32 Bajo proteccion
Álex se encontraba escondido entre la arboleda
del parque, que estaba cercano al bar en el que se había sentado
Blanca a disfrutar de una cerveza fría. Había recorrido el mismo
terreno unas diez veces y no halló nada ni nadie que le indicara
que ella corría peligro. Sin embargo, como nunca daba nada por
seguro, permanecía atento a cualquier movimiento que surgiera por
los alrededores. Fijó su mirada en la mujer y sonrió. El amor que
Abel profesaba por ella lo había desconcertado. Eran demasiado
diferentes; bajita, gigante. Frágil y delicada, fuerte y más duro
que una roca. Rubia, moreno. Piel blanca, piel morena. «Quizás sea
verdad que los polos opuestos se atraen», meditó. Podría ser esa la
causa de su amor por Jacob. El joven era todo aquello que él no
sería capaz y que necesitaba para equilibrar su día a día. Sonrió
complacido al recordar las caricias y las besos al amanecer, y cómo
Jacob tem- blaba de excitación al sentir sus dedos recorriéndole la
erizada piel. Nunca pensó que al final sería suyo. En realidad
nunca pensó encontrar a alguien que lo liberara de su verdadero yo.
Escondido entre miles de encuentros con mujeres, intentaba apartar
de su cabeza el impulso y el deseo que nacía en su interior por
Jacob. Desde el instante en que César se lo presentó en la barra de
un bar y estrechó su mano para saludarle, un pálpito le indicó que
tras ese apretón se escondía algo más profundo. Ese fue el motivo
de que aquella noche, tras varias copas de más y un enjambre de
sentimientos desequilibrados, controlados hasta aquel entonces, se
llevase a dos chicas a los reservados para que ambos se
satisfacieran. Jacob rehusó la invitación, así que él, bajo la
asombrada mirada del joven, las poseyó. Aunque cada embestida o
cada caricia que les ofreció no eran para ellas, sino para
él.
Aparcó sus felices pensamientos y se concentró en los movimientos
que hacía Blanca. Parecía nerviosa. Miraba impaciente el reloj y el
móvil. De repente un pequeño ruido llamó su atención. Se llevó la
mano a la funda del arma, con el dedo desabrochó el cierre y cuando
se disponía a sacarla escuchó una voz tan familiar que lo relajó de
inmediato.
―¿Todo bien? ―preguntó Jacob desde una distancia pruden - cial. No deseaba acercarse mucho delante de Abel, aunque ya le había afirmado que entre ellos existía una relación.
―Sí ―respondió con una mirada repleta de felicidad al verlo aparecer. Apartó su mirada del amante e inclinó la cabeza hacia la derecha para ver, detrás de su chico, a Abel―. Feliz regreso, amigo. ―Extendió la mano.
―Gracias por cuidar de ella, te debo una
―respondió al sa - ludo―. ¿Qué tal está?
―La noto nerviosa. Desde que se sentó no para de estar pen- diente
del móvil y del reloj. Creo que espera a alguien.
―Lo averiguaré.
―Si te parece bien andaremos por aquí. Necesito tomar una cerveza.
¿Quieres una? ―le preguntó a Jacob y este asintió―. Per- fecto. Así
nos tendrás a mano. Aunque yo he observado que no hay peligro, ya
sabes que puede aparecer en cualquier momento. Pero entre tú y yo,
¿crees que Eduardo mataría a su mujer a plena luz del
día?
―Eso también lo he sopesado yo. Actuaría con sigilo, para que en
las investigaciones saliese impune de todo, pero últimamente los
planes no le salen tal como espera y me temo que anda desesperado.
¿No lo harías tú? ¿No comenzarías a zanjar por la fuerza los cabos
sueltos?
―Mirado así, pues imagino que sí.
―Bueno me voy con ella. Disfrutad de la bebida.
―Abel ―llamó su atención Jacob.
―¿Sí?
―Permanece alerta.
―Lo estaré... ―Respiró hondo y comenzó a andar hacia donde se
encontraba Blanca.
Mientras caminaba hacia ella, se aseguraba de que tal y como le
había dicho Álex, no había nada extraño a su alrededor. «Dos
mujeres a la derecha, una pareja de adolescentes en el parque y
nosotros», concluyó con alivio. Estaba frente a la mujer y no se
había dado cuenta. Seguía con el móvil tecleando algo sin
parar.
―Hola Blanca, ¿alguien te ha dejado colgada? ―le saludó.
―¡Abel! ―exclamó la mujer asombrada―. ¿Estás bien? ―Abel retiró una
silla y se sentó cerca de la mujer. Se sintió feliz al ver que ella
lo recibía con tanto entusiasmo.
