21
Tanalasta despertó con la sensación de que alguien le daba patadas en su interior, y descubrió que así era. Llevaba una criaturita en el abdomen, que empujaba y pataleaba e intentaba encontrar la forma de salir. Ella también quería que saliera. Aturdida, confusa, se incorporó en la cama y se encontró observando aquella barriga sudorosa que no podía pertenecerle, vio las estrías que se formaban a lo largo de su piel, y los bultos que aparecían y desaparecían allí donde el bebé daba golpes.
—¡Guardias! —gritó—. ¡Está vivo! ¡En el nombre de la Flor, sacadlo!
—Tanalasta, no pasa nada. Todo va bien. —La voz era masculina, amable y vagamente familiar. Una mano oscura de piel cuarteada apareció a su lado, y la obligó con suavidad a recostarse en la almohada—. Tumbaos un momento. Hablabais en sueños.
—¿En sueños? —preguntó Tanalasta, cada vez más tranquila, pese a que seguía con la mirada clavada en la barriga. Esa cosa le pareció más familiar, aunque seguía sin comprender cómo se había hinchado tanto… y cómo se movía de esa manera—. ¿Cuánto hace?
—No mucho. —Un rostro curtido, de pelo gris y cortado al cepillo apareció ante su mirada, momento en que Tanalasta reconoció en él al hombre que era a un tiempo su amigo y su guía espiritual, Owden Foley—. Hace unos días.
—¿No mucho? —preguntó Tanalasta, falta de aire. Arrugó el entrecejo y volvió a observar su barriga—. ¿Qué ha pasado?
—¿Que qué ha pasado? —preguntó a su vez Owden; parecía tan confuso como ella. Siguió el recorrido de su mirada y a continuación rió con ganas antes de apoyar una mano en su estómago—. No ha pasado nada malo. Sencillamente, vuestro bebé ha aprendido a dar patadas, nada más.
—¿Mi… bebé? —repitió Tanalasta. Reparó en lo hinchados que tenía los pechos, y en las costras donde los colmillos de la serpiente habían atravesado su piel, momento en que recordó todo lo sucedido. Observó su barriga y de pronto se apoderó de ella el cansancio, el temor y la culpabilidad—. ¡En el nombre de la diosa! ¿Cómo puedo haberlo olvidado?
—¿Olvidado, querida?
Tanalasta sintió que algo cálido y húmedo rodaba por sus mejillas: estaba llorando. Eso la sorprendió muchísimo porque se creía incapaz de llorar, y, además, no estaba precisamente en posición de permitirse tales lujos. Recurrió al borde de la suave sábana de seda para secar sus ojos, sin embargo las lágrimas reaparecieron al instante surcando su rostro como una cascada que se precipitaba desde la mandíbula hasta la sábana.
Un rumor metálico ahogado atrajo su atención hacia la puerta de la antesala, donde Korvarr Rallyhorn y otro guardia se encontraban de pie viéndola llorar como una niña que se hubiera despellejado las rodillas. Tanalasta se secó de nuevo los ojos e hizo un esfuerzo para dejar de llorar, pero cuanto más se esforzaba más lloraba, todo ello animado por la desazón que le producía la presencia de testigos, y el hecho de constatar de pronto los riesgos que había corrido, tanto ella como la vida de su hijo nonato.
—¿Me habíais llamado, alteza? —preguntó Korvarr al ver que la mirada de la princesa se fijaba en él.
Tanalasta quiso ordenarle que se retirara, pero después se dio cuenta de que con ello no haría más que espolear la inquietud de Korvarr y desatar toda clase de rumores en palacio. Empezó a balbucear una excusa respecto a una pesadilla, pero sólo llegó a pronunciar las palabras, «Tenía una…», antes de advertir que su forma de reaccionar ante una pesadilla la haría parecer débil. Por tanto, Tanalasta no terminó la frase.
—¿Sí, alteza? —preguntó Korvarr, frunciendo las cejas hasta que formaron una sola línea oscura.
Al ver que a Tanalasta no se le ocurría nada que decir, Owden acudió en su ayuda retirando la sábana que la cubría, y señalando con ademán orgulloso la abultada barriga.
—El bebé de la princesa ha empezado a moverse —explicó Owden con alegría.
Korvarr pareció confuso ante la noticia; registró apresuradamente la habitación, sin duda intentando comprender si las palabras del clérigo tenían algún objeto. Al no descubrir nada fuera de lugar, sonrió incómodo a Tanalasta.
—Qué buenas noticias. —Fijó su mirada en Owden—. Gracias por informarme.
—Relájese, Korvarr —dijo el clérigo, resoplando divertido—, nadie le está acusando de ser el padre.
—¡Por supuesto que no! Jamás le haría una cosa así a la princesa.
