28

El portal olía a cera y a limpiametales utilizado para pulir los numerosos adornos de latón dorado que se repetían desde la puerta hasta el antiguo ascensor de madera con asiento tapizado y botones de marfil, que ambos admiraron mientras lo rebasaban en favor de la escalera.

El piso contaba con puertas principal y de servicio, y tras llamar a las dos, un hombre de unos setenta años que les sonrió asomó por la última.

—¿Eres Amaia?

Ella asintió, y antes de que tuviera tiempo de decir nada, el hombre la abrazó y la besó en ambas mejillas.

—Soy tu tío Ignacio, cuánto me alegra conocerte.

El hombre les condujo por un oscuro pasillo que resultaba aún más umbrío en comparación con la luminosa estancia a la que conducía. Dos mujeres y un hombre esperaban allí.

—Amaia, te presento a tus tíos, Ángela, Miren y su marido Samuel.

Las mujeres se pusieron en pie, no sin cierto trabajo, y la rodearon.

—Querida Amaia, qué alegría tuvimos cuando nos llamaste, es horrible que no nos conociéramos.

Tomándola cada una por una mano la condujeron al sofá y se sentaron a su lado.

—¿Así que eres policía?

—Policía Foral —contestó ella.

—¡Madre mía, e inspectora nada menos!

Amaia miró abrumada a Jonan, que se había sentado frente a ella y sonreía encantado. Se sentía rara. Más allá de su amatxi Juanita y su tía Engrasi, nunca había experimentado la sensación de orgullo de pertenencia de la que sus tíos hacían gala a pesar de que hacía diez minutos que los conocía y unas horas desde que a través de una llamada ellos habían sabido de su existencia. Los tíos de San Sebastián, a los que en ocasiones su madre había hecho alusión cuando hablaba de su infancia, y que protagonizaban tantas preguntas que ella atajaba con un «No nos hablamos, son cosas de mayores», cuando las niñas preguntaban.

Ignacio y Miren eran mellizos y tendrían unos setenta años, pero Ángela, que era mayor, guardaba un asombroso parecido con su madre que resultaba muy chocante por las diferencias entre ambas.

Ángela poseía la misma elegancia que siempre había admirado en su propia madre, pero carente de la soberbia altiva de Rosario. Aparecía relajada y permanentemente sonriente, y era en sus ojos donde estribaba la mayor diferencia. Los de Ángela viajaban sobre el mar Cantábrico, que se veía majestuoso desde la ventana de su salón, y regresaban a pasearse serenos sobre el juego de porcelana del que bebían café, para mirar de nuevo a Amaia, mientras en sus labios afloraba una sonrisa sincera, sin la tensión que había dominado siempre los gestos de su hermana. Su rostro se ensombreció de pronto.

—¿Cómo está tu madre?, no habrá…

—No, está viva, en un centro especializado. Está… delicada.

—Ni siquiera sabíamos de tu existencia, Amaia; de las dos mayores sí, Flora y Rosaura, ¿verdad? Pero no sabíamos que hubiese tenido una tercera hija. Ella se fue distanciando cada vez más. Cuando la llamábamos, siempre era muy fría y cortante. Un día, simplemente nos dijo que la dejásemos en paz, que ya sólo tenía una familia, que era la que había formado junto a su marido en Baztán y que no quería saber nada de nosotros.

—Sí, mi madre siempre ha sido muy difícil para las relaciones.

—No siempre —dijo Ángela—. Cuando era pequeña era un solete, siempre contenta, siempre cantando; fue más tarde cuando comenzó a volverse rara.

—¿Cuando se fue a vivir a Baztán?

—No, qué va, al principio todo continuó bien entre nosotros. Solía venir en verano con tus hermanas mayores, y nosotros también la visitamos allí unas cuantas veces.

Ignacio intervino:

—Creo que fue a partir de que se le muriera la niña.

Amaia se irguió en su asiento.

—¿Vosotros lo sabíais?

—Bueno, saberlo, saberlo… Lo supimos cuando ocurrió. Ni siquiera nos había contado que estuviera esperando un bebé. Un día llamó y nos dijo que había tenido una nena y que había nacido muerta.

—¿Nacido muerta?

—Sí.

—¿Recordáis en qué fecha fue eso?

—Bueno, era verano, y mi hijo acababa de hacer la comunión ese año, en mayo, así que calculo que sería el año 1980; sí, 1980.

Amaia dejó escapar todo el aire de sus pulmones antes de hablar.

—Ése es el año en que yo nací. —Sus tíos la miraron, perplejos—. Hace muy poco he sabido que nací junto a otra niña, una gemela, que según el certificado de defunción nació viva y murió posteriormente de síndrome de muerte súbita del lactante.