―Muy bien.
―Quería ir a verte, pero no he tenido tiempo. Ando liada con los
papeleos del divorcio y las investigaciones de mi abogada. He
quedado aquí con ella, pero no aparece. ―Frunció el ceño al recor-
dar la última conversación telefónica que había tenido con ella esa
mañana y el tema que habían tratado, los trapicheos de Eduardo.
Carmen quería confirmar una información que le había llegado. «Si
todo sale bien, nadie podrá salvarlo», le dijo entusiasmada―. Por
cierto... ¿cómo sabías que estaba aquí?
―Tengo mis contactos. ―Dirigió la mirada hacia los chicos y ellos
levantaron sus vasos para saludarla.
―Álex y Jacob... ―susurró. De repente comenzó a ponerse ten- sa.
Estaba muy feliz al ver que Abel se encontraba bastante mejor y que
lo tenía de nuevo a su lado; sin embargo, algo le decía que no solo
estaba allí por el sentimiento que les podía unir, sino por algo
más. Lo miró a los ojos―. ¿Qué sucede Abel?
―¿La verdad? ―Llevó sus manos hacia las de ella y las apretó con
ternura.
―Por favor...
―Corres peligro, Blanca. Creemos que Eduardo ha contratado a
alguien para que te siga. Quién sabe si para hacerte daño antes de
que puedas llevar a cabo el divorcio. Como todo el grupo sabe lo
importante que eres para mí y que si te sucediese algo me volvería
loco... ―Apretó con fuerza las manos de la mujer―, han estado
cuidando de ti.
―¿Quiere matarme? ―El nerviosismo y la desesperación co- menzaron a
apoderarse del pequeño cuerpo de la mujer. Por mucho que las manos
de Abel se aferraron a las de ella, no le hicieron
calmarse.
―Tranquila, ese capullo no conseguirá su propósito. Pero tienes que
tener cuidado, nena. Ese esbirro se identificó como poli. El recep-
cionista le comentó a Jacob que estuvo haciéndole preguntas sobre
ti.
―¿Agente de policía? ―Arrugó la frente.
―Podría ser.
―Quizás podamos preguntar a Vicente. Es el comisario y el mejor
amigo de... ¡Dios mío! ¿Y si él está también metido en esto? ―dijo
desesperada.
―¡Maldito hijo de puta! ―exclamó Abel.
―Me matará... ―Abrió los ojos de par en par ante el terror de saber
la verdad, y unas pequeñas lágrimas rodaron por su
rostro.
―Mientras permanezcas a mi lado, te protegeré con mi vida. ―Se
entreabrió la chaqueta y ella observó que escondía allí su
arma.
―Abel... ―susurró y se llevó las manos del hombre a la boca para
besarlas―. No deberías...
―Blanca... ―Alzó su mano derecha y le rozó la mejilla con los de-
dos. Se acercó para besarla pero algo llamó su atención. Un reflejo
apareció detrás de uno de los árboles donde habían permanecido
minutos atrás. Levantó con la mano la mesa donde Blanca tenía su
bebida y se abalanzó sobre ella, tirándola de espaldas al
suelo.
Protegidos por aquella pieza metálica, Abel ocultó el cuerpo de la
mujer bajo el suyo. Escuchó el silbido de varias balas pasar cerca
de ellos. Levantó muy despacio la cabeza y observó a la gente huir
despavorida del lugar cubriéndose la cabeza con las manos. Bajó la
mirada hacia la mujer; tenía los ojos cerrados con fuerza.
Respiraba de forma agitada y parecía susurrar un rezo.
―Tranquila, cariño. Para llegar hasta ti primero tienen que ma-
tarme ―le dijo al oído y besó su cabello.
―¡No! ―exclamó ella al escuchar las palabras del hombre.
―¡Sácala de aquí! ―le gritó Álex que se había acercado rápido,
tirándole las llaves de su moto.
―¿Dónde está? ―preguntó Abel mientras se incorporaba y ayudaba a la
mujer a levantarse.
―A tu derecha. ¡Marchaos! Ya nos ocupamos nosotros de ese
cretino.
―Gracias ―dijo cogiendo a la mujer de la mano y arrastrándola hacia
el lugar que le había indicado su compañero―. Vamos nena, es hora
de salir de aquí.
