19

No había ni rastro de la lesión cuando despertó por la mañana pero se sentía demasiado furiosa como para conducir, así que optó por caminar a buen paso hasta la comisaría, después de calarse un gorro hasta las cejas y levantar la solapa del abrigo. Soplaba ese día un viento del sur que terminaría por arrastrar las nubes preñadas de agua lejos del valle, evitando la lluvia, y que sacudía su cuerpo como el de un pelele, obligándola a caminar inclinada hacia delante. Odiaba el viento que forzaba a los caminantes a no pensar en nada más que en mantenerse en pie, una escena que siempre le hacía recordar el pasaje del infierno de Dante donde los condenados caminaban contra el viento eternamente. Una fuerte racha sacudió las faldas de su abrigo contribuyendo a aumentar su enfado. Que el monstruo hubiera tenido la desfachatez de llegar hasta Rosario era una afrenta personal que con la luz de la mañana, y superado el shock inicial de enfrentarse de nuevo a la presencia de su madre, suponía un nuevo agravio que la enfurecía de un modo que la aterraba. No era bueno que un policía se implicase así; si no lograba controlar la ira que la provocación le causaba, perdería la perspectiva y quedaría inutilizada para llevar la investigación. Lo sabía y eso aún la enfurecía más. Apuró el paso hasta casi correr intentando que el esfuerzo calmase su ímpetu.

Los desvelos de la noche anterior habían dejado huellas oscuras bajo sus ojos, y aunque eran casi las nueve cuando llegó a la comisaría, el tiempo de sueño extra apenas le había servido de nada. Ibai se había despertado lloriqueando y tras un intento infructuoso de darle el pecho, James lo había calmado con un biberón, dejándole una sensación de incompetencia, que sumada a su enfado, sólo servía para estresar al bebé. Lo sabía, joder, lo sabía todo. Era una madre de mierda, incapaz de asistir a su hijo en lo más básico, y una poli de mierda, con la que los monstruos jugaban al escondite.

Antes de llegar al despacho del inspector Iriarte ya reconoció la voz de Montes, que inmediatamente le hizo recordar la conversación que habían tenido frente a su casa. Dio los buenos días sin detenerse y sin mirar al interior del despacho, mientras un coro de respuestas le llegaba desde allí. Lo último que necesitaba aquella mañana era que el inspector Montes hubiera decidido seguir su consejo y presentarse en comisaría para hablar con ella.

Entró en la sala de reuniones que utilizaba como despacho y cerró la puerta a su espalda. Aún se estaba quitando el abrigo cuando entró el subinspector Etxaide.

—Buenos días, jefa.

Amaia notó que la observaba atentamente fijándose quizás en las oscuras ojeras, y dudando entre su impulso natural de hacerle un comentario de índole personal o ir directo al trabajo. El subinspector era un magnífico investigador, sabía que a juicio de algunos le faltaban tablas y dureza, y que la parte humana aún pesaba más que la parte policial, pero qué hostias, al fin y al cabo, lo prefería a la frialdad de Zabalza o la chulería de Montes. Sonrió con cara de circunstancias, como si eso justificase su aspecto, y él optó por el trabajo.

—Parece que el juez Markina ha madrugado. Hace una hora llamó el teniente Padua para decir que les había llegado la orden y que tendremos las muestras esta misma mañana.

—Perfecto —contestó ella, mientras tomaba nota.

—Y también han llamado de Estella: no se puede hacer nada con las imágenes del aparcamiento de Santa María de las Nieves, lo han aumentado hasta donde pueden pero la imagen se desenfoca y resulta inservible. Han enviado esto —dijo, poniendo una serie de borrones grises y negros sobre la mesa.

Ella los miró, disgustada. Consultó su reloj y calculó que en Virginia apenas serían las cuatro de la madrugada. Quizá más tarde.

Jonan pareció dudar.

—… Respecto a lo que sucedió ayer en la clínica…

—Jonan, no es más que un hecho aislado y así debemos tratarlo. De momento no tiene más relevancia en la investigación, hay que esperar a tener los resultados de las analíticas para establecer el orden y poder comenzar a desarrollar un perfil, así que por ahora lo dejaremos estar.

