5. La expansión asiria en Siria

Tales eran los peligros que nublaban el horizonte de los semitas del norte en el año 800 a. C. Pero no eran todavía patentes para el mundo, ante cuyos ojos Asiria parecía aún como la potencia irresistible que extendía cada vez más sus dominios. El oeste ofrecía el campo más atractivo a su expansión. Ahí los fragmentos del imperio hatti gozaban los frutos de la civilización hatti; ahí los opulentos estados arameos, y los más opulentos aún puertos fenicios. Ahí la vida urbana estaba bien desarrollada, cada ciudad se bastaba a sí misma, suficiente en su territorio, y vivía más o menos del tráfico de las caravanas que por fuerza pasaban bajo o cerca de sus murallas entre el Egipto, por una parte, y Mesopotamia y el Asia Menor por la otra. Nunca hubo campo más propicio a la empresa guerrera, ni más abierto al pillaje sin temor de represalias. Sabedora de esto, Asiria se ocupó desde la época de Asurnazirbal en amedrentar y esquilmar a Siria. Casi se convirtió en tarea de todos lo años para Salmanasar II marchar al medio Éufrates, vadearlo con su ejército, y extorsionar Karkhemish y las otras ciudades del norte de Siria hasta Cilicia, por un lado, y Damasco, por el otro. Hecho esto, enviaba mensajeros a exigir rescate de las ciudades fenicias, las cuales lo pagaban a regañadientes o lo retenían temerariamente, de acuerdo con la magnitud de su apremio. Desde la última vez que nos detuvimos a considerar los estados arameos, Damasco ha cimentado definitivamente la supremacía que sus ventajas naturales habrán de asegurarle en todas las ocasiones en que Siria se vea libre de la dominación extranjera. Su dinastía guerrera de Benhadad, que había sido fundada, según parece, más de un siglo antes de la época de Salmanasar, extendía ahora su influencia a través de Siria de este a oeste y a los territorios de Hamath, en el norte, y de los hebreos, en el sur. Asurnazirbal nunca se había atrevido a más que a intimar a larga distancia al señor de este vasto y rico estado para que contribuyera al contenido de sus cofres; pero tal obligación tributaria, si alguna vez fué admitida, era descuidada continuamente, y Salmanasar II vió que debía tomar medidas más audaces o contentarse con ver sus bandas limitadas al ya asolado norte. Eligió el ataque franco, y asaltó Hamath, en su séptimo verano, la dependencia damascena más septentrional. Un triunfo notable, conquistado en Karkar, en el Orontes medio, sobre un ejército que incluía contingentes de la mayor parte de los estados semíticos del sur —uno llegó, por ejemplo, de Israel, donde ahora reinaba Ahab—, le abrió el camino hacia la capital aramea; pero no fué hasta doce años más tarde cuando el Gran Rey atacó Damasco. Pero no logró coronar sus éxitos con la captura de la ciudad, y, fortalecida con el ascenso de una nueva dinastía que fundó en 842 Hazael, jefe guerrero, Damasco siguió estorbando a los asirios el pleno disfrute de las tierras meridionales durante otro siglo.

Sin embargo, aunque Salmanasar y sus sucesores dinásticos hasta Adad Nirari III no pudieron entrar en Palestina, la sombra del imperio asirio empezaba a cubrir Israel. Las divisiones internas de este último, su temor y envidia de Damasco, ya habían hecho mucho por asegurar el desastre final. En la segunda generación después de David, la incompatibilidad radical entre las tribus hebreas del norte y del sur, que bajo su mano vigorosa y la de su hijo habían tomado la apariencia de una sola nación, volvieron a afirmar su influencia desintegradora. Si bien no es seguro que las doce tribus hayan sido de una sola raza, sí puede afirmarse que las del norte habían llegado a contaminarse en buena parte de sangre aramea y a infectarse de influencias de la Siria media, acentuadas sin duda, especialmente en los territorios de Asher y Dan, por las relaciones establecidas y mantenidas por David y Salomón con Hamath y Fenicia. Estas tribus, y algunas otras del norte, nunca habían estado de acuerdo con las del sur a propósito de una cuestión vital para las sociedades semíticas: las ideas y la práctica religiosas. El monoteísmo antropomórfico, que las tribus del sur llevaron de Arabia, tuvo que luchar en Galilea con el politeísmo teriomórfíco, es decir, la tendencia a encarnar las cualidades de la divinidad en formas animales. Hay pruebas suficientes de estas creencias en la tradición judea, aun durante la época de los vagabundeos pre-palestinianos. Encarnaciones reptilinas y bovinas se manifiestan en la historia del Éxodo, y a pesar de los fervientes esfuerzos misioneros de una serie de profetas, y de la adhesión de muchos fieles, incluso tribeños del norte, al credo espiritual, estos cultos ganaron fuerza en la congenial vecindad de arameos y fenicios, hasta que dieron como resultado la separación política del norte y el sur tan pronto como llegó a su fin el reinado de Salomón. A partir de entonces, hasta la catástrofe de las tribus del norte, no volvería a haber una nación hebrea unida. El reino del norte, acosado por Damasco y forzado a tomar parte en sus luchas, buscaba ayuda extranjera. La dinastía de Omri, que, a fin de asegurar el control del gran camino del norte, se había construido una capital y un palacio (descubierto no ha mucho) en el monte de Samaria, contaba principalmente con Tiro. La dinastía que siguió a ésta, la de Yehú, quien se había rebelado contra el hijo de Omri y su reina fenicia, coqueteó con Asiria y la animó para aumentar la presión sobre Damasco. Era una política suicida; porque en la existencia ininterrumpida de un vigoroso estado arameo en el norte estaba la única esperanza de larga vida para Israel. Yeroboam II y su profeta Jonás debían haber visto que el día de ajustar cuentas llegaría pronto para Samaria una vez que Asiria ajustara cuentas con Damasco.

