6
Había dedicado más tiempo del normal a despedirse de Ibai. Remoloneando con el niño en brazos había recorrido la casa de habitación en habitación, susurrándole cariñitos y retrasando el momento de vestirse y salir para la comisaría, y ahora, casi una hora después, no conseguía quitarse la impresión de su frágil cuerpecillo entre los brazos. Lo añoraba de un modo que casi le dolía, de un modo en que jamás había echado de menos a nadie. Su olor y su tacto la hechizaban, trayéndole sensaciones que casi parecían recuerdos, tan anclados estaban en su alma. Pensó en la suave curva de su mejilla y en los límpidos ojos, tan azules como los suyos, y el modo en que la miraba estudiando su rostro como si en lugar de una criatura llevase en su interior la substancia serena de un sabio. Jonan le tendió una taza de café con leche que Amaia tomó, cerrando la mano en torno a ella en un gesto íntimo que formaba parte de su rutina y que sin embargo hoy no consiguió reconfortarla.
—¿Le ha dado mala noche Ibai? —preguntó, fijándose en las ojeras que circundaban sus ojos.
—No, bueno, de alguna manera… —dijo ella, evasiva.
Jonan la conocía bien, llevaba años trabajando a su lado y sabía que con la inspectora Salazar los silencios valían tanto como la mejor de las explicaciones.
—Ya tengo lo que me pidió ayer —dijo desviando la mirada hacia la mesa. Ella pareció confusa durante un segundo.
—Oh, sí. ¿Lo tienes ya?
—Ya le dije que sería sencillo.
—Cuéntame —dijo ella sentándose a su lado en la mesa e invitándole a hablar, mientras sorbía lentamente el café.
Él abrió un documento en su ordenador y comenzó a leer.
—Tarttalo, conocido también como Tártaro y como Torto es una figura de la mitología vasco navarra, un cíclope de un solo ojo y gran envergadura, extraordinariamente fuerte y agresivo, que se alimenta de ovejas, doncellas y pastores, aunque también aparece como pastor de sus propios rebaños en algunas referencias, pero de cualquier modo, siempre como devorador de cristianos. Cíclopes semejantes aparecen por toda Europa, en la antigua Grecia y Roma. En el País Vasco tiene una gran importancia entre los antiguos vascones, aunque los datos relativos a su presencia se extienden hasta bien entrado el siglo XX. Solitario, vive en una cueva, que según la zona se ubica en unos parajes o en otros, pero no en lugares tan inaccesibles como la diosa-genio Mari, sino más cerca de los valles donde pueda surtirse de alimento para calmar su voraz apetito de sangre. El símbolo que lo representa es el único ojo en mitad de la frente y desde luego los huesos, montañas de ellos que se acumulan en las entradas de las cuevas, fruto de su bestialidad. Le adjunto un par de leyendas bastante conocidas sobre sus encuentros con los pastores y de cómo dio buena cuenta de más de uno. He incluido también la historia de cómo murió ahogado en un pozo tras ser cegado por un pastor, le encantará.
»En Zegama se cuenta que Tarttalo era un hombre monstruoso, de enorme estatura y que no tenía más que un ojo. Habitaba en el sitio que llaman Tartaloetxeta («casa de Tarttalo»), cerca del monte Sadar. Desde allí hacía correrías por los valles y los montes, robando corderos y hombres a los que devoraba una vez asados.
»En cierta ocasión, iban dos hermanos por un sendero. Regresaban de la feria de un pueblo vecino, en donde habían vendido sus ovejas y se habían divertido de lo lindo. Venían charlando animadamente, mas de pronto enmudecieron: habían visto aparecer a Tarttalo.
»En vano quisieron huir.
»El gigante cogió a cada uno con una mano y se los llevó a su cueva. Allí los tiró en un rincón y se puso a encender fuego. Hizo una enorme hoguera con troncos de robles y colocó encima un gran asador. Los dos hermanos temblaban de espanto. Luego, el gigante cogió a uno, el que le pareció más rollizo, y matándolo de un golpe lo puso a asar. El otro pastor lloró amargamente al ver el trágico fin de su hermano y cómo su cuerpo era devorado por el terrible gigante. Éste, cuando hubo consumado su repugnante yantar, cogió al muchacho tirándolo encima de unas pieles de ovejas.