No pareció que la propuesta le satisficiera del todo, pero aun así, asintió.

—Quiero que te vayas a casa y te tomes el resto del día libre. —Pareció que iba a protestar—. Lo que necesito que hagas puedes hacerlo desde allí. Sigue buscando similitudes en otros casos de crímenes machistas, y descansa un poco. Esta tarde a última hora salimos para Huesca, los doctores de los osos van a echarnos una mano para acelerar un poco las cosas. Yo te recogeré hacia las siete en Pamplona con las muestras, seguramente nos llevará toda la noche.

—Me encantará volver a verlos —dijo Jonan, sonriendo mientras se dirigía a la puerta. Puso la mano en el picaporte y se volvió como si hubiera recordado algo.

—Jefa… Cuando he llegado esta mañana, tenía un e-mail en el correo… —dudó.

—¿Sí?

—Un e-mail muy raro, estaba en mi bandeja, aunque creo que iba dirigido a usted.

—Y bien, ¿de quién era?

—Bueno, eso es lo curioso. Procede de…, mejor se lo enseño —dijo, adelantándose hasta llegar al ordenador y trayendo a la pantalla la bandeja de entrada.

—El Peine dorado —leyó Jonan—. No es que sea exactamente anónimo, pero es una de esas direcciones raras y firman con ese símbolo; yo diría que es como una sirena.

—Una lamia —dijo ella, mirando el pequeño logo al pie de la página.

Él se la quedó mirando.

—Perdón, jefa, ¿ha dicho una lamia? Pensaba que la mitología me estaba reservada por completo.

—Bueno, es evidente que es una lamia: si te fijas no es una cola de pez lo que tiene en el extremo de las piernas, sino unos pies de pato.

—Yo creo que no es tan evidente, la mayoría lo habrían confundido con una sirena, y hace un año este tipo de observaciones eran de mi jurisdicción y usted se limitaba a burlarse.

Ella sonrió; guardó silencio mientras leía el mensaje y Jonan continuaba:

—No sé si es un error o una broma, no le encuentro demasiado sentido.

Amaia lo imprimió y puso la hoja sobre la mesa.

—Si llega alguno más, pásamelo.

Esperó a que él saliera para leerlo de nuevo.

Una piedra que deberás portar desde tu casa

es la ofrenda que exige la señora

ofrenda a la tormenta para obtener la gracia

y cumplir el designio que te marcó en la cuna.

Miró con aprensión el teléfono mientras ensayaba mentalmente sus palabras, hasta que encontró el tono suficientemente despegado y profesional que era imprescindible para explicar aquello.

—Buenos días, Inmaculada, soy la inspectora Salazar, querría hablar con el juez.

Hubo una pausa como de un segundo en la que casi la oyó coger aire antes de contestar con empalagosa voz:

—El juez está muy ocupado esta mañana, deje el recado, yo se lo haré llegar.

—¡Oh, claro, por supuesto! —dijo Amaia, imitando su voz—, y ahora, Inma, pásame con el juez o me harás ir hasta ahí, y si tengo que hacerlo te meteré la pistola por el culo.

Sonrió maliciosa al imaginar la expresión sorprendida que acompañaría al respingo que sí oyó. En lugar de contestar, oyó el tono de llamada y la voz del juez al otro lado del teléfono:

—¿Inspectora?

—Buenos días, señoría.

—Buenos días. Espero que la emergencia no fuera tal.

—¿Qué?

—La emergencia por la que tuvo que irse anoche.

—Precisamente de eso es de lo que quiero hablarle.

Durante quince minutos relató los hechos del modo más imparcial posible. Él escuchó atentamente sin interrumpirla. Cuando terminó, Amaia tuvo dudas de que siguiese al otro lado de la línea.

—Esto lo cambia todo —afirmó el juez Markina.

