Introducción
EL TÍTULO de este libro necesita una breve explicación, puesto que cada uno de sus términos puede utilizarse, legítimamente, para denotar más de un concepto, tanto de tiempo como de lugar. En la vaga e imprecisa idea que de «el Oriente» se tiene hoy en día, se incluye todo el continente e islas de Asia, parte de África —la parte norte, donde la sociedad y las condiciones de vida son más semejantes a las asiáticas— y también algunas regiones de la Europa sudoriental y oriental. Por tanto, pudiera parecer arbitrario restringir el Oriente, en este libro, al Asia occidental. Pero hay que invocar el calificativo de mi título a manera de justificación. No se trata del Oriente actual, sino del de la antigüedad, y por lo mismo, sostengo que no es irrazonable entender por el Oriente lo mismo que entendían en la antigüedad los historiadores europeos. Para Heródoto y los griegos de su época, Egipto, Arabia y la India eran el sur, la Tracia y la Escitia eran el norte, y el Asia Menor era el oriente: porque no concebían que hubiese nada más allá, sino el fabuloso océano. También puede alegarse que mi restricción, aunque no en sí misma arbitraria, evita, de hecho, la que de otra manera fuera inevitable obligación de fijar límites arbitrarios al Oriente. Porque el término, tal como se emplea en los tiempos modernos, implica un área geográfica caracterizada por una sociedad de cierto tipo general, y de acuerdo con la opinión que tenga sobre este tipo, cada persona que escribe o especula en torno al Oriente, expandirá o contraerá su área geográfica.
Más difícil será justificar la restricción impuesta en los capítulos siguientes a la palabra antiguo. Este término se emplea aún con mayor vaguedad y variedad que el otro. Si en general connota lo opuesto a «moderno», en algunos casos, y particularmente en el estudio de la historia, no se entiende habitualmente que lo moderno empieza donde termina lo antiguo, sino que significa lo relativamente reciente. Así, en la historia el mal definido período llamado la Edad Media y Oscura forma un hiato considerable antes de que, en el proceso restrospectivo, lleguemos a una civilización que, al menos en Europa, consideremos de ordinario como antigua. En la historia también solemos distinguir dos provincias dentro de la evidente área de lo antiguo, la prehistórica y la histórica. La primera comprende todo el tiempo en el cual la memoria humana, tal como la comunica la literatura superviviente, no penetra, o al menos; no penetra de un modo consciente, consistente y verosímil. Al mismo tiempo, no se implica que no podamos tener conocimiento alguno de la provincia prehistórica. Es incluso posible que la conozcamos mejor que ciertas partes de la historia, gracias a seguras deducciones a partir de pruebas arqueológicas. Pero lo que los registros arqueológicos nos enseñan es analítico, no histórico, puesto que tales registros no han pasado por el crisol transformador de una inteligencia humana que razone sobre los sucesos como efectos de causas. Sin embargo, la frontera entre lo prehistórico y lo histórico depende demasiado de la subjetividad de los historiadores individuales, y está demasiado sujeta a variar con el progreso de las investigaciones, como para ser un momento fijo. Y tampoco puede ser la misma para todas las civilizaciones. En lo relativo a Egipto, por ejemplo, tenemos un cuerpo de tradición literaria que puede llamarse, razonablemente, historia, y que se refiere a un tiempo muy anterior al que alcanzan las tradiciones literarias fidedignas de Elam y Babilonia, aunque estas últimas civilizaciones fueron probablemente más antiguas que la egipcia.
Para el Oriente antiguo, tal como lo entendemos aquí, poseemos dos, y sólo dos, cuerpos de tradición histórica literaria: el griego y el hebreo; y sucede que ambos (aunque independientes uno del otro) pierden consistencia y verosimilitud cuando se ocupan con la historia anterior al año 1000 a. C. Por otra parte, el profesor Myres ha cubierto el período prehistórico en su brillante libro El amanecer de la historia.[1] Por tanto, desde cualquier punto de vista, al tratar del período histórico, estoy absuelto de la obligación de tener que retroceder más de mil años antes de nuestra era.
