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Neguri −16 de setiembre del año 2045-18:00 horas.

A mí me había perdido. Pero no perdió nada más. Me dio la sensación de que todo había cambiado para que todo siguiese igual. La vigilancia era discreta y el acceso a la parte noble de Neguri estaba controlado para que no pasase mucha gente por allí. Me pidieron mi identificación dos veces y, a pesar de mi rango genético, me hicieron preguntas aparentemente rutinarias que destilaban la idea de que no era bienvenido en aquella zona. No creo que se tratase de nada personal, ni que hubiesen sido avisados contra mi persona, simplemente no querían fomentar la presencia de extraños. Algo comprensible teniendo en cuenta el nivel de prosperidad que se percibía allí en comparación con el que existía en el centro de Bilbao y, me imagino, aún más con la escasez latente de las barriadas adjudicadas a los percentiles raciales más bajos. A pesar de la derrota de las Marcas Globales en Euskadi, a pesar de los deseos de una sociedad más equitativa, a pesar de la propagación del orgullo euskaldún, el poder del dinero seguía vigente. Las familias de Neguri seguían manteniendo su nivel de bienestar, pasase lo que pasase.

Había coches aparcados en las aceras, los setos y los jardines de las casas estaban cuidados, las ventanas pintadas y los contenedores de basura ordenadamente llenos. Se paseaban dos tipos de gente: los de allí y los de fuera. Los de allí, tanto ellos como ellas, vestían de un elegante sport, en el que me pareció ver alguna prenda de marcas de lujo a pesar de las restricciones, y los de fuera también iban perfectamente vestidos, incluso con uniforme algunos de ellos, representaban al servicio: jardineros, chóferes, chicos de la limpieza y cuidadoras de niños.

No me fijé al pasar por la avenida de Zugazarte si el Club Marítimo seguía existiendo, pero viendo aquella gente no era difícil imaginarse que se acercaría allí para tomar el aperitivo o a Punta Galea para jugar al golf.

Según me acercaba a la dirección que me había dado Gonzalerría, me estaba volviendo más aprensivo. Intenté no pensar en ella y concentrarme en la información que me podría facilitar, pero en una pequeña esquina de mi mente siempre me surgían las mismas dos preguntas: ¿Lo pude haber impedido? ¿Podría volver conmigo? Llamé al timbre. Acerqué mi cara a la cámara del video portero automático para que me viesen claramente, la verja se abrió y seguí el camino de losas que cruzaba el jardín hasta llegar a la puerta principal de aquella casa, que únicamente por pudor no se llamaría palacete. La puerta estaba entreabierta, la empujé y entré. Me estaba esperando.

Cuántas veces había pensado en lo que le diría la próxima vez que la viese. Cabalgando por las planicies de Al-Andalus me imaginaba en esta situación y pensaba en esa frase perfecta que, según mi ánimo, le haría sonreír y acercarse a mí o sentirse insultada y alejarse para siempre. No dije nada. La miré y vi que era una mujer en todo su esplendor, mantenía la juventud en su cara y la sonrisa en su mirada. Todo ello se resaltaba con la elegancia de su vestido y el ligero maquillaje que habría rechazado unos años antes. Y seguía siendo la única persona que me había importado en toda mi vida.

“Hola Eneko, o tal vez Bolto”.

“Hola Nuria”, dije de la manera más neutra de la que fui capaz. Los dos nos miramos sin decir nada. Fue ella quien rompió el silencio.

“¿Me vas a volver a decir que me quite la ropa?”.

Entonces supe que ella también había estado pensando en la primera frase que me diría cuando nos volviésemos a ver. Le sonreí. Yo también me acordaba de las primeras palabras que le dije cuando nos conocimos.

“Tú tenías que seguir buscando dragones contra quien luchar y yo no podía más. Ya había visto demasiadas muertes”, me dijo sentada delante de unos inmensos ventanales que daban al mar mientras yo hacía tintinear los hielos de mi vaso de güisqui.

“Nunca me he visto como un caballero andante”.

“Pues lo eres”.

“¿Tipo Don Quijote o tipo Rey Arturo?”.

“No me distraigas con chistes fáciles. Eras mi caballero andante. ¿Recuerdas? No solamente creías en la libertad y la justicia, sino que luchabas por ellas, físicamente. Cuando se acabó, cuando ya parecía que volvía la paz a Euskadi, te quedaste sin dragones. ¿Qué ibas a defender entonces? ¿Por qué causa ibas a luchar? Habías ganado, pero te negaste a aceptar tu victoria”.

“Visto lo visto en estos últimos días y por acuñar una frase fácil, quizá Euskadi ganó la guerra, pero ha perdido la paz. Si viviese aquí no dudaría ni un segundo en rebelarme contra muchas de las leyes e ideas que ha impuesto el Comité. Claro que los tiempos han cambiado, queremos paz por encima de todo incluso por encima de la libertad y la justicia”.

“No me vengas con conceptos tan manidos”.

“Sólo son manidos si en Euskadi eres genéticamente euskaldún y además mantienes los privilegios de tu clase social”.

“No me lo eches en cara, por favor”, me pidió. “Nací aquí y de aquí son los míos. Me recibieron con los brazos abiertos y volví a tener un hogar con todas las necesidades cubiertas, sin tener que enfrentarme a todo y a todos, todos los días”.