—No estoy de acuerdo —protestó ella—. Es un matiz, sí, pero en lo que se refiere a la investigación, estamos en el mismo lugar. Hasta que no tengamos la confirmación de que los huesos hallados en la cueva pertenecen a las víctimas de esos crímenes, el resto de elementos, incluidas las firmas, no dejan de ser eventos casuales.

—Inspectora, el mero hecho de que un asesino se ponga en contacto con usted ya es bastante inquietante.

—Olvida que soy inspectora de homicidios. Trato con asesinos, y aunque sea poco frecuente, que un criminal contacte con el policía que lleva su caso está suficientemente documentado —dijo, mientras pensaba rápidamente—. Es sólo un aspecto del comportamiento presuntuoso y chulo de estos personajes.

—Creo que en el hecho de que se ponga en contacto con su familia hay algo más que chulería; hay intimidación.

Markina tenía razón pero Amaia no lo admitiría.

—Nunca he conocido un caso así —afirmó él.

—Quizá no tan directo, pero no es inhabitual que el autor de los crímenes deje pistas o mensajes encubiertos, sobre todo en los casos de asesinos múltiples o en serie.

—¿Cree que estamos ante una serie?

—Estoy segura de ello.

Él permaneció en silencio unos segundos.

—¿Cómo se encuentra?

—¿A qué se refiere?

—A cómo se siente a nivel personal.

—Si lo que está preguntando es si puedo tomar distancia con el caso, la respuesta es sí.

—Lo que estoy preguntando, exactamente lo que le he preguntado, inspectora, es cómo le afecta a nivel personal.

—Pues eso es personal, señoría, y mientras no tenga indicios de que el modo en que me afecta tiene repercusión sobre la investigación, no tiene derecho a preguntármelo.

Se arrepintió de su tono en cuanto lo hubo dicho. Lo último que le hacía falta era perder la confianza y el apoyo del juez. Cuando él habló, su tono era más frío, pero no había perdido su natural dominio.

—¿Cuándo y dónde tiene previsto realizar las analíticas?

—En un laboratorio independiente de Huesca. La bióloga molecular colaboró con nosotros en otro caso y sus conclusiones fueron entonces de gran ayuda. Ha accedido a realizar los análisis esta noche, así que mi ayudante y yo viajaremos hasta Aínsa para custodiar las muestras. Calculo que tendremos los resultados mañana por la mañana.

—De acuerdo, les acompañaré —dijo.

—Oh, no será necesario, señoría, no dormiremos en toda la noche y…

—Inspectora. Si los resultados de sus análisis son los que esperamos, mañana mismo abriremos el caso, y creo que no se le escapa la importancia y la repercusión que puede alcanzar.

No respondió. Mordiéndose la lengua, se despidió hasta la noche. Aquello no le gustaba, no quería tener al juez pegado a sus talones por más de una razón.

Cuando colgó el teléfono se lamentó de que la conversación no hubiera ido como ella había planeado. Markina la intimidaba; reconocerlo no le hacía sentirse mejor, pero al menos era un paso hacia la solución, y de momento, la única que se le ocurría era alejarse de él.

—No seas histérica —se reconvino en voz alta.

Sin embargo, la voz repetía en su interior que tomar distancia era lo más prudente. Volvió al mensaje firmado con el símbolo de la lamia y dedicó la siguiente hora a dibujar en la pizarra una sucesión de diagramas que fue rellenando con nombres.

Retrocedió unos pasos hasta la mitad de la sala y lo observó con ojo crítico. Unos leves golpes en la puerta la sacaron de su concentración:

—¿Interrumpo, jefa?

—No. Pase, Iriarte, y siéntese.

Él lo hizo orientando la silla hacia la pizarra. Amaia se volvió interponiéndose entre la pizarra y él, avanzó unos pasos, y tocando levemente la parte inferior la giró dejando ocultas las inscripciones.

—¿Alguna novedad en Arizkun? —preguntó, volviendo a la mesa y sentándose frente a él. No se le escapó el gesto perplejo con que Iriarte acogió su decisión de ocultar el diagrama.

—No, calma total. No ha vuelto a producirse ningún incidente, pero tampoco hemos obtenido avances en la investigación.

