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24 de junio de 1980

Amanecía un brillante día de verano mientras Juan preparaba un biberón en su cocina. La noche anterior, la hermana del doctor Hidalgo le había proporcionado lo que necesitaba y le había enseñado cómo hacerlo. Sería su primera vez. Rosario había amamantado a Flora y Rosaura, pero no podría hacerlo con aquella niña, ya que el doctor le había recetado un fuerte tratamiento incompatible con la lactancia, y además le había avisado de que lo mejor era que ella no tuviera que tocar a la niña. Había trasladado su cunita al salón y desde allí la oyó reclamar su alimento. La tomó en sus brazos y sonrió un poco al ver la fuerza con que la niña succionaba la tetina. Se inclinó sobre ella y la besó en la frente mientras su mirada vagaba, inconsciente, hasta la otra cunita, que en un rincón del salón guardaba el cadáver de su otra hija, formando un pequeño bulto inmóvil.

Rosario salió del dormitorio, y al verla tan hermosa, el corazón se le rompió un poco más. Se había vestido con un traje de chaqueta cruzada y raya diplomática. Maquillada y peinada, nadie diría que hacía menos de doce horas estaba dando a luz.

—Rosario…, déjame ir contigo —le rogó una vez más.

Ella no se acercó. Detenida en mitad del salón, dedicó una mirada a la niña que él sostenía en los brazos y se volvió hacia la ventana.

—Ya está decidido, Juan, esto es lo mejor. Tú tienes que quedarte aquí para cuidar de las niñas y atender el obrador; yo iré a San Sebastián, me encargaré del entierro. Ya he llamado a mis hermanos y me están esperando. Mañana estaré de vuelta.

Él cerró los ojos un segundo, reuniendo fuerzas.

—Sé que quieres enterrarla allí, y no me parece mal, pero… ¿tienes que llevártela así?

—Ya lo hemos hablado. No quiero que nadie lo sepa, y tienes que prometerme que no se lo dirás a nadie, ni a tu madre. Ha nacido una niña, y ahí la tienes para mostrarla. Si alguien me viera salir, diremos que fui al hospital con el bebé porque tosía un poco. Mañana cuando regrese diremos que ya está bien.

Rosario miró por la ventana.

—El taxi ya está aquí.

Juan se asomó a mirar. Era un taxi de Pamplona. Como siempre, Rosario había pensado en todo. Se volvió a tiempo de ver cómo ella tomaba su bolso y se inclinaba sobre la cuna de la niña muerta, la tomaba en brazos y con destreza experta envolvía el cuerpecillo en una primorosa toquilla colocándola en sus brazos como a un bebé vivo.

—Regresaré mañana —dijo ella, sujetando, casi amorosa, la carga.

Él la miró extasiado durante unos segundos. Su aspecto no distaba mucho del que tuvo cuando llevó a sus otras hijas a la iglesia el día de su bautismo. Bajó la mirada, apretó a su pequeña en sus brazos y por primera vez en su vida se volvió para no ver a su mujer.