—¿De veras? —enarcó una ceja Owden, que acto seguido se volvió a Tanalasta y volvió a cubrirla con la sábana—. No sé qué pensaréis vos de este comentario, alteza.
Korvarr se puso rojo como un tomate. Quiso tartamudear una disculpa, después perdió el norte y se limitó a cerrar la mandíbula con fuerza. La incomodidad del capitán de Dragones Púrpura arrancó una risa ronca de Owden, y su sentido del humor resultó contagioso. Tanalasta lloró y rió a un tiempo, luego lloró entre risotada y risotada, hasta que finalmente dejó de llorar. Hizo un gesto al capitán para que se acercara y le cogió de la mano.
—No se sienta incómodo, Korvarr. Puede que sea su princesa, pero también soy una mujer —dijo—. Una mujer y una amiga. Nunca lo olvide.
Sus palabras parecieron tranquilizar al capitán de su guardia. Sonrió envarado, e hizo una reverencia.
—Gracias, alteza.
Owden puso los ojos en blanco.
—Korvarr, quizá debería usted informar a la reina Filfaeril de que su hija se ha despertado. Creo recordar que hizo hincapié en ello.
—Efectivamente, nos dio órdenes de que se lo notificáramos enseguida —corroboró Korvarr. Pese a su afirmación, no hizo ademán de marcharse—. Sin embargo, pasará algún tiempo hasta que podamos hablar con ella.
—¿De veras? —Owden frunció los labios—. Yo en su lugar me aseguraría de ello, porque la última vez la reina Filfaeril parecía ansiosa por…
—Igual que ahora, se lo aseguro —interrumpió Korvarr—, pero en este momento está ocupada con un asunto de estado.
El entrecejo arrugado del capitán de Dragones no pasó inadvertido a Tanalasta.
—¿Qué asunto de estado? —preguntó.
Korvarr Rallyhorn miró en dirección a Owden como si solicitara su ayuda, que no recibió.
—Capitán, le he hecho a usted una pregunta —insistió Tanalasta—. ¿Dónde, exactamente, está la reina?
—Se encuentra en la sala de audiencias con los nobles Goldsword, Silversword y compañía —respondió Korvarr, tras dar un suspiro, enarcando una ceja.
Tanalasta se libró de la sábana y se incorporó en la cama con intención de levantarse.
—¿Y de qué hablan?
En aquella ocasión, Korvarr sabía que no valía la pena titubear.
—De vos, alteza, y de lo que debe hacerse.
—¿Hacerse? —Tanalasta se puso en pie, pero estuvo a punto de caer a causa del mareo.
Owden la cogió del brazo y la ayudó a incorporarse.
—Sé que estáis preocupada, alteza, pero no debéis precipitaros. Lleváis algunos días en cama. Tomáoslo con calma.
Tanalasta permaneció inmóvil un tiempo hasta que pudo volver a enfocar la vista, y después se volvió hacia Korvarr.
—¿Hacer respecto a qué?
—Respecto a la oferta de Sembia, alteza —dijo Korvarr—. El embajador Hovanay la ha repetido, y Emlar Goldsword ha trabajado duro para convencer a los nobles más conservadores de que… esto, de que la paternidad incierta de vuestro hijo…
—¡Incierta! —exclamó Tanalasta, enfadada. Arrastró prácticamente a Owden y cruzó la estancia en dirección a su vestidor—. ¿Es que nadie se lo ha contado?
—Me temo que no —respondió Owden—. Dado vuestro apego por la discreción, la reina ha considerado que era preferible mantener el asunto en secreto.
Korvarr frunció el ceño, confuso, pero era demasiado buen soldado como para hacer preguntas impertinentes y se mordió la lengua.
—No hay nada incierto acerca de la paternidad de mi bebé —dijo Tanalasta—, y creo que ya ha llegado el momento de dejarlo bien claro ante lord Goldsword y su caterva.
Korvarr hizo acopio de coraje para seguirla hasta el vestidor.
—Os ruego que me perdonéis, princesa, pero quizá no haya expuesto el asunto con delicadeza. Es precisamente sobre la legitimidad del bebé de lo que discuten. El hecho de que vuestro primer hijo no esté reconocido…
—Sí está reconocido, Korvarr. —Tanalasta percibió la desaprobación implícita en el tono de voz del capitán de Dragones Púrpura, e hizo lo que pudo por no pagarla con él—. Por mi marido.
Korvarr tropezó con sus propios pies y estuvo a punto de caer al suelo.
—¿Marido?
—Rowen Cormaeril —dijo Tanalasta—. Y creo que ha llegado el momento de que lo sepa todo el reino, antes de que a lord Goldsword y sus secuaces se les ocurra vender nuestro reino a los sembianos.