31 camBio de planes

Eduardo estaba tardando más de lo que esperaba en llevar el café a su secretaria. Por desgracia lo acorraló uno de sus directivos y tuvo que estar explicándole un sinfín de nuevos proyectos y actuaciones dentro y fuera del país. Pero ya había regresado para hacer realidad su deseo. Con el café en la mano se introdujo en el despacho; sin embargo, la chica no estaba sentada en su lugar. «¿Dónde diablos se habrá metido?», pensó al mismo tiempo que la buscaba con la mirada. Ya tenía las gotas mezcladas en el líquido y si tardaba demasiado, su efecto desaparecería. De pronto escuchó un ruido dentro de su oficina. Se acercó a la ventana y miró a través de la cortina para saber qué ocurría. Dos mujeres levantaban la voz. Una era su secretaria, que hacía aspavientos con las manos sin pa- rar, a la otra no la conocía. Vertió el café adulterado en la papelera y con una enorme sonrisa entró dentro de aquel gallinero.

―Buenos días, señorita. ¿En qué puedo ayudarla? ―Saludó sin hacer desaparecer la sonrisa hipócrita de su rostro.
―Lo siento señor. No me ha escuchado y ha entrado sin per- miso ―se excusaba la fiel empleada.
―No hay problema, ya la atiendo yo. Por cierto, se me olvidó tu café. ―Puso una fingida cara de disculpa y ella le respondió con una sonrisa.
Cuando la secretaria cerró la puerta dirigió la mirada hacia la mujer que lo observaba sin pestañear.
―Y el motivo de su visita ¿es...? ―Caminó despacio hacia su asiento, lo giró, se sentó y manteniendo los ojos clavados en ella, entrelazó los dedos de las manos.
―Soy la abogada de Blanca, y vengo a decirle que disfrute de su libertad porque pronto se verá entre rejas. ―Carmen permanecía de

CRÓNICA DE UN DESEO
pie frente al hombre. Sabía que no debía estar allí, pero necesitaba

verle la cara cuando le informara sobre lo que había descubierto. A pesar de saber que era un hombre peligroso quería demostrarle que ella no le tenía ningún miedo y que haría todo lo posible por desenmascararlo.

― ¿Me está amenazando, letrada? ―Levantó una ceja y la miró burlón.
―No es una amenaza, es una premonición. ―Sonrió.
―¡Vaya! Así que dos zorras se han unido para destruirme ―se carcajeó.
―No vuelva a llamarme... ―Levantó su dedo y le amenazó.
―¿Zorra? ―repitió con furia.
―¡Maldito bastardo! No voy a parar hasta verte destruido ―alzó de nuevo la voz e intentó dar varios pasos hacia él pero la intromisión de otra persona desconocida la hizo callar de inmediato.
―¿Qué son esos gritos? ―El comisario apareció abriendo la puerta con fuerza.
―La señora abogada ―Hizo un especial retintín en aquella pa- labra para advertir a su amigo con quién estaba hablando―, se ha tomado la libertad de venir hasta mi oficina para amenazarme con absurdas ideas.
―No creo que eso sea cierto, ¿verdad? ―preguntó a la joven―. Soy el Comisario Vicente Esteban y usted... ―Extendió la mano para saludarla cordialmente.
―Me llamo Carmen Rodríguez y soy la abogada de la futura exmujer de esta sabandija. ―Aceptó su saludo y le contestó con una sonrisa.
―Pues como experta en leyes, tiene que saber que venir aquí e insultar a este hombre no es lo correcto ―le dijo amablemente.
―No era mi intención exaltarlo. Solo quería hacerle saber que su mujer no se contentará con unas simples migajas. He estado investigándolo y tiene mucho más de lo que cuenta.
―Si lo desea, nos tomamos un café y me cuenta en qué puedo ayudarla. ―Le abrió con amabilidad la puerta y le indicó la salida. Se giró hacia su amigo y le guiñó para transmitirle que todo estaba bajo control.
―Gracias ―le contestó Eduardo a su amigo mientras se alejaba con la mujer.

Dama Beltrán

Puso los pies sobre la mesa, los brazos debajo de su cabeza y mirando el techo comenzó a reír sin parar. Él era el amo de la ciudad.
―¿Señor? ―preguntó con cautela la secretaria.
―Dime, ¿qué sucede esta vez? ―Apartó los pies de aquella en- cerada mesa y se sentó de forma adecuada.
―La cita de las cinco está esperándole ―le informó.
―Dame unos minutos...
La mujer cerró la puerta y Eduardo cogió su teléfono para mandar un mensaje a quien estaba siguiendo a Blanca. Con la abogada fuera de juego, lo único que le molestaba era su mujer y no había mejor coartada que una reunión de negocios. El último cabo suelto sería el sicario que realizaría la tarea, pero de ello se encargaría Vicente. «Mátala». Escribió en el mensaje. Luego, apiló los papeles de la mesa y le dijo a su secretaria que hiciera pasar a la cita. Sonrió y se levantó para saludar con énfasis al que sería su mejor coartada.