—Bueno, por una parte era de esperar. Ya sabemos que en el arzobispado querían una cabeza pinchada en un palo, pero como expuse, en la mayoría de los casos de profanaciones no se detiene al autor o autores. El mero hecho de tomar alguna medida ya resulta suficientemente disuasorio.

—Eso parece —contestó él, distraído.

—¿Está todavía el inspector Montes?

—No, ya se ha ido.

Le sorprendió, aunque, en efecto, prefería no hablar con él ese día. Había esperado que al fin claudicase y le mostrase respeto.

—Quería hablar de eso, de él.

—¿De Montes?

—Como sabe, el viernes se celebra en Pamplona el auto con el tribunal para decidir si Montes vuelve al servicio o continúa suspendido. Teniendo en cuenta que ahora es usted la jefa, su opinión tendrá un gran peso.

Amaia continuó en silencio un par de segundos y al fin contestó, impaciente:

—Sí, inspector Iriarte, estoy al tanto de todo eso. ¿Quiere decirme de una vez adónde quiere llegar?

Él llenó los pulmones de aire, y los vació lentamente antes de hablar.

—A donde quiero llegar es que mi declaración será favorable a la incorporación de Montes.

—Me parece correcto que actúe de acuerdo con su criterio.

—¡Oh, por Dios, jefa! ¿No cree que ha sido suficiente castigo para él?

—¿Castigo? No es un castigo, inspector, es un correctivo. ¿Acaso olvida lo que hizo?, ¿lo que estuvo a punto de hacer?

—No, no lo he olvidado, he pensado en lo que ocurrió aquel día miles de veces, y creo que se dieron un cúmulo de circunstancias que lo propiciaron. Montes acababa de pasar por un divorcio traumático, bebía bastante, estaba descentrado, y la relación frustrada con… Bueno, ya sabe, darse cuenta de que había sido utilizado…; la suma fue demasiado.

—Creo que no hace falta que le recuerde que los policías trabajamos bajo presión extrema, no podemos permitir que otros aspectos de nuestra vida invadan la labor policial; claro que somos humanos, y hay veces en que es imposible evitarlo, pero existe una línea que no podemos cruzar, y él lo hizo.

—Sí —admitió él—. Lo hizo, pero ha pasado un año, las circunstancias han cambiado, está centrado, ha ido a terapia, no bebe.

—Ja.

—Bueno, bebe menos, y tiene que reconocer que es un buen policía, el equipo está cojo sin él.

—Lo sé de sobra, ¿por qué piensa que aún no le he buscado sustituto? Pero no creo que esté preparado para volver, y la razón es que no estoy segura de que se pueda confiar en él. Y eso en homicidios, cuando nos jugamos la vida y comprometemos las investigaciones, es fundamental.

—La confianza es un camino de dos direcciones —dijo él con dureza.

—¿Qué insinúa?

—Que no se puede exigir confianza cuando no se otorga —dijo, e hizo un gesto hacia la pizarra que ella había ocultado.

Ella se puso en pie.

—En primer lugar, no le oculto información. Lo que hay en esa pizarra pertenece a otro caso en el que trabajo a título personal y que no se ha abierto aún; si eso llegara a ocurrir, informaría al equipo y asignaría esa investigación a las personas que me parecieran más adecuadas. Debo decidir si esa información es pertinente al caso que nos ocupa, o si, por el contrario, mezclarlos podría ir en detrimento de ambas investigaciones. Pero si cuestiona mi capacidad, puede dirigir sus quejas al comisario general.

Él se miraba las manos.

—No tengo nada que decirle al comisario general; no la cuestiono, pero duele ver que sí confía en otras personas.

—Confío en quien puedo confiar. ¿Cómo podría hacerlo en quien va diciendo por ahí que delego todo el trabajo en los demás y estoy todo el día de paseo? Y deberá reconocer que Montes no tenía por qué saber esto si lo que pasa aquí se quedase aquí.

