5
Amaia localizó al teniente Padua en cuanto entró en el bar Iruña de la plaza del Castillo, muy cerca de su propia casa. Era el único hombre sentado solo y, aunque estaba de espaldas, distinguió perfectamente las manchas de agua en su gabardina.
—¿Llueve en Baztán, teniente? —dijo a modo de saludo.
—Como siempre, inspectora, como siempre.
Se sentó frente a él y pidió un café descafeinado y un botellín de agua. Esperó a que el camarero pusiera las bebidas sobre la mesa.
—Usted dirá qué es eso de lo que quería hablarme.
—Quiero hablarle del caso Johana Márquez —dijo el teniente Padua sin preámbulos—. O mejor dicho, del caso Jasón Medina, porque estamos de acuerdo en que él fue el único autor del asesinato de la chica. Más o menos hace cuatro meses, el día en que tenía que comenzar el juicio, Jasón Medina se suicidó en los baños del juzgado, como usted ya sabe. —Amaia asintió—. A partir de ese momento se inició la investigación rutinaria normal en estos casos, sin ningún aspecto que destacar de no ser porque unos días más tarde recibí la visita del funcionario de prisiones que acompañó a Medina desde la cárcel y que puede que usted recuerde del juzgado; estaba allí, en el baño, más blanco que un papel.
—Recuerdo que había un funcionario junto a un guardia.
—Ése es, Luis Rodríguez. El hombre vino a verme muy afectado y me rogó que fuese muy claro en las conclusiones de la investigación, sobre todo en lo tocante a que el cúter que había utilizado Medina para suicidarse sin duda lo había introducido en las dependencias del juzgado una tercera persona, y que él quedaba libre de responsabilidad. El tema le preocupaba mucho porque era la segunda vez que un preso bajo su custodia se suicidaba. Según me contó, la primera fue tres años atrás: un preso se ahorcó en su celda durante la noche. La dirección de la prisión había admitido que debían de haber activado el protocolo de prevención de suicidios poniéndole un compañero. Y ahora, al ser la segunda vez que se veía relacionado en un caso similar, no las tenía todas consigo y temía algún tipo de sanción o suspensión. Le tranquilicé al respecto y un poco por hablar le pregunté por el otro preso. Un tío que había asesinado a su mujer y había mutilado el cadáver cortándole un brazo. Rodríguez no tenía ni idea de si el miembro amputado había aparecido o no, así que imagine mi sorpresa cuando llamo a Policía Nacional a Logroño, que eran los que habían llevado el caso, y me dicen que, en efecto, había asesinado a su esposa, de la que se estaba separando y de la que tenía una orden de alejamiento por una agresión anterior. Como los crímenes que todos los días vemos en las noticias, igual de simple. Llamó a la puerta y cuando ella abrió la empujó contra la pared aturdiéndola, después la acuchilló dos veces en el abdomen. La mujer murió desangrada mientras él saqueaba el piso, hasta se calentó un plato de alubias y se las comió sentado en la cocina, mientras la veía morir. Después se largó sin siquiera cerrar la puerta. Una vecina la encontró. Lo detuvieron dos horas más tarde en un bar cercano, borracho y aún manchado de la sangre de su mujer. Confesó el crimen inmediatamente, pero cuando le preguntaron por la amputación dijo no tener nada que ver con eso.
Padua suspiró.
—Amputación desde el codo con un objeto dentado pero afilado como un cuchillo eléctrico o una sierra de calar. ¿Qué le parece, inspectora?
Amaia unió ambas manos apoyando los índices contra sus labios y permaneció así unos segundos antes de hablar.