»—A ti tengo que engordarte todavía —le dijo con desprecio entre ofensivas y sonoras risotadas. Y añadió—: Pero para que no puedas escaparte, te colocaré este anillo en el dedo.
»Y, en efecto, le colocó un anillo mágico que tenía voz humana y que repetía sin cesar:
»—¡Aquí estoy! ¡Aquí estoy!
»Después, Tarttalo se echó a dormir tan tranquilo.
»El pastor, consciente de cuál iba a ser su final si no hacía algo por evitarlo, decidió huir, fuera como fuese, antes de ser cebado primero y devorado después por el gigantón. Entonces se arrastró con cautela hasta el fuego, cogió un asador y lo caldeó hasta ponerlo al rojo. Lo agarró bien fuerte y yéndose a donde Tarttalo roncaba, le clavó el asador en el único ojo que tenía en la frente.
»El monstruo, enloquecido de rabia y dolores, se levantó profiriendo brutales alaridos y buscando a grandes manotazos al que le había clavado el hierro candente en su ojo.
»Pero el pastor, con extraordinaria agilidad, esquivaba las furiosas acometidas de su antagonista. Al fin soltó a las ovejas que había en la cueva y él se envolvió en una piel para que el gigante no se diera cuenta de su huida, ya que éste se había colocado en la entrada de la gruta.
»El muchacho consiguió salir pero el anillo mágico se puso a gritar y repetir:
»—¡Aquí estoy! ¡Aquí estoy!
»Y así, lógicamente, orientaba a Tarttalo, que corría como un gamo a pesar de lo enorme de su naturaleza, en persecución del atrevido pastor.
»Temía el joven que le iba a ser difícil escapar y corría, corría, queriéndose ocultar entre los bosques, pero el anillo orientaba al gigante con su repetitivo y estridente:
»—¡Aquí estoy! ¡Aquí estoy!
»Viendo el pastor que iba a ser atrapado, y lleno de horror por la tremenda ira que expresaba el monstruo en sus alaridos y maldiciones, tomó una decisión heroica: se arrancó el dedo en que llevaba puesto el anillo delator y lo arrojó a un pozo.
»—¡Aquí estoy! ¡Aquí estoy!
»Tarttalo, siguiendo las indicaciones que el anillo le daba, se arrojó de cabeza dentro del pozo y allí murió ahogado.
—Tienes razón —dijo Amaia, sonriendo—, es una historia buenísima y se te nota cómo disfrutas con ella.
—Bueno, no todo es mitología y leyendas. En otro orden de cosas, «tarttalo» es el nombre que algunos grupos terroristas dan a un tipo concreto de bomba. Una caja sin cables visibles que esconde una célula fotoeléctrica LDR. En el momento de abrir la caja, el contacto con la luz provoca la detonación de la carga explosiva. De ahí su nombre, un solo ojo detector de luz.
—Sí, eso lo sabía, pero no creo que vaya por ahí. ¿Qué más tienes?
—Una pequeña productora de cine que se llama Tarttalo, media docena de restaurantes repartidos por toda la geografía vasca. En Internet hay referencias a las leyendas, cortos de dibujos animados sobre Tarttalo, serigrafías para camisetas, un pueblo en el que sacan un muñeco de Tarttalo durante las fiestas patronales y unos cuantos blogs que se titulan o hacen referencia al Tarttalo. Le adjunto todos los enlaces. Ah, y con la grafía que usted me indicó, con dos tes en medio, parece ser el modo más antiguo de escribirlo. Y por supuesto los libros de José Miguel de Barandiarán sobre mitología vasca.
El teléfono sonó en la mesa del subinspector interrumpiendo su exposición. Se disculpó y contestó a la llamada. Jonan le hizo un gesto mientras colgaba el teléfono.
—Jefa, el comisario quiere verla, la está esperando.
El comisario hablaba por teléfono cuando entró en el despacho. Ella musitó una disculpa y se volvió hacia la puerta, pero él elevó una mano pidiéndole que aguardase con un gesto.
