Capítulo III

El Oriente en el año 600 a. C.

CUANDO volvemos a examinar el Oriente en el año 600 a. C., después de dos siglos de guerras y tumultuosos movimientos, advertimos de inmediato que casi todas las tierras tienen nuevos señores. Los cambios políticos son tremendos. Los cataclismos se han sucedido sin interrupción. La dinastía frigia se ha derrumbado entre matanzas y rapiñas, y, establecida en otro asiento de poder, su antiguo cliente gobierna el Asia Menor en su lugar. Los puntos fuertes de los pueblos semíticos de menor importancia han sucumbido casi todos, y Siria se ha convertido en codiciable hueso que se arrebatan un perro extranjero tras otro. El coloso asirio, que dominaba el mundo asiático occidental, se ha venido abajo, y los medos y los caldeos —estas dos insignificantes nubes que se habían cernido sobre el horizonte asirio— ocupan ahora su trono y su palacio. Según podemos advertir, la revolución política es completa. Pero si hubiéramos vivido en el año 600 en Assur, en Damasco, en Tiro o en Tarso, nos hubiera parecido menos importante. En el Oriente, un nuevo amo no siempre significa nueva tierra o nuevo cielo.

Veamos qué tan profundo es en verdad el cambio El imperio asirio ya no existía. He aquí un hecho de grave importancia que no hay que tomar a la ligera. La catástrofe decisiva ha ocurrido apenas seis años antes de nuestra fecha. Pero el poder de Asiria había ido declinando por cerca de medio siglo, y era evidente, por la libertad con que otras potencias se movían en el área de su imperio durante algún tiempo antes de su fin, que el Oriente llevaba ya varios años de verse libre de su interferencia. A decir verdad, aun antes de que ascendiera al trono el que sería el último «Gran Rey» de los semitas del norte, fué tomada y saqueada la ciudad de Cale, antigua capital del imperio medio y centro vital de la nacionalidad asiria.