38
Una compañía melancólica llenaba la tenue profundidad de la tienda real, cerca del silencioso rey.
En la cabecera de la cama donde yacía malherido Azoun, dos guardias permanecían firmes en estólido y vigilante silencio; sus manos callosas y grandes no se apartaban nunca de la empuñadura de sus espadas.
Los hombres que tenían delante, al pie de la cama (media docena de clérigos y un mago guerrero) observaban al rey, ceñudos y sumidos en un silencio inquieto, un silencio nacido tanto de la futilidad como del miedo. Sus hechizos curativos más modestos habían fracasado, y no se atrevían a emplear magia más poderosa. No con esa ghazneth que sobrevolaba la cima de la colina como águila vengadora y que, de vez en cuando, caía sobre los Dragones Púrpura como la guadaña sobre el trigo.
A cada grito y entrechocar del acero que se producía en el exterior de la tienda, los hombres que permanecían sentados alrededor de la cama se envaraban y levantaban la cabeza, para mirar en dirección a las paredes, como si un hechizo vigilante bastara para derribar la lona y revelar ante sus ojos la refriega que tenía lugar en el exterior.
Al cabo de poco, invariablemente, un grito de dolor se alzaba en las proximidades, a veces breve, pero más a menudo un aullido agónico que se transformaba en el gorgoteo de una muerte sangrienta, y después la risa glacial, una risa que desaparecía cuando el espectral asesino levantaba el vuelo.
El rey nunca permanecía dormido durante estas breves escaramuzas. Abría los ojos con la angustia dibujada en el rostro, y sus dedos se cerraban como garras sobre las sábanas. En dos ocasiones hizo ademán de levantarse, pero sentía tal dolor que no podía evitar traslucirlo en la expresión, y caía de nuevo en la cama, para escuchar con furia en la mirada. Azoun era un rey tan impotente como los hombres con los que compartía la tienda.
—Esto no puede continuar así —murmuró el mago guerrero, después de lo que pareció una eternidad, mesurada por veintisiete gritos mortales distintos—. La batalla vendrá a nosotros, y nos encontrará indefensos como corderitos.
Como si sus palabras hubieran servido a modo de entradilla, la lona que hacía las veces de puerta de la tienda se agitó de pronto, apartada por las lanzas de dos guardias que a continuación entraron, formaron a ambos lados y permitieron el acceso de una tercera persona. La figura parecía ligeramente jorobada, ceñía una corona de hierro en la cabeza y vestía una túnica; nadie le había visto antes, pero todos sabían de quién se trataba: era Vangerdahast, el mago de la corona de Cormyr.
Azoun hizo un esfuerzo por incorporarse sobre los codos, pero no lo consiguió. Por entre sus dientes reales escapó un débil quejido.
El mago de la corte frunció el entrecejo y se apresuró a acercarse a la cama. El rostro bañado en sudor que apareció ante su mirada abrió los ojos con expresión dolorida, pestañeó y después le miró fijamente. El rey torció la boca para dar forma a una media sonrisa.
—¡Vangey!
El mago de la corte compuso una expresión de disgusto, y es que el mote nunca había sido santo de su devoción.
—Mi señor —dijo al tiempo que se inclinaba—. Aún vivo para serviros, y os traigo unas palabras que vuestros oídos deben atender sin demora.
—Por supuesto —replicó Azoun con viveza, para que lo oyera todo el mundo como si estuviera en mitad de una fiesta con la copa de vino en alto, en lugar de allí tumbado, consciente de cómo se le escapaba la vida—. No esperaba menos. ¿Cómo ha dado usted con esa corona?
—La respuesta a vuestra pregunta tendrá que esperar —dijo Vangerdahast con una sonrisa. Observó a los clérigos reunidos, y señaló con un gesto la salida de la tienda.
Nadie hizo ademán de moverse, por lo que repitió el gesto mientras se aclaraba la garganta. El mago guerrero fue el primero en levantarse y, a cambio, el mago real le saludó con una leve inclinación de cabeza, lo cual empujó a Eregar Abanther, mano presta de Tempus, hombre no precisamente conocido por su inteligencia ni por su ampulosidad, a hacer lo propio. Eregar se inclinó ante el rey y salió.