Colgó y se quedó mirándola. Amaia imaginó que su jefe seguía recibiendo presión por parte del arzobispado y estaba a punto de decirle que aún no tenían nada cuando él la sorprendió.
—No se lo va a creer, era el juez Markina, y ha llamado porque el detenido por el crimen de Lucía Aguirre se ha puesto en contacto con él y le ha dicho que si usted va a verle a prisión le dirá dónde está el cuerpo de la víctima.
Condujo hasta la colina de Santa Lucía donde se ubicaba la nueva cárcel de Pamplona, accedió al interior mostrando su placa y fue inmediatamente conducida a un despacho donde esperaban el director de la prisión, a quien ya conocía, y el juez Markina, acompañado por una secretaria judicial. El juez se puso en pie para recibirla.
—Inspectora, creo que no había tenido ocasión de saludarla personalmente, ya que mi incorporación coincidió con su tiempo de baja; le agradezco que haya venido. Esta mañana Quiralte pidió una entrevista con el director y le comunicó que si usted accedía a visitarle le contaría dónde está el cadáver de Lucía Aguirre.
—¿Y cree que ésa es su intención? —preguntó ella.
—La verdad es que no sé qué pensar. Quiralte es un tipo chulesco y engreído que se jactó del crimen para después negarse a decir dónde había ocultado el cuerpo. Según me ha contado el director, está más contento que unas pascuas, come bien, duerme bien, y se muestra sociable y activo.
—Parece estar en su salsa —añadió el director.
—Así que no sé si se trata de un truco o tiene auténtica intención, el caso es que ha insistido en que fuera usted y sólo usted.
Amaia recordó el día en que lo detuvieron, y sus ojos clavados en el espejo mientras un policía lo interrogaba.
—Sí, cuando lo detuvimos también preguntó por mí, pero las razones que dio nos parecieron tonterías. Y en aquel momento, yo ya casi estaba de baja y el interrogatorio lo llevó el equipo que hasta entonces se había encargado de la investigación.
Hacía diez minutos que Quiralte esperaba en la sala de interrogatorios cuando Amaia y el juez entraron. Se sentaba recostado en la silla de formas rectas que estaba frente a la mesa. Llevaba la pechera de su uniforme carcelario casi abierta hasta la cintura y sonreía con un gesto forzado mostrando unas encías blanquecinas y demasiado grandes.
«Realmente vuelve el macho», pensó recordando el comentario que al respecto había hecho Jonan cuando le detuvieron.
Quiralte esperó a que se sentaran frente a él, se irguió en su silla y extendió una mano hacia Amaia.
—Por fin se digna a venir a verme, inspectora, he esperado mucho tiempo, pero debo decir que ha valido la pena. ¿Cómo está? y ¿cómo está su hijito?
Amaia ignoró su mano extendida y después de unos segundos él la bajó.
—Señor Quiralte, si he venido hoy hasta aquí ha sido únicamente porque usted ha prometido revelar el paradero de los restos de Lucía Aguirre.
—Como desee, inspectora, usted manda, pero la verdad es que esperaba que fuera más amable, ya que voy a contribuir a aumentar su fama de poli estrella —dijo sonriendo.
Amaia se limitó a esperar, mirándole fijamente.
—Señor Quiralte… —empezó el juez.
—Cállese —le espetó Quiralte. El juez le miró visiblemente enfadado—. Cállese, señor juez, de hecho no sé qué cojones hace aquí, cállese o no diré nada, dé gracias que le permito estar presente porque fui muy claro al decir que sólo hablaría con la inspectora Salazar, ¿recuerda?
El juez Markina apartó los brazos de la mesa y se tensó como si fuera a saltar sobre el preso. Amaia casi podía oír cómo su musculatura crujía de indignación; aun así permaneció en silencio.
Quiralte recuperó su sonrisa lobuna y se dirigió de nuevo a Amaia, ignorando al juez.
—He esperado mucho, cuatro largos meses. Yo habría querido que fuera antes, de hecho si esta situación se ha prolongado ha sido por su culpa, inspectora. Como seguramente sabe, yo pedí hablar con usted desde el momento en que me detuvieron. Si hubiera accedido, hace tiempo que tendrían el cuerpo de esa asquerosa, y yo no habría estado aquí pudriéndome estos cuatro meses.