Hasta cierto punto, aunque desgraciadamente no en todos los detalles, podemos rastrear en los registros reales el avance del dominio territorial asirio en el oeste. La primera señal clara de su expansión nos la da una noticia de la ocupación permanente de un punto sobre la orilla izquierda del Éufrates, como base para el paso del río. Este punto era Til Barsip, situado frente a la embocadura del más meridional de los afluentes sirios, el Sayur, y antigua capital de un principado arameo. La prueba de que su ocupación por Salmanasar II, en el año tercero de su reinado, se hizo con intención de que fuera permanente, la tenemos en el hecho de que recibió nuevo nombre y se convirtió en residencia real asiria. Se han encontrado recientemente cerca de Tell Ahmar, el villorrio moderno que ha sucedido a la ciudad real, dos leones de basalto que el Gran Rey erigió entonces a cada lado de su puerta mesopotámica e inscribió con textos conmemorativos. Esta medida indicaba la anexión definitiva por parte de Asiria de las tierras de Mesopotamia, las cuales habían estado bajo gobierno arameo durante un siglo y medio cuando menos. Cuándo se estableció ahí este gobierno, no lo sabemos con certeza; pero el colapso del poderío de Tiglathpileser, alrededor col año 1100 a. C., sigue tan de cerca a la principal invasión aramea, procedente del sur, que parece probable que esta invasión haya sido en gran medida la causa de este colapso, y que su consecuencia inmediata fuera la constitución de los estados arameos al este del Éufrates. El más fuerte de ellos, y el último en sucumbir ante Asiria, fué Bit-Adini, distrito al oeste de Harran, del cual había sido Til Barsip la ciudad principal.

La etapa siguiente de la expansión asiria la señala una ocupación similar de un punto en el lado sirio del Éufrates, a fin de proteger el paso del río y con el fin de convertirlo en sitio de concentración de los tributos. Ahí se levanta Pitru, antes ciudad hatti, y que acaso fuera la Pethor bíblica, situada junto al Sayur en algún sitio todavía no identificado, pero que probablemente estaba cerca de la desembocadura del río. En el año sexto de Salmanasar recibió nombre asirio, y se la utilizó después como base para todas las operaciones en Siria. Sirvió también para amagar e intimidar la ciudad de Karkhemish, más grande y rica, que distaba de ahí pocas millas hacia el norte, y que por mucho tiempo permanecería libre de la ocupación asiria permanente, aunque sujeta a extorsión en cada correría occidental del Gran Rey.

Con este último avance hacia el oeste de sus posesiones territoriales permanentes, Salmanasar parece haberse dado por satisfecho. Tenía seguro el vado del Éufrates, y se había establecido firmemente en la orilla siria. Pero no podemos estar seguros sobre este punto, porque, aunque ninguno de sus registros conocidos mencione el cambio de nombre de ninguna otra ciudad siria, muchas pueden haber sufrido el cambio sin que se las mencionara en los registros, y otras pueden haber sido ocupadas por guarniciones asirias permanentes sin recibir nuevo nombre. Sea como sea, podemos rastrear, año por año, el avance constante de columnas asirias en el interior de Siria. En 854 la base de operaciones más distante se estableció en Khalman (Aleppo), de ahí marchó Salmanasar hacia el Orontes para librar, cerca del sitio de lo que más tarde sería Apamea, la batalla de Karkar. Cinco años más tarde, al regresar velozmente de una correría ciliciana, entró en Hamath. Seis años más pasaron antes de que volviera a hacer progresos en el sur, aunque en el intervalo volvió a invadir Siria, cuando menos una vez. Sin embargo, en 842, habiendo tomado un nuevo camino a lo largo de la costa, torció hacia el interior en Beirut, cruzó el Líbano y el Antilíbano, y logró llegar al oasis de Damasco así como también asolar cierta distancia en dirección del Hauran; pero no se apoderó (acaso, como el emir beduino que era, ni siquiera lo intentó) de la ciudad amurallada. Parece que repitió su visita tres años más tarde, pero que no pasó nunca de ahí. Lo cierto es que nunca se aseguró Fenicia, Celesiria o Damasco, y menos todavía Palestina, mediante una organización permanente. Es verdad, como se ha dicho, que no tenemos base para afirmar que en esta época Asiria haya incorporado definitivamente a su imperio ninguna parte de Siria, excepto aquel puesto de observación establecido en Pitru, sobre el Sayur. Ni tampoco es posible anotar más en el crédito de los sucesores inmediatos de Salmanasar; pero debe quedar claro que para fines del siglo Adad Nirari había extendido la esfera asiria de influencia (distinta de sus posesiones territoriales) algo más hacia el sur para incluir no sólo la Fenicia, sino también la parte norte de la Filistia y Palestina, con los distritos agrícolas al este del Jordán.