Lentamente, los demás clérigos lo siguieron, ansiosos por demostrar la posición o la poca necesidad que tenían de obedecer a un simple mago con una expresión glacial y la lentitud de movimientos. Cuando todos los demás se hubieron incorporado, el mago guerrero casi tuvo que empujar a un clérigo de Tymora del asiento, pero se colocó tan cerca que Manarech Eskwuin no tuvo más remedio que suspirar profundamente, un suspiro rayano en el desprecio, antes de que imitara a los demás.
—No se alejen de la tienda —ordenó Vangerdahast al mago, de quien no se molestó en esperar una respuesta. Se inclinó sobre el rey y murmuró—: He…
La punta de una espada surgió de un lateral de la cama brillante como el sol, hasta situarse bajo la nariz del mago. Vangerdahast se envaró y dedicó al guardia que la empuñaba una mirada oblicua, pero la espada no se movió un ápice.
—Pueden retirarse —espetó, pero el único movimiento del guerrero consistió en dar un paso al frente, igual que hizo su compañero, situado en el costado opuesto de la cama, desde donde ambos amenazaban al mago real con sus aceros.
Las espadas del rey sólo aceptan órdenes de su rey. No de un mago que ciñe corona y a quien no reconocen, que podría ser cualquier mago que hubiera recurrido a un hechizo para parecerse al viejo Vangerdahast, personaje que, de todos modos, no levantaba pasiones; el mago cuyos dedos, según decían muchos por ahí, habían ansiado ceñir la corona de Cormyr sobre su propia testa.
Las espadas no vacilaron. Ni tampoco lo hizo la mirada fija de Vangerdahast.
Azoun intentó ocultar una sonrisa, pero no lo logró.
—Salid, mis leales espadas —murmuró—, pero permaneced cerca y atentos a mi llamada.
Se envainaron los aceros. Sus propietarios se inclinaron ante el rey y pasaron junto a Vangerdahast; en lo que respecta al portaestandarte real, Kolmin Stagblade, fue como si una montaña móvil hubiera estado a punto de aplastarlo, o de enviarlo a dos o tres pasos de distancia. El regente de toda Cormyr y su anciano tutor quedaron por fin a solas.
Vangerdahast miró con suspicacia a su alrededor, como si esperara a que otra docena de orgullosos guardias surgiera de las sombras. Al no ver a nadie, sacó algo del interior de su túnica y lo puso en manos de Azoun.
El rey lo acarició con curiosidad, apreciando la belleza del objeto. Parecía de factura élfica, y pese a ser muy antiguo también tuvo la impresión de que estaba vivo y henchido de poder. Era un cetro de un matiz dorado platino, más largo que la mayoría, esculpido con la forma de un roble nudoso con una pequeña y delicada disposición de ramas que parecía aleatoria. El pomo era una amatista gigante, cortada en forma de bellota.
Azoun no se molestó en preguntar, sino que se limitó a levantar la mirada hacia el mago.
—Por lo que sé —dijo Vangerdahast—, tenéis en vuestras manos la más poderosa creación del elfo Iliphar, señor de los cetros. La necesitaréis.
Al incorporarse sintió que algo le cogía de la túnica para que siguiera agachado. Era una de las manos de Azoun, que se agarraba con fuerza.
—Para salvar el reino, sin duda. Pero ¿cómo? —repuso el rey.
—Tiene muchos más poderes de lo que nosotros podríamos, en los años que nos quedan, entrever o dominar, y es la clave para derrotar al dragón y terminar con esta guerra… si se utiliza correctamente.
—¿Y qué, oh mago entre magos, entiende usted por «correctamente»?
—No sé tantas cosas como vos creéis —dijo con tono reprobatorio—. Los juicios erróneos respecto a nuestra propia competencia son en buena parte los culpables de esta…
—… Maraña negra que en este momento amenaza la seguridad del reino —concluyó Azoun la frase—. Al grano, mago.