—En eso no puede estar más equivocado —respondió Amaia.
Él negó con la cabeza mientras sonreía. «Está disfrutando», pensó Amaia.
—¿Y bien?… —le animó.
—¿Le gusta el patxaran, inspectora?
—No especialmente.
—No, no parece ese tipo de mujer, además imagino que no habrá bebido alcohol durante el embarazo. Hace bien, si no los hijos salen como yo. —Rió a carcajadas—. Y ahora —dijo— la estará amamantando. ¿Verdad?
Amaia reprimió su sorpresa y fingió intranquilidad, volviéndose hacia la puerta y apartando la silla.
—Ya voy, inspectora, no sea impaciente. Mi padre solía hacer patxaran casero, no era nada del otro mundo pero se podía beber. Trabajaba para una conocida marca de licor en un pequeño pueblo que se llama Azanza. Cuando ya habían terminado de recoger la cosecha de endrinas, la empresa dejaba que los empleados se llevasen los frutos que habían quedado prendidos en los arbustos tras la recolección. Los endrinos son unos arbolitos de lo más cabrón que hay, mi padre solía llevarme con él al campo, tienen espinas muy afiladas y ponzoñosas, si te pinchas se infecta seguro, y el dolor dura días y días. Me pareció que entre aquellos arbustos encontraría el mejor sitio para ella.
—¿La enterró allí?
—Sí.
—De acuerdo —dijo el juez Markina—, vendrá con nosotros y nos indicará el lugar.
—No, no iré a ninguna parte, lo último que me apetece es volver a ver a esa perra, además imagino que a estas alturas debe de estar asquerosa. Ya les he dicho bastante, les diré exactamente dónde está el campo, lo demás es cosa suya, yo ya he cumplido mi parte y en cuanto terminemos me iré a mi celda a descansar. —Volvió a acomodarse en la silla y sonrió—. Hoy he tenido un día cargado de emociones y estoy agotado —dijo sin dejar de mirar al juez.
—Éste no es el procedimiento —masculló Markina—. No hemos venido aquí para que nos toree. Vendrá con nosotros y nos mostrará el lugar sobre el terreno. Las indicaciones verbales pueden complicar la búsqueda, además ha pasado mucho tiempo, no habrá huellas visibles e incluso usted puede tener dificultades para recordar el lugar exacto.
Quiralte interrumpió la perorata del juez.
—Oh, ¡por Dios!, no soporto a este tío. Inspectora, tráigame un papel y un bolígrafo y se lo indicaré.
Amaia se lo tendió, pero el juez siguió protestando.
—Un dibujo chapucero en un papel no es un mapa fiable; en una plantación todos los árboles son iguales.
Amaia observaba al preso, que dedicó al juez una sonrisa cargada de intención antes de escribir.
—Tranquilo, señoría —dijo con sorna—, no voy a hacerle un dibujo. —Y les tendió el papel con una corta combinación de números y letras que sorprendió al juez.
—Pero ¿qué es esto?
—Son coordenadas, señoría —explicó Amaia.
—Longitud y latitud, señoría, ¿no le dije que estuve en la Legión? —añadió el preso jocosamente—. ¿O prefiere el dibujito?
Azanza resultó ser un pequeño pueblo de la merindad de Estella, cuya principal industria estaba consagrada a la elaboración de licor de endrinas, o patxaran. Cuando consiguieron reunir a todo el equipo y localizar el lugar indicado, ya estaba atardeciendo, y la luz que se extinguía rápidamente pareció retenida unos minutos más en la blancura de los millones de pequeñas flores, que a pesar de que aún faltaba mucho para la primavera, cubrían por completo las copas de los árboles, dándole un aspecto de corredor palaciego y no de cementerio improvisado por un animal sin alma.
Amaia observaba con atención mientras los técnicos instalaban focos y una carpa que ella había insistido en traer a pesar de las prisas de sus compañeros. No había una importante amenaza de lluvia, pero aun así, no quería correr riesgos de que cualquier prueba que pudiera aparecer alrededor de la tumba quedase comprometida por una eventual precipitación.
