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No había ni rastro del sol que la mañana anterior había contribuido a templarle el ánimo y a disipar la niebla. Llovía de ese modo que los baztaneses conocen tan bien y que era inequívoca señal de que lo haría durante todo el día.
Era temprano, así que condujo su coche hacia Txokoto y lo detuvo en la puerta de atrás del obrador. Su hermana ya estaba trabajando; era una tradición panadera y pastelera levantarse bien temprano. Empujó la puerta, que no estaba cerrada, y penetró en el interior fuertemente iluminado y en el que algunos operarios ya habían comenzado a trabajar. Les saludó mientras se dirigía a la parte de atrás. Rosaura sonrió al verla.
—Buenos días, madrugadora, ¿qué eres, policía o pastelera?
—Una policía que quiere un café y una pasta.
Mientras Ros preparaba los cafés, Amaia se asomó a la cristalera y miró pensativa la sala del obrador.
—Anoche vine aquí.
Ros se detuvo con un platillo en la mano y la miró muy seria.
—Espero que no te moleste, necesitaba pensar, o recordar, no sé muy bien cuál de las dos cosas…
—A veces olvido que este lugar tiene que ser horrible para ti.
Amaia no contestó, no podía decir nada. Se quedó mirando a su hermana y después de unos segundos se encogió de hombros.
Ros dispuso los cafés y las pastas en la mesa baja frente al sofá, se sentó e hizo un gesto a su hermana para que la acompañara. Esperó a que se sentara, pero no hizo ademán alguno de tomar su café.
—Yo lo sabía.
Amaia la miró, confusa, sin saber de qué hablaba.
—Yo sabía lo que pasaba —repitió Ros, con voz trémula.
—¿A qué… te refieres?
—A lo que hacía la ama.
Amaia se inclinó más hacia ella y puso una mano sobre la suya.
—No podíais hacer nada, Ros, erais demasiado pequeñas. Claro que lo veíais, pero todo era tan confuso en ella… Para unas niñas era fácil estar confundidas.
—No me refiero a cuando te cortó el pelo, a cuando no quería bailar contigo, o a los regalos horribles que te hacía. Una noche de tantas en las que insistías en dormir conmigo, tan pegada a mí que me hacías sudar, esperé a que estuvieras dormida y me cambié a tu cama.
Amaia se detuvo con la taza a mitad de camino. Sus manos comenzaron a temblar, no mucho, pero tuvo que dejar la taza sobre la mesa. Inconscientemente, contuvo el aliento.
—La ama vino a verme, está claro que creía que eras tú, yo ya estaba casi dormida y de pronto la oí, muy cerca, oí perfectamente lo que dijo, dijo: «Duerme, pequeña zorra, la ama no te comerá esta noche». ¿Y sabes qué hice cuando se fue, Amaia? Me levanté y regresé a acostarme a tu lado, muerta de miedo. Desde ese día lo supe. Por eso siempre te dejaba dormir conmigo, y sé que de alguna manera ella también lo sabía, quizá porque se dio cuenta de que comencé a vigilarla, de que la observaba mientras te observaba. Nunca se lo he contado a nadie. Lo siento, Amaia.
Permanecieron así en silencio durante unos segundos que parecieron una eternidad.
—No te atormentes, no podías hacer nada. El único que pudo haber hecho algo fue el aita. Él era el adulto responsable, él era el que tenía que haberme defendido, y no lo hizo.
—El aita era bueno, Amaia, él sólo quería que todo funcionase.
—Pero se equivocó; no es así como se hace funcionar una familia. La protegió a ella y obligó a una niña de nueve años a salir de su casa, a no vivir con su padre y sus hermanas. Me mandó al destierro.
—Lo hizo para protegerte.
—Eso es lo que estuve repitiéndome durante años. Pero ahora soy madre, y hay una cosa que sé, y es que protegería a mi hijo por encima de James y por encima de mí misma, y espero que James esté dispuesto a lo mismo.
Amaia se puso en pie, y dirigiéndose hacia la puerta tomó su abrigo.
—¿No te acabas el café?
—No, hoy no.
Llovía más que antes, los limpiaparabrisas de su coche iban a toda velocidad y aun así resultaban insuficientes para arrastrar el agua que caía sobre los cristales. Condujo hacia la comisaria y observó cómo el agua bajaba en riadas por la empinada cuesta que bordeaba el edificio y caía al canal que, con este fin y como un pequeño foso, bordeaba el edificio. En lugar de dirigirse a la entrada principal rodeó la construcción y aparcó en la parte de arriba, entre los coches rojos con el logo de la Policía Foral en el costado. Al llegar a la sala que había venido utilizando como despacho, vio que Fermín Montes ya estaba allí. Remangado hasta los codos, dibujaba un diagrama en una nueva pizarra que habían llevado hasta allí. Etxaide y Zabalza le acompañaban.
