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Bilbao-18 de junio de 2045-17:00 horas.

Nunca estoy seguro de cómo referirme a ellos, no sé si la forma correcta es ex-agentes del FBI o agentes del ex-FBI o, incluso, ex-agentes del ex-FBI. El caso es que están bien entrenados, utilizan su iniciativa y son cuidadosos y ordenados, por lo menos si tomamos a Cintia como ejemplo. Me entregó un mini CD diciéndome que allí estaba todo.

“Vete directamente al minuto veinticinco, allí encontrarás lo más jugoso”, me dijo, entregándome un lector digital y unos pequeños auriculares.

Efectivamente allí escuché todo lo que me hacía falta saber y no tuve necesidad de dirigirme a Delaría, que me miraba desde el suelo con ojos de cordero a punto de ser degollado. Estaba atado y bien atado. Cintia había utilizado cinta de empaquetar y no había escatimado en ella, sus tobillos, muñecas y boca eran franjas de plástico marrón claro. Por educación y para mostrar cierto interés profesional le pregunté si había tenido algún problema.

“Ninguno que no pudiese resolver”, me contestó. “Seguí tus instrucciones casi al pie de la letra. Es curioso cómo en este país si eres negra y haces un trabajo de negra nadie es consciente de tu existencia. No son capaces de verte”.

Mientras Cintia, vestida con ropas ceñidas y coloridas, llamaba la atención por su exhuberancia y el color de su piel, la misma persona vestida con la bata deforme y el gorro mal encajado de una señora de la limpieza se convertía en algo casual e invisible, donde su tez servía como colofón a su camuflaje, sobre todo en la zona de Neguri, donde los miembros del percentil mínimo subsistían no como personas sino como parte del entorno.

“Delaría volvió solo a su casa, me extrañó que no le acompañase algún guardaespaldas, tal y como me habías advertido”, me dijo Cintia. No le interrumpí para contarle que dos de ellos estaban fuera de combate y que con mi huida y predecible captura, Ignacio se hubiese sentido más seguro. “Le reduje, le até, le amordacé y le metí en el maletero de su carro”. Me maravilló la sencillez con que hacían las cosas los agentes del ex-FBI. “Algún pendejo había tirado un bote de pintura negra al parabrisas, pero lo habían limpiado lo suficiente como para poder conducir”. No le desvelé la identidad del pendejo al que había hecho referencia para que acabase su historia. “Es un carro muy gozadoso para conducir y en un momentito llegué hasta aquí”.

“¿El interrogatorio?”, le pregunté.

“No problema, papito. Utilicé el amoníaco como me dijiste y cantó todo lo que tenía que cantar”.

Cintia había tapado los ojos de Delaría con un trapo de tela.

“¿Has estado alguna vez en Granada?”, le preguntó.

“Sí. Varias veces”, contestó Delaría.

“No vas a poder volver porque te morirías de tristeza”. Delaría no entendía este comentario, que Cintia pronto le explicó. “No hay nada en este mundo más triste que ser ciego en Granada. ¿Conoces el refrán? A no ser que contestes a todas mis preguntas, te quedarás ciego. Gota a gota voy a dejar que el amoníaco empape la venda que te cubre los ojos, cuando esté bien mojada no tendrás más remedio que parpadear y entonces el amoníaco quemará los tejidos blandos de tus ojos. Es algo muy doloroso, desagradable e irreversible, papito”.

Cintia no tenía ninguna intención de dejar ciego a Delaría. El líquido que empapó en la venda era alcohol, vodka para ser más precisos, y robado del mueble bar del propio Delaría. Esto hizo que le escocieran los ojos pero sin causarle mayores daños. A continuación abrió una botella de amoníaco y la puso debajo de sus narices. Delaría sintió el picor en sus ojos e inevitablemente lo asoció con el olor a amoníaco.

“En el mismo momentito en que abrí la botella de amoníaco, le quité la mordaza y empezó a contestarme de corrido a todo. Ya lo has oído”, concluyó Cintia esperando mi respuesta. Como no podía ser de otra manera, la felicité y fue mi turno en comportarme como un colegial y darle las gracias con un casto beso en la mejilla. No sabiendo como seguir, Cintia miró a Delaría y preguntó qué haríamos con él.