El juez Markina se colocó a su lado.
—No parece muy satisfecha, inspectora, ¿no cree que esté ahí?
—Sí, estoy casi segura —dijo ella.
—Entonces, ¿qué es lo que no la convence? Permítame —dijo, elevando la mano hacia su rostro. Ella retrocedió, sorprendida—. Tiene algo en el pelo. —Retiró una florecilla blanca que se llevó a la nariz.
A Amaia no se le escapó la mirada que Jonan le dirigió desde el otro extremo de la carpa.
—Dígame, ¿qué es lo que no le cuadra?
—No me cuadra el modo en que actúa este tipo. Es una bestia de manual, expulsado del ejército, borracho, chulesco y agresivo, pero…
—Sí, a mí también me resulta difícil entender la razón que lleva a una encantadora mujer como la víctima a relacionarse con un tipo así.
—Bueno, en eso puedo ayudarle. La víctima da el perfil. Dulce, abnegada, entregada a los demás, piadosa y empática hasta el extremo. Era catequista, colaboraba en un comedor social, cuidaba a sus nietos, visitaba a su anciana madre, y sin embargo estaba sola. Una mujer así no ve objeto en su vida si no es cuidando de alguien, y a la vez, siempre soñando con que llegue alguien que cuide de ella. Deseaba sentirse mujer, ni hermana ni madre ni amiga, mujer. Su problema es que pensó que para eso necesitaba a un hombre a cualquier precio.
—Vaya, inspectora, a riesgo de parecer un poco machista le diré que tampoco creo que tenga nada de malo que una mujer desee tener a un hombre a su lado para sentirse plena, por lo menos en el amor.
Jonan detuvo sus anotaciones y sonrió sin mirar a Amaia, repartiendo su atención entre los técnicos que cavaban la fosa y su jefa.
—Señoría, este individuo no es un hombre, es un espécimen humano del sexo masculino, y entre eso y ser un hombre hay un abismo.
Los técnicos dieron la alarma, comenzaba a ser visible un envoltorio de plástico negro. Amaia se acercó a la tumba, pero aún se volvió hacia el juez para decirle:
—Seguramente ella también se dio cuenta y por eso interpuso la denuncia. Demasiado tarde.
Cuando el fardo quedó a la vista pudieron apreciar que el asesino había introducido el cuerpo en dos grandes bolsas de basura, una por la cabeza y otra por los pies, y las había unido en torno a la cintura de la mujer con celo del de pegar papel. La cinta se había desprendido y la leve brisa la hizo ondear, produciendo una extraña sensación de movimiento en la tumba, como si la víctima se revolviese en su lecho clamando por salir de allí. Una ráfaga más fuerte dejó ver entre los pliegues de la bolsa el jersey rojo y blanco que llevaba la víctima, y que Amaia reconoció de su sueño provocándole un escalofrío que recorrió su espalda.
—Hagan fotos desde todos los ángulos —ordenó, y mientras esperaba a que los fotógrafos terminasen, retrocedió unos pasos, se santiguó e inclinó la cabeza para rezar una vez más por una víctima.
El juez Markina la miraba anonadado. El doctor San Martín se le acercó.
—Es una manera como otra cualquiera de tomar distancia con el cadáver. —Markina asintió y desvió la mirada como si hubiese sido sorprendido en falta.
San Martín se inclinó junto a la fosa, extrajo de su viejo maletín Gladstone unas tijeras cortas de uñas, miró al juez, que asintió y procedió a realizar en la bolsa de plástico un único corte longitudinal que dejó a la vista la mitad superior del cuerpo.
El cadáver aparecía completamente estirado y ligeramente recostado sobre el lado derecho, bastante descompuesto, aunque el frío y la aridez del terreno habían actuado como secante y los tejidos aparecían sumidos y desecados, al menos en el rostro.
