segundo, de ser su salvador a ser el posible agresor, por lo que debería ingeniárselas para salir airoso de la situación.
―Túmbela aquí. ―Los condujo hasta una
habitación donde ha - bía una cama y un sinfín de aparatos
médicos.
César la posó con sumo cuidado, y en ese instante Sara gimió. No
abría los ojos y el color morado seguía pintando su delicada
piel.
―Salga fuera, le avisaré cuando sepa algo más ―le explicó la
enfermera mientras empezaba a auscultar el corazón de la joven y
dejaba expuesto su magullado cuerpo.
―Si me lo permite, no quiero dejarla sola... ―Se quedó parado a un
metro de distancia, observando la expresión de la enfermera al ver
los hematomas y heridas que Sara presentaba. César también pudo
contemplar con más detenimiento qué es lo que ella ocultaba con
tanto ahínco y casi se arrodilla al ver cómo le habían herido el
sexo.
―Necesita sangre ―comentó mirando de reojo al hombre―. ¿Qué grupo
sanguíneo es?
―No lo sé ―respondió.
Dama Beltrán
―Bien, lo averiguaremos en un segundo. ¿Tampoco
sabe qué es lo que le ha pasado?
César no sabía qué responder así que se mantuvo callado hasta que
escuchó la puerta y apareció otra persona en la habitación. Arrugó
la frente en señal de desaprobación. Para mantenerla protegida
debían permanecer totalmente invisibles y cuanto más personal
supiera de su existencia, más difícil le sería la tarea. Sin
embargo, se relajó al ver que el hombre ayudaba a la enfermera a
envolverla en una manta térmica y la cuidaba con ternura. Solo
dejaron al aire las manos para poder curar las heridas. César la
observaba con tristeza. Comprendía la desesperación que estaba
viviendo la chica y la necesidad de concluir definitivamente con la
pesadilla en la que se había involucrado. Pero no podía dejarla
marchar; no solo porque Javier le había dado una orden, sino porque
ahora se veía en la obligación moral de cuidarla hasta que todo
finalizara.
―Grupo B positivo ―dijo el hombre.
―Perfecto. Trae dos unidades de sangre. Yo iré preparándole la vía
―contestó la mujer mientras buscaba en su brazo derecho una vena a
la que poder pinchar.
―Se recuperará... ―comentó la enfermera a la vez que coloca- ba en
el débil brazo de la chica la vía para introducirle el plasma
sanguíneo.
Unos minutos más tarde, tras confirmar que todo estaba co- rrecto,
el personal sanitario salió de la habitación dejando a los dos en
silencio. César se levantó del sillón, donde se había sentado para
que los sanitarios actuaran con tranquilidad, y se tumbó en la cama
de al lado, cerró los ojos y se relajó. Por fin encontraba algo de
tranquilidad a su alrededor. Después de todo lo acontecido, lo
único que deseaba era descansar un poco para despejar la cabeza y
poder encontrar la manera de ejecutar las tres cosas que tenía
pensadas; la primera, comentarle a Javier dónde estaba y por qué.
La segunda, averiguar todo lo que pudiera sobre quién era aquella
joven y la causa que la llevó a ser otra víctima de sus enemigos; y
la tercera, encontrar a Eduardo y hacerle pagar por cada herida que
ella tenía en su cuerpo.