—Me parece que, de momento, es casual. Quizá le cortó la mano para quitarle una joya, el anillo de casados, para impedir la identificación, aunque estando en su propia casa esto no tendría demasiado sentido…, he visto cosas por el estilo. A menos que haya algo más…
—Hay más —afirmó él—. Fui hasta Logroño y me entrevisté con los policías que llevaron el caso. Me dijeron algo que me hizo recordar aún más el caso de Johana Márquez: el crimen había sido violento y chabacano, el tío había dejado la casa hecha una pena, y hasta el cuchillo que usó lo había cogido de la cocina de su esposa y lo abandonó ensangrentado junto al cuerpo. Al apuñalar a la víctima, él mismo se infligió un corte en la mano y ni siquiera tuvo cuidado de curárselo, así que fue dejando huellas ensangrentadas por toda la casa, hasta orinó en el váter sin vaciar la cisterna. Toda su actuación fue brutal y descuidada, como él mismo. Sin embargo, la amputación se realizó post mórtem, casi sin sangre, con un corte limpio por la articulación. No apareció ni el miembro amputado ni el objeto cortante que empleó para llevarlo a cabo. —Amaia asintió, interesada—. Me entrevisté con el director de la prisión, me dijo que en el momento del suicidio el preso llevaba en el centro pocos días, no mostraba arrepentimiento ni depresión, lo normal en estos casos. Estaba tranquilo y relajado, tenía apetito y dormía como un tronco. Como estaba adaptándose, pasó unos días solo en una celda y no recibió visitas de familiares ni amigos. Y de pronto, una noche, sin dar ninguna señal de que fuera a hacer algo semejante, se ahorcó en su celda y, créame, debió de llevarle trabajo, porque no hay en el cubículo ningún saliente tan alto como para colgarse. Lo hizo sentado en el suelo y eso requiere una gran fuerza de voluntad. El funcionario le oyó jadear y dio la alarma. Cuando entraron aún estaba vivo pero falleció antes de que llegara la ambulancia.
—¿Dejó nota de suicidio?
—Yo también lo pregunté, y el director me contestó que había dejado «algo así».
—¿Algo así?
—Me explicó que hizo una pintada sin sentido en la pared rascando el yeso con el mango de su cepillo de dientes —dijo sacando una fotografía de un sobre que puso sobre la mesa, girándola hacia ella.
Habían pintado encima, aunque sin molestarse en cubrir los surcos. En la foto tomada aposta de medio lado, la luz del flash evidenciaba las letras grabadas con trazo firme en el yeso de la pared. Una sola palabra perfectamente legible.
«TARTTALO»
Amaia levantó la mirada, sorprendida, buscando en Padua una respuesta. Él sonrió, satisfecho, echándose hacia atrás en la silla.
—Veo que he captado su atención, inspectora. Tarttalo, con idéntica grafía que en la nota que Medina dejó a su nombre —dijo poniendo sobre la mesa un forro de plástico que contenía a su vez un sobre dirigido a la inspectora Salazar.
Amaia permaneció en silencio, valorando todo lo que el teniente Padua le había contado en la última hora. Por más esfuerzos que hacía, era incapaz de encontrar una explicación coherente y satisfactoria para aclarar cómo era posible que dos homicidas comunes, chapuceros y desorganizados hubieran llevado a cabo el mismo tipo de mutilación en sus víctimas sin dejar indicios de cómo lo habían hecho, máxime cuando el resto del escenario estaba plagado de rastros, y que hubieran elegido la misma palabra, una palabra en absoluto común, para firmar su crimen.
—Bien, teniente, veo por dónde va, lo que no sé es por qué me cuenta todo esto, al fin y al cabo el caso de Johana Márquez es de la Guardia Civil, al igual que las competencias en traslado de presos. El caso, si es que lo hay, es suyo —dijo apartando las fotos hacia Padua.
Él las tomó y las miró en silencio, mientras suspiraba sonoramente.
—El problema, inspectora Salazar, es que no va a haber caso. Estos descubrimientos los he realizado por mi cuenta a partir de lo que me contó el funcionario de prisiones. El caso del preso de Logroño es de la Policía Nacional y está oficialmente cerrado, y el de Johana Márquez también, ahora que su asesino confeso está muerto. Todo lo que le he contado a usted se lo he planteado a mis superiores, que no ven suficientes indicios como para abrir una investigación.
Apoyando la cabeza en una de sus manos, Amaia escuchaba atenta mientras se mordía el labio inferior.
—¿Qué quiere de mí, Padua?
—Lo que quiero, inspectora, es estar seguro de que no tienen relación, pero tengo las manos atadas y, bueno, al fin y al cabo, usted está vinculada, y esto —dijo empujando de nuevo la nota hacia ella— es suyo.
Amaia pasó un dedo por la superficie suave del plástico recorriendo el borde del sobre y la letra pulcra y recta con que estaba escrito su nombre.
—¿Ha visitado la celda de Medina en la cárcel?
—Es usted increíble. —Padua rió negando con la cabeza—. He estado allí esta misma mañana, antes de llamarla. —Se inclinó hacia un lado y extrajo algo de su bolsa—. Página ocho —dijo, dejando una carpeta sobre la mesa.