Durante la huida hacia la moto, Blanca perdió el equilibrio varias
veces y Abel terminó por alzarla en sus brazos. Cuando llegaron al
final de aquella calle, giró su cabeza y observó cómo Jacob corría
hacia el lugar del que provenían los disparos. Aquel chico, a pesar
de ser bastante corpulento, se movía con gran agilidad; aunque
siempre respaldado por Álex, que no dejaba entre ellos más de un
par de metros de distancia. Apartó la mirada de la escena y buscó a
Diablesa, que permanecía aparcada unos metros más abajo, entre dos
coches. Posó a Blanca en el suelo y la hizo correr hasta el
vehículo.
―¿Dónde vamos? ―preguntó la mujer aturdida.
―A tu casa ―respondió.
―¿Me vas a montar en eso? ―dijo mirando la motocicleta me- talizada
con varias calaveras incrustadas en el tubo de escape y algunos
dibujos de mujeres desnudas sobre el depósito. ―Mejor que andando,
¿no crees? ―Alargó la mano e introdujo la llave en su pequeña. La
giró y Diablesa rugió como si supiese que su dueño estaba en
peligro y la necesitaba con urgencia―. ¡Sube! ―Aferró un brazo de
Blanca y la hizo subir detrás de él―. Agárrate a mi cintura y no te
sucederá nada. Tranquila, chica. Nos vamos de aquí.
―Lo sé ―contestó Blanca agarrándose con fuerza al cuerpo del
hombre.
―No te lo decía a ti, sino a mi moto. ―Esbozó una irónica sonri- sa
y dejó sus nacarados dientes expuestos a la mirada asombrada de la
mujer. Diablesa rugió de nuevo y levantando un poco la rueda
delantera, voló por la carretera alejándose del lugar.
Mientras, Álex corría hacia el final del parque. Jacob lo seguía como si se tratase de su sombra. Con las armas en sus manos, empezaron a reducir el ritmo. Se pararon en seco y unieron sus espaldas para hacer un recorrido visual de todo a su alrededor. Con sus armas apuntando hacia el frente y con un silencio sepulcral, estudiaron el terreno. No había nadie. La pareja del parque se había marchado y las dos mujeres también. Entonces ¿dónde estaba?
―Parece que se ha ido ―susurró Jacob.
―Shhh... ―le hizo callar Álex que no cesaba de
mirar hacia to - dos los escondites posibles.
Jacob se separó de su espalda y comenzó a andar hacia el fren- te.
Allí parecía que no había nadie, pero Álex se volvía un de- mente
cuando se trataba de seguridad. En todos los registros que habían
realizado le pasaba lo mismo, se volvía un paranoico y no le dejaba
entrar o caminar hasta que él estuviese seguro de que no corría
peligro alguno.
―¿Qué haces? ―preguntó Álex preocupado al ver que se aleja- ba de
su protección y se exponía a cualquier amenaza.
―Relájate, no hay nadie. Lo he comprobado. ―Se giró hacia él y se
encogió de hombros.
En ese instante vio cómo la cara de Álex cambiaba drástica- mente.
Sus ojos ya no reflejaban enfado sino terror. Su labio supe- rior
se elevó hacia la derecha, signo inequívoco de preocupación.
Inclinó la cabeza hacia la izquierda. Jacob supo que el sicario es-
taba detrás de él y que le estaba apuntando, pero también había
entendido el sutil gesto de Álex. Se arrojó rápidamente al suelo,
hacia el lugar indicado cubriendose la cabeza con las manos, y
contuvo la respiración. En el extraño silencio que les envolvía oyó
silbar la bala al pasar a su lado seguido de un quejido de dolor.
Jacob rodó por el suelo y alargó la mano, apuntando con su arma
hacia el agresor, pero su compañero ya lo había abatido.
Al ver que Jacob se levantaba del suelo ileso, Álex corrió hacia
él, envolviéndolo en un fuerte abrazo y en un sinfín de
besos.
―Te quiero, ¿me escuchas? Si soy un puto paranoico es porque ahora
que te tengo, no sería capaz de vivir sin ti. ―Jacob se giró sobre
sus talones y se quedó mirándolo asombrado. No daba crédito a lo
que estaba escuchando. Su amor era correspondido de la misma
manera.
―Yo también te quiero ―susurró el muchacho. Álex se acercó y besó
de nuevo aquellos labios que tanto adoraba.
―Llama a tu contacto de la poli e infórmale de lo que ha suce-
dido. Yo buscaré entre las ropas de este desgraciado algo con lo
que identificarlo. ―Unas pequeñas señales de enfado aparecieron en
el rostro al decir aquellas palabras. Sospechaba que entre Jacob y
el agente hubo algo más que una amistad; sin embargo, cada vez que
hablaban de ello, nunca le confirmaba nada.
―Al final terminará odiándonos.
―No me importa. Yo ya le odio...