Vangerdahast guardó silencio durante un largo rato, antes de que lo que pudo ser la promesa de una sonrisa pasara fugaz por sus labios, para luego desaparecer.
—Mi rey —dijo finalmente—, el toque de este cetro de los Señores, empuñado por vuestras manos, puede herir al dragón más que cualquier otro hechizo u espada, pero antes debéis disculparos en voz alta por el asesinato del prometido de Lorelei Nalavara, antes de golpear al dragón y de hacerlo con remordimiento por todo lo que ella y los elfos perdieron al nacer Cormyr.
—¿El asesinato del prometido de Lorelei Nalavara? —repitió el rey, enarcando una ceja.
A Vangerdahast le costó evitar reprender al hombre al que había educado durante años.
—El dragón, conocido entre su estirpe como Nalavarauthatoryl el Rojo, aunque los trasgos que lo sirven emplean a menudo la abreviatura de «Nalavara», fue en tiempos Lorelei Nalavara, una joven doncella elfa, de pelo rojo, habilidosa con la magia y orgullosa como pocos, creo. Era la prometida de Thatoryl Elian…
—El primer elfo muerto por mano humana en lo que ahora se conoce como Cormyr… Andar Obarskyr —murmuró Azoun—. No lo he olvidado.
—La venganza la ha mantenido con vida durante estos catorce siglos, o más —murmuró a su vez Vangerdahast, con cierto respeto y asombro en su voz—. Satisfacer esa ansia puede costar la vida al cuarto Azoun que ha reinado. Acabar con lo que la empuja a actuar así podría suponer rendirse a ella y ofrecerle la vida… quizás incluso permitir que os mate.
Azoun levantó la mirada, en la que ardía un fuego que Vangerdahast no había visto desde el nacimiento de Foril, muerto hacía años.
—¿Puedes prometerme, Vangey —tuteó el rey—, que tal sacrificio bastaría para destruir al dragón y librar a Cormyr de la ruina?
—En lo que respecta a la magia, no hay nada seguro —respondió en voz baja, caviloso, su viejo amigo y tutor—. Asegurar lo contrario sería la peor de las falsedades. Sin embargo, yo así lo creo. Algo sé de juramentos élficos y el poder de la magia sanguínea; poco sé, es cierto, pero lo bastante para deciros esto: sólo el regente Obarskyr o su heredero pueden poner fin al poder del dragón con esta ofrenda. Vuestra muerte no es cierta, pero es probable. Asimismo, también lo es el destino del reino.
—Eso es verdad —dijo Azoun—. Si uno debe entregarse a la oscuridad que a todos nos aguarda, que el mío sea el camino más amplio. Ése será el último servicio que preste a Cormyr.
Fue como si sus últimas palabras encontraran un eco, como si recorrieran enormes distancias que las condujeron allende las paredes de la tienda, y sólo por un instante Vangerdahast pensó que había oído el tañido de una espléndida campana, ¿un dios que señalaba una decisión afortunada? ¿La campana que advertía de la presencia de una ghazneth en Suzail, que, después de todo, no se encontraba tan lejos? O podía ser… pero no importaba. Había desaparecido, y quizá sólo fuera fruto de su mente, como un espejismo de lo que uno espera o desea ver. Confió en que fuera una especie de confirmación de que lo que pedía a uno de los reyes más grandes de la historia de Cormyr no sería en vano.
—Más que eso —añadió Azoun al cabo de poco, en un tono que le pareció a Vangerdahast más propio del joven príncipe que tanto le había hecho sudar—, hagámoslo ahora. Estoy preparado… ¡tan preparado como pueda estarlo!
El rey de Cormyr se incorporó en la cama y se levantó, empuñando el cetro de los Señores como si de una espada se tratara.