—Oh, Dios mío —se estremeció Miren—, entonces aquella niña…

—No es tan raro —terció Ángela—. Rosario siempre fue un poco mentirosa, evitaba dar explicaciones sobre lo que no le convenía, y si lo hacía, a menudo eran mentiras.

—¿Por qué creéis entonces que os contó que la niña había nacido muerta y en cambio no os dijo que había otra niña?

—Está claro, no le quedó más remedio que contárnoslo para poder enterrar a la niña aquí.

Amaia sintió que el corazón se detenía un instante.

—¿Está enterrada aquí?

—Sí, en nuestro panteón familiar. Nuestros padres nos lo legaron y ahora es de los hermanos, todos podemos usarlo y tenemos derecho a ser enterrados en él, pero al ser copropietarios debe comunicarse a todos cada vez que se abre. Ella lo sabía, y por eso nos llamó; de no haber sido así, creo que no nos habría dicho nada. Recuerdo que no quería ni que asistiéramos al entierro. Al final fuimos porque yo insistí, pero no porque ella lo deseara.

—¿Y mi padre?

—Nos dijo que tu padre se había quedado en casa con las niñas y al frente del negocio, que no podían permitirse cerrar ni un día.

—Fue un entierro muy triste —dijo Ignacio.

—Ni un cura, ni amigos. Solos, ella y el enterrador… Y aquella cajita tan pequeña; por no tener no tenía ni cruz. Yo se lo comenté: «¿Cómo es que no lleva una cruz el ataúd?». Y ella me dijo: «No tiene por qué, está sin bautizar».

Amaia se mordió el labio mientras escuchaba.

—Nosotras llevamos un ramo de flores, que fue la única huella que quedó sobre la lápida cuando la cerraron. Le pregunté cómo se llamaba la niña para pedirle al marmolista que lo grabara en la lápida, pero nos dijo que no tenía nombre, así que en la lápida no pone nada, pero allí está. Por suerte no se ha abierto desde entonces, no ha fallecido nadie de la familia en estos años, y toquemos madera —dijo, haciendo un gesto de superstición.

Amaia sopesó la información.

—¿Alguno de vosotros llegó a ver el cuerpo?

—¿La criatura? No, el ataúd estaba cerrado y tampoco insistimos: ver a un recién nacido muerto es algo de lo que podemos prescindir perfectamente.

Amaia miró a sus tíos, pensativa.

—Aparte de las contradicciones en lo relativo a la causa de la muerte, el fallecimiento de esta niña está rodeado de misterios. Mi madre le ocultó a toda la familia su nacimiento, ni mis hermanas ni yo lo sabíamos, hay irregularidades en el certificado de nacimiento y la aparición de unos restos óseos en extrañas circunstancias apuntan a que pertenecieron a esa hermana mía y hacen más sospechosas las circunstancias de su nacimiento y su muerte.

—Pero nosotros vimos cómo la enterraban…

—No visteis el… —fue pensar en la palabra cadáver y de pronto considerar que tenía connotaciones que le iban demasiado grandes a una recién nacida muerta— …el cuerpo —dijo.

—¡Pero por el amor de Dios! ¿Qué estás insinuando? —se espantó Ángela—, ¿que quizá allí no había un cuerpo?

—Al menos, no uno entero…

Sus tíos se quedaron en silencio mirándose unos a otros con gesto preocupado. Cuando Ángela volvió a hablar estaba muy seria.

—¿Qué quieres hacer ahora?

—Comprobarlo.

—Oh, pero eso significa… —dijo ella, tapándose la boca como si se negase a dar forma con palabras a aquel horror.

—Sí —asintió Amaia—, no os lo pediría si no creyese que es la única manera de estar seguros.

Miren le tomó la mano antes de decirle:

—No tienes que pedirnos nada, Amaia, tú también eres una heredera, y por lo tanto tienes derecho a ordenar abrirlo.

—Voy a llamar al cementerio —dijo Ignacio levantándose. Regresó al cabo de unos instantes—. Habrá que esperar a última hora, después del cierre, hacia las ocho. No quieren abrir la tumba en horario de visitas.

—Por supuesto —musitó Amaia.

—Te acompañaremos —dijo Ángela; los demás asintieron—, pero comprenderás que no miremos dentro; estamos un poco mayores para estos trances.

—No es necesario, siento las molestias, ya habéis sido muy amables, además no será agradable.

—Por eso no miraremos dentro —rió su tío—, pero estaremos contigo.