No es muy visible el punto donde tenga que detenerme. La conquista de Persia por Alejandro, que consuma una larga etapa de una lucha secular, cuya descripción es mi tarea principal, marca una época más definidamente que cualquier otro suceso en la historia del antiguo Oriente. Pero hay graves objeciones al hecho de terminar bruscamente en esa fecha. El lector a duras penas podrá cerrar un libro que acabe entonces, sin quedarse con la impresión de que, a partir del momento en que el griego puso al Oriente bajo sus plantas, la historia de los siglos que todavía han de transcurrir para que Roma se apodere de Asia será simplemente historia griega —la historia de la Magna Grecia, que se ha expandido por el antiguo Oriente y le ha hecho perder su distinción del antiguo Occidente. Sin embargo, esta impresión no coincide en manera alguna con la verdad histórica. La conquista macedónica del cercano Oriente fué una victoria ganada por hombres de civilización griega, pero sólo fué muy parcialmente una victoria de esa misma civilización. El Occidente no asimiló, al Oriente en aquel entonces sino en muy pequeña medida, y no lo ha asimilado mayormente en el tiempo transcurrido hasta nuestros días. Por ciertas razones, entre las cuales algunos hechos geográficos —la gran proporción de estepas desérticas y del tipo humano que engendra tal país— son quizás las más poderosas, el Oriente se cierra obstinadamente a las influencias occidentales, y más de una vez ha cautivado a sus cautivadores. Por tanto, si bien, por mor de la conveniencia y para evitar enredarme en el muy mal conocido laberinto de lo que se llama historia «helenística», no intentaré seguir el curso subsiguiente de los sucesos a partir del año 330 a. C., sí me propongo añadir un epílogo que pueda preparar a los lectores para lo que iba a resultar del Asia occidental después de la era cristiana, y para hacerles posible la comprensión, en particular, de la conquista religiosa del Occidente por el Oriente. Éste ha sido un hecho de mayor gravedad en la historia del mundo, que cualquier conquista política del Oriente por el Occidente.
En la esperanza de hacer que los lectores retengan una idea clara de la evolución de la historia, he adoptado el plan de examinar el área, que aquí llamamos Oriente, según ciertos intervalos, en lugar de utilizar el plan alternativo y más habitual de considerar los sucesos consecutivamente en cada parte separada de esa área. Así, sin necesidad de repeticiones y superposiciones, nos cabe esperar la comunicación de un sentido de la historia de todo el Oriente como suma de las historias de sus partes particulares. Las ocasiones en que se harán estos reconocimientos serán puntos cronológicos puramente arbitrarios separados entre sí por dos siglos. Los años 1000, 800, 600, 400 a. C. no se distinguen, ninguno de ellos, por sucesos conocidos de la especie llamada «de los que hacen época»; ni tampoco se han escogido esos números redondos por alguna significación histórica peculiar. Lo mismo podían haber sido 1001, 801, etc., etc., o cualesquiera otras fechas divididas por iguales intervalos. Mucho menos deberá atribuirse ninguna virtud misteriosa a la fecha milenaria con que empiezo. Pero es un punto de partida conveniente no sólo por la razón ya expuesta, de que la memoria literaria griega —la única memoria literaria de la antigüedad que tiene algún valor para la historia primitiva— llega hasta esa fecha más o menos, sino también porque el año 1000 a. C. cae dentro de un período de perturbaciones durante las cuales ciertos elementos y grupos raciales, destinados a ejercer influjo predominante en la historia subsiguiente, se establecían en sus hogares históricos.