El mago real era viejo y se sentía envejecer a cada hora que pasaba, pero no estaba tan decrépito como para no poder moverse con garbo cuando era necesario. Es más, era diestro con las manos, y podía coger muy bien a regentes empeñados en trastabillar cuando están a punto de desmayarse, tanto a ellos como a sus antiguos cetros élficos, y devolverlos a la cama.
—Si esto es lo que entendéis por estar preparado —masculló al coger al rey en sus brazos y echarlo de nuevo en la cama—, tiemblo por el futuro de Cormyr.
Una débil protesta entre divertida e indignada le dio a entender que Azoun retenía, al menos, la conciencia.
—De modo que ha servido usted al reino con tanta habilidad como siempre, y tenemos un plan maestro —dijo el rey cuando recuperó fuerzas—. También tenemos este… pequeño problema de que no puedo tenerme en pie. Algo no muy aconsejable cuando uno se las ve con un… dragón, como seguro entenderá…
—Son tan graves vuestras heridas —dijo Vangerdahast, serio—, porque parte de la sangre del dragón aún corre por vuestras venas, hiere vuestras entrañas y quema, en definitiva, todo cuanto de Azoun encuentra a su paso. Nalavara existe para destruir toda sangre Obarskyr, cosa que está haciendo muy bien, por cierto. Puedo purgaros la sangre igual que os salvé del veneno del Abraxus, pero necesitaré recurrir a la magia, una magia muy poderosa.
—Que mi ancestro de alas negras de ahí fuera ansía beber… lo cual me impediría curarme —concluyó Azoun, hosco.
—Así es —dijo Vangerdahast, que cerró la boca como se cierra un rastrillo, en cuanto estas dos palabras salieron de sus labios.
—Te conozco bien, viejo amigo —dijo Azoun en un hilo de voz, tras observarlo en silencio durante unos latidos de corazón—. Tienes una solución, pero no quieres ofrecérmela. Te conozco lo suficiente como para saber que no debo obligarte a hacerlo… de modo que me limitaré a quedarme aquí tumbado, hasta que no tengamos más remedio que morir en la batalla.
El mago de la corte le obsequió con una mirada reprobadora.
—No hay nada que pueda hacerse para curaros mientras Boldovar vuele en círculos sobre esta colina. Tenemos que llevarlo lejos, y atraparlo o distraerlo lo suficiente como para poder curaros. No tardaré mucho, pero sí me costaría horrores si Boldovar no hace más que ir de colina en colina recibiendo hechizo tras hechizo, ya sea lanzado por las bravas o por un mago guerrero armado de una varita, o incluso de una docena de magos guerreros, uno tras otro. —El anciano mago cogió aire y lo expelió en un suspiro de insatisfacción—. Y sólo conozco a una persona capaz en toda Cormyr de procurar la destrucción de las ghazneth.
—Mi hija, Tanalasta —dijo Azoun—. Para salvar al rey, ponemos en peligro al heredero y la esperanza de un reino futuro.
Vangerdahast, con rostro sombrío ante la perspectiva, hizo un gesto de asentimiento.
—Se ha enfrentado a ellas y ha prevalecido —murmuró—, pero Boldovar es la más poderosa de las ghazneth, y no hay príncipe o princesa, sea cual fuere su fuerza o resolución, capaz de tratar con semejante loco. Podríamos estar condenándola, y también es muy probable que os pongamos a vos al borde de la muerte cuando os enfrentéis al dragón.
—Cormyr no ha sido jamás un jardín donde uno podía vivir despreocupado —repuso el rey, haciendo un gesto de resignación—, nuestro por derecho y sin necesidad de disputarlo. Mis dos hijas lo saben perfectamente, porque ambas han defendido el reino y son tan capaces de ello como su padre. ¿Qué servicio prestaremos a los próximos Obarskyr, si libramos por ellos todas las batallas, y les privamos de la posibilidad… no, del derecho, del privilegio, de rescatar a Cormyr por sus propios medios?
—Pero vos sois su padre… —murmuró el mago.
—Y su rey —dijo Azoun, con la mirada perdida—. A veces soy uno, a veces lo otro, Vangey, y nunca es fácil. Nunca es fácil.