“Lo que pasa es que estas familias me caen mal”, le dije.

“Son como la mía”, contestó sin intentar justificarse.

“Me siguen cayendo mal, no la tuya en particular, sino toda esa clase social. Tampoco sabría decirte el motivo”.

Pensó durante unos instantes o fingió que pensaba porque éste era un tema que siempre había estado latente entre nosotros. “Creo que se debe al sentido que tienes de la justicia”.

“¿No crees que sea por envidia? A veces yo me lo pregunto”.

“No, no es por envidia. Creo que más bien resientes su forma de ser. No es el hecho de que ellos tengan más y tú menos. Eso no te importa. Lo que te carcome es que no se dan cuenta, o no quieren admitir, que su dinero no les hace superiores ni les da el derecho a hacer lo que les venga en gana”.

“Tal vez”, acepté su explicación.

“Pero lo que más te fastidia de ellos es que son incapaces de reconocer ni tan siquiera la posibilidad de que su lugar de privilegio en la sociedad no se deba a sus logros personales. Que sean unos privilegiados por haber nacido en la familia que han nacido y que además piensen que han adquirido esos privilegios gracias a su talento y esfuerzo personal, haciendo de menos al resto del mundo”.

No sabía si este análisis se refería a mi forma de pensar o a la suya.

“Y tú, ¿qué piensas de ellos? ¿Acaso te caen bien?”.

“Conozco a muchos y los conozco demasiado bien. Hasta cierto punto soy como ellos”.

“Por eso te quedaste. Porque son los tuyos”.

“Tal vez”.

“Es tu vida”, le dije con la sensación de que estaba volviendo a perderla.

“¿Qué alternativa tenía?”.

“Estar juntos”.

“Tú también te podrías haber quedado. Eras un héroe. Todos te adoraban y muchos te querían. Tú también podrías haberte esforzado por aceptar la paz, aunque fuese imperfecta. No me diste ninguna alternativa”, dijo apesadumbrada. “Podía irme contigo y acompañarte en tu búsqueda de no sé qué: tal vez. Pero no podía soportar las esperas. Cada vez que estabas fuera de mi vista siempre pensaba que me traerían tu cadáver y por lo que veo eso no ha cambiado. Siempre buscarás un dragón más y el último acabará contigo. No podría vivir así. Por lo menos aquí sé que los míos y yo estamos en paz”.

“¿Me has echado de menos?, le pregunté, pensando que de perdidos al río.

“¿Quieres que te mienta?”.

“No”.

“Mucho. Te eché mucho de menos”, me dijo.

Me acerqué a ella y la abracé por la espalda, los dos mirábamos al mar.

“¿Quieres a tu marido?” le pregunté más tarde.

“Me trata bien”, fue lo único que me dijo.

“Yo también te trataría bien”.

“No me lo creo. No me lo creo ni por un segundo”, se rió.

“¿Qué hace?”.

“¿Quién?”.

“Tu marido”.

“Trabaja de asesor en la Consejería de Propiedad Publica. También es consejero de varias de las empresas que tramitan el comercio con las Marcas Globales. En el fondo no sé muy bien lo que hace”.

Aparte de comer constantemente en el Goiseko Kabi para cerrar negocios, pensé.

“¿Es honrado?”.

“¿Me preguntas si me engaña?”.

“No. Sólo si es honrado”.

“Eneko, sigues siendo un ingenuo. ¿Piensas que se puede conseguir esto?”, me dijo señalando las cosas a su alrededor, “¿Y mantener una fortuna siendo honrado? Yo ni me lo pregunto. Como tampoco me pregunto si me engaña”.

Estaba pensando en sincerarme con ella, en contarle todo, en decirle por qué había ido a verla, que mi padre había sido asesinado y que su marido era mi principal sospechoso. Pero no sabía cómo. Me echaría de su casa inmediatamente y de su vida para siempre.

“¿Bolto?”.

“¿Ahora soy Bolto?”.

“Eras Bolto desde el momento que entraste por la puerta. ¿Para qué has venido?”.

Intenté poner cara de no saber de qué me estaba hablando. Esta vez se rió a carcajada limpia. Me abrazó y me dio un beso en la boca sin ningún tipo de aviso, como si se hubiese roto una barrera.

“Te quiero Bolto. Te quiero más de lo que te puedes imaginar, y no he dejado de pensar en ti desde el momento en que te fuiste”, se declaró.

Yo iba a aprovechar la oportunidad para decirle que yo también la quería pero me puso un dedo en los labios para mantenerme callado.

“Y tú también me quieres, lo sé. Pero jamás me hubieses venido a ver únicamente para decírmelo. Tenías que haberte visto la cara cuanto te he preguntado para qué habías venido. Te quiero y me quieres pero también te conozco. Y a pesar de conocerte, o tal vez por ello, te sigo queriendo”.

Seguía sin dejarme hablar y yo la aparté con los brazos aunque la mantuve agarrada de los hombros.

“Dime a qué dragón persigues, o tal vez sea un nuevo molino de viento, y yo te ayudaré a vencerlo”, me dijo.

“Puede ser peligroso y puede perjudicarte”.

“Eso no lo dudo”, me volvió a besar. “Y luego te marchas, y desapareces de mi vida para siempre. Sólo espero que éste no sea tu último dragón”, añadió.