—Gracias —respondió, un poco emocionada.

—Jefa, ¿podemos hablar un momento? —pidió Jonan.

Se puso en pie y ella le siguió hasta el pasillo.

—Puede que no tenga problemas con el panteón, pero si quiere abrir el ataúd necesitará una orden. Sus tíos no lo cuestionarán, y yo no pienso decir nada, pero si encontramos algo raro tendremos que explicar por qué lo abrimos.

—Jonan, no puedo contarle esto al juez, es demasiado… No puedo contárselo a un juez, aún no tengo nada, no sé nada y lo que pienso es demasiado terrible. Sólo quiero saber si está allí, sólo quiero ver ese pequeño ataúd.

Él asintió; ya sabía que no se conformaría, no la inspectora Salazar que él conocía. Mientras hablaban en el pasillo, el marido de su tía pasó a su lado.

—Os quedáis a comer —anunció.

El cementerio de Polloe se alza sobre una colina del barrio de Egia, en San Sebastián. Horadado por debajo por uno de los túneles de la variante, se extienden por más de 64.000 metros cuadrados, 7.500 panteones y 3.500 nichos, la mayoría grandes panteones de mármol y piedra, que evidencian el pasado señorial de la ciudad. El de su familia tenía tres alturas, dos más bajas a los lados y una central más elevada cubierta con una inmensa cruz que ocupaba toda la superficie. Tres funcionarios del ayuntamiento les esperaban fumando y charlando junto a la sepultura. Tras levantar la losa con una polea que montaron sobre la tumba, introdujeron debajo dos gruesas barras de acero sobre las que deslizaron la pesada lápida.

Sus tíos permanecían a los pies de la sepultura y retrocedieron un poco cuando quedó abierta. Amaia y Etxaide se acercaron a mirar. En todo el borde exterior se había formado un orillo de tierra y musgo seco que delataba que la tumba no había sido abierta en años, y el interior olía a cerrado y se veía seco. En el lado derecho, dos viejos ataúdes se apilaban en un armazón metálico. Nada más.

—No se ve nada —dijo Amaia—, necesitaré una escalera.

Uno de los funcionarios se la acercó.

—Señora, si va a entrar ahí necesitará…

—Sí —dijo ella, mostrándole su placa.

Él echó una rápida ojeada y retrocedió. Colocaron la escalera y tras ponerse unos guantes, Amaia descendió al interior.

—Ten cuidado —le pidió su tía desde el borde.

Jonan bajó tras ella. El panteón tenía más fondo del que representaba su cubierta, y en un rincón donde el techo era más bajo, vieron la cajita. Tal y como su tía había recordado, era blanca, pequeña, y sobre la tapa aún podía apreciarse, perfilado, el lugar donde estuvo la cruz antes de ser arrancada.

Se detuvo de pronto, indecisa. ¿Qué estaba haciendo? ¿De verdad iba a abrir el ataúd de una hermana que hasta hacía unos días no sabía que tenía? ¿Quería hacer realmente aquello?

Y entonces le vino a la mente el rostro idéntico al suyo, vestido de dolor y una pena eterna, y ese llanto oscuro y denso, inagotable. Sintió una mano en su hombro.

—¿Quiere que lo haga yo, jefa?

—No —dijo, volviéndose a mirarle; qué bien la conocía—. Lo haré yo, pero tendrás que ayudarme, vamos a traerlo a la luz.

Lo sujetaron cada uno por un lado, y al alzarlo pudieron percibir el peso de su interior. Jonan suspiró sonoramente y Amaia le miró, agradecida por su presencia, por su aliento.

—Páseme la palanca —pidió al enterrador, asomándose a la fosa.

Pasó una mano por el orillo de la tapa buscando el borde, colocó la palanca, y la tapa se desclavó con el chirrido del metal contra la madera. Introdujo un poco más el extremo de la barra y con una suave maniobra la tapa quedó suelta. Jonan la sujetó con ambas manos y miró a Amaia, que asintió antes de apartarla. Lo que parecía una toalla blanca formaba un envoltorio abultado. Amaia lo miró durante un par de segundos. Tomó con los dedos uno de los extremos de la toalla y la destapó, dejando a la vista los restos de una bolsa de plástico hecha jirones y una buena cantidad de lo que parecía ser gravilla.

Jonan abrió la boca, sorprendido, y miró a su jefa. Ella introdujo la mano en el interior del ataúd y tomó un puñado de piedrecillas que dejó caer lentamente sin dejar de mirarlo, sabiendo que aquel resto de polvo que se escurría entre sus dedos era todo lo que obtendría de aquella búsqueda.