—Jefa, sabe de sobra que Montes tiene su propio criterio y su propia manera de expresarlo, no necesita que nadie le dé ideas, y es verdad que está un poco picajoso, pero es normal en sus circunstancias, y puedo garantizarle que por mi parte, independientemente de las simpatías que le tenga a Montes, no sale una palabra ni un comentario de aquí.

Ella lo miraba con gesto adusto.

—Respecto a Montes, puede que muchas cosas hayan cambiado en él, pero no las suficientes.

—¿Y respecto a eso? —dijo él, señalando la pizarra.

—¿Qué es lo que quiere, inspector?

—Que confíe en mí y me cuente qué es lo que hay tras esa pizarra.

Ella le miró fijamente durante unos segundos, después caminó hasta la pizarra y, empujando suavemente el borde inferior, la volteó, y durante la siguiente hora confió en Iriarte.

Entró en casa y sonrió al escuchar el tintineo característico de los platos y las copas que su tía disponía sobre la mesa y que indicaba que llegaba a tiempo.

—Oh, mirad lo que ha traído el gato —exclamó la tía—. Ros, pon un plato más.

—Contigo quería hablar yo —dijo su hermana saliendo de la cocina—. Hoy me ha ocurrido una cosa muy curiosa —dijo mirando a Amaia fijamente y atrayendo la atención de James y la tía—. Esta mañana, cuando he llegado al obrador, había allí un equipo de restauración y limpieza de fachadas de Pamplona pintando la pared y la puerta del almacén.

—¿Y? —animó Amaia.

—Y después han ido a la fachada de mi casa. Por más que he insistido no han querido decirme quién les había contratado, sólo que habían recibido el encargo y el pago de forma anónima.

—Mira qué bien —dijo Amaia.

—¿Eso es todo lo que tienes que decir?

—Pues no sé…, ¿que espero que lo dejen bien?

Ros la miró, sonriendo y negando con la cabeza.

—Tiene gracia…

—¿El qué?

—Que durante años pensamos que la hermana mayor era Flora, y lo que es más absurdo, que tú eras la pequeña.

—Soy la pequeña, sois más viejas que yo —dijo Amaia.

—Gracias —dijo Ros, besándola en la mejilla.

—No sé de qué hablas, pero de nada.

Comieron y charlaron animados, aunque la tía estaba más silenciosa y pensativa que de costumbre, y cuando terminaron, mientras Amaia jugaba con Ibai, la tía se sentó a su lado.

—¿Así que sales para Huesca esta noche?

—Sí.

—Incluso antes de ir ya sabes lo que resultará —afirmó.

Amaia la miró muy seria.

—¿Cómo está tu hombro?

—Está bien —respondió a la defensiva.

—Tengo miedo, Amaia, toda tu vida he estado temiendo por ti, por lo evidente y por lo que no lo era tanto. Recuerdo como si fuera hoy el día en que con nueve años entraste aquí y echaste las cartas, como si llevaras toda la vida haciéndolo. Un mal terrible se cernía sobre ti en aquel momento, y unido al agravio y la humillación a los que acababas de ser sometida, las puertas se abrieron como pocas veces lo hacen; de hecho, sólo he vuelto a verlo una vez y fue cuando Víctor… Bueno, entonces… Hay algo en ti, Amaia, que invita a las fuerzas más crueles. Tu instinto para rastrear el mal es aterrador, y tu trabajo…, bueno, imagino que era inevitable.

—¿Quieres decir que estoy maldita? —dijo sonriendo, con menos convencimiento del que habría deseado.

—Todo lo contrario, ángel mío… Todo lo contrario. A veces las personas que han tenido experiencias cercanas a la muerte presentan estas peculiaridades, pero… Lo tuyo, lo que te distingue, es diferente. Eres especial, eso lo he sabido siempre, pero ¿cuánto, de qué forma? Ten cuidado, Amaia. Tantas son las fuerzas que te protegen como las que te atacan.

Amaia se levantó y abrazó a su tía, sintiendo la fragilidad de sus pequeños huesos entre sus brazos; la besó en la cabeza, en la suavidad de sus cabellos blancos.