—Buenos días, jefa —saludó, festivo, al verla.
—Buenos días —contestó ella mientras observaba la sorpresa de los otros dos hombres.
Jonan sonrió un poco, alzando las cejas mientras la saludaba, y Zabalza frunció el ceño a la vez que farfullaba algo que podría ser un saludo. Tenía sobre la mesa la abundante documentación que se había ido recabando durante la investigación. Por el grado de desorden y el número de trazos en la pizarra, calculó que llevaban al menos dos horas allí.
—¿Y esa pizarra?
—Estaba abajo, creo que apenas se utilizaba, pero aquí la necesitamos —dijo Fermín volviéndose a mirarla—. Trataba de ponerme un poco al día antes de que llegase.
—Continúen —dijo ella—. Empezaremos en cuanto llegue el inspector Iriarte.
Abrió su correo y encontró los habituales. El doctor Franz, que había aumentado su nivel de histerismo y amenazaba con «hacer algo», y otro del Peine dorado.
«Qué mejor lugar para esconder arena que una playa.
Qué mejor lugar para esconder un canto que el lecho del río.
El mal está dominado por su propia naturaleza».
Iriarte entró trayendo una de aquellas tazas que sus hijos le habían regalado el día del padre y la colocó ante ella.
—Buenos días, y gracias —saludó ella.
—Bueno, señores —dijo Iriarte—, cuando les parezca empezamos.
Amaia dio un buen trago a su café y se acercó a las pizarras.
—Hoy se nos une de nuevo el inspector Montes, así que vamos a refrescar lo que tenemos hasta ahora y ya que ustedes han comenzado por esta línea —dijo, indicando la pizarra con el título «profanaciones»—, seguiremos por aquí. Como veo que ya le han puesto al día de los inicios del caso, iremos a lo que sabemos ahora. Interrogamos a Beñat Zaldúa, un chaval de Arizkun, autor del blog reivindicativo de la historia de los agotes, y finalmente —dijo reposando un segundo sus ojos en Zabalza— admitió tener un cómplice, un adulto que se puso en contacto con él con intercambio de correos y que le animó a pasar a la acción. Al principio le pareció que así obtendría visibilidad sobre sus reivindicaciones, pero comenzó a asustarse cuando aparecieron los huesos. Aunque esto no se divulgó en la prensa, en Arizkun todo el mundo lo sabía, era algo que se comentaba en la calle. Zaldúa dijo no tener nada que ver con los huesos y tampoco participó en la última profanación, la que acabó con una carretilla eléctrica empotrada contra la pared de la iglesia. El chico estaba bastante asustado e identificó sin lugar a dudas a Antonio Garrido —dijo, señalando las fotocopias con sus antecedentes que Zabalza tendía a Montes—, que resultó ser el exmarido de Nuria, la mujer que disparó en su casa contra un agresor que penetró por la fuerza en el domicilio y que resultó ser el fulano que la había torturado y retenido durante dos años, que venía a matarla. Esto nos lleva —dijo Amaia volteando la otra pizarra— al tarttalo. Desde Johana Márquez se estableció relación al menos con otros cuatro asesinatos, todos cometidos por maridos o parejas, agresores cercanos a las víctimas, típicos crímenes de género con una particularidad, y es que en todos los casos las mujeres eran de Baztán y vivían fuera de aquí.
—Excepto Johana —apuntó Jonan.
—Sí, excepto Johana, que vivía aquí. En todos los casos las víctimas sufrieron la misma amputación post mórtem; en todos, sus asesinos se suicidaron y en todos dejaron la misma firma. Tarttalo.
»Todas las amputaciones fueron llevadas a cabo por un objeto dentado que inicialmente se supuso que podía ser una sierra de calar o un cuchillo eléctrico, pero el hallazgo de un diente metálico en el cadáver de Lucía Aguirre nos ha permitido establecer que se trata de una antigua herramienta de cirujano, una sierra manual de amputar.
Fermín alzó una ceja.
—El doctor San Martín trata de hacer un molde que reproduzca el diente metálico hallado para comprobar esto, pero todo apunta a que ésa es la herramienta, lo que tendría sentido, porque en el caso de Johana Márquez, el lugar donde se produjo la amputación, la borda donde se encontró el cuerpo, no tenía electricidad, y un cuchillo eléctrico o una sierra caladora habrían sido allí inútiles, a menos que funcionasen con batería. Y hay una cosa más. —Miró brevemente a Jonan y a Iriarte, que ya lo sabían—. Se ha demostrado que los huesos que se abandonaron en Arizkun en las sucesivas profanaciones pertenecieron a miembros de mi familia y fueron colocados allí con toda intención —explicó, aunque evitó decir de dónde se habían obtenido aquellos huesos. De momento era suficiente.
