Los egipcios no avanzaron más allá de este concepto de organización imperial. No se pensó siquiera en la ocupación militar efectiva de Siria, ni en su efectiva administración por algún organismo militar o civil. Las huellas del influjo cultural de Egipto, tal como se advierten en las excavaciones sirias pertenecientes a aquella época, son pocas y aisladas; y debemos concluir que fué muy pequeño el número de verdaderos egipcios que residieron, o siquiera pasaron por la provincia asiática. De naturaleza poco amante de aventuras, y reacios a emprender comercio con el extranjero, los nilotas se contentaron con dejar Siria en manos intermediarias y así obtener de ella alguna ganancia. Por tanto, bastó con la aparición de alguna tribu vigorosa y nutrida en la provincia misma, o de alguna potencia codiciosa en sus fronteras, para acabar con el imperio. Tribu y potencia habían aparecido antes de la muerte de Amenhotep: los amoritas de la Siria media, y el poderío recientemente consolidado de los hatti, en los confines del norte. Su hijo, el famoso Ekhnatón, no opuso nuevas medidas a la crisis, y antes de la mitad del siglo XIV ya el imperio extranjero de los egipcios se había reducido a nada (excepción hecha de una esfera de influencia en el extremo sur de Palestina) después de durar, para bien o para mal, algo menos de doscientos años. Ciertamente fué revivido por los reyes de la dinastía sucesora, pero cuando esto sucedió tuvo mucha menos posibilidad de perdurar que el antiguo. Al acceder Ramsés II a dividirlo con el rey hatti, por medio de un tratado cuyos términos conocemos por documentos supervivientes de ambas partes, confesó la impotencia egipcia para hacer efectiva cualquier reclamación; y ya para fines del siglo XIII la mano del faraón se había retirado de Asia, incluso de aquella antigua propiedad egipcia, la península de Sinaí. Algunos reyes egipcios posteriores harían incursiones en Siria, pero ninguno de ellos fué capaz, ni se mostró muy descoso de serio, de establecer ahí un imperio permanente.