—Por suerte, en los últimos tiempos ha hecho bastante frío, la descomposición es la que se puede esperar en unos cinco meses —expuso San Martín—. A primera vista, presenta un gran corte en el cuello. La tinción de sangre en la pechera de su jersey indica que estaba viva cuando se lo hicieron. El corte es profundo y recto, lo que nos indica un arma muy afilada y gran fuerza y determinación de causar muerte por parte del agresor. No hay titubeos y está realizado de izquierda a derecha, lo que nos habla de un agresor diestro. La pérdida de sangre fue devastadora y fue lo que en las primeras horas atrajo a tantos necrófagos, de ahí que aunque esté bien envuelta y el terreno se haya mantenido seco, se observe mucha actividad de insectos en la primera fase.
Amaia se acercó a la cabecera de la fosa y se arrodilló. Inclinó un poco la cabeza hacia un lado como si sufriese un leve mareo y permaneció así unos segundos.
El juez Markina la miró sorprendido y avanzó hacia ella, preocupado, pero Jonan le retuvo sujetándole del brazo mientras le susurraba algo al oído.
—¿Lo que tiene sobre la ceja es un golpe? —preguntó Amaia.
—Sí, en efecto —dijo San Martín, sonriendo con orgullo de maestro que ha formado bien a su alumna—, y parece post mórtem; ha hundido el lugar pero no sangró.
—Mire —indicó Amaia—, parece que tiene más repartidos por todo el cráneo.
—Sí —asintió San Martín inclinándose más sobre el cuerpo—. Aquí incluso falta pelo, y no es debido a la descomposición.
—Jonan, ven, haz una foto desde aquí —pidió.
El juez Markina se inclinó a su lado, tan cerca que la manga de su chaqueta la rozó levemente.
Musitó una disculpa y preguntó a San Martín si creía que el cadáver había estado allí todo el tiempo y si se había trasladado inmediatamente después de producirse la muerte. San Martín le contesto que sí, que los restos de larvas se correspondían con la fauna típica de la zona en las primeras fases, pero que sería concluyente cuando hubiese realizado los análisis correspondientes.
El juez se irguió dirigiéndose a la secretaria judicial, que tomaba notas a una distancia prudencial.
Amaia continuó unos segundos más arrodillada, observando el cadáver con el ceño fruncido.
Jonan la miraba, expectante.
—¿Nos la llevamos ya? —preguntó uno de los técnicos señalando el cadáver.
—Aún no —dijo Amaia, alzando una mano sin dejar de mirar el cuerpo—. Señoría —llamó.
El juez se volvió solícito hacia ella, acercándose.
—Quiralte dijo algo así como que de haber mantenido una conversación conmigo en su momento se habría evitado pasarse cuatro meses pudriéndose en la cárcel. ¿Es eso lo que dijo?
—Sí, eso fue lo que dijo, aunque después de confesar el crimen no sé cómo esperaba que eso ocurriese.
—Creo que yo sé cómo… —susurró ella, ensimismada.
Markina le tendió una mano que ella miró extrañada, e ignorándole, se puso en pie y rodeó la tumba.
—Doctor, por favor, ¿podría cortar la bolsa un poco más?
—Claro.
Retomó el corte en la siguiente sección de la bolsa y la rasgó hasta la altura de las rodillas.
La falda que Lucía Aguirre se había puesto con su jersey de rayas aparecía recogida bajo el cuerpo y no tenía ropa interior.
—Ya había supuesto una agresión sexual; en estos casos suele haberla y no me extrañaría nada que hubiese sido post mórtem —comentó el forense.
—Sí, como una furia desatada dio rienda suelta a todas sus fantasías, pero no es eso lo que busco. —Con sumo cuidado separó la bolsa a ambos lados—. Jonan, ven aquí. Sujeta el plástico tirando de él, de modo que no entre tierra.
Él asintió y cediéndole la cámara a uno de los técnicos se acuclilló y cogió el plástico con las dos manos.
Amaia se arrodilló a su lado, palpó el hombro derecho de la víctima y con cuidado comenzó a descender palpando el antebrazo, que al estar el cadáver ladeado había quedado parcialmente oculto bajo el cuerpo. Valiéndose de ambas manos, introdujo los dedos bajo el cuerpo a la altura del bíceps y con un suave tirón dejó el brazo a la vista.
Jonan se sobresaltó perdiendo el equilibrio y quedó sentado en el suelo, pero no soltó el plástico.