—Joder, Salazar —exclamó Montes volviéndose hacia los demás como buscando confirmación—. Pero esto lo convierte en algo personal —afirmó.
—Pienso igual —continuó ella—, sobre todo porque sabemos cómo obtuvo la información para encontrarlos. Visitó a mi madre en el sanatorio donde estaba ingresada, haciéndose pasar por uno de mis hermanos.
—Pero… usted no tiene…
—No, Montes, tengo las hermanas que usted conoce, lo que demuestra hasta qué punto llega su atrevimiento.
—Sonsacó a su anciana madre y dejó los huesos para provocarla.
Dicho así, «su anciana madre», parecía referido a una pobre viejecita cándida, utilizada por un maquiavélico monstruo; casi sonrió.
—¿Y cree que es el fulano de los dedos cortados?
Iriarte tomó la palabra.
—No es él. Tenemos las imágenes del sanatorio que lo descartan como visitante, pero todo apunta a que estos agresores violentos y desorganizados eran meros servidores de alguien mucho más listo, un instigador, alguien que maneja a su antojo la ira de estos hombres dirigiéndola contra las mujeres de su alrededor y que los domina hasta el punto de inducirles al suicidio, cuando ya no le son de utilidad.
—Yo diría que lo primero sería establecer quién pudo tener acceso a su madre mientras estuvo ingresada —propuso Montes.
—El subinspector Zabalza ya trabaja en ello.
Montes tomaba notas interesado.
—¿Qué más tenemos?
Jonan miró a Amaia interrogándola, ella negó con la cabeza. El hecho de que los últimos huesos pertenecieran a su hermana gemela era irrelevante para el caso, daba igual que fueran de un familiar que de otro. Aunque ya sabía que no, que no daba igual, que el hecho de que fueran de su hermana constituía una provocación especial y una afrenta que la tenía mortificada, pero no había compartido esa información con el juez y no veía razón para compartirla con Montes y Zabalza. De momento no eran más que otros huesos aparecidos en la profanación, y para su gusto ya lo sabía demasiada gente.
—Pues con este perfil —apuntó Montes— sólo falta que se ponga en contacto con usted directamente para ser de manual.
—Los correos —dijo Jonan.
—Sí, bueno… —dijo ella, evasiva.
—La inspectora ha estado recibiendo a diario unos correos bastante raros. Hemos rastreado la IP, una IP dinámica, y tras seguirla por media Europa aún no tenemos el lugar de origen, pero todo apunta a que sea un punto wi-fi público.
—Imagino que todo eso significa que no se puede rastrear —comentó Montes.
—Eso —sonrió Etxaide.
—Pues dilo en cristiano, joder —protestó Montes, pero lo hizo sonriendo.
—Perfil del inductor —dijo Amaia escribiendo en la pizarra—. Varón, de alguna manera relacionado con Baztán. Quizá naciese aquí o puede que él mismo hubiera tenido una mujer de aquí a la que habría matado o querido matar, esto habría desencadenado su odio hacia estas mujeres. Como bien ha dicho Montes —dijo mirándole—, es evidente que en sus actos hay una provocación personal hacia mí, y de alguna manera ya se ha puesto en contacto conmigo al usar para las profanaciones restos de mis antepasados. Esto nos lleva a una idea bastante clara: por un lado soy mujer, y a los individuos misóginos no les gusto un pelo, y sin embargo sus acciones han sido orquestadas para provocar que yo me hiciera cargo del caso, así que ansía medirse conmigo. Los perfiles similares del estudio de la conducta criminal del FBI apuntan a que tendrá cinco años más o menos que yo, lo que nos lleva a una horquilla de entre veintiocho y treinta y ocho años. Un hombre joven, con una formación superior. Algunos de sus acólitos eran patanes, pero al menos en un par de casos, el de Burgos y el de Bilbao, eran directivos de multinacionales con estudios universitarios, y en el caso del de Bilbao, con un alto nivel de vida, además. No es posible que un individuo cualquiera fuese admitido en sus círculos. Con gran atractivo físico pero sin resultar demasiado guapo, personalidad seductora, carismática, capaz de transmitir seguridad, aplomo y ejercer así su dominio. No sabemos de qué modo los capta, pero hay algo que sí sabemos de los inductores: el acólito no se siente identificado con él, no es una relación de igualdad sino de servidumbre. El inductor nunca obliga ni obtiene nada a la fuerza, pero es capaz de crear en su servidor el deseo de complacerle a cualquier precio, hasta con su propia vida.