Un movimiento de pueblos hacia el poniente y hacia el sur, causado por alguna oscura presión del noroeste y el noreste, que había perturbado el Asia Menor oriental y la central por más de un siglo y que aparentemente había puesto fin a la supremacía de los Hatti capadocios, empezaba a asentarse dejando dividida la península occidental en dos pequeños principados. Indirectamente, el mismo movimiento había producido un resultado semejante en el norte de Siria. Un movimiento, todavía más importante, de pueblos iranios del lejano Oriente había terminado en la unión de dos grupos sociales considerables —cada uno de los cuales contenía gérmenes de un desarrollo superior— en las franjas noreste y oriental de la vieja esfera de influencia mesopotamia. Estos grupos eran los medos y los persas. Un poco antes, un periodo de inquietud en los desiertos sirio y arábigo, período señalado por intrusiones intermitentes de nómadas en las tierras de la franja occidental, había terminado en la formación de nuevos estados semíticos en todas partes de Siria, desde Shamal en el extremo noroeste (acaso desde la misma Cilicia, más allá de Amano), hasta Hamath, Damasco y Palestina. Finalmente, hay esta otra justificación para no llevar la historia del Oriente asiático más atrás del año 1000 a. C.: que antes de esa fecha no hay nada que sirva de base cronológica segura. La precisión en el fechado de los sucesos en el Asia occidental empieza cerca del fin del siglo X con las listas epónimas asirias, es decir, las listas anuales de los funcionarios importantes; mientras que para Babilonia no hay cronología segura hasta casi doscientos años más tarde. En la historia hebrea no se llega a un terreno cronológico seguro hasta que los registros asirios mismos empiezan a tocarse por encima de ella durante el reinado de Ahab sobre Israel. Para todos los otros grupos sociales y estados del Asia occidental tenemos que depender de sincronismos más o menos exactos con la cronología asiria, babilonia o hebrea, a excepción de algunos raros sucesos cuyas fechas pueden inferirse de las historias ajenas de Egipto y Grecia.
El área cuyo estado social examinaremos en el año 1000 a. C., para reexaminarlo a intervalos, comprende el Asia occidental limitada al este por una línea imaginaria trazada desde la cabeza del golfo Pérsico hasta el mar Caspio. Sin embargo, esta línea no ha de trazarse rígidamente recta, sino que debería más bien describir una curva poco profunda de tal modo que incluya en el antiguo Oriente toda el Asia situada a este lado de los desiertos salinos de la Persia central. Esta área está señalada por mares en tres lados y por el desierto en el cuarto. Internamente se le distinguen unas seis divisiones marcadas por fronteras geográficas extraordinariamente acentuadas o por grandes diferencias de carácter geográfico. Estas divisiones son como sigue:
1) Una proyección peninsular occidental, limitada por mares en tres lados y dividida del resto del continente por masas montañosas elevadas y muy anchas, y que ha sido llamada, no sin propiedad, Asia Menor, puesto que presenta, en muchos respectos, un epítome de las características generales del continente.
2) Una enmarañada región montañosa que llena casi todo el resto de la parte norte del área, y que tiene un acusado carácter distinto no sólo del altiplano del Asia Menor hacia el oeste, sino también de las grandes tierras llanas de carácter estepario que hay al sur, al norte y al este. Esta región nunca ha tenido quizás un solo nombre, aunque en su mayor parte ha sido incluida en «Urartu» (Ararat), «Armenia» o «Kurdistán» en varias épocas; pero, para mayor conveniencia, la llamaremos Armenia.
3) Una angosta faja que corre hacia el sur de las dos divisiones anteriores y que se distingue de ellas por una elevación general mucho menor. Está limitada al oeste por el mar, y al sur y al este por grandes extensiones de desierto, y se la ha conocido generalmente, al menos desde la época griega, como Siria.
4) Una gran península austral en su mayor parte desértica, alta y bordeada de arenas por el lado de tierra, y que desde la antigüedad ha recibido el nombre de Arabia.
5) Una ancha faja que se extiende hacia el interior del continente entre Armenia y Arabia y que contiene las cuencas media y baja de los ríos gemelos, el Tigris y el Éufrates, los cuales nacen en Armenia y desaguan la mayor parte de toda el área. La superficie de ésta es de muy diverso carácter, y va del puro desierto en el oeste y en el centro, a la gran fertilidad de las partes al este; pero, en general, hasta que no empieza a elevarse al norte hacia la frontera de «Armenia» y hacia el este hacia la de la sexta división, que estamos a punto de describir, mantiene una baja elevación. Ningún nombre común ha incluido todas sus partes, tanto la región interfluvial como los distritos más allá del Tigris; pero como el término Mesopotamia, aunque visiblemente incorrecto, se utiliza hoy día para designarla, podemos utilizarlo a falta de otro mejor.
6) Una meseta elevada, amurallada con altas cordilleras por donde toca a Mesopotamia y Armenia, y que se extiende hasta los límites desérticos del antiguo Oriente. A esta región, aunque sólo comprende la parte occidental de lo que debiera entenderse por Irán, podemos darle «sin prejuicio» este nombre.