El brazo aparecía amputado desde el codo con un corte recto y sin titubeos, y la ausencia de sangre permitía apreciar la redondez del hueso y el tejido seco a su alrededor.
Un tenso escalofrío recorrió el cuerpo de Amaia. Fue un segundo durante el que todo el frío del universo se concentró en su espina dorsal, sacudiéndola como una descarga eléctrica que le hizo retroceder espantada.
—… Jefa… —dijo Jonan, trayéndola de vuelta al mundo real.
Ella lo miró a los ojos y él asintió.
—Vámonos, Jonan —ordenó mientras se arrancaba los guantes y echaba a correr hacia el coche.
Se detuvo de pronto y volviéndose se dirigió al juez.
—Señoría, llame a la cárcel y pida que mantengan a Quiralte bajo vigilancia exhaustiva, si es preciso que alguien se quede con él.
El juez tenía el móvil en la mano.
—¿Por qué? —preguntó, encogiéndose de hombros.
—Porque va a suicidarse.
Le había cedido el volante a Jonan, siempre lo hacía cuando necesitaba pensar y tenía prisa. Él era un buen conductor que lograba hallar el equilibrio justo entre una conducción segura y el impulso al que ella habría cedido de pisar el acelerador. Tardaron apenas treinta minutos en llegar desde Azanza hasta Pamplona. Al final no había llovido, pero el cielo encapotado había provocado un prematuro anochecer privado de estrellas y luna que pareció amortiguar hasta las luces de la ciudad. Al entrar en el aparcamiento de la prisión vieron la ambulancia con todas las luces apagadas.
—Mierda —susurró.
Un funcionario les esperaba en la puerta y les indicó que entraran a un corredor evitando el arco. Corrieron por el pasillo mientras el funcionario les explicaba:
—Los sanitarios y el médico de la cárcel están con él. Por lo visto se ha tragado algo, creen que puede ser matarratas. Seguro que un preso de limpieza se lo agenció a buen precio, normalmente lo usan entre ellos para contaminar la comida o para cortar droga, en pequeñas dosis causa dolores abdominales y náuseas. Cuando nos avisaron ya estaba inconsciente y rodeado de vómito y sangre; en mi opinión está echando las tripas. Ha recuperado un poco la consciencia, pero no creo que sepa ni dónde está.
El director, pálido y preocupado, esperaba frente a la celda.
—Nada hacía pensar…
Amaia lo rebasó sin detenerse y miró al interior del cubículo. El olor a heces y vómito lo inundaba todo alrededor de Quiralte, que yacía en una camilla intubado e inmóvil. Incluso con la mascarilla puesta se apreciaban las graves quemaduras alrededor de la nariz y la boca. Uno de los sanitarios tomaba notas, mientras el otro recogía el equipo tranquilamente.
El médico de la prisión a quien Amaia conocía desde hacía tiempo se volvió y se quitó un guante de látex antes de tenderle la mano.
—Oh, inspectora Salazar, menuda papeleta tenemos aquí —dijo elevando las pobladas cejas—. No hemos podido hacer nada. Yo llegué enseguida porque aún estaba en el centro, y los de urgencias, pocos minutos después. Lo intentamos, pero estos envenenamientos, por abrasivos, pocas veces acaban bien y menos cuando son autoprovocados. Preparó su cóctel —dijo señalando un bidón de ciclista tirado en un rincón— en cuanto llegó a la celda y se lo tomó. El dolor que ha debido de provocarle habrá sido horrible y aun así, se ha contenido y no ha gritado ni ha pedido ayuda. —Miró de nuevo hacia el cadáver—. Una de las peores agonías que he visto.
—¿Sabe si ha dejado una carta o una nota? —preguntó Amaia, mirando alrededor.
—Ha dejado eso —dijo el médico señalando hacia las literas que estaban tras ella.
Se volvió y tuvo que inclinarse un poco para ver lo que Quiralte había escrito en la pared de la litera inferior.
TARTTALO
Jonan la imitó y frunció la nariz.
—Lo ha escrito con…
—Con heces —confirmó el médico a su espalda—. Escribir con porquería es una práctica de protesta común en la cárcel, lo que no sé es qué significa esta palabra.