Un silencio denso planeó sobre los asistentes, hasta que Montes lo rompió.
—¿Y tenemos a uno de ésos suelto por aquí?
—Todo apunta a que sí.
—¿Y el acólito?
—Ahí tiene la ficha. Da el perfil de maltratador violento, no tan caótico como los otros, quizá por eso el inductor lo eligió para llevar a cabo las profanaciones. Hay que tener en cuenta que tuvo a su mujer secuestrada durante dos años en su propia casa y nadie sospechó; si no hubiera logrado huir, aún estaría allí. Antes del secuestro, ya había conseguido romper cualquier tipo de relación con su familia y con la de ella, y por supuesto no tenía trato con vecinos ni amigos. Según sus compañeros de trabajo, era amable, servicial y muy trabajador, pero no intimaba más allá de la oficina.
—Jefa, ¿me deja ocuparme de éste? Me gustaría hablar con la mujer, seguro que tiene alguna idea de dónde puede estar. Si no conoce mucho la zona y con los controles puestos en la carretera lo tiene difícil; seguro que está escondido porque si se hubiese suicidado ya lo habríamos encontrado.
Amaia asintió.
—Está bien, ocúpese usted.
Montes tomó de la mesa el informe de Antonio Garrido y lo hojeó unos segundos.
—Está escondido, ahora estoy seguro —dijo mostrando una foto—. Mire en qué estercolero vivía mientras retuvo a su mujer. —La foto mostraba una casa repleta de basura, de suciedad, y un jergón del que colgaban las cadenas que ataron a Nuria durante dos años—. Este tipo no necesita gran cosa, puede subsistir en una borda o en una cuadra sin problemas. ¿Me deja echar una ojeada a esos correos que recibe?
—Sí, Jonan, imprímeselos, por favor.
Jonan volvió con los correos y Montes leyó en voz alta.
—«Piedras en el río y arena en la playa». Nunca he sido muy bueno para estas cosas poéticas, mi ex decía que me faltaba sensibilidad. ¿Qué cree que significa?
Amaia miró al inspector sorprendida, era la primera vez que le veía bromear sobre su divorcio; quizás era verdad que estaba avanzando.
—Habla de esconder a la vista, en un lugar tan evidente que por eso mismo pasa inadvertido. Hace referencia a un poema: piedras en el lecho del río y arena en una playa, algo oculto en el lugar más evidente.
—¿Cree que se refiere al fulano que buscamos? Sería el colmo que nos mandase pistas de dónde está.
Amaia se encogió de hombros.
—Muy bien, entonces Montes se centra en buscar a Antonio Garrido. Etxaide, tú continúa con lo tuyo —dijo sin entrar en detalles—. Si quieres, puedes acompañar al inspector Montes cuando visite a Nuria. Iriarte, usted vendrá conmigo; llame al teniente Padua de la Guardia Civil y pregúntele si puede acompañarnos. Zabalza, ¿qué tiene usted?
—Tengo algunos resultados, aunque aún me queda mucha lista por cotejar y hay bastantes coincidencias. Una empresa de limpieza tuvo contratas en los tres hospitales, estoy cruzando las listas de personal. Entre sustituciones y temporales son muchos, me llevará tiempo. También hay celadores que trabajaron en los tres centros y médicos que visitan en más de uno de ellos; lo mismo ocurre con el personal de enfermería en prácticas.
Ella le miró, pensativa.
—¿Y el doctor Sarasola?
—No, él no la había atendido antes. ¿Quiere que lo mire más a fondo?
—No, continúe con las listas; el subinspector Etxaide lo hará.
Vio el gesto de fastidio. Aquel hombre nunca estaba satisfecho.
Jonan se rezagó un poco, y por su expresión supo que quería decirle algo.
—Quédate, Etxaide —dijo cuando los otros hubieron salido.
Él sonrió antes de comenzar a hablar.
—Bueno, en realidad es una tontería acerca de los correos que recibe, pero no he querido comentarlo delante de los demás antes de que usted lo supiera…
Ella lo miraba, expectante.
—En el rastreo de la dirección, la señal dio un salto a un servidor de Estados Unidos en Virginia, y desde allí al lugar de origen de los mensajes.
—¿Y bien?
—El origen está en Baton Rouge, Luisiana, y mi búsqueda fue detectada por el FBI. Me instaron a abandonarla de inmediato sin darme ningún tipo de explicación, pero el recorrido de la dirección me lleva a pensar en un sospechoso o en un infiltrado.
—Está bien. Gracias, Jonan, has hecho bien en contármelo primero.