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Bilbao- 20 de enero del año 2036-21:00 horas.

El lehendakari estaba discutiendo con mi padre en nuestra casa. Entré en la habitación y me pidieron mi opinión. No. Creo que fue algo más que eso. Era como si me estuviesen pidiendo mi beneplácito o mi aquiescencia para hacer algo que iba en contra de lo que creían ellos.

“Es la única solución para mantener el orden”, decía el lehendakari, “ahora mismo hemos conseguido estabilizar la situación. No quedan más grupos armados y nadie quiere saber nada de política ni de los políticos nunca más. Un grupo de gente de bien, competente, con ciertos ideales, es la única forma posible de que Euskadi progrese”.

“¿Dónde queda esa idea anticuada de “un hombre un voto”?”, les pregunté.

“No seas ingenuo. Mira lo que ha pasado con las democracias: sus gobiernos se han debilitado tanto con las Marcas Globales que son éstas las que suministran hasta su política. De la misma forma que el comunismo cayó a finales del siglo pasado, así mismo están cayendo las democracias”, me contestó mi padre.

“Tal vez, pero no seré yo quien les dé su tiro de gracia”, les dije.

“Desde dentro, desde el Comité, podremos asegurarnos de que se mantenga el orden y la justicia”, intentaba convencerme mi padre, convenciéndose a sí mismo.

“Podremos finalmente construir la Euskadi que hemos deseado durante tanto tiempo”, añadió el lehendakari, “Tú, que has hecho tanto, debes estar con nosotros”.

La conversación se prolongó durante varias horas, fluyendo entre sus esfuerzos para convencerme y todas las ideas que querían poner en práctica. Todo ello muy loable pero sin ninguna cortapisa.

“Bolto ya es el pasado. No habrá más bombas, ni comandos ilegales, ni grupos de resistencia armada. Todo eso se ha terminado. No habrá más ordenes de Trébol”, insistía el lehendakari.

Me chocó su mención de Trébol, cuya identidad yo mismo desconocía pero cuyas órdenes había acatado durante diez largos años. Un político de su altura no debería haber sabido de su existencia, y menos aún estar tan convencido de que no volvería a dar más órdenes, a no ser que me estuviese confirmando los rumores de su muerte.

Más tarde me di cuenta de que así fue, que el lehendakari no dejó escapar esa información por casualidad. Me dejaba claro que era conocedor de la estructura de mando de nuestros grupos armados, y que la muerte de Trébol había sido necesaria para nuestra incorporación a la nueva sociedad que estaban creando.

“Declino la invitación”, les dije finalmente.

El resto es historia. Si no estaba con ellos, estaba fuera. El lehendakari, con la influencia de mi padre, se limitó a facilitar mi salida de Euskadi. Para la mayoría de la gente simplemente desaparecí de la noche a la mañana. Muchos pensarían que yo también había muerto.