Amaia reconoció las tapas de inmediato. Un informe de autopsia, había visto cientos, el nombre y el número figuraban en la tapa.
—La autopsia de Medina, pero ya sabemos de qué murió.
—Página ocho —insistió Padua.
Amaia comenzó a leer mientras él recitaba en voz alta, como si se lo supiera de memoria.
—Jasón Medina presentaba una importante erosión en el índice derecho, hasta el punto de que había perdido la uña, y la piel aparecía gastada hasta la carne viva. El director de la prisión me permitió examinar los objetos personales de Medina. Los tiene allí, la mujer no los quiere y nadie los ha reclamado. Por lo que he podido ver, Medina era un tío bastante simple. Ni libros, ni fotos, ni objetos relevantes, un par de números atrasados de una revista del corazón y un periódico deportivo. No tenía costumbres higiénicas muy desarrolladas, carecía de cepillo de dientes. Pedí ver su celda y a primera vista no se apreciaba nada que llamase la atención. En estos meses ha estado ocupada por otros presos, pero siguiendo una corazonada, rocié la pared con Luminol y aquello se iluminó como un árbol de Navidad. Inspectora, la noche antes del juicio Jasón Medina usó su propia sangre, erosionándose el dedo, para escribir en la pared de su celda lo mismo que el preso de la cárcel de Logroño, y al igual que su predecesor, después se quitó la vida, con la diferencia de que Medina lo hizo fuera de la cárcel por una sola razón, tenía que darle esto —dijo señalando el sobre.
Amaia lo tomó y sin mirarlo lo deslizó en su bolsillo antes de salir del bar. Mientras recorría las calles en dirección a su casa sentía su presencia ominosa que se recortaba contra su costado como una cataplasma caliente. Sacó su móvil y marcó el número del subinspector Etxaide.
—Hola, jefa —contestó él.
—Buenas noches, Jonan, perdona que te moleste en casa…
—¿Qué necesita, jefa?
—A ver qué puedes encontrarme sobre el tarttalo, la criatura mitológica y cualquier otra referencia que exista con la grafía t-a-r-t-t-a-l-o.
—Es fácil, lo tendré para mañana, ¿algo más?
—No, nada más, y muchas gracias, Jonan.
—No es nada, jefa. Hasta mañana.
Al colgar el teléfono se fijó en lo tarde que se había hecho, pasaban casi tres cuartos de hora de la toma de Ibai. Angustiada, echó a correr por las calles cercanas a su casa mientras sorteaba a los escasos transeúntes que se atrevían con el frío pamplonés, y mientras corría, no podía dejar de pensar en lo puntual que era siempre Ibai con las tomas, en el modo casi perfecto en que se despertaba reclamando alimento en el instante en que se cumplían cuatro horas exactas desde la última comida. Vio su casa hacia la mitad de la calle y sin dejar de correr sacó las llaves del bolsillo de su plumífero y como si asestase una estocada perfecta, introdujo la llave en el bombillo de la cerradura y abrió la puerta. El llanto ronco del bebé le llegó como una oleada de desesperación desde la planta superior. Subió las escaleras de dos en dos sin quitarse siquiera el plumífero, mientras en su mente se proyectaban absurdas imágenes del niño llorando, abandonado en su cuna, y James dormido o mirándolo impotente, incapaz de contener su llanto.
Pero James no dormía. Cuando entró en la cocina vio que sostenía a Ibai en brazos acunándolo contra su hombro y le canturreaba para calmarlo.
—Por Dios, James, ¿no le has dado el biberón? —preguntó mientras pensaba en lo contradictorio de su actitud respecto a esto.
—Hola, Amaia, lo he intentado —dijo haciendo un gesto hacia la mesa donde, en efecto, reposaba un biberón con leche—, pero no quiere ni oír hablar de eso —añadió, con sonrisa de circunstancias.
—¿Seguro que lo has hecho bien? —dijo ella agitando la mezcla del biberón con gesto crítico.
—Sí, Amaia —respondió él, paciente, y sin dejar de acunar al niño—. Cincuenta de agua y dos cacitos rasos de polvo.
Amaia se quitó el plumífero y lo arrojó a una silla.
—Dámelo —pidió.