—No te preocupes por mí, tía, tendré cuidado —dijo sonriendo—. Además, tengo una pistola y soy una tiradora letal…

—Deja de decir payasadas —la riñó de broma, desentendiéndose del abrazo y secando con el dorso de su mano las lágrimas que rodaban por su rostro.

Por fin se dejaba ver el sol del invierno, después de que el fuerte viento de la mañana hubiera barrido las nubes. Ibai dormía, acunado por el traqueteo de las ruedas del carrito en el empedrado de las calles de Elizondo, y, mientras apuraban la luz de la tarde con el paseo, Amaia escuchaba a James, que la puso al día de los avances en el proyecto de Juanitaenea, totalmente entusiasmado. Cuando estaban ya cerca de casa, él se detuvo y ella lo hizo a su lado.

—Amaia, ¿va todo bien?

—Sí, claro.

—Es que te he oído hablar con la tía…

—Oh, James, ya sabes cómo es. Es mayor y muy sensible, se preocupa, pero tú no debes hacerlo; no puedo trabajar si estoy pensando que estáis preocupados.

Él emprendió de nuevo la marcha, aunque por su gesto no parecía convencido. Volvió a detenerse.

—¿Y entre nosotros?

Ella tragó saliva y se humedeció los labios, nerviosa.

—¿A qué te refieres?

—¿Están las cosas bien entre nosotros?

Le miró a los ojos, intentando transmitirle toda la convicción que era capaz de generar.

—Sí.

—Está bien —contestó él más relajado, y avanzó de nuevo.

—Siento que esta noche también tenga que estar fuera.

—Lo comprendo, es tu trabajo.

—Voy con Jonan. —Lo pensó un instante y añadió—: Y el juez Markina nos acompaña para custodiar y valorar las analíticas. Es muy importante; si obtenemos el resultado que esperamos, podríamos destapar uno de los casos más graves de la historia criminal de este país.

James la miró un poco extrañado, y ella supo de inmediato por qué: estaba hablando demasiado, nunca se extendía en explicaciones sobre su trabajo, aquello simplemente pertenecía a «eso de lo que no puedo hablar», y también supo por qué lo estaba haciendo. Había sentido la necesidad de ser sincera de un modo encubierto, así que había mencionado a Markina y a la vez había intentado quitarle importancia, abrumándolo con más información de la que solía dar. Miró a James, que seguía caminando mientras empujaba el carrito, y de pronto se sintió mezquina. Suspiró sonoramente y él se dio cuenta.

—¿Qué pasa?

—Nada —mintió—, que acabo de recordar que tenía que hacer una llamada importantísima a Estados Unidos. Adelántate —dijo a su marido—, aún tengo tiempo de bañar a Ibai antes de irme.

Sin esperar a llegar a casa, sacó el teléfono, buscó el número y sentándose en el murete del río llamó. Al otro lado un hombre contestó en inglés.

—Buenos días —dijo, a pesar de que en Elizondo ya había anochecido—. ¿Agente Johnson? Soy la inspectora Amaia Salazar, de la Policía Foral de Navarra. El inspector Dupree me dio su número, espero que pueda ayudarme.

Su interlocutor permaneció unos segundos en silencio, antes de contestar.

—Oh, sí, la recuerdo, estuvo aquí hace dos años, ¿no es cierto? Espero que venga a visitarnos en la próxima convocatoria. Y dígame, ¿Dupree le dio mi número?

—Sí, me dijo que si necesitaba ayuda quizás usted me la podría prestar.

—Si Dupree le dijo eso, estoy a su servicio. ¿En qué puedo ayudarla?

—Tengo unas imágenes de muy mala calidad del rostro de un sospechoso. Hemos hecho todo lo posible, pero no conseguimos más que borrones grises. Me consta que ustedes trabajan con un nuevo sistema de recuperación de imágenes y reconstrucción de rostros que podría ser nuestra única posibilidad.

—Envíemelas, haré lo que pueda —respondió el hombre.

Ella apuntó su dirección de correo y colgó.