“De momento dejarlo donde está. Más tarde avisaremos a alguien para que venga a recogerlo”, contesté, ya que me importaba una mierda el futuro de Delaría. “O tal vez no avisemos a nadie y morirá de sed y hambre aquí mismo”.

Tampoco era cuestión de tranquilizar a nuestro prisionero, después de mi último comentario se preguntaría si alguien llegaría para rescatarle o no, la espera se le haría eterna. Allí le dejamos con sus preocupaciones y ya no pude retrasar más mi conversación con Cintia porque fue ella quien se adelantó abriendo fuego.

“Piensas que soy una puta”, me dijo. De hecho no pensaba nada por el estilo.

“No creo que Begoña sea una hija de puta”. Cintia recompensó este comentario, supuestamente gracioso, con una sonrisa cansina.

“No disimules lo que piensas detrás de tu humor sin gracia. Cuando me quiera reír me iré al circo”.

“Lo siento”.

“Me acosté contigo con el cadáver de mi marido todavía caliente”.

Era cierto, y qué podía contestar yo a eso. Pues para mí había sido la noche de sexo más importante de toda mi vida, y que jamás había dado rienda suelta a mis deseos más básicos con un comportamiento regido por unos instintos casi animales. Eso era exactamente lo que no podía decir. Cintia y yo volvíamos a ser seres racionales.

“No tienes que explicarme nada, y menos aún justificarte. No lo hagas, por favor. No intentes buscar ninguna explicación, y sobre todo no te sientas culpable ni de su muerte ni de lo que hiciste”.

“Pensaba que la psicóloga era yo”, me contestó, intentando ser ella la graciosa, sin éxito. Más pensativa me agarró de la mano.

“En un principio me quiso, lo sé, pero llegó un momento en que se avergonzaba de mí. No aguantaba que nos señalasen con el dedo, que me considerasen un ser inferior y que por extensión él se convirtiese en un paria. Con nuestra hija se le rompía el corazón, la adoraba pero no quería que le viesen con ella, deseaba lo mejor para su futuro, pero sabía que no le podría dar nada. Al final yo era una carga para él, pero con Begoña no sabía qué hacer”. Hubiese preferido volverme a enfrentar a los dogos argentinos que seguirle escuchando con la impotencia de no poder hacer ni decir nada para consolarla. Pensé que quizá lo único que debía hacer era eso precisamente, escucharla.

“Cuando Josu desapareció sentí pánico, incertidumbre casi hasta la desesperación. Cuando intentábamos salvarle no me di tiempo ni me permití pensar, sólo quería actuar”. Para mayor desgracia de los matones enviados por Gonzalerría, pensé sin decir nada. “Cuando le mataron no me importó, hasta casi sentí cierto alivio al pensar que ya no tenía ataduras y que podría empezar de cero. En el mismo instante me sentía culpable por no padecer nada de dolor al perderle y un ansia explosiva de libertad casi física. Tú estabas a mano”.

Había conseguido ofenderme. ¿Qué quería decir con eso de que yo estaba a mano? ¿Que si Gonzalerría hubiese estado a mano también le hubiese servido? ¿O Delaría incluso?

“Te lo agradezco. No sabes cuánto te lo agradezco”, continuó, apaciguándome. “Me hizo sentirme bien, como si expulsase todos mis demonios, como si solamente importase, durante esa pequeña ventana en el tiempo, el aquí y el ahora de los instintos”. Ahora me sentía como el rey del mambo. “Se me fue la cabeza. Gracias y lo siento. Sólo quería decirte eso. Que no se volverá a repetir”.

“¿Por qué no?”, dije sin darme tiempo a pensar.

Hizo como si no me hubiera oído y se alejó de mí, acercándose al Ferrari Rolls de Delaría, y antes de abrir la portezuela se volvió para mirarme.

“No eres tan hijo de puta como pareces”, dijo. “Conozco tu secreto”.

“¿Cuál de ellos?”. No creo que se refiriese a Nuria, ya que nuestra relación había sido muy publicitada.

“Sólo tú lo sabes. No te preocupes, no se lo diré a nadie”.

Como siempre no tenía ni idea de qué me hablaba. Me subí al coche.