—Tranquila, Amaia —dijo él intentando calmarla—, el niño está bien, un poco enfadado, pero nada más, lo he tenido todo el tiempo en brazos y no lleva mucho rato llorando.
Sin demasiado cuidado se lo arrebató de los brazos y salió hacia el salón, donde se sentó en un sillón mientras el bebé redoblaba su llanto.
—¿Y cuánto es para ti poco rato llorando? —preguntó, furiosa—. ¿Media hora?, ¿una hora? Si se lo hubieras dado antes no habría llegado a ponerse así.
James dejó de sonreír.
—Ni diez minutos, Amaia. Al ver que no llegabas me adelanté y tenía el biberón listo antes de que diese la hora. No le gustó, es normal, prefiere el pecho, y la leche artificial le sabe rara. Estoy seguro de que si hubieses tardado un poco más habría terminado por tomárselo.
—No he tardado por gusto —arremetió ella—, estaba trabajando.
James la miró, perplejo.
—¿Y quién dice que no?
El niño no dejaba de llorar, moviendo la cabeza a ambos lados buscando el pecho, desesperado por la cercanía. Sintió la fuerte succión, casi dolorosa, y el llanto cesó de pronto dejando en el aire un vacío de decibelios que casi resultó ensordecedor.
Amaia cerró los ojos angustiada. Era por su culpa. Ella se había entretenido y, descuidada, había dejado pasar el tiempo mientras su hijo lloraba de hambre. Puso una mano temblorosa sobre su pequeña cabeza y acarició la suave pelusilla que la cubría. Una lágrima resbaló por su rostro cayendo sobre el de su hijo, que ajeno a su angustia mamaba ya tranquilo mientras el sueño le vencía y cerraba los ojos.
—Amaia —susurró James acercándose y secando con sus dedos el reguero húmedo que el llanto había dejado en el rostro de su esposa—. No es para tanto, cariño. Te aseguro que el niño no ha sufrido. Y sólo llevaba llorando más intensamente un par de minutos, justo cuando tú has llegado. No pasa nada, Amaia, otros niños han tenido que cambiar de leche materna a biberón antes que Ibai, y estoy seguro de que más de uno protestó.
Ibai dormía relajado. Ella se cubrió, le tendió el niño y salió corriendo. Al momento James la oyó vomitar.
No había sido consciente de que se dormía, solía pasarle cuando estaba muy cansada. Despertó de pronto, segura de que había escuchado uno de aquellos gruesos suspiros que exhalaba su hijo en sueños tras el terrible berrinche que se había pegado, pero la habitación estaba silenciosa y al incorporarse un poco pudo ver o casi intuir con la escasa luz que el niño dormía tranquilo, y se volvió hacia James, que descansaba boca abajo estrujando su almohada con el brazo derecho. Instintivamente se inclinó y besó su cabeza. Él estiró el brazo y con su mano buscó la suya en un gesto común entre ellos y que repetían de modo inconsciente varias veces durante la noche. Reconfortada, cerró los ojos y se durmió.
Hasta que el viento la despertó. Soplaba ensordecedor silbando en sus oídos y produciendo un estruendo magnífico. Abrió los ojos y la vio. Lucía Aguirre la miraba fijamente desde la orilla del río, llevaba su jersey blanco y rojo de aspecto tan festivo que no podía resultar más incongruente y se abrazaba la cintura con el brazo izquierdo. Su mirada triste la alcanzaba como un puente místico tendido sobre las aguas agitadas del río Baztán, y a través de los ojos alcanzaba a sentir todo su miedo, todo su dolor pero, sobre todo, la infinita tristeza con que la miraba desesperanzada, aceptando una eternidad de viento y soledad. Venciendo su propio miedo, se incorporó y sin dejar de mirarla asintió animándola a hablar. Y Lucía habló, pero sus palabras arrancadas por el viento se perdían sin que Amaia pudiera discernir ni un solo sonido. Pareció gritar desesperada por hacerse oír hasta que sus fuerzas fallaron y cayó de rodillas al suelo, con el rostro oculto durante un momento, y cuando lo elevó de nuevo, sus labios se movían lenta y rítmicamente, repitiendo una sola palabra: «Atado…, apártalo…, atrápalo…, atrápalo…».
—Lo haré —susurró—, lo atraparé.
Pero Lucía Aguirre ya no la miraba, sólo negaba con la cabeza mientras su rostro se hundía en el río.